Casi desde que existe el hombre, hay sociedades. Casi desde que hay sociedades, hay naciones. Caso desde que hay naciones, hay embajadas. Y casi desde que hay embajadas, existe algo parecido al derecho o la práctica de asilo.
Una embajada es una isla territorial. Geográficamente hablando está inmersa en un país; pero no es ese país, sino aquél al que representa. Un ciudadano de los Estados Unidos pone el pie en su nación cuando entra en la embajada de la calle Serrano de Madrid. Lo cual tiene como consecuencia inmediata que las autoridades españolas tienen que moverse, dentro de ese edificio, pidiendo permiso. O no actuar en lo absoluto.
Esta es la clave del asilo diplomático. Cuando el natural de un país siente que se encuentra en peligro dentro de él; cuando es perseguido por razones incompatibles con los derechos del hombre, es decir por pensar de una determinada manera, por tener la piel negra o por no querer ponerse un velo, el lugar más cercano y asequible donde huir es una embajada. La frontera real del país que nos persigue, que es el nuestro propio, puede llegar a estar muy lejos. Pero las embajadas y consulados están a un par de estaciones de Metro, o a una hora de autobús.
Nosotros, los españoles, hemos disfrutado muy recientemente de las bondades del asilo político. No pocos de nuestros exiliados del franquismo han tenido la consideración de asilados políticos, protegidos por lo tanto por su país de acogida contra el intento de España de detenerlos o incluso algo peor.
Pero también ha habido momentos en los que España no ha estado demasiado de acuerdo en que ciudeadanos españoles fuesen asilados. Y me refiero a nuestra guerra civil. La guerra, tras el primer golpe que delimitó las zonas de dominación de un bando y de otro, consolidó Madrid bajo el control de la República, como es bien sabido. En Madrid, como en otras muchas partes de la España republicana y la nacional, se desató, en ese momento, una gran represión en la persona de quienes eran considerados enemigos del régimen. Aunque había consulados en muchos sitios, lo cierto es que la situación existente en Madrid presenta elementos diferenciadores respecto de otras ciudades de España, con la excepción tal vez de Barcelona, por la presencia en la ciudad de las embajadas; la zona nacional, por su parte, tiene una triste e injusta ventaja en esto, pues en sus áreas de control escasa era la presencia diplomática y, por ello, los testimonios existentes son muchos menos.
Por las razones que ya he explicado, no fueron pocos los que, sintiéndose perseguidos, decidieron que el asilo en una legación era su mejor oportunidad de sobrevivir. Lo cual generó una muy tensa situación entre el gobierno republicano y algunas representaciones diplomáticas, en hechos que conforman una pequeña historia dentro de la Historia.
El 15 de julio de 1936, tres días antes del golpe de Estado nacional por lo tanto, se había constituido en San Sebastián, como era costumbre, el llamado Ministerio de Jornada, que era una especie de ministerio de verano destinado a servir de contacto entre el gobierno español y los embajadores en sus lugares de vacaciones (la razón de que el ministerio radicase en San Sebastián estriba en que la capital donostiarra era la Marbella de la época). Sin embargo, a pesar de ello, cuando estalla la guerra civil hay unos cuantos embajadores que siguen en Madrid. Para ser concretos, se trataba de: Aurelio Núñez Morgado, embajador de Chile y decano del cuerpo diplomático; y Alcibíades Pecanha, embajador de Brasil. Asimismo, había ministros plenipotenciarios, por lo tanto no embajadores pero con cierto poder de decisión, como Lasso de la Vega (Panamá), Daniel Castellanos (Uruguay), Juan de Osma (Perú), Karl Egger (Suiza), Tsien-Tai (China), Raúl Contreras (El Salvador), Tevfik Kamil Koperler (Turquía), Plácido Sánchez (Bolivia), César Tolentino (R. Dominicana), Kristoph Boeck (Dinamarca), Carlos Uribe (Colombia), Stanoyé Pelivanovitch (Yugoslavia); así como encargados de negocios como Virgilio Rodríguez Beteta (Guatemala) y Manuel Pichardo, de Cuba. Por último, en algunas embajadas los embajadores habían dejado consejeros al cargo de todo durante el verano. Era el caso de Hermann Voarckers, de Alemania; Edgardo Pérez Quesada, de Argentina; Nicolás Karastoyanov, de Bulgaria; Zdanko Formanek, de Checoslovaquia; Eric Wenjean, de Francia; George Ogilvy-Forbes, de Gran Bretaña; Teiichiro Takaoka, de Japón; Juan F. Urquidi, de México; D. R. Flaes, de Holanda; conde Leopoldo de Koziebrodzki, de Polonia; vizconde de Riba Támega, de Portugal; Constantino Zanesco, de Rumania; y monseñor Tito Crespi, de la Santa Sede, entre otros. Incluso habría otros diplomáticos de menor rango, como el vicecónsul noruego Félix Schlayer, que acabarían jugando un papel importante en el asunto de los refugiados. Schlayer se reivindicó, por cierto, como descubridor de los fusilamientos masivos de Paracuellos del Jarama.
