viernes, marzo 07, 2025

La República moribunda (5): Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo



Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)


En ese momento se hizo bien patente cuál era el principal punto débil de Emilio Escauro y sus proyectos de estabilizar la República bajo un gobierno aristocrático con apariencias democráticas. Cuando los caballeros le pusieron la proa al proyecto de engrandecer la ciudadanía romana, oposición que, además, se encontró con el apoyo de Cayo Mario, pues éste, tras haber abandonado a los populares, se había aliado con la nobleza menor, Livio Druso se volvió hacia el Senado. Pero lo hizo, tan sólo, para descubrir que el Senado eran muchos Senados. Quinto Servilio Cepión, por ejemplo, hizo hilo con los planteamientos de los equites, tan sólo porque le tenía gato a los metelos y meteloides. Encontró ayuda en Lucio Marcio Filipo, que era cónsul aquel año y que era el típico antiguo militante de Podemos (había trabajado codo con codo con Saturnino) que ahora se quería hacer personar sus pecadillos de juventud con ese típico “yo es que he sido del Ku Klux Klan de toda la vida”.

Ambos opositores encontraron un tecnicismo para oponerse a las leyes livias: eran contrarias a una ley precedente, la Lex Caecilia Didia; con eso y el invento de que las leyes se habían aprobado en contra del criterio de los arúspices, les dio de sobra para repeler las leyes drusas. En suma, la clave de bóveda de lo que podríamos llamar “el drusismo” se fue a tomar por culo.

Una buena demostración del ambiente de descomposición en que se encontraba la República es que, siendo todavía tribuno, Livio Druso fue asesinado aquel mismo año. Su muerte se vio seguida por una política de Marcio Filipo que recuerda un poco a la de Donald Trump respecto de la administración Biden; se fue cargando, uno por uno, todos los avances que había propuesto. Aquello fue una prueba más de la ceguera del Senado y de los optimates que lo petaban. Supuso, para empezar, malquistar muy gravemente a los itálicos con los romanos; los primeros, ya plenamente convencidos de que la ciudadanía les sería per semper negada, se convirtieron, cada vez más, en un grano en el culo de Roma. El Senado trató de controlar aquello, enviando pretores a todos lo rincones de Italia. A Ausculum (Ascoli Piceno), envió a un legado llamado Fonteyo y al pretor Quinto Servilio. Servilio, que tenía la mano izquierda de adorno, llegó a Ausculum y le largó a los locales un discurso en el que les puto de puta para arriba; y aquellos tipos, que eran recios campesinos con más mala hostia que Ramoncín en un examen de filosofía escolástica, se fueron a por los dos romanos e hicieron sashimi con ellos. Aquello fue el principio de la revuelta armada de los romanos 0.5, es decir, de los itálicos.

La Italia central y del sur, que a pesar de que hace muchos siglos ya apuntaba maneras, se alzó como un solo hombre. Umbría, Etruria, el Lacio y las colonias griegas en la península, mucho más estrechamente ligadas a la metrópoli y con mucho PIB que proteger, prefirieron permanecer fieles al jefe.

Los itálicos, que fueron testigos de varios éxitos al inicio de la rebelión, crearon una estructura federal y una Roma bis, la ciudad de Corfinium o Corfinio, la capital de los pelignos, en la Italia central. Se dotaron de las mismas instituciones que Roma. En la capital, pronto se dieron cuenta de que la situación era seria, así que procedieron a reclutar tropas entre los proletarios y los libertos. El tema, sin embargo, recibió un fuerte golpe sicológico con la muerte de Publio Rutilio Lupo, el cónsul del año. Rutilio fue víctima de una emboscada labrada por el comandante de los marsos, Publio Vetio Escatón, y resultó muerto. El cuerpo fue llevado a Roma para unas exequias públicas. Pero, una vez en la ciudad, las manifestaciones de duelo fueron de tal calibre que, a partir de ese momento, el Senado decidió que los cónsules y comandantes muertos en batalla serían enterrados on the spot, para así evitar el descrédito del servicio militar.

Por supuesto, el estallido de la guerra de los itálicos tuvo consecuencias inmediatas en la política romana. Los optimates eran, en realidad, los que lo habían provocado todo; pero, conscientes de que la mejor defensa es un buen ataque, lo que hicieron fue lanzarse en contra de los defensores de la ciudadanía de los itálicos, acusándoles de haber generado unas expectativas tóxicas. En este punto entra en escena el primer político romano que podemos decir, salvando las distancias, español, o sea, hispanorromano: Quinto Vario Severo Hybrida, también llamado Quinto Vario Sueronense; es decir, que era Quinto Vario El Híbrido (en alusión a la forma combinada que habría usado para obtener la ciudadanía romana) o Quinto Vario El del Júcar, ya que era de por ahí. A inicios del año 90, Vario Severo era tribuno de la plebe, y haciendo uso de su poder abrió un proceso extraordinario contra todo aquél que se considerare que había alimentado la rebelión itálica.

