lunes, enero 18, 2021

Mafiosos de leyenda: Arnold Rothstein

 [Mis disculpas. Este post ha quedado muy largo. De hecho, es diez veces más largo de lo que deben ser los textos de lectura electrónica, según los expertos. Pero he juzgado que sería mejor publicarlo al completo].

Aquí os dejo otros post que he ido escribiendo sobre el crimen organizado.

La Mafia en sus orígenes

Mano Negra, Mano Blanca

El nacimiento del Sindicato del Crimen

Johnny Torrio

Dutch Schultz

Arnold Rothstein

Creo que todavía no lo he escrito nunca; pero habéis de saber que si queréis conocer historias chulas del deporte, debéis aficionaros al blog de Historias del Atletismo que escribe Luis Montes, un mecánico de neuronas gallego que me hace el honor de pasearse por aquí de vez en cuando. A mí el deporte, la verdad, no me ha puesto demasiado en la vida; mi único contacto serio con él fue un profe de gimnasia que tuve en cole, que se llamaba Gayoso y que el año que me aprobó por los pelos recuerdo que ganó una final en los Juegos del Mediterráneo. En este blog, sin embargo, lo hemos tratado alguna que otra vez, por ejemplo al hablar del doping, o del fútbol patrio y la política; o el episodio en el que el gigante Jack Johnson se paseó por Madrid. Pero no es nuestra línea fundamental de negocio; aquí no vendemos aguacates sino patatas, que es, diría Podemos, con lo que nos forramos.

De vez en cuando, sin embargo, es un tema que me apetece tocar. Sobre todo, cuando toca uno de los aspectos por el que sabéis que tengo debilidad, debilidad que comparto con alguno de mis lectores: la Mafia. Hoy es un día de ésos. Hoy es un día en el que quiero contaros una de las más grandes marcianadas mafiosas jamás perpetrada: la manipulación de las Series Mundiales de 1919.

Hoy en día, con la digitalización y tal, el tema de la manipulación de las apuestas deportivas está a flor de piel. Quienes saben de esto, saben bien que cuando uno quiere hacer negocio manipulando apuestas, lo último que se le debe ocurrir es tratar de amañar partidos en la primera división o en la Champions League. En la cúspide de la pirámide deportiva es muy jodido comprar resultados, porque aquéllos a los que tienes que comprar ganan ya mucha pasta y hay demasiado en juego, y demasiada gente apostando, como para que la cosa sea fácil. Lo que has de hacer, pues, es aprovecharte de que en este mundo hay más ludópatas que escobillas de baño (en ambos casos, sutilmente manchados de mierda) y manipular partidos de la tercera división china de fútbol.

De vez en cuando, sin embargo, hay alguien ambicioso que decide que ganará en un día todo lo que ganaría durante meses, o años, de menudeo. Y la historia que hoy os traigo es la más bestia de todas. Porque las Series Mundiales, como claramente define su ampuloso nombre, son el punto más alto de la competición de los deportes a los que afecta; normalmente, fútbol americano o, como es el caso, béisbol.

¿Se puede manipular un partido de béisbol? ¿Existe el correlato beisbolero de provocar un penalti, o no parar un tiro, o dejar sin marca a Messi? No sé mucho, pero supongo que sí. Así, a ojímetro, un jugador de béisbol puede hacer que se le caiga una bola que tenía franca para coger; puede lanzarla desviada a la base; un pitcher o un bateador pueden hacerse eliminar. Así pues, sí, supongo que sí. Supongo que es posible que un jugador de béisbol, o mejor varios, que quieren perder un partido, pueden perderlo, incluso aspirando a que haya gente que no se cosque de la movida.

Pero vayamos a la figura de nuestra historia, el considerado como padre del crimen organizado ligado a las apuestas en América: Arnold Rothstein.