La primera preocupación de esta caterva de representantes diplomáticos fue, naturalmente, abordar la protección de los intereses extranjeros en España, a los que ellos, al fin y al cabo, representaban. A tal efecto, se convocó una primera reunión el 24 de julio en el número 26 de la calle del Prado, donde estaba, y honradamente no sé si sigue, la embajada de Chile. En esa reunión ya se abordó el primer caso de amparo, aunque no en la persona de ciudadanos españoles, sino de unos sesenta austriacos a los que la guerra pilló en Madrid (y, teniendo en cuenta la deriva nazi de Austria, es de suponer que no serían muy bien vistos) sin tener representación diplomática que les atendiese.
El primer incidente del que tengo noticia con personas extranjeras se produce el día 20 de julio y es la muerte, desconozco las circunstancias (aunque el representante suizo habló de asesinato), del ciudadano suizo doctor Mathille. El segundo ocurre alrededor del día 30 de julio. Se trata de un grupo de monjas bolivianas que se encontraban en un convento en Carabanchel y que, raudas, viendo la que se estaba montando, o sea que ser monja empezaba a no ser ningún chollo en aquel Madrid, se dirigieron a su embajada para solicitar volver a casa. Los diplomáticos en servicio fueron a buscarlas al convento, pero sus coches fueron, siempre según el relato del representante boliviano, detenidos por milicianos, los cuales cachearon a las monjas hasta que se llevaron todo lo que llevaban de valor. También murió en esos días un ciudadano británico que vivía en la Gran Vía y que se asomó al balcón durante una manifestación. Mala decisión.
Los reportes se suceden, hasta el punto de dejar bastante claro, al menos según mi opinión, que es absolutamente cierto que el gobierno de la República no mandaba una mierda en esos primeros días y los grupos de milicianos actuaban cada uno a su bola y a placer. En Barcelona y Santander, mueren dos súbditos alemanes. En el convento de las Reparadoras de Madrid, en el que entran las milicias, la monja uruguaya hermana Doussinague es molestada y vejada por los milicianos. La esposa del cónsul finlandés en San Sebastián muere a causa de unos disparos. Un desconocido dispara y hiere al canciller de Egipto. El apartamento del secretario de la embajada china, señor Hoo, es tiroteado, con lo que cabe imaginar que el señor secretario debió declamar su apellido a voz en grito. Míster Hoo vivía en Velázquez, 71; era, pues, prácticamente vecino de José Calvo Sotelo, quien para entonces ya no estaba en condiciones de oírle gritar. Otro tanto, y me refiero al tiroteo, le pasa al apartamento del agregado de prensa alemán.
A todos estos problemas se une el derivado de que los domicilios de ciudadanos extranjeros están siendo revisados como los de cualquier nacional. En caso de guerra resulta difícil sostener que el domicilio sea inviolable (como dijo Groucho Marx, ¡es la guerra!); pero en el caso de los extranjeros la cosa cambia. Sin embargo, esta queja del cuerpo diplomático deja bastante claro algo que es fácil de intuir, y es que las partidas de milicianos que tomaron el poder efectivo de las calles de Madrid en esas jornadas no dominaban las sutilezas del derecho internacional de extraterritorialidad.
El problema del asilo se plantea en la reunión del cuerpo diplomático de 4 de agosto.
