El poder, en su inicio, consistía en ser más fuerte. En una colectividad humana, el primero era el que era capaz de dar más hostias por minuto. Así de claro. Como en el reino animal, ése era el que comía antes, el que echaba más polvos y el que se sentaba la sombra del árbol más grande. En correspondencia , cuando venían las hienas a dar por culo, era también el primero que tenía que agarrar la garrota y echarse encima de ellas.
En esos tiempos, la exhibición del poder no era pues problema para esos líderes de manada. Pero las manadas se fueron complicando. Las manadas de hombres se fueron conviertiendo en aldeas, pueblos, comarcas y naciones. Cada una de estas unidades fue teniendo su jefe poderoso y al que mandaba sobre un territorio extenso comenzaron a llamarlo rey. Una de las tendencias naturales del hombre es profesar admiración sin par hacia los hombres destacados. Los dioses antiguos son probablemente imágenes simbólicas de antiguos guerreros de carne y hueso. Esta tendencia a la admiración y el recuerdo, unida a la creencia animista de que la fuerza de los reyes provenía de su sangre (de su ADN, diríamos hoy) provocó que la monarquía se convirtiese en algo hereditario. Aunque este concepto repele la racionalidad, pues es bien sabido que padres fuertes, valientes y comedores de marisco pueden perfectamente tener hijos débiles, cobardes e hipercolesterolémicos, fue rápidamente aceptado por las sociedades humanas. Además, en un movimiento que comenzó unos 2.500 años antes de Cristo en Egipto, sobrevino un nuevo elemento que tendió a consolidar más este montaje: el maridaje entre el poder temporal del rey y el espiritual de las clases sacerdotales. El rey pasó a ser un descendiente de los dioses, un plenipotenciario de los mismos o él mismo una deidad.
Al final de este camino, recorrido aproximadamente a lo largo de unos 25 siglos, la mayor parte antes de Jesucristo, el rey aparece convertido en un estadista que ya no, o no necesariamente, es el más fuerte. Es el que más fuerza tiene, sí, porque un ejército le avala; pero él mismo puede ser, y de hecho suele ser históricamente hablando, un ser adiposo, abúlico e incluso torpe. El ejemplo más claro de rey antirrey quizá sea ese Luis Capeto a quien se llevó por delante la Revolución Francesa, que era un tipo que saber, saber, lo que se dice saber, lo único que sabía en la vida era arreglar relojes.
En estas circunstancias, se hace necesario crear una serie de elementos que dignifiquen la diferencia entre ser rey y no serlo y que creen de hecho una distancia entre el ser superior y el inferior, sea éste un noble, un burgués o un simple plebeyo. La más exitosa, y por lo tanto, duradera de las invenciones en este terreno es la etiqueta o protocolo.
La etiqueta es una invención fundamentalmente oriental. Las cortes reales de Carlomagno, de Pipino el Breve o de Carlos el Gordo, por poner tres ejemplos muy cercanos entre sí, eran complejas y diferenciadas, pero no podían competir con el fasto y la complejidad de los protocolos persas o chinos (aunque éstos últimos no se conociesen por aquí). La invasión de parte de Europa por los musulmanes supuso poner muy en contacto estos dos mundos. Una leyenda, que no tiene por qué ser incierta, nos cuenta que en cierta ocasión un rey cristiano envió una embajada al califa Abderramán III, aquel tipo follador y un tanto cabroncete que, ya en su vejez, decía haber conseguido ser feliz apenas unos cuarenta minutos de su vida (por lo que se ve, era follador, cabroncete y exigente). Llegados los embajadores a la puerta del palacio de Medina Azahara, llamaron a la puerta y, al abrirles un edecán, se echaron a sus pies. Y es que el criado iba tan ricamente vestido a los ojos de los embajadores de la Comunidad Autónoma de Castilla León que lo tomaron por el califa en persona.
