Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
La pregunta de cuánto costó la guerra en el País Vasco no tiene fácil respuesta. El PNV, que tan animoso es a la hora de exigirle transparencia a los demás, nunca ha pretendido serlo mucho en este terreno. Únicamente sabemos que en 1956, con ocasión del Congreso Mundial Vasco, José Antonio Aguirre deslizó el dato de que mantener el Ejército de Euskadi había costado 517 millones de pesetas, aunque, añadió, en conjunto la financiación del esfuerzo bélico llegó a los 1.000 millones. Eso sí, se ocupó mucho de recordar de que, en el momento de caer Bilbao, Asturias y Santander le debían 70 millones al País Vasco por mor del apoyo gudari. Eso sí: que yo sepa, no se animó a calcular el montante de deuda atribuible al valiente acto de Santoña.
Cuando el 19 de junio de 1936,
las tropas nacionales entraron en Bilbao, el gobierno de Madrid decretó el
traslado a Valencia o a Barcelona de las sedes centrales de las empresas
radicadas en el territorio que la república acababa de perder. Sin embargo, la
pérdida del País Vasco no supuso la pérdida del gobierno vasco. Éste siguió
controlando las delegaciones comerciales en el extranjero y algunas sociedades
mercantiles fundadas en el exterior. Estas sociedades no eran moco de pavo y
con su dinero los vascos exiliados pudieron vivir relativamente bien. Sin ir
más lejos, una de estas sociedades compró el edificio de la avenida Marceau 11
de París, donde estuvieron emplazados los vascos exiliados; y cuya entrega al
gobierno vasco actual ha sido tan polémica.
José María Leizaola fue la
persona designada para organizar la salida de Bilbao cuando todo se consideró ya perdido. Ordenó a las dos de la madrugada del 19 de junio volar los puentes
sobre la ría, liberó a los presos políticos y organizó una retirada ordenada.
Al parecer, sin embargo, Indalecio Prieto le había ordenado volar las
instalaciones de los Altos Hornos de Vizcaya, cosa que no hizo. Tenía órdenes
en sentido exactamente contrario por parte del presidente Aguirre. Con aquella
decisión, a Franco le tocó el Gordo. Aguirre siempre dijo que es que aquellas
instalaciones le pertenecían al pueblo vasco; pero decir eso, como dice mi
mujer, es como si Juan y Manuela.
El 26 de agosto, Aguirre se
estableció en Barcelona. Para entonces, era un hombre amargado y yo creo que
perseguido por el recuerdo de sus errores. Como toda persona que sabe que se ha
equivocado (porque los vascos se equivocaron, y mucho), se pasaba el día
buscando responsables que no fuesen él para lo que había pasado. Dejó escrito
en un informe que “Euskadi cayó porque fue absolutamente abandonada por quienes
deberían haberla ayudado”; obviando, por supuesto, el pequeño detalle de que
esos mismos vascos no habían querido ser ayudados, porque ser ayudados hubiera
supuesto asumir en su territorio un mando militar distinto y superior al
suyo propio.
Con todo y que lógicamente,
cuando se habla de las tentativas de independencia económica producidas en
territorio de la república, siempre se habla de Cataluña y del País Vasco, ni
siquiera fueron los únicos ejemplos. En un proceso muy parecido al de la
guerra contra el pérfido francés, por toda la España republicana, producido el
golpe de Estado, comenzaron a surgir juntas, consejos y comités, en los que, al
grito de: “¡Junta urgente!”, las fuerzas de izquierda obrerista trataron de
asumir la dirección política en sus republiquitas.
Así pues, según donde cayese tu
factoría o la sucursal bancaria que dirigías, te podías encontrar con un
control sindical estricto, basado en cero avales democráticos; control que, por
otra parte, se ejercía de forma a menudo totalmente desconectada con el resto
del mundo; justo lo que hace falta cuando hay que ganar una guerra contra un
enemigo que es Uno. En algunos lugares, los que dominaron los anarquistas, el
dinero fue ilegalizado; en otros se emitieron papelitos, como los
llamados belarminos, que fueron talones billetes emitidos en Asturias. A
finales de 1937, más de 2.000 organizaciones diferentes habían emitido casi
10.000 billetes distintos y medio centenar de monedas. Sólo en Barcelona se
emitieron 3.384 distintas.
Un ejemplo muy evidente fue el
del Consejo Revolucionario de Aragón, totalmente dominado por los anarquistas.
