viernes, octubre 10, 2025

GCEconomics (21) Las repúblicas taifas




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 



La pregunta de cuánto costó la guerra en el País Vasco no tiene fácil respuesta. El PNV, que tan animoso es a la hora de exigirle transparencia a los demás, nunca ha pretendido serlo mucho en este terreno. Únicamente sabemos que en 1956, con ocasión del Congreso Mundial Vasco, José Antonio Aguirre deslizó el dato de que mantener el Ejército de Euskadi había costado 517 millones de pesetas, aunque, añadió, en conjunto la financiación del esfuerzo bélico llegó a los 1.000 millones. Eso sí, se ocupó mucho de recordar de que, en el momento de caer Bilbao, Asturias y Santander le debían 70 millones al País Vasco por mor del apoyo gudari. Eso sí: que yo sepa, no se animó a calcular el montante de deuda atribuible al valiente acto de Santoña.

Cuando el 19 de junio de 1936, las tropas nacionales entraron en Bilbao, el gobierno de Madrid decretó el traslado a Valencia o a Barcelona de las sedes centrales de las empresas radicadas en el territorio que la república acababa de perder. Sin embargo, la pérdida del País Vasco no supuso la pérdida del gobierno vasco. Éste siguió controlando las delegaciones comerciales en el extranjero y algunas sociedades mercantiles fundadas en el exterior. Estas sociedades no eran moco de pavo y con su dinero los vascos exiliados pudieron vivir relativamente bien. Sin ir más lejos, una de estas sociedades compró el edificio de la avenida Marceau 11 de París, donde estuvieron emplazados los vascos exiliados; y cuya entrega al gobierno vasco actual ha sido tan polémica.

José María Leizaola fue la persona designada para organizar la salida de Bilbao cuando todo se consideró ya perdido. Ordenó a las dos de la madrugada del 19 de junio volar los puentes sobre la ría, liberó a los presos políticos y organizó una retirada ordenada. Al parecer, sin embargo, Indalecio Prieto le había ordenado volar las instalaciones de los Altos Hornos de Vizcaya, cosa que no hizo. Tenía órdenes en sentido exactamente contrario por parte del presidente Aguirre. Con aquella decisión, a Franco le tocó el Gordo. Aguirre siempre dijo que es que aquellas instalaciones le pertenecían al pueblo vasco; pero decir eso, como dice mi mujer, es como si Juan y Manuela.

El 26 de agosto, Aguirre se estableció en Barcelona. Para entonces, era un hombre amargado y yo creo que perseguido por el recuerdo de sus errores. Como toda persona que sabe que se ha equivocado (porque los vascos se equivocaron, y mucho), se pasaba el día buscando responsables que no fuesen él para lo que había pasado. Dejó escrito en un informe que “Euskadi cayó porque fue absolutamente abandonada por quienes deberían haberla ayudado”; obviando, por supuesto, el pequeño detalle de que esos mismos vascos no habían querido ser ayudados, porque ser ayudados hubiera supuesto asumir en su territorio un mando militar distinto y superior al suyo propio.

Con todo y que lógicamente, cuando se habla de las tentativas de independencia económica producidas en territorio de la república, siempre se habla de Cataluña y del País Vasco, ni siquiera fueron los únicos ejemplos. En un proceso muy parecido al de la guerra contra el pérfido francés, por toda la España republicana, producido el golpe de Estado, comenzaron a surgir juntas, consejos y comités, en los que, al grito de: “¡Junta urgente!”, las fuerzas de izquierda obrerista trataron de asumir la dirección política en sus republiquitas.

Así pues, según donde cayese tu factoría o la sucursal bancaria que dirigías, te podías encontrar con un control sindical estricto, basado en cero avales democráticos; control que, por otra parte, se ejercía de forma a menudo totalmente desconectada con el resto del mundo; justo lo que hace falta cuando hay que ganar una guerra contra un enemigo que es Uno. En algunos lugares, los que dominaron los anarquistas, el dinero fue ilegalizado; en otros se emitieron papelitos, como los llamados belarminos, que fueron talones billetes emitidos en Asturias. A finales de 1937, más de 2.000 organizaciones diferentes habían emitido casi 10.000 billetes distintos y medio centenar de monedas. Sólo en Barcelona se emitieron 3.384 distintas.

Un ejemplo muy evidente fue el del Consejo Revolucionario de Aragón, totalmente dominado por los anarquistas. Hablamos, más concretamente, del Comité de Nueva Estructuración de Aragón y Navarra, creado en octubre de 1936 a través de la aquiescencia de un montón de comités locales. Editó su propio BOE, el Boletín Oficial del Consejo de Aragón, y pilotó una política de colectivizaciones propia, desconectada del gobierno central, que de todas formas no sólo no tuvo la valentía de ejercer sus derechos, sino que el 25 de diciembre de 1936 reconoció a dicho Comité legalmente.