Tal vez habéis esperado encontrar algún apellido italiano; pero no es así. No, el padre putativo del crimen organizado americano era judío; y, además, contrariamente a lo que suele pasar con el 99% de los grandes mafiosos, no era de origen humilde. Era hijo de un matrimonio de clase media-alta de Manhattan. Eso sí, casi desde el principio Arnold descubrió que lo del esfuerzo escolar era una ful que no le molaba un carajo y, por lo tanto, comenzó a interesante por la pululante clase criminal de la isla, muy numerosa.

Su padre, Abraham Rothstein, no sólo era judío, sino que era judío ortodoxo. Cumplía con todas las formalidades de su religión, lo cual le movió a hacer una vida tan virtuosa, tan honrada, que pronto fue conocido entre los suyos como Abe the Just, Abe el Justo. Esta convicción por lo correcto, sin embargo, habría de provocar la típica rebelión de su hijo adolescente. Los adolescentes, ya se sabe, son seres muy limitaditos (que adolecen, dice su propio nombre) que, básicamente, se definen o por emulación o por rechazo de la generación que les precede. Arnold escogió lo segundo. Con los años diría: “comencé con el juego tan sólo para demostrarle a mi padre que no podía decirme lo que debía hacer”. Abe consideraba que el juego era un pecado grave, así pues sólo era cuestión de tiempo que su hijo dejase la escuela, la casa familiar y todo su entorno.

Cuando Arnold tenía 16 años, solía dejarse caer por unos billares en el Bowery, donde solían producirse apuestas. Ahí fue donde comenzó a hacer su gimnasia mental y fue descubriendo que, a pesar de su orondo fracaso escolar, tenía (como otros muchos mafiosos) cierta habilidad innata para los números. Comenzó a moverse por ahí y por allí, normalmente timando a pijos de ésos que gustan de visitar “los bajos fondos” para incrementar su dosis de adrenalina y aliviar sus carteras; con ello, llamó la atención de Big Tim Sullivan, que entonces era el “dueño” de los negocios (y de la política) del East Side y el Bowery. Fue Big Tim quien convenció a Arnold de que su futuro no estaba en apretarse un puño americano en la mano diestra para repartir hostias; que con la habilidad que tenía para calcular probabilidades, lo suyo era el juego. Y no sólo le aconsejó; se ofreció a ser su financiador.

Timothy Daniel Sullivan, AKA Dry Dollar, AKA The Big Feller, AKA Big Tim Sullivan, apodos como se ve muy ligados a que tenía la estatura de un Gasol, el honrado político del East Side que todo lo hacía (como todos) para servir a sus conciudadanos, estaba muy lejos de ser un personaje del hampa de ésos que tienen problemas con la poli cada día impar. De hecho, era uno de los miembros más conspicuos de Tammany Hall, el club político que de toda la vida ha cortado el bacalao en Nueva York, muy particularmente en Manhattan. Así pues, de la mano de Sullivan, Rothstein también aprendió las sutilezas de la política y las interminables posibilidades de hacer dinero, bueno y malo, que presentaba y presenta. Así las cosas, aunque en realidad le molaba más la política local, porque en los ayuntamientos se hace mucha más pasta, decidió tratar de ser elegido congresista. Así pues, trabajó en el Congreso durante un tiempo; pero lo que vio no debió de parecerle suficientemente prolijo en beneficios, y pronto lo dejó. Además, ya se había dado cuenta de que en Nueva York había mucha más gasolina para alimentar el motor que en Washington (para ser más exactos: en Washington, lo hagas como lo hagas, siempre son más a repartir).

Lo que sí aprendió, y lo aprendió de Sullivan, fue algo que luego sería la marca de muchos mafiosos estadounidenses en general, y neoyorkinos en particular: dado que eres un criminal, has de hacerte con el apoyo de aquéllos que no sufren tu violencia; aquéllos que han de verte como un benefactor. En los distritos donde Big Tim era votado nadie pasaba hambre por Navidad o Acción de Gracias; él pagaba de su bolsillo los pavos que hiciera falta. Así las cosas, el voto era un mero trámite para él. Sullivan fue miembro de la Asamblea del Estado de Nueva York y luego senador y congresista. Sólo la enfermedad lo retiraría de su carrera política, ya en 1912.

