Supongo que si has llegado aquí será porque has léido el primer capítulo. Pues bueno, si lees éste, debes saber que aún hay un tercero.
Habíamos dejado nuestro relato hace ahora 281 años, cuando, el 11 de febrero de 1727, 20.000 españoles cercaban Gibraltar con la intención de recuperar lo suyo.
Sin embargo, aquello no pasó de ser una bravuconada. España hizo lo que entonces ya era apenas capaz de hacer, es decir poner muchos hombres en la empresa. Pero la guerra moderna ya no iba de eso. De tiempo atrás, una cosa llamada artillería había adquirido una importancia crucial para el éxito de estas cosas y el conde de las Torres, jefe de las tropas españolas, jamás tuvo ninguna, hasta el punto que los ingenieros adscritos a las tropas, Francisco Monteagut y Diego Bordick, elevaron una protesta por la falta de medios en que habían sido obligados a currar.
Cinco meses duró aquella gilipollez, tras los cuales las tropas españolas se retiraron sin haber siquiera intentado tomar la plaza. Por medio, el emperador germano se había hecho amiguito de Francia, Inglaterra y Holanda, naciones con las que firmó una paz el 31 de mayo de aquel año, paz que dejó a Felipe V con las posaderas al oreo. Por medio de la llamada Acta de El Pardo (5 de marzo de 1728), Felipe V aceptaba los acuerdos de París (es decir, la paz que acabamos de citar) y se comprometía a levantar todo bloqueo sobre Gibraltar, lo cual significaba demoler una serie de fortificaciones que se habían construido, sacar de allí un pedazo de cañón que se había colocado para acojonar a los brits, y retrasar las trincheras hasta la línea de Utrecht.
Para que el Borbón pudiera pensar que había conseguido algo, los acuerdos establecían que en el Congreso de Soissons se trataría el asunto. Pero, una vez más, los primates de la política europea de la época engañaron a este rey nuestro, entre pánfilo y resignado, pues en Soissons se habló de Gibraltar lo mismo, más o menos, que se cantaron coplas de Isabel Pantoja. El 9 de noviembre de 1729, en Sevilla, España firma una paz con Francia e Inglaterra, documento en que tampoco se dice ni media sobre Gibraltar.
Pasan los años. En 1733, el 7 de noviembre, por fin España y Francia logran firmar un pacto de familia. Obsérvese lo extraordinariamente bien llevada que era la nobleza francesa que, siendo todos los infantes de la pata de Luis XIV, necesitaron décadas para poder arreglarse. Merced a este pacto en el que, ampulosamente, se prometía solidaridad eterna entre los monarcas francés y español, para entonces y para siempre, Francia se comprometía a defender las escasas posesiones que le quedaban a España en Italia (como la Toscana o Parma). Asimismo, Francia se comprometía a ayudar a España si era atacada por Inglaterra y, detalle que es el que nos importa a efectos de lo que aquí vemos, el rey Luis XV se comprometía a poner en juego sus buenos oficios para conseguir la devolución de Gibraltar. Aunque es de suponer que a los más veteranos de entre los diplomáticos españoles esta promesa del Tratado de El Escorial les haría orinarse de risa, teniendo en cuenta lo bien que el bisabuelo del firmante había defendido los intereses de España en la negociación con Inglaterra apenas unas décadas más atrás.
En la quinta década del siglo, y preferentemente en 1739, hubo hostias entre España e Inglaterra, aunque lo de Gibraltar no entró en juego, ni para bien, ni para mal.
La paz con que se cerró este tipo de hostilidades es la Paz de Aquisgrán, firmada por España, Inglaterra, Francia y Austria el 18 de octubre de 1748. Fue presunto plenipotenciario español Melchor de Macanaz, el cual, entre otras cosas, exigió allí la devolución de Gibraltar; sin embargo, con el tiempo se descubrió que Macanaz no era ni pleni ni potenciario, o sea, no tenía poderes en lo absoluto, con lo que quedó en posición muy desairada.
