Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
Os he dicho que en enero de 1939
estaba todo el pescado vendido, pero no es verdad. En tal fecha, sí, la guerra
prácticamente había acabado. Pero Nicolau, que no os olvidéis era amigo
personal de Negrín, convocó la junta de accionistas de aquella fecha por dos
razones: una, porque el Banco de España de Burgos había convocado su junta, y
eso había que contraprogramarlo. Dos, porque necesitaba un voto positivo para
un tema de gran importancia: quería el refrendo accionarial a las acciones
procesales que el Banco de España republicano estaba sosteniendo para exigir la
propiedad de activos de dicho banco existentes en el extranjero. En corto: el
oro que todavía quedaba sin gastar en Mont de Marsan, y que Negrín quería
controlar para ser la puta reinona del exilio español (puesto que le quitó
Prieto cuando consiguió hacerse con las riquezas del Vita).
Esta junta se celebró el 8 de
enero, en la sede del Ministerio de Hacienda en Barcelona. Se presentó el
balance de la institución a 30 de abril de 1938; pero, en realidad, aquello
fue, casi en exclusiva, sobre el oro.
Tras haberse suspendido las
juntas de 1937 y 1938, explicaba el nota Nicolau el Esmirriau, la república
había, finalmente, “normalizado su anormalidad” (dentro de la cabeza de
Nicolau, la frase sonó inteligente); y por ello había llegado el momento de que
los accionistas avalasen a posteriori la actuación del banco reclamando la propiedad de
diversos activos emplazados en el extranjero.
Nicolau, ya lo he dicho, era
amigo de Negrín, y era bastante nota como él. Pero no era completamente
gilipollas. El Banco de España, además, es un sitio que acumula subnormales
como cualquier otro; pero digamos que tiene cierta habilidad para mantener retenes
de gente lista en casi todos sus departamentos y esquinas. Tengo por mí que
Nicolau fue aconsejado en su discurso por gente de ésta, que no le dejó generar
una mera sarta de gilipolleces.
Defender la potestad del Banco de
España republicano sobre el oro en el exterior empezaba por analizar qué había
pasado con el oro que ya no estaba. Aquí, Nicolau trazó un retrato desesperado
de las primeras semanas de la guerra y, continuó, cuando Madrid se vio
seriamente amenazada, el gobierno, “único conocedor exacto de la situación”,
decidió buscar un lugar seguro para las reservas. El relato ya, en sí, era
limitado; pues, como ya os he contado, no fue “el gobierno”; fue Negrín, que no
es exactamente lo mismo. El gobierno, continuó Lluiset, encomendó al
gobernador, siempre según su relato, que comunicara al Consejo General, con
fecha 14 de septiembre de 1936, el decreto acordado por el consejo de ministros
por el cual se autorizaba al de Hacienda para ordenar el transporte, con las
mayores garantías, al lugar que estimara como de mayor seguridad” de las
reservas de oro, plata y billetes.
Días después, informaba Nicolau,
700 toneladas de oro y 3.000 de plata llegaron “a su destino, sin pérdida de
una sola moneda”. El gobernador del Banco de España, pues, parecía saber que no
se había robado nada del cargamento; pero no sabía dónde se había llevado dicho
cargamento.
Añadía Nicolau: “cuando me
posesioné del cargo de gobernador [marzo de 1936] el Banco de España era
denunciado ante la opinión como un enemigo del régimen. A los dos años y medio
de guerra es el Banco de España el más firme baluarte económico de la república”.
Aparte el detalle, que seguro se le escapó, de llamar “régimen” a la república,
detalle que la futura semiótica del franquismo no dejaría en muy buen lugar, la
frase yo creo que declara prístinamente cuál había sido en todo momento la
obsesión del gobernador. Todo perrete hará las cabriolas que le pidan por conseguir una
chuche.
Según la información facilitada
en la junta, el oro disponible en el balance del Banco de España a 30 de junio
de 1936 eran 2.202 millones de pesetas. A 30 de abril de 1937, la cantidad era
de 1.606, divididos en 1.592 bajo control del gobierno y 13 millones que
todavía tenía el banco en sus cajas. También se presentaron otras cifras. Pero,
como os digo, la junta, en realidad, se convocó para votar una propuesta
presentada por Lluis Mestres i Capdevila, uno de los fundadores de Esquerra,
químico de profesión pero, al parecer experto en finanzas públicas. La
propuesta de Mestres era que los accionistas ratificasen la total autoridad de
su compi Nicolau el Esmirriau para representar al Banco de España hasta el
infinito y más allá. Negrín, quien entonces, una vez fracasada la misa-romería
del Ebro, seguía diciendo que la guerra todavía se podía ganar o, cuando menos,
se podía “fijar al enemigo”, necesitaba dinero para poder comprar las armas
necesarias para dicha resistencia. En realidad, es cuando menos mi opinión,
Negrín hacía meses que sabía que la guerra estaba perdida, y estaba preparando
su existencia en el exilio, para lo cual se había reservado el papel de
representante único de la república y, sobre todo, administrador único de sus
fondos. Fuere para lo que fuere: para comprar nuevo material bélico o para
forrarse el riñón exiliado, Negrín necesitaba el oro de Mont de Marsan. El tema
estaba en tribunales, porque el Banco de España franquista también lo quería; y
una pieza fundamental de la decisión judicial era la consideración de Nicolau
como legítimo gobernador del Banco de España. No lo conseguiría, pero eso tampoco quiere decir que se quedara sur la paille, como bien demuestra el inventario de los bienes del Vita que, aunque no conocemos, nos podemos sospechar.