Sullivan, ya lo he dicho, normalmente no tenía problemas para salir elegido; la gente lo adoraba. Pero, como siempre hay gente que se pone de canto, no tenía reparo en echar mano, para “convencer” a los relapsos, de su matón preferido, Monk Eastman, otro judío de puños enormes que no se paraba en barras en partirle la cara a Osiris si se terciaba. A su sueldo tenía una banda de un centenar de soldados; como el Cid, pero en Nueva York y a lo bestiajo. La banda de Monk Eastman era, de hecho, la Ertzaintza paralela del East Side. Se conocían, se comunicaban e incluso se coordinaban con todas las demás grandes bandas de Nueva York de la época: los Plug Uglies, los Hudson Dusters, los Gophers, los Dead Rabbits. Todos estos Saxon Kings habían comprendido algo que, vaya usted a saber por qué, a las maras a veces les cuesta comprender: entre hijos de puta, lo mejor es llevarse bien y repartirse el tablero, porque nunca uno solo lo conseguirá todo.

El control electoral de Sullivan era tan estrecho que incluso le trasladaba a sus votantes partisanos la instrucción de dejarse la barba durante un mes antes de la votación. Esos votantes barbados eran escoltados por gentes de Sullivan al colegio electoral, quienes les acompañaban, tras haber votado, a una barbería, donde se afeitaban, salvo el mostacho. Con ese nuevo aspecto, los votantes y sus escoltas volvían al colegio electoral, y volvían a votar. Después, vuelta a la peluquería, y fuera mostacho. A ver si adivináis qué hacían después. El pago por hacer eso eran unos dólares y una birra gratis en alguno de los pubs de Sullivan. Echad cuentas de cuánta gente conocéis en vuestro barrio que, no existiendo el control del DNI y todo eso, votarían dos y tres veces a cualquier candidato a cambio de una birra. Pues eso.

Arnold Rothstein y Big Tim Sullivan fueron socios durante años. Rothstein supo no hacerle sombra a quien, a todos los efectos, era su jefe, hasta que éste comenzó a debilitarse físicamente a causa de la sífilis. La enfermedad provocó la locura de Sullivan, quien acabó internado. Se escapó, ya terminal, y murió solo junto a las vías del tren. Estuvo a punto de ser enterrado en Potter’s Field, es decir en la fosa común, hasta que, casi en el último minuto, un policía reconoció su cadáver.

La muerte de Big Tim Sullivan fue un alivio para Arnold, quien ahora era conocido como AR, El Cerebro, o The Big Bankroll. La locura de su protector le había llevado a hablar a veces con demasiada libertad de sus conexiones criminales y sus socios; ahora, muerto, sus secretos estaban a salvo, y la actividad no tenía por qué cambiar. Además, para cuando Sullivan enfermó, Rothstein había encontrado un objetivo más interesante: Richard Canfield, propietario de una casa de juego donde apostaban algunos de los neoyorkinos de más pasta. A la casa de juego de Canfield acudía el todo Nueva York; aquello era una mina. Rothstein, por lo demás, era ya suficientemente grande como para plantearse, no ya asociarse con Canfield, sino sustituirlo. Luchando contra Canfield fue como aprendió El Cerebro a dejar de crear casas de apuestas pequeñas y malolientes, y empezar a ubicarlas en locales céntricos y pitucos para los pijos. 