La Lex Varia de maiestate estaba apoyada por nuestros amigos Filipo y Cepión. Vario, además, tenía inmejorables relaciones con los equites quienes, como ya sabemos, monopolizaban los tribunales. Vario procesó, amparado por esta ley, al princeps Marco Emilio Escauro, a Cayo Aurelio Cota, un senador cercano a Druso; a Lucio Calpurnio Bestia, a Lucio Memnio. Sin embargo, aparentemente algunos caballeros comenzaron a no verse muy convencidos por el tema, porque el caso es que los juicios no avanzaron más. De hecho, en el año 89 el que fue condenado será Vario, en este caso por sedición. Lo condenó, amargo sarcasmo, un tribunal creado según las reglas de su propia ley; acabó en el exilio, donde moriría.

El bando talibán del Senado, representado por Filipo y Cepión, no veía más salida a la situación que la victoria militar y el aplastamiento de los itálicos. Sin embargo, dentro de la propia oligarquía comenzaba a haber mucha gente que consideraba necesario llegar a algún tipo de concesión respecto de los itálicos. El cónsul del año 90 Lucio Julio César impulsó la Lex Iulia de civitate latinis (et sociis) danda, por la cual los itálicos que no se hubiesen unido a la rebelión obtendrían la ciudadanía; condición que fue extendida a los que depusiesen las armas. No fue el único. La Lex Calpurnia, del mismo año, impulsada por Lucio Calpurnio Pisón, autorizaba a los generales a dar la ciudadanía a los soldados itálicos de sus legiones que hubiesen hecho méritos de guerra. Y la Lex Plautia Papiria de civitate, impulsada por los tribunos Marco Plaucio Silvano y Cayo Papirio Carbón, ofrecía la ciudadanía a toda persona que el día de la propuesta de la ley estuviese domiciliado en Italia y comunicase al pretor urbano su deseo de ser ciudadano en los sesenta días siguientes.

El cónsul Cneo Pompeyo Estrabón, a su regreso a la capital a finales del año 89, concedió ciudadanía plena a las colonias latinas de la Galia Cispadana y Transpadana. Bueno, para ser exactos, los colocó plenamente bajo el derecho romano; la ciudadanía propiamente dicha se la dio Julio años más tarde, cuando los necesitó para repartir hostias.

La combinación de estas medidas tuvo la consecuencia de aislar a los rebeldes. Los itálicos se habían levantado por algo; y ahora ese algo se les ofrecía a cambio de bajar los brazos. Así las cosas, la rebelión itálica se circunscribió al sur, especialmente a las áreas donde pacían los samnitas, que siempre fueron mucho de dar por culo.

La oferta romana, sin embargo, tenía su truco; pues todos sabemos bien que Roma no paga traidores. Los itálicos que, en virtud sobre todo de la Lex Iulia accedieron a la condición de romanos, lo hicieron adscritos sólo en ocho de las 35 tribus de la ciudad; en la práctica, esto equivalía a convertirlos en romanos de segunda velocidad. La medida era, sobre todo, electoral. Dado que en las asambleas se votaba por tribus, sin entrar en que unas tuviesen más miembros que otras, lo que se buscaba era que la entrada de itálicos no cambiase la relación de fuerzas políticas en la ciudad.

Este hecho, en sí ya importante, adquirió todavía más importancia después de que los optimates, a través del tribuno Marco Plaucio Silvano, introdujesen la Lex Plautia iudiciaria, que se cargaba el monopolio de los equites a la hora de nombrar los jueces, y lo ponía en manos de la votación de las tribus. Cada tribu elegía 15 jueces, de entre los que se sorteaban los miembros de cada tribunal. Aunque la ley, formalmente, convertía en elegibles a todos los miembros de las tribus, los aristócratas disponían de medios más que suficientes para conseguir que los elegidos fuesen, o bien miembros de la aristocracia, o bien los que ellos quisieran.

La guerra de los itálicos había sido una guerra enorme, mucho más probablemente de lo que nos parece a partir de las fuentes. Es probable que algunas de sus batallas, sobre todo en el sur, se encuentren entre las más sangrientas que nunca afrontó Roma. Además, provocó un parón brutal y en seco de la economía romana, generando una crisis económica que fue de muy larga duración y que condicionaría la política romana.

El primer factor de condicionamiento, sin duda, fue que, una vez que se sintió el peligro itálico conjurado, los enfrentamientos entre aristócratas y populares tomaron nuevo vigor. Dos campeones surgieron en ese entorno: por el lado popular, Publio Sulpicio Rufo, que curró de tribuno de la plebe en el año 88; y, por otro, el líder de los pijos, un miembro de la aristocracia, de la gens Cornelia, llamado Lucio Cornelio Sila.