El Comité de Nueva Estructuración tuvo, desde luego, una política monetaria propia. Que ni siquiera fue homogénea. En algunos lugares la moneda fue suprimida; en otros, sustituida por emisiones propias.

El Gobierno Interprovincial de Santander, Burgos y Palencia también emitió moneda propia, con un sistema de talones parecido al vasco, es decir finalmente referidos al Banco de España, y prorrateados entre los bancos de la zona.

En cuanto al Consejo Soberano de Asturias y León, sus promotores, llevados por la alegría inicial de que por fin había comenzado la revolución y tal, decretaron la supresión del dinero; pero, igual que los catalanes con la DUI, tuvieron que aplazar la medida porque venían las tropas nacionales a tirarles pepinacos. En octubre de 1936, este consejo (repetimos: este consejo, no el gobierno de la república) se incautó de todos los activos y pasivos de los bancos privados de la zona, que fueron incorporados a un organismo de nueva creación: la Caja Central de Depósitos, con polémica sede en Gijón (y digo polémica porque supongo que a los de Oviedo no les haría gracia). Ante la escasez de moneda, pues de nuevo los asturleoneses, más que creer en la revolución, a lo que se dedicaron fue a atesorar la moneda “superada” que todavía conservaban, se dispuso la emisión de talones contra la Caja Central de Depósitos, que estaba depositada en la sucursal el Banco de España; y cuando esas riquezas se acabaron, el Ministerio de Hacienda y el Banco de España concedieron créditos a la Caja. Los billetes emitidos, como ya he dicho, fueron popularmente conocidos como belarminos, ya que iban firmados por Belarmino Tomás. Posteriormente se restablecieron las funciones de la banca privada, momento en que el Consejo dictó una nueva emisión de 60 millones de pesetas para recoger la emisión anterior y saldar cuentas con el Banco de España. Esta emisión no llegó a hacerse porque para entonces Negrín había prohibido ya nuevas emisiones, por lo que se decidió estampillar la antigua. Se proyectó una emisión de billetes como tales por parte del Banco de España, pero la guerra terminó antes de hacerla.

Sin tanta ejecutividad, sobre todo monetaria, hubo comités en Valencia, en Málaga, en Badajoz, en Cartagena (cómo no), en Murcia, en Motril y en diversos lugares. El gobierno soportó estoicamente esta realidad, protestando pocas veces, como cuando el Comité de Asturias y León se dirigió por su cuenta a la Sociedad de Naciones. Tan poco poder tuvo para contrarrestar la situación que, al final, no le quedó otra que legalizarla, creando consejos provinciales por ley. Les reservó casi todas las competencias públicas, salvo el orden público, la censura de prensa y alguna otra cosa más.

Uno de los triles de esos tipos tan equilibrados que te dicen que porque citan muchas fuentes a pie de página ya son la hostia de ecuménicos, o sea los licenciados en Historia, es escamotear esta realidad a la vista de los que no profundizan demasiado en los análisis del pasado. El lenguaje es muy importante. Cuando se habla del bando gubernamental en la GCEXX se utiliza una expresión singular, “la república”; cuando, en realidad, debería ser plural, pues lo que se constituyó, al fin y a la postre, fue un dédalo de repúblicas. Los licenciados en Historia tienen visión certera al observar a los reinos de taifas; pero les cuesta un poquito darse cuenta de que la experiencia se repitió siglos después.

Con uno de estos consejos, el gobierno republicano habría de perder la paciencia. En agosto de 1937, un Juan Negrín que había salido vencedor del movidón de mayo en Barcelona llegó a la conclusión de que el experimento anarquista en Aragón estaba haciendo más daño que bien, que aquello era una ful, y decretó su disolución. De repente, año y pico después de comenzada la guerra, el político socialista se acordaba, en el preámbulo del decreto, de lo importante que es mantener la unidad decisoria en una zona de guerra. Aragón, venía a decir, permanecía relapsa cual aldea gala mientras “el resto de la España legal va centrándose en una nueva disciplina”; lo cual ya es, en sí, una curiosa confesión de que la España republicana había sido un cachondeo de gobiernos hasta entonces y, de hecho, lo seguía siendo.