Rothstein tenía pequeñas casas de juego por aquí y por allá; pero decidió dar el salto cualitativo y abrió una muy pintona en el West Side, un local que estaba petado de camareras que todas ellas podían haber ganado un concurso de belleza. En paralelo, Big Bankroll se convirtió en el mayor prestamista sin ficha bancaria de todo Nueva York. Pero no eran préstamos como los que se ven en las películas, sin más aval que la promesa del pobre diablo que los acepta. Rothstein exigía la existencia de un colateral; y para los préstamos que no lo tenían, fundó una pequeña compañía de seguros cuya póliza tenía que adquirir el acreedor. Rothstein cargaba intereses abusivos que llegaron casi al 50%, además de, en ocasiones, obligar al acreedor a pagar las primas del seguro, sin poder cancelarlo aunque tuviera dinero. En caso de impago no asegurado, echaba mano de lo que siempre hemos visto en la tele.

En 1907, Rothstein conoció a la actriz y corista Carolyn Green, con la que se casó. Como una demostración de que, tal vez, las cosas con su padre no habían quedado del todo cerradas, todavía la llevó a casa de sus progenitores para presentarla. Tras entrar en la casa, la madre, Esther, simplemente dejó el salón sin una palabra. Abe, el padre, le preguntó al hijo si Carolyn era judía. La novia respondió que había sido educada en la religión católica. Entonces Abe preguntó si se convertiría. La mujer dijo que no. Ante dicha respuesta, el padre, fríamente, comunicó a la pareja que les deseaba lo mejor, pero que no sólo no podía aprobar la unión, sino que, desde ese momento, consideraba que había perdido un hijo. La pareja se casó el 12 de agosto de 1909. Arnold, por supuesto, no le impuso a su mujer que se hiciese judía; pero sí le impuso que se hiciese ama de casa, pues la obligó a dejar su carrera profesional.

Siempre he pensado, por cierto, que el guionista que construyó la relación entre Henry Hill y su mujer en Goodfellas estaba, de alguna manera, pensando en el matrimonio de Rothstein.

El matrimonio se celebró en Saratoga, una de las Mecas de las apuestas hípicas en Estados Unidos. Aquello era demasiado atractivo para Rothstein, quien se dedicó a apostar a cascoporro y perdió hasta el yeyuno. Llegó a estar tan desesperado que le pidió a Carolyn que le diera el anillo de diamantes de compromiso, que empeñó para poder seguir apostando. Días después, apareció en el domicilio conyugal con el doble del dinero que había apostado y el anillo recuperado; le juró a su mujer que aquello no volvería a ocurrir. Es posible que fuese entonces cuando tomase la decisión definitiva de no volver nunca a apostar sin conocer el resultado previamente. De no volver a jugar limpio, pues.

En todo caso, Arnold Rothstein prácticamente desapareció de su domicilio después de casarse. Enterró a su mujer bajo una montaña de visones, joyas y privilegios, pero nunca estaba en casa. Se pasaba el día entero en sus negocios, y la mayor parte del mismo estaba sentado en una mesa que tenía permanentemente reservada en el restaurante Lindy’s, en Broadway; por alguna razón, teniendo como tenía un montón de locales y espacio, nunca se montó una oficina como tal. Prefería estar en el restaurante. Allí, en Lindy’s, Rothstein recibía como en su casa, y de forma muy abierta.

Aunque Rothstein y Green nunca se divorciaron, lo cierto es que su relación se enfrió tanto y tan deprisa que pronto decidieron vivir cada uno su vida. Rothstein se mudó a un conjunto de suites de un hotel de su propiedad, mientras que Carolyn se instaló en un apartamento de la Quinta Avenida. Liberado de las obligaciones maritales, Arnold tuvo sus propias historias, por ejemplo con Bobbie Winthrop, una showgirl que se suicidaría en 1927. Mucho más importante fue su affaire con otra actriz, Inez Norton. Rothstein y Norton vivieron algo que va mucho más allá de un calentón; él la dejaría a ella una sustanciosa herencia, lo que provocó un pleito de años.