Otra cosa que aprendimos en Europa gracias al mayor contacto con Oriente fue eso de ligar monarquía y divinidad. Esto no nos vino por los musulmanes, sino algunos siglos antes, tras la creación del Imperio Romano de Oriente, cuando la corona constantinopolitana intensificó su identificación con los modos de las monarquías y satrapías persas, donde el que mandaba era considerado imagen de Dios. Nos cuenta Liutprando, un monje que fue embajador del rey de Italia en Bizancio, que fue obligado, a su pesar, a postrarse ante el emperador; él que, como buen cristiano, consideraba que sólo hay que postrarse ante Dios, se encontró con que los propios cristianos bizantinos le dijeron: es que el tipo que está en el trono es como Dios.
El emperador le recibió sentado en un trono de oro, a la sombra de un árbol de oro, reproducido hasta el último detalle, incluso con pájaros de oro. El trono, asimismo, estaba flanqueado por dos leones de oro.
El protocolo real establecía que, al entrar el embajador en la sala, los pájaros se ponían a gorjear, es de suponer que gorjeos de oro, y los leones a rugir áureamente. Todo eso estaba montado para provocar el acojone del personal y que, así, se postrasen sin resistencia. Liutprando lo hizo y, cuando levantó la frente del suelo, observó que el trono había sido elevado unos metros, de modo y forma que el emperador, refulgente entre tanto oro, le miraba como desde el cielo.
Evidentemente, toda esta etiqueta conseguía su objetivo principal, que era sustentar la idea de que el emperador no era cualquiera.
Los expertos de esta cosa de la etiqueta suelen considerar que una de sus instituciones principalísimas, como es la reverencia o genuflexión, es un invento español; pero no está del todo claro. Digo que es una institución principalísima porque es tan longeva que aún existe hoy. Hoy por hoy, de hecho, de todos los complicadísimos estrambotes de la etiqueta cortesana quedan dos cosas: una, las denominaciones especiales, aunque matizadas, pues utilizamos Su Majestad pero ya no usamos otras del pasado como Su Serenísima, o Amo Sacratísimo como eran conocidos los bizantinos, o Vuestra Eternidad; y la reverencia, que no es ya propiamente obligatoria, pues uno puede situarse delante del rey y no quebrar la espalda sin que vaya a ser multado por ello. En mi opinión, ante las dudas que mucha gente tiene sobre cómo hacer la puñetera reverencia, ésta ha degenerado en una serie de medio gestos, que hoy se ven en los informativos de televisión de vez en cuando, que son más ridículos que otra cosa. Quienes defienden este gesto como necesario en la relación con un rey tal vez deberían leer el edicto de Federico el Grande por el cual, el 30 de agosto de 1783, quedó abolida en su Corte.
Pero eso es ahora. Hace siglos, en muchas monarquías, los súbditos debían arrodillarse ante su soberano, existiendo una compleja regulación de cuándo había que apoyar una sola rodilla y cuándo las dos en el suelo.
En la corte de Isabel de Inglaterra, cada vez que se ponía la mesa para que la señora papease llegaban dos gentilhombres con el mantel, que colocaban en la misma tras hacer tres genuflexiones antes y tres después. Otros dos nobles entraban después, uno con un salero, un plato y el pan, y el otro, con un bastón de mando, lo precedía. Nueva serie pareada de tres y tres doblamientos corporales antes de colocar el menaje. Luego dos damas entraban con los cubiertos y los colocaban genuflexamente. Después de eso, los trompeteros tocaban famfarria y entraban soldados de la guarcia real con 25 platos de oro, que colocaban en la mesa. Sólo entonces aparecía la reina. Salvo en el caso de que hubiese decidido comer sola, porque entonces 25 damas de compañía tenían que coger los platos y llevarlos a su cámara, donde ella elegía dos o tres.
El conde Filiberto de Gramond, uno de los diplomáticos más viperinos y ocurrentes de la Historia, lo fue ante la corte de Carlos II de Inglaterra. Es famoso por haberle hecho al rey el sarcástico comentario, que muchos turistas de paso por Reino Unido hoy compartimos, de que había creído que la razón de que toda aquella gente se arrodillase al dar de comer al rey era «el pésimo alimento que sirven a Vuestra Majestad».