Este detalle me lleva a hacer un inciso para recomendaros a todos una lectura. Se trata del libro El proceso de Macanaz (editado por Anagrama), escrito por uno de los dos o tres mejores escritores españoles del siglo XX: Carmen Martín Gaite. A Martín Gaite la conoceréis, algunos, como ficcionadora; aquí la leeréis como investigadora histórica, sin por ello perder su estilo ágil y cautivador. En este libro se unen la pericia, la cultura y la capacidad investigadora de la autora y la increíble y triste historia que cuenta, que no es otra que la difícil vida de Melchor de Macanaz, o como un alto funcionario puede ser, simple y llanamente, traicionado por su jefe, el rey, y obligado a vivir por Europa como un errante que no puede volver a su país porque allí la Inquisición se lo quiere apiolar. Y todo, ya digo, por haber creído los cantos de sirena de Felipito cuando, en los primeros años de su reinado, le dio por ser realista y tratar de recortar los poderes de la Iglesia en beneficio de la Corona. Luego cambió de idea, claro, y no le importó que dicho cambio triturase al pobre Macanaz.
Los reyes, siempre tan solidarios.
En fin, fin de la digresión. La Paz de Aquisgrán fue a la paz lo que la música militar a bla, bla, bla. No podía aquella Europa aquietarse porque era mucha la pasta que estaba en juego en un mundo en el que el comercio trasnacional, eso que hoy llamamos globalización, era cada vez más importante. En un continente polarizado entre dos grandes poderes, Francia e Inglaterra, el principal aliado a ganar por ambas partes era España. Para entonces reinaba en el país Fernando VI, partidario de que no nos metiésemos en follones. Gobernar, lo que se dice gobernar, gobernaba España el marqués de la Ensenada quien, más que francófilo, lo que era es antibritánico. El difícil equilibrio de fuerzas entre progabachos y probritish se desequilibró con la muerte del ministro de Estado, Carvajal. Merced a los hábiles manejos de sir Benjamin Keene, embajador inglés en Madrid y personaje de gran interés por su habilidad maniobrera, fue nombrado titular del ministerio el embajador español en Londres, Ricardo Wall, nacido en Irlanda. Esto ocurrió en el contexto de una movida más amplia en la que Ensenada fue arrestado. No obstante, a los ingleses el tiro les salió por la culata, pues Wall resultó ser un cero a la izquierda, un tipo irresoluto y siempre dubitativo del que poco pudieron sacar.
En 1756 comienzan las hostilidades entre franceses e ingleses. El 28 de junio la flota francesa, al mando del celebérrimo cardenal Richelieu que tan famoso hizo Alejandro Dumas vater [gracias a Alfor sabemos que esto es una cagada mía; trátase no del cardenal sino de su sobrino el duque], toma Mahón (debemos recordar que Menorca es entonces inglesa) y se apresura a ofrecerle el pastelito a Fernando VI a cambio de que éste abandone su neutralidad; esto, además de, cómo no, la promesa de recuperar Gibraltar.
Para los ingleses, todo depende del pusilánime Wall, que es (aquí viene un chiste imbécil) el único muro que hay que en el gobierno español contra las pretensiones francesas, por mucho que los ingleses cuenten con aliados tan conspicuos como el duque de Alba.
Pitt, el ministro de Estado inglés, decide poner toda la carne en el asador. Sabe lo que los reyes españoles llevan ambicionando décadas por encima de todo, y ese algo es volver del revés Utrecht y recuperar Gibraltar. Así pues, ofrece a Fernando VI el abandono del Peñón, así como de los territorios ocupados por los ingleses en el golfo de México. No obstante, la oferta fue bastante estúpida por orgullosa pues, a cambio, se exigía del rey español ayuda para recuperar Menorca. A lo que Fernando con seguridad contestó: pero, ¿cómo puedes ser tan idiota como para proponerme que te ayude para que recuperes algo que es mío?