Arnold Rothstein tenía dos pasiones, además del dinero: las strippers, y los caballos de carreras. Su gran sueño era llegar a ser considerado por el mundo legal y pijo, por así decirlo, como un respetado, y admirado, criador de campeones. Esto lo llevó pronto a competir con August Belmont Jr., con mucho el más famoso criador de purasangres de la época. Belmont era el presidente del Jockey Club, que es como ser el propietario de todos los palcos cerrados del Bernabéu y el Nou Camp a la vez. Se tenía a sí mismo como un miembro de pleno derecho de la Grandeza Neoyorkina y, como tal, despreciaba a Rothstein, de quien pensaba que todo el dinero que hacía era a base de drogar caballos (cosa en gran parte cierta).

En medio de este enfrentamiento, Belmont instó una prohibición en la persona de Rothstein para que no pudiera participar en las carreras de Belmont Park. Arnold amenazó con los tribunales, y los abogados llegaron al acuerdo de que sólo podría pisar el hipódromos en fines de semana y festivos. Fue un mensaje: los días de diario son para la gente posh que no tiene que ir a la oficina, que está podrida de dinero; tú eres demasiado mierdecilla como para tratarlos. Rothstein, sin embargo, se presentó un día de diario en el hipódromo y, cuando Belmont se le echó encima como un mandril con hemorroides, le contestó, muy tranquilo, que aquel día era la fiesta judía del Rosh Hashaná.

A partir de ahí fue cuando Rothstein decidió abrir su propia cuadra y hacer que sus caballos corriesen contra los de Belmont. Así fundó la cuadra Redstone (o sea, Rothstein). Ser propietario de alguno de los principales competidores le permitió ampliar sus proyectos de manipular las apuestas. Le daba instrucciones a sus jockeys de que perdiesen, puesto que había apostado por los competidores; otras veces, sobornaba en el mismo sentido a los propietarios de otros caballos. También utilizaba el método de drogar a los caballos, u otro llamado sponging: hacía introducir esponjas en las narices de los caballos para dificultar su respiración.

Aquello fue el principio de unos años en los que Arnold Rothsein, simple y llanamente, se forró. Aprendió a jugar al despiste, a apostar grandes sumas contra sí mismo que desorientaban a los corredores de apuestas. Se fue convirtiendo, poco a poco, en el principal racketeer  de Nueva York. Era imposible que no despertase la curiosidad, y la envidia, de otros miembros del crimen organizado.

Entre estos se encontraba quien todavía era conocido como Francesco Castaglia, aunque pronto traduciría su nombre como Frank Costello, antes de convertirse en el principal jefe de la Mafia de Nueva York. También estaban Maier Suchowlkansky, quien se acortó el apellido para ser conocido como Meyer Lansky; y, por supuesto, Salvatore Lucania, más conocido como Charles Lucky Luciano. Costello, Lansky y Luciano eran amigos desde su adolescencia y estaban llamados a ocupar la cúpula del crimen organizado; en esos momentos de principios de siglo, sin embargo, su aspiración era ser protegidos y amparados por Rothstein. Porque fue Arnold quien pulió la naturaleza de aquellos criminales, naturalmente proclive a la hostia fácil y la violencia gratuita, hacia esa posición sutil y maquiavélica que ha quintaesenciado el personaje inventado de Vito Corleone. Fue Rothstein quien les enseñó eso de que no hay que tomarse las cosas por lo personal, que todo son negocios. Fue él quien los animó a organizarse, a conocerse, a regirse por unas reglas.

Pero vayamos al tema de las Series Mundiales de 1919. En realidad, hoy por hoy no existe un consenso sobre si Rothstein amañó las series o simplemente supo que alguien las estaba amañando; lo que cuando menos yo tengo claro es que todo empezó con un grupo de jugadores de los Chicago White Sox; ellos fueron los que tuvieron la idea. Probablemente, siendo de Chicago, hablaron con mafiosos que fueron los que acudieron a Rothstein, puesto que los jugadores pedían una gran suma, unos 100.000 dólares, y no estaba al alcance de cualquiera proveerla.