En la corte imperial vienesa del siglo XVIII, el protocolo de las comidas incluía el hecho de que los ciudadanos podían solicitar estar en la puerta por donde entraba el emperador a comer para así poder besarle la mano. El besamanos, signo de pleitesía que personalmente considero especialmente humillante, ha desaparecido, afortunadamente, de los protocolos reales (y, por supuesto, me refiero a las monarquías del presente siglo, es decir las constitucionales). No ha desaparecido, no obstante, del protocolo eclesiástico. El Vaticano sabrá por qué; aunque doy en pensar que, sea cual sea la explicación, la palabra modernidad no forma parte de ella.
Elemento absolutamente consustancial a la etiqueta real es la existencia de privilegios. Los emperadores chinos, según nos cuenta Pu Yi en su autobiografía, ostentaban la total exclusiva de determinado color amarillo; nadie en China podía usarlo nada más que ellos; salvo, quizá, los chinos con ictericia. Igualmente, sólo los emperadores de Bizancio podían usar zapatos rojos. Esta costumbre, ligeramente retocada y flexibilizada, acabó llegando a cortes occidentales como la francesa, en la que los nobles tenían el privilegio de poder llevar ante el rey calzado con tacón rojo. Los grandes de España, por el hecho de serlo, tienen el privilegio de permanecer ante el rey tocados, es decir con el sombrerete puesto. El resto de los ciudadanos, o sea nosotros los Pequeños de España, se supone que tenemos que dejar la chota al aire (exclusión hecha, supongo, de militares, cardenales y demás gente Mediana, que diría Gandalf).
En muchas cortes, no todo el mundo podía tocar al rey. Cleopatra, por ejemplo, era teóricamente intocable, aunque eso no le impidió ni a Julio ni a Marco Antonio matarla a polvos. Pero no es ésa una costumbre tan antigua como pueda parecer. Felipe III, rey Habsburgo de España, sufrió gravísimas quemaduras estando sentado frente a su chimenea. El agravamiento de sus lesiones se produjo, en parte, porque la gente que en ese momento le rodeaba tardó demasiado tiempo en encontrar a un grande de España que pudiese mover el sillón. Por su parte, en la corte de Luis XIV existió una prolija regulación sobre quién podía sentarse en un sillón, en un sillón con respaldo pero sin brazos, en un taburete, o permanecer de pie, delante del rey, o en presencia de los príncipes, o de los pares de Francia. Por esta razón, en Versalles había decenas de lacayos cuya única función era ir transportando sillones y taburetes conforme los miembros de la familia real o de la alta nobleza se movían de una sala a otra.
Cuando el rey no estaba en su sede central y se piraba a sitios como el castillo de Balmoral en Inglaterra, la nobleza se iba con él y se alojaba en el mismo castillo. En las puertas se escribía el nombre del inquilino de cada habitación. En el caso de Francia, los nobles de sangre real, los cardenales y la realeza extranjera tenían el provilegio de que su nombre no figurase sólo y fuese precedido por la preposición pour (para). Los embajadores daban el coñazo que fuera necesario para conseguir el puto pour para sus señores.
Poco a poco, conforme la etiqueta se va convirtiendo en una ciencia cuyos expertos hacen cada vez más alambicada, el protocolo real va encerrando a los reyes y reinas en una jaula que controla absolutamente toda su vida. En una de las ciudades que atravesaba camino de Madrid para casarse con Felipe IV, un alcalde quiso regalarle a Ana de Austria unas medias de seda, pues la seda era la producción local. Indignado, el mayordomo real rechazó el regalo, pues la reina no podía recibir óbolos de cualquiera, y le espetó al tembloroso edil: «Ya es tiempo que sepáis, señor alcalde, que la reina de España no tiene piernas». La tradición nos cuenta que Ana de Austria, testigo de la escena, llegó a Madrid histérica, por pensar que le amputarían las piernas después de la boda. No es la única anécdota de este jaez. Mirabeau rechazó en cierta ocasión el redactado de un memorial al rey que comenzaba diciendo que sus firmantes «depositaban un homenaje a los pies de Vuestra Majestad»; y lo hizo argumentando que el rey no tiene pies.
Eso que se ahorra. Así, no le huelen.