El representante de Yugoslavia es quien lo pone sobre la mesa, indicando que hay que partir de la base de que el gobierno español va a velar por la vida y la integridad de todos sus ciudadanos y que, por lo tanto, no compete conceder a españoles derecho de asilo en las embajadas. Otros representantes, como el de Dinamarca, se inclinan por una interpretación distinta y defienden que el gobierno español debe respetar las acciones de asilo que realicen las embajadas. Esta posición es apoyada por el decano, el embajador chileno, quien basa su defensa del derecho de asilo en elementos humanitarios. Finalmente, los diplomáticos hicieron lo que hacen siempre cuando no están de acuerdo: prometieron pensárselo un poco más, y le dieron al asunto una elegante patada a seguir. Las discusiones prosiguen durante los siguientes días. Básicamente, los contrarios al asilo, al parecer liderados por Yugoslavia, argumentan que el derecho de asilo es algo que ha caído en desuso en Europa; idea que supongo se basada en considerar la doctrina de los derechos humanos plenamente consolidada en el continente, algo que un tal Adolfo se estaba ya empeñando en desmentir con vehemencia. Las razones de los partidarios estaban, como he dicho, en el contenido humanitario del asilo.
En esos primeros días de agosto, el gobierno republicano comete su primer error gordo, su primera gran cagada, con el cuerpo diplomático. En puridad, no es el gobierno quien comete ese error; pero resulta ser igualmente responsable a causa del escaso control efectivo que ejerce sobre los hombres armados en el bando republicano.
Siete religiosos colombianos que trabajaban en el manicomio de San Juan de Dios de Ciempozuelos solicitan a su embajada el regreso al país. La legación les facilita papeles compulsados por el Ministerio español de Estado en los que figuran como enfermeros de profesión. Los siete sacerdotes, vestidos ya de civil, son llevados al tren de Barcelona, para poder tomar allí un barco.
El cónsul colombiano en la ciudad condal los esperó inútilmente en la estación. Unas horas después, los siete cadáveres aparecieron en el depósito.
El crimen de los siete sacerdotes colombianos fue, si cabe, más estúpido que la media, además de premeditado, si hemos de creer al testimonio del propio representante colombiano en Madrid, el cual relató al cuerpo diplomático que, cuando estaban embarcando en el tren para Barcelona, se le acercó alguien preguntándole si algún viajero venía de Ciempozuelos. Los colombianos, pues, habrían salido ya de Madrid «marcados».
La cagada del gobierno español tiene que ver con el cambio de actitud del cuerpo diplomático. Hasta ese momento lo vemos dividido y, aunque las discusiones seguirán, adoptará la clara unanimidad (como no podía ser de otra manera) a la hora de repugnar estos hechos. Bueno, no total, porque el representante francés, en uno de esos arabescos raros que tiene la diplomacia, se aviene a apoyar la nota de protesta ante el gobierno español en lo que se refiere a protestar porque al cónsul colombiano en Barcelona no se le están dando seguridades para su integridad; pero se niega a respaldarla en lo que se refiere a la protesta por el asesinato de los siete religiosos.
A mediados de agosto prosigue la discusión en torno a la aplicación del derecho de asilo, pero en parte es una discusión baladí, porque quienes son partidarios de aplicarlo han ido a una política de hechos consumados. Sabemos, por ejemplo, que para entonces cuando menos la embajada de Chile estaba ya llena de refugiados. Por parte de los países menos proclives a meterse en ese jardín, las posturas se van definiendo. La embajada de Estados Unidos, por ejemplo, aseveró, desde el primer momento, que su política sería dar asilo a quien se lo pidiese, y entregárselo después al gobierno español una vez recibidas de él las oportunas garantías de integridad para los refugiados; lo cual es una de esas soluciones tan propias de la diplomacia, que no solucionan nada. El representante francés comunicó en agosto que tenía autorización de París para irse de España. Y el de Gran Bretaña (los ingleses, siempre tan implicados en todo lo que no es inglés) informó de que tenía autorización de Londres para cerrar la embajada y pirarse.
Otro campo en el que las disensiones entre los diplomáticos se hicieron patentes fue la propia actitud ante los hechos que se estaban produciendo. Algunos diplomáticos, los menos proclives a la República, defendían la idea de marcharse; pero, conscientes de que esa decisión tomada individualmente apenas tendría significado, defendían que la decisión, si se tomaba, debía ser mancomunada. La intención de quedarse de diversos representantes, tales como el argentino, el mexicano o el turco, hizo que, de hecho, la decisión consensuada fuese la de quedarse.