En fin. Lo que parece claro es que Eddie Cicotte, entonces el primer pitcher de los White Sox, contactó al principal “empresario” de las apuestas de Chicago en aquel entonces, Joseph Sport Sullivan. Cicotte le comentó que había diez jugadores del equipo que estaban dispuestos a amañar partidos, a cambio de lo cual pedían unos 10.000 dólares por cabeza. Sullivan le dijo que por él no quedaría; pero que la única persona con capacidad, en 1919, de soltar 100.000 dólares que no pasaran por un tracto legal bancario, era Arnold Rothstein.

El dueño de los White Sox, Charles Comiskey, era ese tipo millonario de la Virgen del Puño, tipo Paul Getty. A pesar de que aquel año el equipo lo estaba haciendo de coña, Comiskey no consideraba que eso fuese un mérito para cobrar más y, por lo tanto, su expectativa era que sus chicos lo ganaran todo, regándole a él con dinero a través de los socios, la venta de entradas y la publicidad, mientras ellos se quedaban básicamente con lo mismo que si hubieran quedado como la mierda. Cicotte y otro jugador, Chick Gandill, el primer baseman del equipo, decidieron que aquello era una ful, y decidieron que lo que no ganarían ganando, lo ganarían perdiendo.

Al final, además de Gandill y de Cicotte, se apuntaron: Shoeless Joe Jackson, outfielder del equipo; Buck Weaver, tercer baseman; Happy Felsch, outfielder; Swede Rigsberg, shortshop; Claude Williams, pitcher; y Fred McMullin, utility infielder. No me hagáis explicar la función de cada uno de estos puestos, porfa. Aunque sólo pudieron reunir a ocho amañadores, Cicotte y Gandill se mantuvieron en sus trece de recibir 100.000 dólares en total, un pastón para la época. En realidad, los conspiradores trataron de hacer las cosas por fuera de la Mafia, por así decirlo. Cicotte trató de que el dinero lo pusiera Sleepy Bill Burns, un jugador retirado que se dedicaba a los negocios; pero éste tampoco tenía cash suficiente. Entre Burns y Sullivan decidieron, pues, meter a Rothstein en la movida, y para tratar de negociar con él implicaron a un boxeador retirado llamado Bill Maharg. Lo escogieron porque Maharg, que como ex boxeador se movía en el mundo de los guardaespaldas a sueldo, conocía a Abe Attell, que había sido campeón del mundo de los plumas desde 1906 hasta 1912, y que tras retirarse se había empleado como guardaespaldas de Rothstein.

Maharg y Burns viajaron a Nueva York, donde consiguieron entrevistarse con Rothstein en su hotel. Todo estaba listo, le dijeron, si los 100.000 dólares estaban en las faltriqueras de los jugadores la mañana del primer partido de las series. Rothstein se mostró distante y les dijo que el negocio no le interesaba una mierda. De hecho, prácticamente los echó de la habitación como si le hubiesen propuesto violar bebés. Sin embargo, yo creo que era todo postureo (porque los tiempos son muy prematuros como para que sospechase que alguno de los interlocutores llevase un micrófono). El caso es que, días después, Attell le dijo a Maharg que el boss había cambiado de idea.

Para que no os lieis, las series mundiales del 1919 tuvieron los siguientes ganadores en los partidos que se celebraron:

  1. Cincinatti
  2. Cincinatti
  3. Chicago
  4. Cincinatti
  5. Cincinatti
  6. Chicago
  7. Chicago
  8. Cincinatti

Attell, Maharg y Burns se reunieron de nuevo, esta vez en Cincinatti, Hotel Sinton. Las series mundiales eran precisamente contra el equipo local, los Reds. Cuando Maharg y Burns le preguntaron por los 100.000 dólares (que, hay que recordar, debían pagarse horas antes del primer partido), el ex campeón de los plumas les dijo que el dinero estaba colocado en las apuestas. Como no se les podía dar, prometió un pago de 20.000 dólares (total, no por jugador, claro) después de cada partido que los White Sox perdiesen contra los Cincinatti Reds. Si veis el resultado final, veréis que cinco eran los partidos que tenía que perder el perdedor de las series mundiales, así pues todo cuadraba: 5 x 20.000 = 100.000. Rothstein buscaba tener su acuerdo pillado por los huevos, por así decirlo. Apostó a que los jugadores ya no serían capaces de dar marcha atrás y renunciar a la pasta; y no se equivocó.

