Después de aquella tarde-noche de 1954, las cosas no volvieron a ser iguales entre Carlos Luján e Ismael Rebollo. Nunca había existido entre ambos una corriente de confianza sincera pero, a partir de entonces, a todo ello se unió una frialdad calculada y correcta entre ambos. Luján nunca le dio un solo nombre. Cierto es que no tuvo ocasión de ello hasta el momento en que la vida, o más bien el caso Anselmo López, volvió a unirlos de una forma completamente inesperada. Pero él sabía que, de haber recibido alguna pista, algún contacto siquiera indirecto con presuntos grupos de falangismo radical antifranquista (o, por lo menos, no franquista), no se lo habría dicho. Luján tenía sus propios problemas. En realidad, aquel conflicto aparecido entre dos casi amigos en una calle de Madrid, pese a no volver a aflorar entre ambos, no le abandonó: lo tenía en su propia casa.
Laura, su mujer, había sido declarada estéril por los médicos pocos meses después de casarse ambos, cuando su infertilidad les causó alarma. En realidad, los facultativos se equivocaron, pues el matrimonio Luján habría de tener un hijo, Bruno, que nació en 1955, cuando todas las esperanzas del matrimonio se daban ya por perdidas. Sin embargo, en esos siete años de matrimonio sin hijos el hecho de estar inactiva en casa, cosiendo, cocinando y escuchando la radio, pesó pronto sobre su ocio. Su buen conocimiento de las labores del hogar, pues Laura había aprendido de niña con las monjas todo lo que hay que saber sobre el gobierno del hogar por una mujer cristiana, la llevó a colaborar con la Sección Femenina, donde empezó a dar cursillos sin otra finalidad que ocupar un poco su tiempo. Para la mujer de Luján, pasar los días rodeada de otras mujeres más o menos de su edad le sirvió para cambiar leve, pero progresivamente, su carácter. Como Luján solía decir para hacerla rabiar, se había vuelto «más respondona». En realidad, Luján comenzó a sentir que su mujer combinaba cierta pulsión por apostillar comentarios suyos que en el pasado habían quedado incontestados (casi siempre que él hablaba de política) con la negación casi constante de la veracidad de esas aseveraciones.
Laura, para Luján, era como una barca sin remos que se dejase derivar por las aguas hacia una orilla donde todo se negaba. Con dieciséis años, él se había enamorado de una bellísima niña rubia, un año menor que él, a quien todo el mundo conocía como Laura, la hija del Guarnicionero. No fue hasta terminar la guerra que tomó conciencia del porqué de que el padre de su amada fuese citado por todo el mundo tan sólo por el oficio. La gente tenía miedo de decir su nombre, de vincularse con él. Porque el Guarnicionero nunca había ni soñado con vivir de eso. Hacia Colmenar Viejo, su familia había tenido unos terrenos y una modesta aunque provechosa explotación ganadera. Allí, el Guarnicionero había aprendido su oficio, más por necesidad y afición que otra cosa. Sin embargo, al estallar la guerra, una patrulla, al parecer y según decían de los hombres de Mangada1, auxiliada por los propios jornaleros de la finca, acabó con su padre y provocó el exilio de sus hijos a zona nacional. El Guarnicionero, sin embargo, ocupó su vivienda en Madrid y pasó el resto de la guerra experimentando la indiferencia de la mayoría; tampoco los republicanos parecieron interesarse por un hombre apenas significado, salvo para movilizarlo.
La Laura de la que se había enamorado Julián no perdonaba ni olvidaba ni la vida de su abuelo, ni las heridas con que regresó su padre, ni los años de silencio, miradas de refilón y sospechas. Era callada y sumisa como le habían enseñado (mientras pudieron, y después) las monjas teresianas, pero no perdía ocasión de dar rienda suelta a su animadversión. Para Carlos, sin embargo, pronto fue obvio que la estrategia de sus compañeras de la Sección Femenina era muy otra. Aquellas bordadoras y planchadoras eran más proclives a bordear la guerra en sus conversaciones, hasta el punto que, lentamente, iban desviando sus palabras hasta dar la impresión de que la guerra era algo lejano, tan difícil de convocar a la memoria que lo mejor era no hablar de ello. No es que aquél hubiese sido el principal acicate de su amor, pero lo cierto es que Carlos había soñado con un matrimonio falangista. A él le habían enseñado a creer en una sociedad entera que vive y practica el sentido de vida militar2, y eso había esperado. Un marido no militar, pero sí militante y armado, llegando a casa de la guerra que nunca termina, la delincuencia, y compartiendo sus experiencias, sus ilusiones y su punto de vista falangista con su mujer, pues las mujeres, con otro papel ciertamente, también han de portar la camisa azul. Sin embargo, cualquier día, a los pocos años de casados, Carlos Luján llegó a su casa, a la hora acostumbrada, con alguna anécdota en la cabeza, tal vez la referencia de alguna conversación, o con algún boletín en la mano, cualquier cosa que hablase de Glorioso Alzamiento, de Cruzada y, sobre todo, de rojos, de materialismo marxista, de muerte y depravación pretéritas y, tras cualquier comentario encendido, se encontró tras la oscuridad con una extraña pared que alguien había levantado sin advertírselo: la voz de su mujer, Laura, esa mujer que saludaba a las tropas en 1939 brazo en alto, diciendo en un susurro, sin levantar la vista de la costura.
-Ayayay, Carlos. De esas cosas, mejor no hablar en casa.
En efecto: Laura había declarado el hogar Zona Libre de Guerra. En las reuniones familiares, cuando los tíos de Laura la visitaban o algún amigo de Luján ocupaba silla en el salón, cada vez que se convocaban los recuerdos, Laura, y habitualmente cualquier mujer que estuviese presente, decretaban, con modos más o menos taimados, el silencio y el cambio de tema. Con el tiempo, Carlos se dio cuenta de que su forma de procesar la Victoria y su necesidad había sido el orgullo, pero el de su mujer era el olvido. Él no podía sino rebelarse contra esa forma de ver las cosas. Según su opinión, que acrecentarían los años cincuenta y la invasión creciente de la vida pública por parte de hombres que (como él) nunca habían llevado un fusil al hombro, o que pretendían que el mayor tesoro de la nueva España era su religión o que, aún peor, pretendían que el lacito que envolviese el bello regalo en que se iba a convertir España fuese el regreso de esos reyes que lo habían empezado todo; la invasión de gente así, pensaba, no tenía otra consecuencia que se dejase de hablar de los rojos, que era precisamente lo que los rojos querían. De alguna forma insatisfecho como se sentía, pues frecuentaba locales, reuniones y tertulias donde debía callar porque él no había tomado o defendido jamás colina alguna para España, tenía que añadir a su frustración que Laura apenas aceptase hablar de, como ella decía, las «horribles cosas» en que consistía su trabajo cotidiano, y «esas otras cosas» a las que su marido dedicaba su vida, esto es, las reuniones de camaradas, los cánticos, las proclamas y, en términos generales, eso que se podría llamar el disfrute del Nuevo Amanecer. Ni siquiera, en aquellos años tan difíciles en los que el monstruo bicéfalo que reptaba por encima de las conversaciones y las vidas tenía por cabezas la escasez y los precios, aceptaba Laura, a pesar de sufrir aquella situación como todos, apostillar o simplemente dejar pasar sin censura los desahogos de su marido respecto de la responsabilidad que en todo ello había tenido, en su opinión, el esquilme sistemático que esa fábrica de pobreza llamada marxismo judeomasónico le había provocado a España. A la aplicación de cualquiera de esas acusaciones replicaba con la Nueva Teoría.
-Deja el pasado en paz, Carlos. En el presente hay que trabajar, y nadie trabaja hacia detrás.
Muchas veces se dijo Luján que comprendía bien aquella cerrazón. Es difícil acostarse cada noche con el recuerdo de un amable hombre entrado en años, la persona que ha cantado casi todas las canciones de cuna de tu vida, temblando arrodillado en la tierra dura mientras alguien que apenas le conoce apoya en su cabeza un cañón frío, y dispara. De hecho, él convivía con otro tipo de crímenes, más, por así decirlo, prosaicos, y también había visto que el abanico de reacciones ante la muerte injusta es muy vario. Todas las reacciones que él consideraba generosas (olvidar, perdonar, rehacer la vida) las rechazaba personalmente como cosas de cobardes; de hecho, en según qué tertulias del Partido se hacían chanzas, bastante a menudo, con las reiteradas llamadas a la reconciliación emitidas desde el bando republicano incluso antes de perder la guerra. Allí se decía, y se repetía: los valientes convocan la Victoria; son los cobardes, y los perdedores, los que llaman a la Paz. Sin embargo, su rechazo personal no hubiera justificado que las negase. Y, en el caso de su mujer, la ternura le llevaba a cierta comprensión, el parpadeo de un asentimiento, que le ayudaba a callar cuando ella le obligaba, sin protestar, a ser el león en la calle y el sumiso corderito en el hogar.
No obstante, había otro factor que le ayudaba a refrenarse. Pues, desde poco después del verano del 48, había tomado la costumbre de frecuentar El 56. De frecuentar a Lucía Odriozola, la Luci.
Una de las últimas gestiones que había hecho Luján antes de cerrar el Caso López fue averiguar la dirección y horarios de El 56. Lo había hecho con la intención de tener controlada a Lucía Odriozola, pero luego no le hizo falta. No obstante, eso no le impidió ir a aquel club. En su intención, aquella primera visita tuvo como motivo explicarle a Lucía las pesquisas finales, el suicidio de Higinio Longares y el hecho de que en su posesión había aparecido una pista crucial que hacía pensar que él había acabado con Anselmo López. En realidad, con los años Carlos Luján tuvo que reconocerse que aquello no había pasado de ser una disculpa; con el tiempo, efectivamente, se fueron acumulando en su vida laboral los malentendidos, las acusaciones en falso y, por supuesto, las palizas a personas que no las merecían; y nunca sintió la necesidad de dar explicaciones a posteriori.
Con Lucía, sin embargo, era distinto. Lo había sido desde el primer momento. Aquella mujer tenía una forma de tenerle miedo que le provocaba dos sentimientos encontrados, alimentados el uno al otro: por un lado, el deseo de lavar esa desconfianza; por otro, la pulsión de darle aún más miedo para que el primero de los deseos se hiciese todavía más necesario. Se sucedieron las semanas, los meses y los años en la vida de Luján. Poco a poco, supo de la vida de otros en esa gran organización, la Policía, en la que estaba encuadrado. Todo conspiraba para que los escrúpulos morales se disolviesen. Entre aquellos hombres cuya vida diaria era enfangarse en una parte de la España de la Paz que los demás no debían ver, una España donde, de cuando en cuando, había gente que moría, era herida o simplemente apaleada por bien poca cosa, no era generalizada, pero sí bastante común, una convivencia con el vicio que, por decirlo como se refería entre risas en no pocos corrillos policiales, no pasaría por el tamiz de un confesionario.
Así pues, el subinspector Luján, descollante policía casi desde sus primeros pasos, tenía poco de lo que lamentarse: los ejemplos de policías que dormían en hogares apostólicos pero coqueteaban con ese otro inframundo en el que cosas como la virtud o cualquier tipo de abstinencia estaban de más; ese tipo de policías, Luján lo sabía bien, eran, sin llegar a multitud, legión. Y, sin embargo, no cesó de repetirse, durante los años en los que invirtió noches de guardia insulsa en un extremo de la barra de El 56, que lo suyo era distinto. Él bebía, y charlaba. Nada más. Como la propia Luci, al contrario de lo que él mismo había sospechado. Era capaz de pasarse horas, allí, charlando con ella. Tantas que la Luci, cuando adquirió la confianza suficiente, comenzó a quejarse, con una sorda sonrisa en el rostro, de que el Señor Policía era un muy mal negocio para ella.
El 56 era una barra cara. Carísima. Una copa, cualquier copa, costaba 30 pesetas, que se actualizaban con la inflación más deprisa que la inflación misma. El parroquiano que quisiera hacer cualquier cosa con alguna de las camareras distinta de pedirle la consumición, fuese eso hablar con ella o ponerle la cabeza en un hombro (desnudo), tenía que invitarla a una consumición. La camarera, que por ser tal no cobraba sueldo alguno ni tenía contrato ni nada que se le pareciese, obtenía unas cuatro pesetas por copa, por lo que tener un mínimo peculio venía a reclamar conseguir unas 50 invitaciones al mes, suponiendo que la camarera fuese, como entre ellas se llamaban, «una decente» (mirar, tocar levemente, y poco más: sólo cobraba de las consumiciones). Una minoría de entre las mujeres del local (habitualmente ya no camareras, sino chicas de barra, o de alterne, como ya se decía) estaba para alguna cosa más. En dos escalas: ocupar un reservado recoleto, oscuro y privado (500 pesetas); o «retirar», así se decía, a la mujer, es decir, sacarla del la barra y llevársela a algún lugar más propio. Esto costaba 1.000 pesetas, aunque los clientes de El 56 aprendían pronto que el local se quedaba con la mitad, así pues el precio real variaba entre esas 1.000 y el mínimo que el local cobraba, dependiendo del nivel de necesidad de la puta.
Para colmo, el dueño del club, un aseado francés de mediana edad que fumaba cigarrillos en una boquilla larguísima como la de la Chelito cantando Fumando espero, decidió tratar bien al señor gendarme, como solía llamar a Luján las pocas veces que le saludaba, y le puso un precio especial de 15 pesetas por copa… descuento del 50 por ciento que Luci tuvo que asumir en su propia retribución. Así pues, como acabó confesando, dar palique a aquel poli aburrido significaba para ella, en realidad, retirar comida de la mesa.
¿Qué pensaba, de verdad, Lucía Odriozola de que el hombre que la había pateado en una sala de interrogatorios, que le había roto literalmente la cara con la mano abierta y también cerrada, hubiese vuelto a verla y hubiese vuelto luego y luego y luego? Carlos Luján nunca lo supo. No lo preguntó. Desde el principio, el policía tuvo claro que lo suyo no era una historia de amor. Entre pitos, flautas, hacer caja, limpiar el local y demás labores, Lucía Odriozola salía a eso de las tres o cuatro de la mañana del local (a partir de las diez y media la puerta se cerraba; los parroquianos –y la policía, y los que regaban las calles, y los serenos de la zona- conocían bien la combinación de toques de nudillos que hacía falta para que se abriese). Sin embargo, Carlos Luján, durante las guardias de noche durante las que era completamente libre siempre que buscase un lugar con teléfono (El 56 lo tenía y él no se recató de darlo en la comisaría: sabía que nadie, jamás, por ninguna circunstancia, se lo daría a su mujer), nunca esperó a Lucía Odriozola a la salida del local (salvo una noche especial, que ya se verá). En los muchos años que tuvo Carlos Luján para pensar en esa relación, jamás llegó a la conclusión de que estaba enamorado, de que, de haber sido su vida de otra forma, habría terminado con ella. Lucía era, simplemente, el otro mundo.
Laura y Lucía. Lucía y Laura. Dos mujeres, dos mundos. En su última adolescencia y primera juventud, a golpe de corneta sobre todo, Carlos Luján había aprendido pocas cosas, y muy sencillas. España era un Estado totalitario, lo cual quería decir que sólo mandaba en él quien debía mandar y de forma recta. Se había construido un país de productores organizados de la forma más eficiente y justa posible. Tenía un líder y un pasado en el que mirarse para no repetirlo. Una Revolución permanente en marcha. Un Amanecer luminoso.
Hasta el cielo más limpio, sin embargo, tiene nubarrones; España terminó por no ser una excepción. ¿Por qué el Sirlas, un buhonero casi sin oficio ni beneficio, se había levantado de la mesa de la cena una noche y había decidido contestar a las críticas de su mujer trepanándole la barriga y esparciendo sus intestinos por el suelo de la sucia barraca donde vivían? Por nada en particular, ni en general. Su mujer llevaba años poniendo a su marido a parir a la hora de la cena sin que él abriese la faca; así pues, como le dijo el gitano a la policía, tenía que pasar, y pasó. Mató a su mujer delante de sus cinco hijos de corta edad. No le importó que vieran la sangre ni que escucharan los estertores de su propia madre.
El Sirlas sólo era un caso más. Uno más de muchos, de demasiados. Con el tiempo, Luján tuvo que acostumbrarse a ideas como que la gente mata. No necesita ni a Marx ni a José Antonio. Mata, sin más. Roba. Viola. Un tipo es detenido porque le ha roto el culo a un niño en la tapia de La Almudena y, por muchas hostias que se le den, es incapaz de elaborar un porqué. Para sobrevivir a esa difícil lección, Luján construyó el edificio de sus convicciones, con los sólidos cimientos que había aprendido. Mano dura, orden, cirugía radical, invasiva. Y cada día retornaba de ese mundo difícil a un hogar templado y una mujer amable, amada, sin duda, pero cuyo principal tema de conversación eran los pequeños compromisos domésticos, hay que cambiar las cortinas del salón, ¿qué color prefieres?; por culpa de la gripe no he podido llevar a Bruno a la vacunación. A veces, a Luján le resultaba equívoco y casi imposible descender a esos detalles, implicarse en ellos con sinceridad; como si no hubiese otro mundo. En esos casos, esperaba pacientemente a la siguiente guardia nocturna, o se las arreglaba para que le llegase con prontitud, y cumplía sus dos, tres, cuatro o hasta seis horas en el fondo de aquel local oscuro, bajo la atenta y desconfiada mirada distante del mariquita francés, hablando con la Luci. La única persona en el mundo que conocía, además de los propios policías, que conocía ese mundo. La única que le escuchaba a él describirlo, discutirlo, con esos ojos en los que nunca faltó el miedo. Sí, Señor. Desde luego, Señor. No me pegue más, Señor. Carlos Luján nunca volvió a amagar con pegar a Lucía. Pero su relación siempre se basó en que ambos supieron, en todo momento, que podría haberlo hecho.
En diciembre de 1955, el comisario Ramos se jubiló. El mismísimo Don Antonio Iturmendi3 participó en un sencillo acto en la amplia sala en cuyo extremo había estado su despacho en los quince años anteriores, suficiente tiempo como para que, en todo tiempo del año y toda hora del día, dentro del cubículo se respirase un cargado ambiente de alcohol quemado. Se le impuso una condecoración, que agradeció entre lágrimas. En su pequeño discurso de despedida anunció varias cosas. Primero habló de lo que él llamaba los rincones de la Cruzada, es decir esos lugares que no parecen tener nada que ver con ésta pero que, sin embargo, son fundamentales para que pueda pervivir. La delincuencia común, añadió, es uno de estos rincones. Luego anunció que Antúnez había sido designado, a su petición, sucesor en el cargo comisarial; esto todos lo sabían ya. Luego comunicó algunas comisiones de servicio y complementos, básicamente ascensos camuflados, y un ascenso puro y duro: con 33 años y apenas dos trienios, Carlos Luján era promovido al empleo de inspector. Esto sí que no se lo esperaba nadie e, incluso, el ascendido lo desconocía.
-No me dé usted las gracias a mi, Luján –dijo Ramos, visiblemente divertido con la sorpresa que había provocado-. No ocultaré que siempre he tenido en gran estima su labor y sagacidad, hasta el punto de que no pocas veces he comentado con mis superiores que usted ha nacido para esto. Pero también soy de los que piensan que un buen cognac tiene, por generosa que sea su esencia, que pasar años en el roble para madurar. Pero me han convencido. Ha sido mi provechosísimo asistente y querido amigo, Ismael Rebollo, quien ha porfiado para darle lo que, según él, en justicia le corresponde. Lo cual nos lleva al último anuncio del día.
Los policías del departamento aguantaron la respiración y escucharon, reverentes, el anuncio de que Ismael Rebollo abandonaba la Brigada de Investigación Criminal para iniciar, dijo Ramos, una prometedora carrera en los servicios propios del Ministerio de la Gobernación. Luján escrutó los rostros de sus compañeros. Nadie parecía ser consciente del significado de esas palabras. Calculó, por eso, que la conversación que había tenido con Rebollo el año anterior no se había repetido con ningún otro compañero, cosa que, en cualquier caso, ya sospechaba.
1 Coronel Julio Mangada Rosenörn, militar de convicciones republicanas que, tras el alzamiento, constituyó un pequeño ejército, la denominada Columna Mangada, que tuvo gran protagonismo en su sofocamiento en Madrid. Personaje muy curioso, mistagogo, aficionado a la parapsicología (Julián Zugazagoitia se ríe de él afirmando que escuchaba la voz de una extraña Musa Coja) y esperantista, fue nombrado luego gobernador militar de Albacete y perdió peso dentro del ejército republicano.
2 Así reza, textualmente, el Cuarto de los Veintisiete Puntos programáticos de Falange (1934).
3 Ministro de Justicia desde 1953 hasta 1965.
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