Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
Éste es el centro de la
descentralización bancaria de entonces. Un montón de decisiones se tomaba a
escala local e, incluso, muchas veces las casas centrales las conocían a
posteriori. Esto también se concretaba en estructuras mucho más complejas que
en la actualidad, ya que el proceso de decisiones, en sí, también lo era.
Otra diferencia fundamental
estaba en el cliente. Si sois aficionados a mirar o a coleccionar acciones o
empréstitos antiguos, que ciertamente son muy decorativos, ya sabréis que en
aquellos títulos tan historiados solía aparecer siempre, en el encabezamiento,
el nombre de la compañía o del banco e, instantes después, alguna cifra.
Normalmente, el capital social, aunque en otros casos pueden ser los depósitos,
o el tamaño de balance, etc. Esto quiere decir que las empresas de hace cien
años, lo primero que te decían de ellas, era lo solventes que eran; no como
ahora, que lo primero que te dicen es que son muy sostenibles y que por eso se
están gastando una pasta para que el somormujo petirrojo de Siberia se
reproduzca tranquilo. Esto quiere decir que vuestro bisabuelo, cuando buscaba
dónde invertir y, sobre todo, dónde meter su dinero, no buscaba un banco que
regalase cuchillos de cocina camboyanos, sino un sitio que fuese sólido. Eran
los tiempos en los que el mérito de un banco no era regalar perolas ni plantar
olmos escrofulosos, sino hacer las cosas bien. Esto, obviamente, generó una
notable obsesión de los bancos por la solvencia, intensificada por el Consejo
Superior Bancario y el Banco de España, que como no sabían nada todavía de la
Agenda Veinte Mierdas, podían hacer su trabajo.
En cuanto a la situación en la
que estaba la banca en los momentos previos al 18 de julio, obviamente no era
buena. Y las razones eran dos. La primera, la banca española de hace cien años
era una banca mucho más industrial y comercial que la actual. Hoy en día, las
entidades de crédito tienen un montón de alternativas de negocio de naturaleza
financiera, fuera de balance, que les permiten equilibrar su gestión de activos
y pasivos. En un mundo como el de los años treinta del siglo XX, sin tanto
fondo de inversión ni otras historias, el banquero debía vivir de su margen
típico o financiero, es decir, la diferencia existente entre lo que pagaba por
los depósitos, y lo que cobraba por los préstamos.
En la España de la repu, sin
embargo, ocurrieron varias cosas. La primera cosa que ocurrió es que los
ahorradores se volvieron ultra conservadores, consecuencia lógica del ambiente
prostibulario que adquirió la economía del día a día y las tensiones deflacionarias,
que retraen la inversión productiva. Allí nació una cosa que todavía se puede
apreciar hoy en día en las cuentas financieras de la economía española del
Banco de España: la extraña, e intensa, predilección de los españoles por la
colocación del dinero en efectivo y depósitos. La voluntad de los ahorradores
de ahorrar el dinero en lugar de invertirlo infló los pasivos de los bancos. En
esta situación, éstos tenían que desinflar el globo por el otro lado,
prestando. Pero si los que habéis prestado sois vosotros, en este caso atención
a estas notas, ya sabéis que una de las cosas que pasó en la repu fue que el
crédito fue severamente limitado. En consecuencia, la vejiga de los bancos
crecía sin que éstos pudieran mear todo lo que les apetecía; y si alguna vez os
ha pasado eso ya sabréis que no es una situación agradable.
La consecuencia fue una reducción
de los beneficios bancarios; que es una cosa que mucha gente celebra cuando se
produce, sin darse cuenta de lo que lleva detrás, es decir, lo que significa.
Porque los bancos pierden, o ganan menos, por dos razones: una, que sus
gestores sean inútiles; dos, que la inútil sea la economía sobre la que actúan.