Rothstein, sin embargo, parece que no estaba tranquilo si el tema lo manejaban Maharg y Burns, al fin y al cabo dos parvenues. Así que los hizo acompañar por Sport Sullivan y otro jugador habitual, Nat Evans. A ambos, antes de ir a Cincinatti, les dio 80.000 dólares. Sullivan y Evans retuvieron 70.000 dólares para sus propias apuestas pues, en realidad, el dinero que había que mover eran 10.000 dólares: Cicotte, que jugaba un papel fundamental en el primer partido por ser el primer pitcher de los Soxs, había exigido su parte de 10.000 pavos entera antes de jugar. Al final, el pago de Evans a Cicotte fue el único pago realizado antes del partido; el resto de jugadores no recibió un duro. Attell le prometió a Maharg y Burns que habría algo de dinero para los chicos después del segundo partido. Claramente, Rothstein no quería soltar nada hasta que buena parte de las derrotas necesarias ya se hubiesen producido y él ya hubiese ingresado sustanciosos resultados de las apuestas. Pretendía, pues, que la corruptela se financiase a sí misma.

Maharg y Burns, que eran los que estaban en contacto con el vestuario, trasladaron el mensaje claro de que los jugadores no seguirían amañando partidos si no cobraban antes. Attell, como respuesta, le dio otros 10.000 dólares. Los enlaces con los jugadores dijeron que era insuficiente, pero el guardaespaldas de Rothstein les dijo que era lo que había; Rothstein parecía haber cambiado de idea (o tal vez siempre tuvo la misma) y ahora decía que todo el dinero se pagaría una vez terminadas (y perdidas) las series mundiales.

El tema, además, había que hacerlo bien. Attell le dijo a Maharg y Burns que los Soxs tenían que ganar el tercer partido. De otra manera, las apuestas caerían en cascada a favor de Cincinatti, y ya no habría gran cosa que ganar. Gandil, que fue quien esta vez se quedó con todos los segundos 10.000 dólares que había pagado Attell, les dijo a Maharg y Burns que de eso nada; que los Soxs perderían el tercer partido, como castigo a los mafiosos por haberles jodido. La reacción de los dos intermediarios, claro, fue apostar los 12.000 dólares que tenían a favor de Cincinatti. Sin embargo, alguna negociación paralela debió haber, porque el caso es que los Soxs ganaron el tercer partido; Maharg y Burns tuvieron que volver a casa, arruinados.

Ahora el tema estaba en manos de auténticos profesionales. La principal preocupación de Sports Sullivan es que, habiendo ganado Cincinatti el cuarto juego, todo el mundo esperaba, en el marco de unas series mínimamente igualadas, que los Sox ganasen; pusieron mucha pasta en Cincinatti, así pues era crucial que perdiesen. Así que decidió soltar algo de pasta. Le dio 20.000 dólares a Gandil, quien, esta vez, no se lo quedó: lo distribuyó, a partes iguales, entre Shoeless Joe, Happy Felsch, Rosberg y Williams. Weaver y McMullin, pues, se quedaron fuera.

En el quinto juego, por lo tanto, los mafiosos se forraron (puesto que los Sox perdieron). Sin embargo, su problema era que los jugadores habían aprendido la jugada, y esperaban que cada partido supusiera un nuevo desembolso. Rothstein, tal vez viendo la partida ya casi ganada, no les quiso pagar; la respuesta del equipo fue ganar el sexto y séptimo juego, al final del cual, pues, la cosa estaba 4-3; Cincinatti necesitaba una victoria para cerrar las series, y los Sox una para seguir vivos. Estas dos victorias seguidas, que todo Estados Unidos interpretó como el golpe de rabia de un equipo que había tirado de raza, en realidad fueron golpes muy serios en la cartera de la organización de Rothstein, quien probablemente perdió bastante pasta en ellos.