Para acabar con las resistencias del Consejo de Aragón, que era el último reducto de los anarquistas que habían perdido la guerra dentro de la guerra en mayo de 1937, Negrín envió al teatro cazurro a todo lo gordo: la 11 división al mando del supuesto genio militar comunista Enrique Líster, apoyada por la 27 en Huesca y la 30 en Teruel. Una división, pues, para cada provincia, sin las cuales la dominación sobre el poder anarquista no se habría producido. Se cerraron locales y periódicos, se descolectivizaron las tierras, que fueron devueltas a sus propietarios; y Joaquín Ascaso, el presidente del Consejo, fue detenido bajo la acusación de ser un ladrón; de joyas, para ser más exactos. Pero, vamos, que, tras arramblar con el Consejo de Aragón, Negrín habría de confesarle a Azaña que todavía no controlaba la industria de guerra catalana.

Vamos ahora con la descripción de cómo se lo montaron en Burgos y en Salamanca con esto de la economía de guerra. El gobierno de Burgos se estructuró a partir de una Junta de Defensa Nacional que, el 27 de julio, creaba una Comisión Directiva del Tesoro Público y una Comisión de Hacienda, al frente de la cual fue situado Andrés Amado Reygondaud de Villebardet.

La Junta de Defensa estableció un control total sobre el sistema económico de la zona que dominaba; mantuvo el régimen de empresa privada, pero bajo un control estricto. En cada provincia creaba una comisión de calificación industrial, que censaba todos los establecimientos manufactureros y financieros.

En agosto de 1936 se creó la Comisión de Industria y Comercio, cuya principal función era evitar la esclerosis productiva en las zonas que se fueran ocupando, así como mantener una adecuada provisión de materias primas. En agosto se creó también el Comité Nacional de Banca Privada.

Esta organización, en todo caso, duró poco; hasta el 1 de octubre, cuando se creó la Junta Técnica del Estado; éste es el momento en que comienza a desarrollarse lo que propiamente podemos llamar el gobierno nacional.

En noviembre se creó el Comité de Moneda Extranjera, con la misión de ejercer un control total sobre el tráfico de divisas. Dos semanas más tarde, como consecuencia lógica, se creó el Comité de Comercio Exterior. En enero de 1937 se creó la Comisión Central Administradora de Bienes Incautados, responsable de incautar los bienes de las personas incurridas en “responsabilidades políticas” y administrar todos esos activos.

En el verano de 1937, cuando con la caída de Santander y del País Vasco la zona nacional adquirió importantes activos industriales y financieros, se creó la Comisión de Regulación Económica de Vizcaya y Santander, que debería normalizar económicamente todos estos territorios.

En materia agrícola, se crearon los llamados servicios nacionales, destinados a normalizar y gestionar las producciones; el más importante, lógicamente, fue el Servicio Nacional del Trigo.

La Administración Central del Estado, es decir, la creación de un gobierno con ministerios y todo eso, se creó en tiempos de la batalla de Teruel. En marzo de 1938 se disolvieron el Comité Nacional de Banca Privada y el Consejo Superior Bancario, que fueron sustituidos por un Consejo Nacional del Crédito. Los sindicatos fueron integrados en el sindicato único, desaparecieron los jurados mixtos, cuyas competencias fueron transferidas a las magistraturas de Trabajo.

Un elemento de especial importancia dentro de la construcción de una administración económica paralela o competitiva era el Banco de España. Una vez que los primeros actos de la guerra se fueron posando, el bando nacional convirtió la sucursal del Banco de España en Burgos en la casa matriz de la institución. El 14 de septiembre se reunieron por primera vez allí los consejeros de la institución que habían logrado salir de Madrid. El 23 se volvieron a reunir, ya para currar, bajo la presidencia del subgobernador primero, Pedro Pan. El primer trabajo al que se aplicaron los consejeros, obviamente, fue tomar el control de las sucursales emplazadas en territorio nacional, e inventariar sus activos.

El gran problema que tenía el Banco de España nacional era que carecía de oro y metales preciosos con los que respaldar la moneda. Los consejeros, además, conocían a la perfección la intención del gobierno de la república de sacar del país el oro. Por ello, la principal pelea desde el principio fue luchar para establecer la legitimidad del Consejo creado en Burgos como verdadero gobierno del Banco de España y, por lo tanto, legítimo decididor sobre el oro.

Por razones que son difíciles de explicar, el Consejo del Banco de España en Burgos esperó hasta el 4 de mayo de 1937 para “cesar” oficialmente al gobernador republicano, Lluis Nicolau d'Olwer. Se nombró gobernador a Antonio Goicoechea, quien también presidió la Comisaría de la Banca Oficial creada en ese momento. 

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