Cuando la razón es la primera, bueno, cierta alegría se entiende; pero cuando
es la segunda, la alharaca carece por completo de sentido. El ROE de la banca,
es decir su rentabilidad medida en términos de fondos propios, comenzó a caer
ya en 1928, y siguió haciéndolo hasta 1935. La situación se deterioró en tal
medida que comenzaron a caer bancos, como el Banco de Cataluña, que celebró la
república chapando. En 1935, la gran banca española otorgaba menos créditos que
en 1928. Las arterias de la economía española estaban secas. La cautela del
negocio bancario era tal que no encontró accionistas; ninguno de los grandes
bancos amplió capital desde 1931, de modo que los fondos propios sólo crecieron
por la aportación de beneficios destinados a reservas. El 75% de aquel capital
estaba formado por pequeños accionistas; era, pues, el bajo tono económico de
Juan Español Ahorrador el que se notaba en el escaso interés de la banca republicana
por progresar y, todo hay que decirlo, el no menos escaso interés de sus
gobernantes para que progresase. La presencia extranjera era casi testimonial:
cuando estalló la guerra, había en España un banco inglés, dos alemanes, uno
canadiense, uno francés y uno estadounidense.
De todos estos temas era
consciente un pequeño grupo de españoles que, ya durante la dictadura, tuvo que
nadar contra corriente y dedicarse a decir y escribir lo que nadie quería
escuchar ni leer. Me refiero al Servicio de Estudios del Banco de España, uno
de los pocos sitios serios que ha habido en nuestro país durante los últimos
cien años de tanto lo que sea, que no tengo ni puta idea. El SE,
responsable de darle al propio banco, y por extensión a los responsables de la
política económica, la munición empírica necesaria para entender lo que estaba
pasando, las diferencias entre eso que estaba pasando y sus ensoñaciones de
militantes tuiteros y, consecuentemente, la visión clara de lo que había que
hacer y no había que hacer; ese SE, digo, tuvo enfrentamientos mil. En
realidad, el ambiente era tan irrespirable que uno de los mejores economistas
de su generación y de varias, José Larraz, pidió el cese voluntario de la
jefatura del SE apenas un año después de ser nombrado, para ser sustituido por
Germán Bernácer. Larraz se pasaría a la zona nacional, donde Franco le dio
importantes responsabilidades de política económica.
En la práctica, pues, la
república desplegó una política económica formada por piezas que, aisladamente,
tenían todas racionalidad económica y, sobre todo, social (salvo en el caso de
la cotización de la peseta, que fue un sindiós desde el primer momento); pero
que, una vez coordinadas, se contaminaban las unas a las otras. La política
social, que trataba de redistribuir la propiedad, incrementar los salarios,
etc., acabó trabajando en contra de la política de bienes de primera necesidad
baratos; si, encima, los problemas de abastecimiento se abordaron con esos
niveles de subnormalidad que sólo pueden alcanzar fenómenos intelectuales del tamaño de Marcelino
Domingo, peor. Ambos factores, por lo demás, conspiraban para hacer imposible
el objetivo del equilibrio presupuestario. A esto vino a añadirse el problema
derivado de que la república nunca pudo, aunque más correcto sería decir que
nunca quiso, extrañarse de los objetivos revolucionarios de las organizaciones
obreras, que con sus huelgas y atizando la violencia todavía lograban una mayor
ralentización del desarrollo.
En la retórica “todos contra mí”
que suele elaborar la historiografía concostrinácea de facultad de Políticas
cuando analiza la GCEXX (aunque hemos de reconocer que el verbo “analizar”, no
pocas veces, es una graciosa concesión al puro y simple rebuzno), se suele
anotar en la nómina de los enemigos de la repu al propio sistema económico; a
los empresarios y gentes de dinero de su tiempo. Y, oye, aunque parezca raro,
en esto algo de razón llevan. Al fin y al cabo, si entrenas a un chimpancé para
que tire dardos y luego le das 5.000 dardos, lo más probable es que alguna
diana haga.
