martes, septiembre 16, 2025

GCEconomics (3): Secos de crédito




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 

El sistema bancario de hace cien años era un sistema más descentralizado que el actual. En realidad, mucho más descentralizado. Aquellos tiempos, en España, no conocían la domiciliación de pagos en el banco, pues no existía el desarrollo técnico de los medios que hacen falta para ello. En consecuencia, los bancos operaban mediante una figura: el cobrador de letras, que era un subagente muy popular, en el sentido de muy presente en la vida de las personas. Os cuento esto porque es importante que lo visualicéis para que entendáis que la banca de entonces era una banca mucho más cercana al cliente. El negocio bancario de hoy en día está muy centralizado y digitalizado; esto quiere decir que propende a la gestión y toma de decisiones centralizadas, basadas en un flujo de información completo y en tiempo real, que no reclama de la cercanía física al cliente o al negocio para poder entenderlo, o creer que se entiende. Esto, sin embargo, era muy incierto en aquellos tiempos. Hace cien años, el verdadero dominio de las realidades sobre las que actuaba el crédito lo tenían quienes estaban a pie de barra. Hoy en día, que tan importante en la banca es hacer un scoring preciso del perfil de riesgo de cada cliente, se plantean problemas que en la banca de la dictadura y la república no existían, porque un solo cobrador de letras que fuese despierto te podía dibujar el mapa de riesgos de todos los comercios de un barrio de una ciudad, y difícilmente se equivocaría. Por mucho que hoy en día en muchos bancos se conmina a los directores de agencia y a los bancarios para que se pateen la calle y tal, no pueden competir con la capilaridad que, por naturaleza, tenía una banca que casi toda su operativa la perfeccionaba a través de terminales humanos. Olvidaros de cajeros automáticos y de apps; la banca, para vuestro bisabuelo, era Manolo. Y, de consuno, Manolo lo sabía todo, todo y todo, de vuestro bisabuelo.

Éste es el centro de la descentralización bancaria de entonces. Un montón de decisiones se tomaba a escala local e, incluso, muchas veces las casas centrales las conocían a posteriori. Esto también se concretaba en estructuras mucho más complejas que en la actualidad, ya que el proceso de decisiones, en sí, también lo era.

Otra diferencia fundamental estaba en el cliente. Si sois aficionados a mirar o a coleccionar acciones o empréstitos antiguos, que ciertamente son muy decorativos, ya sabréis que en aquellos títulos tan historiados solía aparecer siempre, en el encabezamiento, el nombre de la compañía o del banco e, instantes después, alguna cifra. Normalmente, el capital social, aunque en otros casos pueden ser los depósitos, o el tamaño de balance, etc. Esto quiere decir que las empresas de hace cien años, lo primero que te decían de ellas, era lo solventes que eran; no como ahora, que lo primero que te dicen es que son muy sostenibles y que por eso se están gastando una pasta para que el somormujo petirrojo de Siberia se reproduzca tranquilo. Esto quiere decir que vuestro bisabuelo, cuando buscaba dónde invertir y, sobre todo, dónde meter su dinero, no buscaba un banco que regalase cuchillos de cocina camboyanos, sino un sitio que fuese sólido. Eran los tiempos en los que el mérito de un banco no era regalar perolas ni plantar olmos escrofulosos, sino hacer las cosas bien. Esto, obviamente, generó una notable obsesión de los bancos por la solvencia, intensificada por el Consejo Superior Bancario y el Banco de España, que como no sabían nada todavía de la Agenda Veinte Mierdas, podían hacer su trabajo.

En cuanto a la situación en la que estaba la banca en los momentos previos al 18 de julio, obviamente no era buena. Y las razones eran dos. La primera, la banca española de hace cien años era una banca mucho más industrial y comercial que la actual. Hoy en día, las entidades de crédito tienen un montón de alternativas de negocio de naturaleza financiera, fuera de balance, que les permiten equilibrar su gestión de activos y pasivos. En un mundo como el de los años treinta del siglo XX, sin tanto fondo de inversión ni otras historias, el banquero debía vivir de su margen típico o financiero, es decir, la diferencia existente entre lo que pagaba por los depósitos, y lo que cobraba por los préstamos.

En la España de la repu, sin embargo, ocurrieron varias cosas. La primera cosa que ocurrió es que los ahorradores se volvieron ultra conservadores, consecuencia lógica del ambiente prostibulario que adquirió la economía del día a día y las tensiones deflacionarias, que retraen la inversión productiva. Allí nació una cosa que todavía se puede apreciar hoy en día en las cuentas financieras de la economía española del Banco de España: la extraña, e intensa, predilección de los españoles por la colocación del dinero en efectivo y depósitos. La voluntad de los ahorradores de ahorrar el dinero en lugar de invertirlo infló los pasivos de los bancos. En esta situación, éstos tenían que desinflar el globo por el otro lado, prestando. Pero si los que habéis prestado sois vosotros, en este caso atención a estas notas, ya sabéis que una de las cosas que pasó en la repu fue que el crédito fue severamente limitado. En consecuencia, la vejiga de los bancos crecía sin que éstos pudieran mear todo lo que les apetecía; y si alguna vez os ha pasado eso ya sabréis que no es una situación agradable.