Es en ese momento cuando el gobierno español mueve ficha.
A finales de agosto (la reunión se trató en la sesión del cuerpo diplomático del día 20) Núñez Morgado, en su calidad de decano del cuerpo, fue recibido por el ministro de Estado, quien le ofreció todas las garantías de que las peticiones de las embajadas serían atendidas. Eso sí, el gobierno de la República fue firme, dentro de los típicos circunloquios educados que presiden todo diálogo entre diplomáticos, al advertir a los embajadores y representantes que consideraría su marcha como un gesto hostil.
En esa reunión se habló de que había españoles asilados en las embajadas. No es que hiciera falta informar al gobierno español, que lo sabía bien. Pero es el caso que se citó. Pero, por lo que sé, no parece que se iniciase una discusión abierta sobre si procedía o no aplicar el derecho de asilo.
Los problemas continuaron. En esas semanas, Vicente Noguera, español por lo tanto pero al mismo tiempo cónsul honorario de Polonia en Valencia, fue asesinado mientras embarcaba para marcharse de España. Asimismo, en esos días la embajada de Venezuela y la de Gran Bretaña reportaron sendas visitas de milicianos quienes, buscando a alguien, pretextaron tener pleno derecho a entrar y revisar las legaciones.
El día 21 de agosto, el cuerpo diplomático decide comunicar al gobierno de Madrid su protesta por un hecho que parece, como poco, curioso: la correspondencia a algunas embajadas llega abierta por la censura. El 1 de septiembre, los representantes de Portugal, Alemania, Dinamarca y Uruguay comunican su traslado a Alicante por razones de seguridad personal. En el caso, sobre todo, del representante alemán, no nos cuesta entender los porqués de la medida.
A principios de septiembre se produce un hecho casi anecdótico pero que es muy revelador a la hora de mostrar la actitud , más que la actitud la preocupación, de la República por la postura de los diplomáticos extranjeros. Se acaba de nombrar nuevo gobierno, el famoso «de la victoria» que presidiera Francisco Largo Caballero, en el que fue nombrado ministro de Estado el socialista casi comunista, y cada vez menos socialista y más comunista, Álvarez del Vayo. Lo que un ministro de Asuntos Exteriores tiene que hacer es esperar a que el cuerpo diplomático le cumplimente; no es normal que se adelante él. Pero eso fue lo que hizo Álvarez. Sin esperar a que el decano chileno le pidiese audiencia, se la concedió. En la misma, el ministro ofreció (again) todas las garantías para las legaciones diplomáticas y aseguró el pleno control por parte del gobierno de las acciones de las masas y grupos políticos. En consecuencia, remachó Álvarez del Vayo, el gobierno español espera que el cuerpo diplomático permanezca en Madrid.
El motivo de tan apresurada entrevista es muy fácil de adivinar. En septiembre, los muchos que en el bando republicano habían especulado con una guerra civil de unos días en la que los alzados serían vencidos fácilmente, ya han sido desmentidos. La guerra se consolida y, además, tiene muchos frentes. Y uno de ellos es el diplomático. El anuncio de cuatro representantes en el sentido de abandonar Madrid (aunque sea, en principio, para permanecer en zona republicana) no debió sentar nada bien en el gobierno. Era preciso dejar bien claro que los embajadores seguían viendo a la República como el gobierno de España.
Otra cosa que dijo en esa entrevista Álvarez del Vayo, si hemos de creer las actas de las reuniones del cuerpo diplomático, fue que el gobierno haría todo lo posible para que cesasen loos crímenes y atropellos de personas. Más aún: se dio un plazo de dos días para demostrar fehacientemente que controlaba la situación.
Días después de esta promesa, un grupo de milicianos se presentó en la embajada de Chile exigiendo la entrega de una persona que decían estaba dentro. Ante la negativa del embajador a dejarles entrar, no insistieron, pero montaron un puesto de guardia paralelo que cacheaba a todas las personas que pretendían entrar en la embajada.
La situación, con todo, empeoraría más. Para ser más concretos, con el asesinato de Colón.
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