Hablamos, más concretamente, del Comité de Nueva Estructuración de Aragón y
Navarra, creado en octubre de 1936 a través de la aquiescencia de un montón de
comités locales. Editó su propio BOE, el Boletín Oficial del Consejo de
Aragón, y pilotó una política de colectivizaciones propia, desconectada del
gobierno central, que de todas formas no sólo no tuvo la valentía de ejercer
sus derechos, sino que el 25 de diciembre de 1936 reconoció a dicho Comité
legalmente.
El Comité de Nueva Estructuración
tuvo, desde luego, una política monetaria propia. Que ni siquiera fue
homogénea. En algunos lugares la moneda fue suprimida; en otros, sustituida por
emisiones propias.
El Gobierno Interprovincial de
Santander, Burgos y Palencia también emitió moneda propia, con un sistema de
talones parecido al vasco, es decir finalmente referidos al Banco de España, y
prorrateados entre los bancos de la zona.
En cuanto al Consejo Soberano de
Asturias y León, sus promotores, llevados por la alegría inicial de que por fin
había comenzado la revolución y tal, decretaron la supresión del dinero; pero,
igual que los catalanes con la DUI, tuvieron que aplazar la medida porque
venían las tropas nacionales a tirarles pepinacos. En octubre de 1936, este
consejo (repetimos: este consejo, no el gobierno de la república) se incautó de
todos los activos y pasivos de los bancos privados de la zona, que fueron
incorporados a un organismo de nueva creación: la Caja Central de Depósitos,
con polémica sede en Gijón (y digo polémica porque supongo que a los de Oviedo
no les haría gracia). Ante la escasez de moneda, pues de nuevo los
asturleoneses, más que creer en la revolución, a lo que se dedicaron fue a
atesorar la moneda “superada” que todavía conservaban, se dispuso la emisión de
talones contra la Caja Central de Depósitos, que estaba depositada en la
sucursal el Banco de España; y cuando esas riquezas se acabaron, el Ministerio
de Hacienda y el Banco de España concedieron créditos a la Caja. Los billetes
emitidos, como ya he dicho, fueron popularmente conocidos como belarminos,
ya que iban firmados por Belarmino Tomás. Posteriormente se restablecieron las
funciones de la banca privada, momento en que el Consejo dictó una nueva
emisión de 60 millones de pesetas para recoger la emisión anterior y saldar
cuentas con el Banco de España. Esta emisión no llegó a hacerse porque para
entonces Negrín había prohibido ya nuevas emisiones, por lo que se decidió
estampillar la antigua. Se proyectó una emisión de billetes como tales por
parte del Banco de España, pero la guerra terminó antes de hacerla.
Sin tanta ejecutividad, sobre
todo monetaria, hubo comités en Valencia, en Málaga, en Badajoz, en Cartagena
(cómo no), en Murcia, en Motril y en diversos lugares. El gobierno soportó
estoicamente esta realidad, protestando pocas veces, como cuando el Comité de
Asturias y León se dirigió por su cuenta a la Sociedad de Naciones. Tan poco
poder tuvo para contrarrestar la situación que, al final, no le quedó otra que
legalizarla, creando consejos provinciales por ley. Les reservó casi todas las
competencias públicas, salvo el orden público, la censura de prensa y alguna
otra cosa más.
Uno de los triles de esos tipos
tan equilibrados que te dicen que porque citan muchas fuentes a pie de página
ya son la hostia de ecuménicos, o sea los licenciados en Historia, es
escamotear esta realidad a la vista de los que no profundizan demasiado en los
análisis del pasado. El lenguaje es muy importante. Cuando se habla del bando
gubernamental en la GCEXX se utiliza una expresión singular, “la república”;
cuando, en realidad, debería ser plural, pues lo que se constituyó, al fin y a
la postre, fue un dédalo de repúblicas. Los licenciados en Historia tienen
visión certera al observar a los reinos de taifas; pero les cuesta un poquito
darse cuenta de que la experiencia se repitió siglos después.
Con uno de estos consejos, el
gobierno republicano habría de perder la paciencia. En agosto de 1937, un Juan
Negrín que había salido vencedor del movidón de mayo en Barcelona llegó a la
conclusión de que el experimento anarquista en Aragón estaba haciendo más daño
que bien, que aquello era una ful, y decretó su disolución. De repente, año y
pico después de comenzada la guerra, el político socialista se acordaba, en el
preámbulo del decreto, de lo importante que es mantener la unidad decisoria en
una zona de guerra. Aragón, venía a decir, permanecía relapsa cual aldea gala
mientras “el resto de la España legal va centrándose en una nueva disciplina”;
lo cual ya es, en sí, una curiosa confesión de que la España republicana había
sido un cachondeo de gobiernos hasta entonces y, de hecho, lo seguía siendo.