La consecuencia fue una reducción de los beneficios bancarios; que es una cosa que mucha gente celebra cuando se produce, sin darse cuenta de lo que lleva detrás, es decir, lo que significa. Porque los bancos pierden, o ganan menos, por dos razones: una, que sus gestores sean inútiles; dos, que la inútil sea la economía sobre la que actúan. Cuando la razón es la primera, bueno, cierta alegría se entiende; pero cuando es la segunda, la alharaca carece por completo de sentido. El ROE de la banca, es decir su rentabilidad medida en términos de fondos propios, comenzó a caer ya en 1928, y siguió haciéndolo hasta 1935. La situación se deterioró en tal medida que comenzaron a caer bancos, como el Banco de Cataluña, que celebró la república chapando. En 1935, la gran banca española otorgaba menos créditos que en 1928. Las arterias de la economía española estaban secas. La cautela del negocio bancario era tal que no encontró accionistas; ninguno de los grandes bancos amplió capital desde 1931, de modo que los fondos propios sólo crecieron por la aportación de beneficios destinados a reservas. El 75% de aquel capital estaba formado por pequeños accionistas; era, pues, el bajo tono económico de Juan Español Ahorrador el que se notaba en el escaso interés de la banca republicana por progresar y, todo hay que decirlo, el no menos escaso interés de sus gobernantes para que progresase. La presencia extranjera era casi testimonial: cuando estalló la guerra, había en España un banco inglés, dos alemanes, uno canadiense, uno francés y uno estadounidense.

De todos estos temas era consciente un pequeño grupo de españoles que, ya durante la dictadura, tuvo que nadar contra corriente y dedicarse a decir y escribir lo que nadie quería escuchar ni leer. Me refiero al Servicio de Estudios del Banco de España, uno de los pocos sitios serios que ha habido en nuestro país durante los últimos cien años de tanto lo que sea, que no tengo ni puta idea. El SE, responsable de darle al propio banco, y por extensión a los responsables de la política económica, la munición empírica necesaria para entender lo que estaba pasando, las diferencias entre eso que estaba pasando y sus ensoñaciones de militantes tuiteros y, consecuentemente, la visión clara de lo que había que hacer y no había que hacer; ese SE, digo, tuvo enfrentamientos mil. En realidad, el ambiente era tan irrespirable que uno de los mejores economistas de su generación y de varias, José Larraz, pidió el cese voluntario de la jefatura del SE apenas un año después de ser nombrado, para ser sustituido por Germán Bernácer. Larraz se pasaría a la zona nacional, donde Franco le dio importantes responsabilidades de política económica.

En la práctica, pues, la república desplegó una política económica formada por piezas que, aisladamente, tenían todas racionalidad económica y, sobre todo, social (salvo en el caso de la cotización de la peseta, que fue un sindiós desde el primer momento); pero que, una vez coordinadas, se contaminaban las unas a las otras. La política social, que trataba de redistribuir la propiedad, incrementar los salarios, etc., acabó trabajando en contra de la política de bienes de primera necesidad baratos; si, encima, los problemas de abastecimiento se abordaron con esos niveles de subnormalidad que sólo pueden alcanzar fenómenos intelectuales del tamaño de Marcelino Domingo, peor. Ambos factores, por lo demás, conspiraban para hacer imposible el objetivo del equilibrio presupuestario. A esto vino a añadirse el problema derivado de que la república nunca pudo, aunque más correcto sería decir que nunca quiso, extrañarse de los objetivos revolucionarios de las organizaciones obreras, que con sus huelgas y atizando la violencia todavía lograban una mayor ralentización del desarrollo.

En la retórica “todos contra mí” que suele elaborar la historiografía concostrinácea de facultad de Políticas cuando analiza la GCEXX (aunque hemos de reconocer que el verbo “analizar”, no pocas veces, es una graciosa concesión al puro y simple rebuzno), se suele anotar en la nómina de los enemigos de la repu al propio sistema económico; a los empresarios y gentes de dinero de su tiempo. Y, oye, aunque parezca raro, en esto algo de razón llevan. Al fin y al cabo, si entrenas a un chimpancé para que tire dardos y luego le das 5.000 dardos, lo más probable es que alguna diana haga.

