lunes, mayo 13, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (19): Los toros desde la barrera

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El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
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La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
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De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no  

  



El 2 de septiembre, Jean Payart, en encargado de negocios de la Embajada francesa en Moscú, llamó a Litvinov. La cuestión que tenía era simple: su jefe, el ministro Georges Bonnet, quería saber qué ayuda le cabía esperar a Checoslovaquia por parte de la URSS. Litvinov empezó por recordarle a Payart que Francia estaba obligada a ayudar a Checoslovaquia cualquiera que fuera la actitud soviética. Luego dijo que, si Francia daba el paso, la URSS cumpliría escrupulosamente el pacto firmado, usando “todos los caminos que sean accesibles para nosotros”. De alguna manera, los soviéticos venían a decir que si Polonia o Rumania, o las dos, ponían algún problema, tal vez su ayuda no podía ser ésa en la que todos estaban pensando.

A París, pues, no le quedó nada clara la actitud de Moscú si finalmente Checoslovaquia era atacada. Litvinov proponía que los eventuales obstáculos polaco o rumano se tratasen mediante una resolución de la Liga de las Naciones; pero, dado que la Liga funcionaba como la ONU, eso era como dejar el tema ad calendas graecas. París juzgaba que, puesto que las relaciones de la URSS con Polonia no eran malas y la propia Polonia tenía intención de beneficiarse de un despiece de Checoslovaquia (el distrito de Tesin), por ahí no vendría el problema. Pero Rumania era otra historia. Los rumanos podían avenirse a colaborar con los soviéticos, a pesar incluso de que Moscú nunca había renunciado a la Besarabia. Sin embargo, los alemanes, en sus contactos sobre todo con los ingleses, se mostraban muy sobrados en este tema, y recordaban que la red ferroviaria rumana estaba tan anticuada que a los soviéticos les costaría tres meses trasladar una sola división hasta Eslovaquia.

Al principio de septiembre, poco después del mentado contacto de Payard con Litvinov, Robert Coulondre, el embajador francés en Moscú, regresó a su puesto. Quien más se explayó con él fue el embajador búlgaro, Antonov. Le dijo que el Ejército Rojo estaba al borde del desastre por las purgas y opinó que Stalin haría lo que tuviese que hacer por Checoslovaquia siempre y cuando no comprometiese su régimen. Coulondre fue recibido por Potemkin (Litvinov estaba ausente). Le dijo a bocajarro que la respuesta que había dado la URSS sobre su implicación en Checoslovaquia le había sabido a poco a Francia; que tenía que concretar más. Moscú respondió con el silencio. Pero éste es un punto en el que hay que romper una lanza a favor de Stalin. Su actitud no era excesivamente proactiva; pero la de Francia e Inglaterra, los hechos lo demostrarían, tampoco. Así las cosas, entra perfectamente dentro de la lógica que Stalin pensara que la intención de París y Londres era aprovechar que Stalin era el que “estaba más cerca” para intentar implicarlo en un enfrentamiento con Hitler mientras ellos miraban. En Ginebra, ese mismo mes de septiembre, Litvinov se vio con Nicolae Petrescu-Conmen, el ministro rumano de Asuntos Exteriores. Petrescu, que pidió la entrevista, deseaba que Litvinov supiese que Rumania daría paso a las tropas soviéticas, incluso en caso de no existir una decisión de Liga de las Naciones en este sentido, e incluso si la URSS seguía sin reconocer explícitamente la integridad territorial rumana (es decir, aunque no dejase de reclamar la Besarabia). Al parecer, Litvinov se mostró poco interesado por la novedad; de hecho, ni siquiera informó a los franceses de esta entrevista.

Hitler y Chamberlain se vieron en Berchtesgaden el 15 de septiembre; en ese momento, Francia e Inglaterra querían trabajar por un acuerdo relativo a las zonas de Checoslovaquia con más de un 50% de habitantes alemanes, más una garantía internacional para el resto del país contra agresiones sin provocación. El 19 de septiembre, ambas potencias presionaron a Checoslovaquia para que aceptase esos términos a cambio de la paz. Edvard Benes, jefe del gobierno checoslovaco, contactó con el embajador soviético, Sergei Alexandrovsky. Le reclamó respuestas urgentes para dos preguntas: ¿Cuál sería la reacción de la URSS si Francia cumpliese sus obligaciones con Checoslovaquia; y cuál sería su reacción si Francia no cumpliese sus obligaciones pero Checoslovaquia decidiese resistir? Alexandrovsky dilató la respuesta hasta el día 21, es decir, cuando el gobierno checoslovaco había decidido ya, en una reunión nocturna, acceder a la propuesta anglofrancesa. A la primera pregunta contestaron que sí cumplirían sus compromisos; a la segunda, que dependería de la Liga de las Naciones y las acciones que tomase. Una contestación, le dijo Benes, claramente insuficiente.