En la Corte española, por estar regulado, hasta lo estaba cómo debía vestirse el rey la noche que decidía ir a hacer principitos con la reina. Un cronista alemán llamado Lünig dejó una descripción de dicho porte, que incluía una botella, dice, «nicht zum trincken, sondern sonst bey Nacht-Zeiten gebraucht wird». O sea, que la botella no era para beber sino para otros propósitos nocturnos. ¿Ein?
Luis XIV, el Rey Sol, es conocido por haber sido el no va más de la etiqueta emperejilada. Era el Sol, ergo el centro del mundo, y todo giraba alrededor de él. Se han hecho cálculos según los cuales don Luis no pasó en toda su vida ni diez minutos solo. Y no es de extrañar. En las cortes coronadas del pasado, los reyes cagaban delante de los nobles. De hecho, Luis XIV, considerando cortante la historia, redujo el volumen de testigos de tan escatológica escena a unos cincuenta. Por cierto, que era un privilegio ser el noble que llevaba la silla con el agujerito y la ponía bajo el culo del rey. Sin salir de la mierda, cabe recordar al desgraciado hijo de María Antonieta el cual, casi nada más nacer, se cagó (y que nadie se ría; que aquí, quien más quien menos, todos hemos hecho lo mismo). La escena, claro está, fue presenciada por varias decenas de testigos, que la recibieron con alborozo. Automáticamente, en la moda parisién se impuso cierto color marrón, conocido como Caca Dauphin, o sea, La Mierda del Delfín.
Esta obsesión por emular al rey era tan estúpida que, cuando el Rey Sol fue operado de una fístula, varias decenas de nobles pagaron a cirujanos pasar ser operados de lo mismo, es decir de fístulas que no tenían.
Quizá el ejemplo más estúpido de adulación a un rey o emperador se dio con Napoleón y el asunto de la máscara de hierro. Es muy conocido, entre otras cosas porque Hollywood lo ha versionado, el mito francés de la máscara de hierro. Según dicho mito, Luis XIV tenía un hermano gemelo que había nacido antes que él y, por lo tanto, le precedía en el derecho al trono. No se sabe muy bien por qué, fue apartado en el momento de nacer, encarcelado, y obligado a llevar una máscara de hierro de por vida para no ser reconocido por nadie. El mito tiene poca solidez; primero, porque no se explica qué podía tener Luis XIV siendo un recién nacido como para convencer de que él debía ser el rey. Y, segundo, porque en aquellos tiempos, de ser cierta la necesidad, alguien se habría apiolado al niño sin problemas ni mascaritas ni hostias. Pero el mito existió, entre otras cosas porque tiene una base real, aunque el encerrado no era rey y la máscara no era de hierro, sino de seda. Pero ésa es otra historia (ya puestos: ¿hay alguno que se la sepa?).
El caso es que al llegar Napoleón a la dignidad imperial, los genealogistas se aplicaron a demostrar que era descendiente del misterioso hombre de la máscara de hierro. Según la metaleyenda (leyenda sobre leyenda) una jovencita llamada Bompart, hija de un guardián de la prisión de la isla de Santa Margarita, le echó varios quiquis al de la máscara hasta quedarse embarazada, enviando el niño a Córcega, donde su apellido se italianizó a Buonaparte.
Napoleón, por cierto, se reía de esta chorrada. «La historia de la familia Bonaparte», decía, «comenzó el 18 de Brumario».
Algunos reyes antiguos tenían que beneficiarse a la reina en la noche de bodas delante de testigos, para que no quedase duda. En otros casos, el personal se contentaba con comprobar a la mañana siguiente que había sangre en la sábana, aunque hemos de reconocer que esa es una prueba bastante endebles, pues sangres hay muchas, y el himeneo no es la única forma de producirlas.
Aunque lo más absurdo de estas cosas son, claramente, los subproductos mal copiados. Ya he dicho que, en realidad, la etiqueta cortesada es, en buena parte, una no muy buena copia de protocolos orientales. Pero la monarquía occidental fue asimismo copiada en algunos casos. Uno de los más chuscos es el de Faustin Elie Soudouque quien, en 1849, se proclamó emperador de Haití con el nombre de Faustin I. Faustin quería una corona de oro, como la de Napoleón (los haitianos, colonizados por Francia, sentían adoración por don Napo); pero como no tenía, fue coronado con una corona de cartón pintada de dorado, como las que dan en el McDonald's con un Happy Meal.