Murió Fernando y llegó Carlos III, el fiel rey que limpió Madrid de mierda. En 1762, fuimos aliados con Francia a guerrear con Inglaterra, pero nada se intentó contra Gibraltar; consecuentemente, en la Paz de Fontainebleau (1763) no se habló del tema.
En 1775, por un quítame allá esos impuestos del té, estalla la guerra entre Inglaterra y sus colonias del norte de América. Durante esa guerra, fuimos disimulados proveedores de armas de la facción rebelde la cual, lógicamente, nos caía mucho mejor que estos tipos que llevaban siglos haciéndonos putada tras putada (no obstante lo dicho, los rumores de que Carlos III y George Washington posaron juntos para un cuadro en las islas Azores son sólo rumores).
En 1778, cuando Francia concluye un tratado con los Estados Unidos, estalla de nuevo la guerra con Inglaterra; no obstante, Carlos III y su ministro Floridablanca se niegan en redondo a entrar en las hostilidades, a pesar del pacto de familia. España prefirió entonces jugar sus cartas al mejor postor pero, como quiera que los ingleses se pusieron de canto, volvió a pactar con los franceses, alcanzando un tratado de alianza defensiva (Aranjuez, 12 de abril de 1779); tratado que, en su artículo séptimo, dice: «El Rey Católico, por su parte, entiende adquirir, por medio de la guerra y del futuro tratado de paz, las ventajas siguientes: 1ª La restitución de Gibraltar (…)».
Francia y España diseñaron un desembarco de Normandía, sólo que al revés. Carlos III estaba dispuesto a poner unos ochenta batallones en juego y 40 navíos, los cuales, sumados a la fuerza de 50 de los franceses, doblaban la flota inglesa. Así pues, se plantearon el desembarco en la isla y nada menos que la toma de Londres; operación que pocos han intentado y que nadie ha conseguido desde el gran Julio.
España declaró la guerra a Inglaterra el 16 de junio de 1779. Sin embargo, la cosa no fue bien. Los estrategas españoles y franceses se entendieron malamente. En primer lugar, funcionó la flor en el culo de los ingleses, pues la flota española, surta en Cádiz, no pudo salir durante semanas a causa, cómo no, de los temporales. Para cuando pudo hacerlo, en abril, se desempeñó con lentitud y pereza, lo cual fue vital para la operación pues, como el Día D demuestra bien, los desembarcos en el Canal, sean en dirección a Vallecas o a Plaza de Castilla, deben hacerse con mucha rapidez y sin dudas. Los almirantes franceses, de forma un tanto cobardecilla, sostenían que para poner un pie en Inglaterra era necesario destruir antes la flota británica; pero, claro, sabiendo los ingleses como sabían que eran menos, iban moviendo los barcos, huyendo de la pelea, lo cual retrasó la invasión meses enteros.
Llegó el otoño sin que la invasión se hubiese verificado. Los 75 barcos hispano-franceses (la flota inglesa a duras penas llegaba a 30) se volvieron a Brest sin haber golpeado. Allí se declaró una epidemia que hizo 12.000 bajas entre los franceses y 3.000 entre los españoles (según Floridablanca, esta diferencia en la morbilidad se debió al «mayor aseo de los barcos españoles». Sans commentaires). Hubo que renunciar a la invasión por todo el invierno.
En julio de 1779, una fuerza comandada por Martín Álvarez de Sotomayor y ayudada por una flota al mando de Antonio Barceló pone sitio a Gibraltar. El bloqueo estuvo muy bien montado e incluía vigilancia ya desde Brest de los barcos que pudiesen salir de Inglaterra con la intención de abastecer el Peñón. La parte más importante era la fuerza formada por un crucero y once navíos más que se colocó para vigilar el Estrecho, a las órdenes de Juan de Lángara; fuerza que, además, debía de contar el con el refuerzo de 16 navíos más, llevados desde Brest por Luis de Córdoba.
No contaban, claro, con la flor en el culo. Lángara fue sorprendido por un temporal que le obligó a refugiarse en Cartagena. Para cuando Córdoba llegó al Estrecho, pues, Lángara no estaba allí, por lo que el almirante dividió sus fuerzas, se quedó con una parte en Cádiz y la otra parte la mandó a Ferrol.