Pero pasemos a otros temas,
aunque el asunto Banco de España, como ya habéis leído, da como para aparecer y
desaparecer varias veces. Pero es que en el juicio económico de la GCEXX,
necesariamente, ha de integrarse un análisis, siquiera superficial, sobre la
influencia de la gestión económica descentralizada.
En este blog hemos hablado ya,
sobre todo, de las presiones soberanistas económicas de Cataluña.
Aquí habremos de ampliar el foco. Las cosas como son, antes ya del golpe del
36, las autonomías estaban avanzando hacia su soberanismo económico, ejerciendo
diversas competencias delegadas del gobierno de la república. El soberanismo
económico tiene dos grandes componentes: legislar y recaudar tus propios
impuestos; y emitir tu propia moneda. El presidente Lluis Companys tenía una
especial confianza y ambición en el segundo de estos elementos; y, por esto,
desplazar a las monedas del Estado central y crear un sistema monetario catalán
fue siempre su gran ilusión, como lo es hoy en día de los lazis.
En las primeras cuatro o seis
semanas de la guerra, la Generalitat no pudo ponerse muy brava con el tema
económico, pues bastante tenía con integrar en su seno a las iniciativas de
poder revolucionario que eran las que de verdad mandaban en Cataluña. Así las
cosas, en ese tiempo apenas se ocupó el gobierno catalán de luchar contra el
acaparamiento y en alumbrar normas de corralito y moratorias de deudas.
Pasada esa primera etapa, y muy
en consistencia con el gran peso que los anarquistas tenían en las decisiones
de gobierno, el gobierno catalán decidió acercarse a la revolución, sin esperar
a la victoria bélica. Fruto de esta intención fueron los llamados decretos de
S'Agaró (véase el enlace colocado unas líneas más arriba). Josep Tarradellas,
que era el hombre de los cuartos en la Generalitat, justificó las medidas de
S'Agaró aduciendo que eran la única vía para evitar el colapso de Cataluña,
momento en que habría comenzado a restar y no sumar en la guerra. En mi
opinión, la suya es una auto justificación un tanto cínica; o sea, es cierta,
pero siempre que se mantenga a la CNT-FAI en la ecuación del poder catalán;
cosa que mayo del 37 demostró que no era necesariamente cierto.
Cataluña comenzó a emitir moneda
propia en septiembre de 1936, algo que hizo sin aviso previo y, desde luego,
sin mediar negociación. El Banco de España, titular del privilegio de emisión,
no protestó; y no hemos de culparle, pues: punto uno, su gobernador era de la
cuerda (no sé si lo sabéis, pero Lluis Nicolau es un nombre poco común en
Extremadura); punto dos, ¿de qué coño se iba a quejar si se enteraba por la radio de los
corralitos que regulaba el gobierno?
A partir de ese momento, la
circulación de dinero en Cataluña la controló Tarradellas, sin encomendarse ni
a Dios, ni al Diablo. Como ya os he dicho, un plañidero Josep (porque hay que
ver lo llorón que se volvió este señor en el exilio) justificó ésta y otras
medidas con el argumento de que era la manera de hacer que Cataluña fuese
económicamente eficiente para la república. Pero no es verdad. La independencia
monetaria era eficiente para los sueños de la Esquerra, eso sí. Pero para la
coordinación de la maquinaria económica republicana, era como un chute de
insulina en un individuo sano. Ya lo hubiera sido si el señor éste que tantas
avingudas merece hoy en las ciudades catalanas hubiese mantenido el caballo
bien ensillado. Pero es que ni siquiera fue así. Tarradellas, en el fondo un
pelele, como su jefe el Pajarito, de los que verdaderamente mandaban en pueblos
y ciudades de Cataluña, terminó por permitir que de los 1.075 municipios que
entonces había en Cataluña, ¡687! emitiesen
monedas propias.
Lo peor de todo esto fue lo que
no pasó. Porque el gobierno de la república no hizo nada, y nada es nada, por
parar esto, o por corregirlo.