Sulpicio Rufo había sido en su día supporter de las reformas de Marco Livio Druso; pero, políticamente, debía su importancia al apoyo de los metelos. Su matrimonio le había emparentado con Ático, el famoso amigo de Cicerón. Era un tipo excelentemente formado, y era considerado el principal orador de su época, junto con sus colegas Cayo Aurelio Cota y un joven llamado Cayo Julio César. Entre los aristócratas sus principales amigos eran Junio Bruto, Cornelio Cetego o Marco Letolio, o Quinto Rubrio Varrón. Tenía muchos contactos también con Quinto Pompeyo Rufo. Por último, la gran alianza de Rufo fue con Cayo Mario, quien entonces tenía ya 70 años, pero seguía teniendo un gran predicamento popular.

Mario, hemos de recordarlo, había sido descabalgado de la alta política romana en el año 99, y desde entonces había labrado una alianza estrecha con los equites, sobre todo los recaudadores. Igual que su sobrino al final de su vida, Mario ambicionaba embarcar a Roma en una nueva guerra en Asia que reinstaurase su prestigio y le abriese las puertas a un séptimo consulado. Sulpicio, por lo demás, había sido legado en las tropas que Mario había comandado durante la guerra itálica. Sulpicio, sin embargo, muy probablemente estaba muy lejos de ser un simple instrumento de Cayo Mario. Tenía sus propios planteamientos que, además, eran cada vez más radicales. En realidad, a quien admiraba era a Lucio Apuleyo Saturnino; y eso le llevó a colocarse, por así decirlo, a la izquierda de los propios Gracos, mucho más allá de donde Mario quería llegar.

La primera idea que Sulpicio tomó de Druso fue la plena integración de los itálicos. Así las cosas, impulsó dos leyes: la Lex de novorum civium suffragiis y la Lex de libertinorum suffragiis, en las que propugnaba la distribución regular de los nuevos ciudadanos, y de los libertos, entre las 35 tribus. Los equites, que en su día se habían opuesto a las nuevas ciudadanías, apoyaron esta vez las iniciativas de Sulpicio, por lo que veían de obstaculización del monopolio aristocrático.

El segundo paso que dio Sulpicio fue impulsar una ley por la cual se rehabilitaba a las víctimas de la Lex Varia, es decir, se decretaba el regreso de aquellos políticos que habían sido exiliados por haber tenido contactos con itálicos; en la práctica, hablamos de rehabilitar al grupo de seguidores de Marco Livio Druso. El Senado le puso una obvia proa.

Inasequible al desaliento, Sulpicio impulsó otro texto legal, la Lex de aere alieno senatorum, por la cual proponía que todo senador que acumulase más de 2.000 sestercios de deuda perdiese su condición. Esta ley, no dicen las fuentes, habría barrido literalmente el Senado. La medida beneficiaría especialmente a los equites, que eran los nobles menores que estaban en condiciones de comprar las tierras que los senadores tendrían que vender para reequilibrar su situación financiera y poder seguir haciendo política.

La votación de esta ley provocó disturbios inmediatos. Era lo que estaban esperando los cónsules de aquel año, Lucio Cornelio Sila y Quinto Pompeyo Rufo. Ambos decretaron un iustitium que, en la práctica, prohibió todos los actos públicos, incluidos las asambleas; convirtieron la ley en invotable. Sulpicio, sin embargo, contestó: “sujétame el cubata”. Creó un pequeño ejército de 3.000 hombres, del que formaba parte un grupo de jóvenes equites, unos 600, a los que llamaba “el antisenado”. Con este grupo se dedicó a escrachar a los magistrados para que se olvidasen de impedir la votación. Se produjo una contio de la que Sila y Pompeyo salieron vivos porque Dios es piadoso y piadable. En todo caso, el hijo de Pompeyo resultó muerto.

Sulpicio anuló la orden de los cónsules. El Senado, acojonado, había concedido a Sila el imperium para lo que consideraba una guerra inminente (aunque formalmente la autorización era para luchar contra Mitrídates). Cornelio se fue a Nola, donde estaban esperando el embarque las tropas que teóricamente iban a ir al Ponto. En Roma, Sulpicio convocó una asamblea popular que otorgó el mando militar a Mario para dirigir la guerra contra Mitrídates (Lex Sulpicia de bello mithridatico C. Mario decernendo). Esta ley era una iniciativa que iba más lejos que ninguna otra en la Historia anterior a la hora de invadir competencias del Senado.

Mario envió a algunos oficiales a Nola, a ponerse al mando de las legiones. Sila, sin embargo, apoyándose en pasadas decisiones del Senado, marchó hacia la capital.

Era la primera vez que alguien utilizaba el ejército romano en el marco de un conflicto político interior. Pero, claro, no sería la última.

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