Luego Lángara volvió al Estrecho. Pero, claro, para cuando él volvió, Córdoba ya no estaba. Pero los que sí estaban eran los ingleses, los cuales, en pelea producida el 16 de enero de 1780 entre los cabos de Trafalgar y Espartel, nos dieron la del pulpo. Les mandaba el almirante Rodney. Por supuesto, Rodney consiguió abastecer el Peñón y ya no hubo manera de tomarlo. Como bien sabemos, más o menos por allí volvió a haber hostias navales, aunque esta vez quien mandaba los barcos ingleses se llamaba Nelson.
Como consuelo nos queda que, más o menos mientras tanto, las fuerzas hispano-francesas, a las órdenes de Crillón, recuperaron Menorca.
En septiembre de 1782 pasó, probablemente, el último tren bélico serio para la toma de Gibraltar. El ingeniero francés D’Arzón había inventado unas barcazas de doble cubierta que tenían un plano inclinado diseñado para que cayesen al mar las bombas que les tirasen. Eran barcos tan ingeniosamente diseñados que hasta tenían un circuito constante de agua para que las llamadas balas rojas no pudieran incendiarlos. El día 9 empezó el cañoneo contra la fortaleza y el día 13 se procedió al ataque con las barcazas, que llevaban 200 piezas de artillería cada una. Pero el invento no funcionó, pues se incendiaron y acabaron perdiéndose.
En 1782, los ingleses realizaron una nueva expedición de abastecimiento de la plaza, al mano de lord Howe. Una vez pasado el Estrecho, casi fueron alcanzados por los navíos españoles. Pero… ¿lo adivináis? Pues sí: un puto temporal.
Esto en lo que concierne a la parte bélica. Pero también la hubo diplomática. España, haciendo gala de una notable capacidad de ser infiel a lo firmado (en 1779 se había comprometido a ir de la mano de Francia en toda negociación) estableció negociaciones secretas con lord North, jefe del gobierno inglés, en las que ofreció abandonar la alianza con Francia a cambio de recuperar Gibraltar. En 1780, a través de un cura que se llamaba Hussey, Madrid dio su ultimátum: o Gibraltar, o nada. El gobierno inglés estudió el asunto muy seriamente aunque, como de costumbre, le puso unas condiciones que lo dificultaban claramente: cesión de Puerto Rico; de la fortaleza de Homoa; de un puerto en la bahía de Orán; indemnización por las cuantiosas inversiones militares hechas en Gibraltar; renuncia a toda alianza con Francia; alianza con Inglaterra frente a los rebeldes americanos o, cuando menos, cese de la ayuda a los mismos; y, además, ni la cesión de Puerto Rico ni la devolución de Gibraltar serían efectivas mientras Inglaterra no recuperase sus colonias (cosa que, como sabemos, no consiguió nunca; o, siendo la leche de tory y la leche de optimistas, no han conseguido aún).
Es bastante claro que el plan de Inglaterra era separarnos de Francia y, una vez conseguido, ya no habría nada de lo prometido.
En marzo de 1782 el gobierno británico, presionado por la oposición, envía emisarios a París para buscar un arreglito. En dichas reuniones se llega a hablar, de nuevo, de restitución de Gibraltar.
Pronto veremos cómo y en qué condiciones.
Un post muy bueno, pero ese cardenal Richelieu no era el de Alejandro Dumas padre, sino su sobrino-nieto, duque de Richelieu (pero no cardenal)
ResponderBorrarEs más fácil que España gane un mundial de Fútbol que los ingleses devuelvan el Peñón.
ResponderBorrarJoder con los acuerdos de París...
ResponderBorrarY repitieron en París nuestros gobernantes con Cuba, Filipinas, Puerto Rico, la Marianas y las Carolinas.
Paris Paris mon amour...
Je t'aime aussi mais non plus.
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