Para acabar con las resistencias
del Consejo de Aragón, que era el último reducto de los anarquistas que habían
perdido la guerra dentro de la guerra en mayo de 1937, Negrín envió al teatro
cazurro a todo lo gordo: la 11 división al mando del supuesto genio militar
comunista Enrique Líster, apoyada por la 27 en Huesca y la 30 en Teruel. Una
división, pues, para cada provincia, sin las cuales la dominación sobre el
poder anarquista no se habría producido. Se cerraron locales y periódicos, se
descolectivizaron las tierras, que fueron devueltas a sus propietarios; y
Joaquín Ascaso, el presidente del Consejo, fue detenido bajo la acusación de
ser un ladrón; de joyas, para ser más exactos. Pero, vamos, que, tras arramblar
con el Consejo de Aragón, Negrín habría de confesarle a Azaña que todavía no
controlaba la industria de guerra catalana.
Vamos ahora con la descripción de
cómo se lo montaron en Burgos y en Salamanca con esto de la economía de guerra.
El gobierno de Burgos se estructuró a partir de una Junta de Defensa Nacional
que, el 27 de julio, creaba una Comisión Directiva del Tesoro Público y una
Comisión de Hacienda, al frente de la cual fue situado Andrés Amado Reygondaud
de Villebardet.
La Junta de Defensa estableció un
control total sobre el sistema económico de la zona que dominaba; mantuvo el
régimen de empresa privada, pero bajo un control estricto. En cada provincia
creaba una comisión de calificación industrial, que censaba todos los
establecimientos manufactureros y financieros.
En agosto de 1936 se creó la
Comisión de Industria y Comercio, cuya principal función era evitar la
esclerosis productiva en las zonas que se fueran ocupando, así como mantener
una adecuada provisión de materias primas. En agosto se creó también el Comité
Nacional de Banca Privada.
Esta organización, en todo caso,
duró poco; hasta el 1 de octubre, cuando se creó la Junta Técnica del Estado;
éste es el momento en que comienza a desarrollarse lo que propiamente podemos
llamar el gobierno nacional.
En noviembre se creó el Comité de
Moneda Extranjera, con la misión de ejercer un control total sobre el tráfico
de divisas. Dos semanas más tarde, como consecuencia lógica, se creó el Comité
de Comercio Exterior. En enero de 1937 se creó la Comisión Central
Administradora de Bienes Incautados, responsable de incautar los bienes de las
personas incurridas en “responsabilidades políticas” y administrar todos esos
activos.
En el verano de 1937, cuando con
la caída de Santander y del País Vasco la zona nacional adquirió importantes
activos industriales y financieros, se creó la Comisión de Regulación Económica
de Vizcaya y Santander, que debería normalizar económicamente todos estos
territorios.
En materia agrícola, se crearon
los llamados servicios nacionales, destinados a normalizar y gestionar las
producciones; el más importante, lógicamente, fue el Servicio Nacional del
Trigo.
La Administración Central del
Estado, es decir, la creación de un gobierno con ministerios y todo eso, se
creó en tiempos de la batalla de Teruel. En marzo de 1938 se disolvieron el
Comité Nacional de Banca Privada y el Consejo Superior Bancario, que fueron
sustituidos por un Consejo Nacional del Crédito. Los sindicatos fueron
integrados en el sindicato único, desaparecieron los jurados mixtos, cuyas
competencias fueron transferidas a las magistraturas de Trabajo.
Un elemento de especial
importancia dentro de la construcción de una administración económica paralela
o competitiva era el Banco de España. Una vez que los primeros actos de la
guerra se fueron posando, el bando nacional convirtió la sucursal del Banco de
España en Burgos en la casa matriz de la institución. El 14 de septiembre se
reunieron por primera vez allí los consejeros de la institución que habían
logrado salir de Madrid. El 23 se volvieron a reunir, ya para currar, bajo la
presidencia del subgobernador primero, Pedro Pan. El primer trabajo al que se
aplicaron los consejeros, obviamente, fue tomar el control de las sucursales
emplazadas en territorio nacional, e inventariar sus activos.
El gran problema que tenía el
Banco de España nacional era que carecía de oro y metales preciosos con los que
respaldar la moneda. Los consejeros, además, conocían a la perfección la
intención del gobierno de la república de sacar del país el oro. Por ello, la
principal pelea desde el principio fue luchar para establecer la legitimidad
del Consejo creado en Burgos como verdadero gobierno del Banco de España y, por
lo tanto, legítimo decididor sobre el oro.
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