Bajando sin frenos por la cuesta
abajo puchimona, la Generalitat creó una Junta de Comercio Exterior, con la
intención de controlar las importaciones y exportaciones catalanas. Estableció
la autorización previa, suya por supuesto, de cualquier operación de comercio
exterior, y puso oficina en Ginebra.
Todo esto estaba comandado por
una institución llamada Consejo de Economía, creada el 18 de agosto de 1936. En
el Consejo entraron como miembras todas las organizaciones antifascistas: las
que había votado la gente y las que no había votado (los marisquiños), también.
Así las cosas, pues, había una Generalitat legítima y votada por los catalanes
que hacía política económica soberanista; mientras que, en paralelo, había un
Consejo de Economía que hacía la revolución. ¿Qué podía salir mal?
En el ámbito institucional, la
Generalitat contaba con gastarse ya en 1935 unos 90 millones de pesetas. Este
presupuesto, sin embargo, fue rápidamente barrido por las necesidades reales,
con lo que Tarradellas no tuvo otra que comenzar a jugar por fuera del estricto
perímetro presupuestario. Primero se dio a los ayuntamientos el poder de
aplicar el dinero que tenían como les pareciese y no siguiendo las partidas
presupuestarias; lo cual fue un sindiós en un montón de municipios que
empezaban a estar dominados por virreyes anarquistas. Pronto, sin embargo, hubo
que darles más pasta.
Yo no sé si vosotros sois de la
misma opinión que yo. La mía es que a los independentistas catalanes no les
suele gustar demasiado hablar sobre este periodo de la independencia económica
de Cataluña de facto. Y no les culpo, porque salió como la rana. Los
municipios eran fundamentales para muchas labores de la guerra, sobre todo en
el ámbito social, como las atenciones del paro forzoso. Y luego estaba el hecho
(ésta es una de las razones del silencio habitual esquerrero sobre estos meses)
de que aquello fue un poco el cazador cazado. La Generalitat, obvia impulsora
de la idea de la independencia económica, se encontró con que los ayuntamientos
también querían de eso. Y se lo tuvo que dar porque, como ya os he dicho, en
los ayuntamientos mandaban, en buena medida, quienes mandaban en Cataluña.
Tarradellas, en ese proceso, tuvo que entregar a los
ayuntamientos el otro gran elemento del soberanismo económico. Les reconoció el
derecho a recaudar el dinero que necesitaren, regulando impuestos
calculados en las magnitudes que cada ayuntamiento considerase. En corto: se le
concedió al dizque alcalde de cada pueblo (dizque porque, muchas
veces, no lo había votado nadie) el poder de confiscar lo que le pareciese.
La Generalitat, con sus abundantosos delirios
independentistas, se había dado, económicamente hablando, un tiro en el pie.
Asumió el mantenimiento de las milicias populares, asumió la organización de la
industria de guerra, y asumió el abastecimiento de los hogares. Asumió, pues,
mucho más de lo que podía gestionar; y resulta difícil decir si el gobierno de
Madrid soportó aquello en silencio, como las hemorroides, por pensar que no
podía oponerse; o si, en el fondo, como no pocas veces dicen los catalanes, estuvo
encantado.
Rápidamente, el gobierno catalán se estaba acercando a ese
punto en el que ya no tienes dinero para pagar. Fue entonces cuando los generalitatos se fijaron
en la delegación de Hacienda y la sucursal del Banco de España en Barcelona.
Tarradellas sabía que en ambas sedes había pasta. Primero lo
hizo legal: pidió un crédito de Madrit de 50 millones de pesetas, más
otro de 30 millones de francos en París para financiar compras exteriores de
materias primas. En la práctica, pues, pedía que le diesen la pasta que había
en las sucursales barcelonesas, pero en plan te la doy porque quiero y es un
préstamo. El cunsellé de Finanses también solicitó autorización para que se le
permitiese adquirir 100 millones de pesetas en divisas, para poder financiar
otras compras exteriores de materias primas para la industria de guerra.
Tras hacer estas peticiones, los catalanes se sentaron a
esperar. Pero el móvil no sonaba. Largo nos da largas, pensarían. En ésas
estaban cuando alguien, un policía supongo, interceptó un telegrama que envió
la Dirección General del Tesoro de Madrid al delegado de Hacienda en Barcelona.
Este telegrama le ordenaba al probo funcionario que inmediatamente traspasara
al Banco de España (para la cuenta del propio Tesoro), 373 millones de pesetas
oro y 1.050 millones de pesetas plata.
En otras palabras: Madrid estaba haciendo las cosas por
debajo de la mesa para conseguir que la pasta saliera de Cataluña. Esto no
quiere decir necesariamente que no fuese a aceptar las peticiones de la
Generalitat; pero, claramente, lo quería hacer en modo si quieren ayuda, que
la pidan.
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