El gran esfuerzo de Faustin fue crear una nobleza. Copió de los países europeos la costumbre de dar al noble, con su título, unas tierras, y dar al propio título el nombre de dichas tierras (así, el ducado de Medina-Sidonia y todo eso; hoy los títulos nobiliarios siguen llevando en muchos casos denominaciones de territorios, aunque obviamente los territorios ya no van adjuntos, como ocurre con los ducados de Palma y de Lugo). El problema es que las fincas que otorgó a los nobles en Haití tenían nombres extraños y, por esa causa, creó cosas tan acojonantes como los ducados de la Limonada, de la Mermelada, de las Mejillas Rojas, del Puesto Azanzado o del Número Dos; o los condados de Río Torrencial y Terrier Rojo; o las baronías de La Jeringa o del Agujero Sucio. Cabe imaginarse el diálogo en el supermercado.
Hola. Soy el Barón del Agujero Sucio.
¿Ah, sí? Pues el papel higiénico está en la primera estantería pasados los congelados.
En 1852, Faustin se recoronó, pues ya había conseguido una corona de oro. Se dice que en la escena reprodujo exactamente el cuadro de David de la coronación de Napoleón.
Faustin encargó en Marsella un uniforme especial para su guardia personal. Puso mucho empeño en que los uniformes llevasen una placa de metal identificativa de la especial categoría de aquellos soldados. Algún tiempo después, un francés llegó a Haití y fue invitado a una parada de la guardia real. Cuál no fue su sorpresa cuando se acercó a un soldado y, fijándose en la placa, leyó en ella:
Sardines a l'huile. Barton e Cie. Lorient.
Tanto Faustin como toda su guardia eran analfabetos. Todavía no se habían dado cuenta de que el avispado marsellés había cobrado un congo por unas placas que eran culos de latas de sardinas.
Pero en eso constituye la etiqueta real. Si el rey dice que la tapa de una lata es la hostia, entonces es la hostia.
Genial.
ResponderBorrarEres un crack!
Una entrada entretenidísima y muy bien redactada, enhorabuena.
ResponderBorrar"Felipe III, rey Habsburgo de España, sufrió gravísimas quemaduras estando sentado frente a su chimenea. El agravamiento de sus lesiones se produjo, en parte, porque la gente que en ese momento le rodeaba tardó demasiado tiempo en encontrar a un grande de España que pudiese mover el sillón"
ResponderBorrarSegún creo recordar, un siglo después apsaba algo parecido, pero aun más trágico, en Thailandia, cuando volcó la barcaza real y la reina y su primogénito murieron ahogados porque ninguno de los que estaban ene le río tenía la categoría suficiente para tocarla e impedirlo, aun cuando casi el resto de los hunididos sabían nadar y en cuatro brazadas los podrían haber llevado a al orilla.
Me acaban de indicar que este blog era muy interesante y he visto que es así. Solo he leído las dos últimas entradas, y me parecen muy sensatas y bien documentadas. ´Lo seguiré con regularidad. Enhorabuena
ResponderBorrarMuy buen blog, me encanta cómo contás la historia. Te dejé un comentario sobre la semana trágica, de la cual mi abuelo me habló mucho porque él era un pequeñín cuando las barricadas en el barrio gótico. Mi bisabuelo trabajaba en la escuela de Ferrer, por lo que se vino a Argentina. Es lindo leer sobre las raíces.. y no aburrirse!
ResponderBorrarSaludos!
Paula
Sí, Paula. Leí tu comentario sobre la Semana Trágica. Actualmente trabajo, entre otros, en un proyecto de artículo que sería la Semana Trágica 2.0, es decir añadiendo nuevos contenidos. Saludos desde Madrid.
ResponderBorrarAcerca del Hombre de la Máscara de Hierro: según tengo entendido, cuando en la Revolución Francesa se tomó la Bastilla, se vio que en sus archivos existía un registro para un prisionero que ocupó una celda durante muchos años, hasta su muerte, y sólo constaba como "El hombre de la máscara de hierro". Ése fue el origen de la leyenda.
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