El mismo día 14 de abril en que
todo Madrid era un bullir republicano, una parte de la España del dinero estaba
ya reunida en el domicilio de Rafael Benjumea y Burín, conde de Guadalhorce y
ex ministro de Obras Públicas de la dictadura. Las simpatías de Guadalhorce no
ofrecen duda: salió de España aquel 1931, y no volvió hasta 1947 para presidir
la Renfe. Fue una reunión bastante multitudinaria en la que estuvieron
personajes como Eugenio Vegas-Latapié, Ramiro de Maeztu Whitney, José Calvo
Sotelo, José de Yanguas Messía, José Antonio Primo de Rivera o Fernando Gallego
de Chaves Calleja, marqués de Quintanar. Toda esta gente se planteó plantarle
cara a la república, aunque en el campo ideológico. Más de acción fue una
reunión producida en Leiza, en casa de Ignacio Baleztena, en la que los
carlistas decidieron comenzar a formar unidades requeté. Asimismo, también en
abril de 1931 se creó una Junta Conspiradora Monárquica, que tuvo una reunión a
finales de 1932 en la que estuvieron el conde de los Andes, el duque de Alba,
Eduardo Aunós, Calvo Sotelo, José María Pujadas y Carlos de la Huerta. Este
grupo ya estaba en juntar pasta para financiar una sublevación. Todas estas
reuniones tienen bastante importancia. No tanto por lo que normalmente
considera el mono rhesus average de X, pues, en mi opinión, no
demuestran que la conspiración del 18 de julio ya se estaba organizando meses o
años antes; sino porque vinieron a servir como “trabajo de campo”, por así
decirlo, para definir quiénes estaban de verdad por un alzamiento militar; lo
que contribuyó a facilitarle las cosas a Mola cuando sí se puso a organizar una
merdé. Y, sobre todo, porque estos primeros conspiradores ya se pusieron, en no
pocos casos, a buscar pasta.
A finales de 1932, Vegas-Latapié,
Jorge Vigón y Francisco Moreno y Herrera (marqués de la Eliseda y conde de los
Andes) estuvieron en Biarritz con Calvo Sotelo para organizar la brigadilla
económica de la conspiración. Se quedó en que Moreno y Herrera fuese el jefe de
la movida fuera de España, mientras que dentro lo sería Fernando María de
Ybarra y de la Revilla, marqués de Arriluce y de Ybarra. Una comisión ejecutiva
visitó en París a Alfonso XIII, y consiguió de él una carta en la que declaraba
que su portador era portavoz de sus propios deseos. Vegas, Eliseda y Juan
Antonio Ansaldo elaboraron una lista de personas en España a los que pensaban
pedirles el impuesto contrarrevolucionario, con la carta del TontoBorbónPollas
por delante. Eliseda, que debía de ser un puto ASNEF-Equifax con patas, incluso
dividió la lista en dos columnas: los que ganaban más de un millón al año, y
los que estaban más tiesos.
El historiador Pedro Carlos
González Cuevas, en su libro sobre Acción Española, publicó el resultado
de esta recaudación, que fue de unos 20 millones de lereles. Con dos millones,
el principal participante fue Juan March; con un millón, figuran José Luis de
Oriol, los marqueses de Pelayo, el marqués de Larios, el de Genal y el marqués
de Portago; con medio millón, el marqués de Melín, el marqués de Aranda, la
condesa viuda de Gavia, un señor Patiño, el marqués de Ariluce de Ybarra; con
300.000 pesetas, el conde de Revilla de Camargo, un señor Aguirre, la duquesa
de la Conquista; con un cuarto de millón; Juan Tomás Gandarias, el marqués de
Urquijo, el conde de Garvey, la viuda de Zabálburu y la condesa viuda de
Tarifa; con 200.000 pesetas, un señor Garay, la condesa viuda de Zubiría, el
conde de Aresti, el conde de Barbate, el duque del Infantado, el marqués de
Chávarri, el marqués de Casa Riera, el marqués de Llano de San Javier, el
marqués de Casa Valdés, y el marqués de Viana; con 100.000 pesetas, César de la
Mora, el marqués de La Romana, el conde Puerto Hermoso, el marqués de
Villapesadilla, Juan Pedro Domeq, Petra La Riva, el marqués de la Vega de Anzo,
la marquesa de Argüelles, los marqueses de Triano, el conde de Adanero, un
señor Pinillos, los condes de Torre Arias, el marqués de Campo Real, el conde
de la Cimera, y Luciano Bueno; con 25.000 pesetas, los duques de Lerma.
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