El día 21, un editorial de Pravda se apuntaba a la conocida teórica “todos son iguales”. En los conflictos de países burgueses, venía a decir, “igual es Inglaterra que Alemania”. Para cualquier lector atento se hizo evidente que Stalin había decidido dejar caer Checoslovaquia; o, mejor dicho, había decidido que sus intereses a la hora de concordar con Hitler prevalecían sobre el conflicto checoslovaco. Al día siguiente de este editorial, 22 de septiembre, Chamberlain tuvo su segundo encuentro con Hitler, ahora en Bad Godesberg; fue entonces cuando el alemán incrementó sus reclamaciones territoriales. La opinión pública en Inglaterra y Francia reaccionó con bastante cabreo, y ambos países comenzaron a movilizar tropas. Checoslovaquia decretó su propia movilización el 23 de septiembre. El general Maurice Gamelin informó personalmente a Voroshilov de la disposición francesa de fuerzas; éste informó, a través del enlace militar de la embajada soviética en París, de que la URSS estaba acopiando trece divisiones de infantería, motorizadas y de las fuerzas aéreas, en las fronteras occidentales de la Unión. Hay que decir, en todo caso, que, en ese mismo momento, tanto la inteligencia alemana como la polaca estaban informando de que en las fronteras soviéticas no se observaba movimiento alguno. El 24 de septiembre, Rumania envió una nota formal a Moscú con su autorización para el paso de tropas soviéticas a lo largo del país, así como el uso masivo de su espacio aéreo por aviones soviéticos. Moscú ni respondió a esta nota, ni informó a París o a Praga de su existencia. Por supuesto, cuando el gobierno checoslovaco le solicitó ayuda aérea urgente, tampoco contestó.

El resto ya lo conocemos. En París, Londres, Amsterdam, Bruselas, incluso en los cantones suizos, movimientos de movilización habían comenzado. Pero el 30 de septiembre, Inglaterra y Francia decidieron echarle agua helada al suflé yendo a Munich y aceptando las condiciones de Hitler. Al día siguiente, Benes llamó a Alexandrovsky y le pidió que definiese la postura soviética si Checoslovaquia decidía no aceptar el acuerdo de Munich; le dio apenas unas horas para contestar. A pesar de estas urgencias, Alexandrovsky esperó un par de horas para comunicarse con Moscú (lo hizo a las once y veinte). Moscú contestó afirmativamente (o sea: yo te ayudo); pero lo hizo después del 2 de octubre, es decir, cuando los alemanes habían marchado sin oposición por Sudetenland; cuando ya ni puta falta hacía, vaya.

En resumen: Stalin jugó hasta el final la carta de que el resto de los implicados en el sudoku checoslovaco acabasen por ir a la guerra por ese tema; una guerra en la que la URSS habría permanecido inactiva más que neutral, buscando obtener un beneficio de las muchas revoluciones comunistas que se producirían en los países, años después, arrasados y arruinados por la guerra. En otras palabras: no contó con que Chamberlain fuese un nenaza o, más concretamente, probablemente pensaba que el Ejército inglés estaba mejor preparado de lo que lo estaba en octubre de 1938 para un enfrentamiento global; y, por otra parte, siempre contó con que su good friend Franklin Delano Roosevelt, ése que había enviado a Moscú a un embajador que, tras acudir a unos juicios donde todas las pruebas eran las confesiones que hacían unos tipos leyendo de un papel previamente facilitado por los fiscales, decía que eran juicios justos y con garantías; ese tipo, digo, permanecería siempre ajeno a los problemas de Europa. 

Más allá de los errores de cálculo, yo debo decir que, desde un punto de vista puramente pragmático, encuentro dificultades para escribir que la estrategia de Stalin fue equivocada o más egoísta que la media. El camarada secretario general del PCUS necesitaba consolidar a un país al que había sometido a un esfuerzo inconmensurable en el primer Plan Quinquenal, seguido de una persecución policial que él tenía que saber que le había granjeado muchos enemigos. Aun y a pesar de tener mucha menos talla intelectual de la que pretendía, Stalin conocía lo suficientemente la Historia, y el presente, como para saber que ni Francia ni, sobre todo, Inglaterra, se pueden considerar diplomacias de fiar. Los peligros de verse él batallando casi en solitario contra la maquinaria militar alemana y aliados mientras París y Londres mantenían una postura parecida a la de la guerra civil española eran reales. Quien considera que hubiese tenido lógica esperar de la URSS que se plantase en plan defensor pecholobo de la integridad checoslovaca, desde luego, no tiene la misma imagen del teatro europeo de 1938 que tengo yo. Supongo que es el mismo tipo de gente que piensa que Stalin puso todo lo que pudo para conseguir que la República ganase la Guerra Civil Española. 