Decidieron resolver el problema a su manera. Contrataron a un matón que, sin embargo, tenía la capacidad de, una vez bien vestido, parecer un honrado hombre de negocios. Este respetable hombre de negocios se hizo el encontradizo con Lefty Williams, uno de los pitchers de los Sox en el partido. Cuando estuvieron juntos, el mensajero le susurró que si no desaprovechaba unas cuantas carreras cuando le tocase lanzar, ni él ni su mujer sobrevivirían a las series mundiales. Al día siguiente, Williams lanzó como el culo, y los Reds ganaron el partido.

A decir verdad, desde el principio se sospechó de la conspiración. Los primeros fueron los corredores de apuestas, quienes no tardaron en darse cuenta de la brutal corriente de millones de dólares que se dirigía hacia las mismas personas. Y luego estuvieron los expertos en béisbol, quienes claramente vieron cómo el comportamiento deportivo de determinados miembros de los Sox había sido sorprendentemente irregular a lo largo de las series. Como los sospechosos estaban claros, inmediatamente lo que se produjo fue un cruce de acusaciones entre Attell y Rothstein sobre quién había sido el instigador; éste es el asunto que, en realidad, nunca quedó del todo claro. Rothstein, por lo demás, ya practicaba por entonces una de las principales máximas del mafioso: usa tu dinero para contratar los mejores abogados. El de AR, William Fallon, era muy bueno, y consiguió su exculpación.

Los ocho jugadores de los Sox confesaron, pero luego, cuando llegó el juicio, comenzaron a tener importantes lagunas de memoria. De lo que no escaparon fue de las autoridades deportivas. El comisionado de la Liga de Béisbol, Kenesaw Mountain Landis, les retiró la licencia de por vida.

Rothstein, sin embargo, pronto se convenció de que el béisbol era un deporte jodido de amañar, y se fijó en otro más, digamos, líquido: el boxeo. Así pues, comenzó a apostar en combates en los que sus económicamente patrocinados siempre ganaban. Esperaba la llegada de algún combate que concitase las apuestas del americano medio. La oportunidad llegó cuando The Manassa Mauler, Jack Dempsey, se retó con Gene Tunney. Las apuestas eran claras a favor de Dempsey. Aquello venía a ser, para que nos entendamos, como apostar en un Barça-Español. Sin embargo, el Español (Tunney) ganó, para sorpresa de todos; bueno, no de Rothstein, quien sacó medio millón de dólares de la movida. Parece ser que Dempsey había sufrido antes del combate algún tipo de intoxicación alimentaria que limitó su capacidad de pelear.

En 1928, Rothstein participó en una partida de póker en el hotel Park Central de Manhattan. Era algo que solía hacer; siempre había sido un ludópata. Aquella noche se dice que perdió 300.000 dólares. Algo debió pasar (conociendo a Rothstein, tal vez se negó a pagar sus deudas de juego), pero el caso es que otro jugador, George McManus, le pegó un tiro. En realidad, esto no podía sorprender a nadie. AR siempre se había caracterizado por ser muy lento pagando, y en los ambientes del juego de Nueva York mucha gente esperaba que lo que pasó, pasara.

Arnold Rothstein salió del hotel con una bala en el estómago. Pidió un taxi, pero murió al poco. Sin embargo, un poco como en la peli American gangster, Rothstein había dejado un trazo, un sistema, basado en el amaño deportivo. Una tradición que sería seguida por su segundo, Abe Attell.

La vida y milagros de Attell, sin embargo, ya debería ser motivo de otro post. Algún día.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario