En mi opinión, el feo, feísimo asunto del duque de Veragua, descendiente del almirante de la mar océana Cristóbal Colón, fue el incidente que acabó de divorciar a la República española con no pocos de los representantes diplomáticos radicados en Madrid, especialmente los sudamericanos.
En realidad, ese divorcio, o distancia, ya existía con anterioridad; no hay que olvidar que en el subcontinente americano había entonces no pocos gobiernos cuyas querencias políticas no eran precisamente prorrepublicanas; ello a pesar que, entonces como durante décadas después de la guerra, fue muy cerca, en México, donde la República contó con su mayor avalista internacional.
Pero a esta distancia, digamos ideológica, que se salvaba con el tradicional disimulo diplomático, se hizo abismal cuando se conoció que Cristóbal Colón, duque de Veragua; y su cuñado, el duque consorte de la Vega, habían desaparecido del domicilio del primero, en el número 7 de la calle San Mateo, al parecer llevados por unos milicianos.
El ministerio español, a través de su subsecretario Ureña, comunicó el 7 de septiembre su rauda disposición a arreglar el asunto e interesarse por los dos aristócratas desaparecidos. Por su parte, el secuestro del descendiente del descubridor de América movilizó a las embajadas de Chile, Argentina, Venezuela, Panamá, y otros países. Las naciones americanas, que profesaban admiración por su mitos, consideraban una eventual agresión al descendiente de Colón como algo propio, y así se lo hicieron saber al ministerio de Álvarez del Vayo. Tanto es así que el duque de Veragua había recibido como poco tres ofertas (de la República Dominicana, de Chile y de Bolivia) para ser asilado en esos países si lo consideraba pertinente.
El día 7, el cuerpo diplomático comunica al ministerio de Estado español, y más concretamente a su secretario el señor Ureña, que el gobierno argentino tiene reservado un camarote en el paquebote 25 de Mayo para los dos aristócratas en el momento en que el gobierno se los entregue. El ministerio español afirma que hará todo lo posible por localizarlos y defenderlos.
A los cuatro días de saltada la noticia, por conductos extraoficiales se tuvo información por los diplomáticos de que ambas personas se encontraban vivas y detenidas en la checa del Círculo Socialista del Sur, situada en el número 50 de la calle Velázquez (a un tiro de piedra, pues, de la casa del atribulado señor Hoo). Los embajadores y representantes exigieron del ministro una actuación inmediata, y éste, a decir de las fuentes diplomáticas, la comprometió.
Setenta y dos horas después, los cadáveres del duque y el duque consorte aparecieron en la carretera de Fuencarral, no sin que antes se hubiesen realizado las oportunas gestiones para causarles, como dicen hoy los del SAMUR en la tele, lesiones incompatibles con la vida.
El ministro que había prometido que en dos días tendría un total control de la calle no pudo hacer nada por dos personas que, además, tenían una significación política prácticamente nula.
La carta que el decano chileno envió al ministro español de Estado, y que fue distribuida a todos los países que se interesaron por la suerte de Veragua, es bastante clara aún a pesar de su educado lenguaje diplomático: «No he de insistir, repito, en la consternación unánime que producirá en todo el mundo civilizado la tremenda e irreparable desgracia acaecida, porque estoy cierto que también alcanza y en primer término a ese pueblo español y su gobierno, que serán, no lo dudo, los primeros en condenar ese hecho execrable que ofende a toda la Patria española».
Los franquistas se dieron un festín con esta carta en según que cancillerías del mundo. Y es que, a veces, los penaltis no los paran los porteros, sino que los fallan quienes los tiran.
La siguiente gestión en la que participó el cuerpo diplomático fue su intervención en favor de las mujeres y los niños que se encontraban en el Alcázar de Toledo. Aquí no fueron obstaculizados por el gobierno; todo lo contrario. Al gobierno republicano, que los sitiados de Moscardó se hubiesen encerrado con mujeres y niños no le beneficiaba en nada, pues suponía que los bombardeos podían matar civiles. Tanta fue la colaboración republicana que el primer ministro, Largo Caballero, puso como condición a la mediación diplomática que, si ésta tenía éxito, él debería estar presente en el momento de salir los civiles. Esa foto para el mundo no se la hubiera perdido don Francisco ni por todo el oro del mundo.
La gestión, en cambio, no salió bien. Y su desarrollo es una buena muestra del enorme Patio de Monipodio político en que se había convertido la República en aquellos meses de guerra. La primera sorpresa de la legación diplomática que viajó a Toledo un domingo fue que era imposible entrevistarse a solas con el coronel que llevaba el asedio (Barceló). Era estrictamente necesario que con él estuviese su comité de defensa, formado por un miembro de la FAI, otro de la CNT, otro de la UGT, otro de Unión Republicana, otro de Izquierda Republicana, otro del PSOE y otro del Partido Comunista. Los miembros del comité se negaron primero a la propia liberación pretextando que era dar alas al enemigo que estaba a punto de caer. Una vez que aceptaron el hecho en sí de la liberación, se encontraron con que la pretensión diplomática era llevarse a todas aquellas personas (en su mayoría, mujeres e hijos de los propios sublevados) bajo protección de las legaciones y darles asilo en las embajadas. Como la cosa no iba ni para delante ni para detrás, el embajador chileno, que como decano presidía la delegación, blandió el salvoconducto del propio Largo Caballero, primer ministro. Documento que, literalmente, ordenaba «a todas las autoridades civiles y militares y a las milicias populares, fuerzas sindicales y políticas afectas al Frente Popular y, en general, a cuantos cooperan en la acción en defensa del Régimen, guarden todo género de consideraciones y den toda clase de facilidades al citado señor Embajador».
La respuesta que recuerda Núñez Morgado es, como he dicho, todo un tratado histórico en sí mismo sobre cómo funcionaba el bando republicano aquellos días.
- Puede ser el señor Largo Caballero todo lo Presidente del Consejo y Ministro de la Guerra que usted quiera; pero aquí somos nosotros la única autoridad. Seguimos lo que nos dice Madrid cuando no se opone a lo que deseamos nosotros.
El siguiente problema insoluble se planteó cuando, algo más enfriados los ánimos del comité, uno de sus miembros preguntó bajo qué bandera quedarían amparados los refugiados. Al contestársele que la del cuerpo diplomático en pleno, los miembros del comité se dieron cuenta de que eso suponía que las mujeres e hijos de los sublevados franquistas saliesen del Toledo republicano bajo la bandera de, entre otros, Alemania e Italia. La verdad, en esto es lógico que pusieran pies en pared. Finalmente, se acordó que sólo apareciese la bandera de Chile.
La última barrera, sin embargo, la pusieron los sublevados. Vencidas todas las resistencias, cuando se entró en contacto con ellos, se limitaron a contestar que, si el cuerpo diplomático quería algo de ellos, era el prefijo telefónico de Burgos el que tenía que marcar.
A finales de septiembre, ya muchas embajadas están hasta las trancas de personal y siguen produciéndose conflictos. Destaca, por ejemplo, el relativo a Juan de la Cierva, teóricamente amparado por el hecho de que trabajaba como letrado para la embajada de Noruega, pero que fue detenido en el momento de tomar el avión para salir de España.
A mediados de octubre es el momento en que el gobierno español trata de fijar su posición relativa al derecho de asilo. Lo hace en una comunicación al cuerpo diplomático. Debo confesar que nunca he dado con un libro donde se reprodujese este escrito del Gobierno pero, por las referencias indirectas que he podido leer, tengo la sensación de que el principal punto de anclaje de la postura gubernamental es que el derecho de asilo es, en 1936, un derecho ya caduco consagrado como tal por la Convención de La Habana. A este argumento, los favorables a la aplicación de dicho derecho siguen oponiendo el argumento de su contenido humanitario, amén de la confusión que parece existir, en el caso de la guerra española, entre lucha política y lucha militar. Esto quiere decir que, en guerra, la libertad de una persona puede ser conculcada, y en un caso extremo incluso se le puede quitar la vida, por el hecho de ser un elemento bélico activo, bien militar (soldado), bien civil (espía, saboteador, etc.) en la contienda militar. Sin embargo, no es de recibo que una persona sea detenida, encarcelada o ejecutada por el solo hecho de ser de la misma cuerda ideológica de quienes luchan, si no lucha.
A todo esto hay que añadir que la posición del gobierno no es monolítica en el tiempo. En los primeros tiempos del conflicto bélico, cuando no había nadie en las embajadas salvo sus trabajadores, el cuerpo diplomático consultó con Augusto Barcia, entonces subsecretario del Ministerio de Estado, quien se mostró partidario de que practicasen el derecho de asilo, siempre que no beneficiase a enemigos declarados de la República. Asimismo, los representantes diplomáticos recordaron que Ángel Ossorio, en su puesto de representante español ante la Sociedad de Naciones, había expresado ideas distintas de las que ahora defendía el gobierno español.
Está, por último, el problema de la propia actuación de los partidarios del Frente Popular. Durante la represión del golpe de Estado revolucionario del 34, algunos fueron asilados en la legación cubana, y no parece que considerasen ese movimiento ilegal. Al igual que la embajada española había asilado pocos años antes, en 1919, a varias decenas de personas durante la sangrienta caída del presidente Estrada Cabrera en Guatemala.
Ya he dicho que nunca he leído la nota completa, pero todo parece indicar que es de una torpeza sólo posible cuando se está muy nervioso o se tienen muy pocas luces (o las dos cosas). Entre otras cosas, la nota acusa a las legaciones diplomáticas de realizar abusos notorios en su política de asilo; ignorando que ese tipo de acusaciones, entre estados soberanos, hay que probarlas (como hay que probar la posesión de armas de destrucción masiva, por poner otro ejemplo). Por último, la nota terminaba con un párrafo difícilmente tolerable, en el que el gobierno español se reservaba realizar acciones contra dichos abusos.
Días después, el mismísimo Manuel Azaña vendría a sumar algo más de desconcierto en todo este merdé.
Pero tendréis que esperar. Mis dedos se alejan del teclado por unos días.
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