Stalin nunca consideró que Francia fuese a cumplir los compromisos de su tratado de asistencia mutua con Checoslovaquia. Para la discusión histórica queda la cuestión de si acertó o si, en realidad, lo que hizo fue provocar una profecía autocumplida; es decir, que si Francia no cumplió sus compromisos, fue porque la URSS se mostró esquiva con los suyos. Yo, sinceramente, creo más lo primero, es decir, creo que Stalin tenía razón en esto. Sabía que la opción más lógica para él era mirar la lidia checoslovaca desde la barrera; y eso es lo que hizo.

Para Stalin, el mejor de los escenarios es el que finalmente se produjo: una guerra en un solo frente, en el oeste, precedida de un acuerdo soviéticoalemán. El tema estuvo a punto de salirle bien; pero no contó con que los británicos, al fin y a la postre, hacen los deberes. Johannes Erwin Eugen Rommel quedó empantanado en El Alamein, Alemania se quedó sin las gasolineras del Golfo y, si quería seguir teniendo combustible, necesitaba entrar en la URSS con el cuchillo de capar gorrinos entre los dientes. De no haber sido así, quién sabe.

Mientras Alemania estaba ocupando Sudetenland, Litvinov y Schelenburg hablaban en Moscú. Acordaron que en ambos países los ataques de la Prensa contra el otro serían moderados. De hecho, en diciembre de 1938 se renovó el acuerdo comercial entre ambos países. No por casualidad, en el marco de estas relaciones y conversaciones, la intensidad y calidad de la ayuda militar soviética a la República española comenzó a deteriorarse en 1938; y Negrín, de hecho, tuvo que diseñar la que conocemos como Batalla del Ebro sin contar con nuevos pertrechos ni medios soviéticos. Stalin dio su plena aprobación al gesto de Negrín (que siempre discutiremos si fue de Negrín o de Stalin) de retirar a las Brigadas Internacionales. El secretario general del PCUS no era tonto, y mucho menos lo eran los mejores de los asesores militares soviéticos presentes en España. La guerra estaba perdida desde que, en 1937, cayese el frente norte. El esfuerzo necesario para reequilibrarla hubiera debido ser ciclópeo; pero lo más importante es que Stalin no quería hacerlo en ningún caso. Para él, dejar caer a la República era una manera de reafirmar frente a Hitler los argumentos que ya había dejado claros en el tema checoslovaco.

Mientras pasaban estas cosas, en los años 1938 y 1939 sobre todo, también pasaban otras muchas en la vida de Beria.

En junio de 1937, además del juicio de los militares, hubo un pleno del Comité Central al que, como miembro del mismo, asistió Lavrentii Beria. A su regreso a Tibilisi después del encuentro, llegó con la orden tajante de que se procediese sin dilación ni piedad con las purgas que había prometido para salvarse. Sergio Arsenio Goglidze, el jefe de la NKVD, convocó una reunión de todos los jefes de la policía política el 9 de julio. Allí, Beria instruyó claramente a sus subordinados en el sentido de que, si arrestaban a alguien y ese alguien no confesaba, pasaran a mazarlo a hostias sin problema.

Quizás para trasladar la sensación de que nadie estaba a salvo, Beria se preocupó de que casi la primera víctima de las purgas georgianas fuese alguien bien conocido: Budu Mdvani. La verdad, Mdvani, que había sido persona muy cercana a Stalin, no había perdido la ocasión de burlarse de él desde el momento en que discutieron por el proyecto de Stalin de crear una federación transcaucásica. De hecho, Mdvani solía contar el chiste de que Beria estaba creando una tropa de guardaespaldas para rodear la casa de la madre de Stalin; pero que eso no era para protegerla, sino para impedir a toda costa que tuviera otro hijo. Fue rápidamente cesado de su puesto de vicepresidente del Sovnarkom georgiano y sometido a juicio.

La reunión con los polis fue el 9 de julio, y el anuncio oficial del final del juicio fue el 11. Mdivani no había confesado, pero sí lo había hecho otro detenido, Milhail Okudzhava. Ambos, junto con otros dirigentes, habían sido acusados, y condenados, por ser enemigos del pueblo y haber complotado para matar a Beria. Fueron rápidamente fusilados.

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