El mismo día 14 de abril en que todo Madrid era un bullir republicano, una parte de la España del dinero estaba ya reunida en el domicilio de Rafael Benjumea y Burín, conde de Guadalhorce y ex ministro de Obras Públicas de la dictadura. Las simpatías de Guadalhorce no ofrecen duda: salió de España aquel 1931, y no volvió hasta 1947 para presidir la Renfe. Fue una reunión bastante multitudinaria en la que estuvieron personajes como Eugenio Vegas-Latapié, Ramiro de Maeztu Whitney, José Calvo Sotelo, José de Yanguas Messía, José Antonio Primo de Rivera o Fernando Gallego de Chaves Calleja, marqués de Quintanar. Toda esta gente se planteó plantarle cara a la república, aunque en el campo ideológico. Más de acción fue una reunión producida en Leiza, en casa de Ignacio Baleztena, en la que los carlistas decidieron comenzar a formar unidades requeté. Asimismo, también en abril de 1931 se creó una Junta Conspiradora Monárquica, que tuvo una reunión a finales de 1932 en la que estuvieron el conde de los Andes, el duque de Alba, Eduardo Aunós, Calvo Sotelo, José María Pujadas y Carlos de la Huerta. Este grupo ya estaba en juntar pasta para financiar una sublevación. Todas estas reuniones tienen bastante importancia. No tanto por lo que normalmente considera el mono rhesus average de X, pues, en mi opinión, no demuestran que la conspiración del 18 de julio ya se estaba organizando meses o años antes; sino porque vinieron a servir como “trabajo de campo”, por así decirlo, para definir quiénes estaban de verdad por un alzamiento militar; lo que contribuyó a facilitarle las cosas a Mola cuando sí se puso a organizar una merdé. Y, sobre todo, porque estos primeros conspiradores ya se pusieron, en no pocos casos, a buscar pasta.

A finales de 1932, Vegas-Latapié, Jorge Vigón y Francisco Moreno y Herrera (marqués de la Eliseda y conde de los Andes) estuvieron en Biarritz con Calvo Sotelo para organizar la brigadilla económica de la conspiración. Se quedó en que Moreno y Herrera fuese el jefe de la movida fuera de España, mientras que dentro lo sería Fernando María de Ybarra y de la Revilla, marqués de Arriluce y de Ybarra. Una comisión ejecutiva visitó en París a Alfonso XIII, y consiguió de él una carta en la que declaraba que su portador era portavoz de sus propios deseos. Vegas, Eliseda y Juan Antonio Ansaldo elaboraron una lista de personas en España a los que pensaban pedirles el impuesto contrarrevolucionario, con la carta del TontoBorbónPollas por delante. Eliseda, que debía de ser un puto ASNEF-Equifax con patas, incluso dividió la lista en dos columnas: los que ganaban más de un millón al año, y los que estaban más tiesos.

El historiador Pedro Carlos González Cuevas, en su libro sobre Acción Española, publicó el resultado de esta recaudación, que fue de unos 20 millones de lereles. Con dos millones, el principal participante fue Juan March; con un millón, figuran José Luis de Oriol, los marqueses de Pelayo, el marqués de Larios, el de Genal y el marqués de Portago; con medio millón, el marqués de Melín, el marqués de Aranda, la condesa viuda de Gavia, un señor Patiño, el marqués de Ariluce de Ybarra; con 300.000 pesetas, el conde de Revilla de Camargo, un señor Aguirre, la duquesa de la Conquista; con un cuarto de millón; Juan Tomás Gandarias, el marqués de Urquijo, el conde de Garvey, la viuda de Zabálburu y la condesa viuda de Tarifa; con 200.000 pesetas, un señor Garay, la condesa viuda de Zubiría, el conde de Aresti, el conde de Barbate, el duque del Infantado, el marqués de Chávarri, el marqués de Casa Riera, el marqués de Llano de San Javier, el marqués de Casa Valdés, y el marqués de Viana; con 100.000 pesetas, César de la Mora, el marqués de La Romana, el conde Puerto Hermoso, el marqués de Villapesadilla, Juan Pedro Domeq, Petra La Riva, el marqués de la Vega de Anzo, la marquesa de Argüelles, los marqueses de Triano, el conde de Adanero, un señor Pinillos, los condes de Torre Arias, el marqués de Campo Real, el conde de la Cimera, y Luciano Bueno; con 25.000 pesetas, los duques de Lerma.

La mera lectura de la lista lleva a algunas consideraciones. Aquel crowfunding básicamente monárquico (no olvidemos que la mayoría de estos financiadores lo fueron tras leer la carta firmada por Alfonso XIII en París en la que decía que el dinero se recaudaba para él) encontró, si la lista del historiador es buena, 45 ponentes (de dinero). Medio siglo antes, esto lo cuento en otras notas, cuando los grandes de España se reunieron en Madrid para tratar el asunto de la abolición de la esclavitud en Cuba, en el palacio de Liria se juntaron 130 personas. Y Google estima que hoy en día los miembros de la alta aristocracia española serán algunos más de 200.

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