lunes, diciembre 11, 2023

Mafiosos de leyenda: Apalachin (1: El sargento Croswell descubre a Joseph Barbara)

 Aquí os dejo otros post que he ido escribiendo sobre el crimen organizado.

La Mafia en sus orígenes
Mano Negra, Mano Blanca
El nacimiento del Sindicato del Crimen
Johnny Torrio
Dutch Schultz
Arnold Rothstein

Y las tomas de esta miniserie:

El sargento Croswell descubre a Joseph Barbara
Todo empezó con un cheque falso
Ganamos, pero perdimos


El 20 de noviembre de 1990, sin gran conocimiento público, falleció, a los 77 años, un veterano policía de Nueva York, ya jubilado. Se llamaba Edgar Croswell y, como digo, su muerte, aunque se publicó en los periódicos, no fue una noticia de primera plana aquel día. Croswell, sin embargo, era uno de esos hombres que había hecho algo que, hasta que llegó él, algunos se habían acercado, pero no habían podido. Su actuación marcó un antes y un después en la Historia del crimen organizado en Estados Unidos. Porque fue Croswell, con su meticulosidad y su instinto, quien consiguió realizar la mayor operación jamás montada por la policía contra la Mafia italiana en el país. Una operación que no llegó a nada y, paradójicamente, al mismo tiempo llegó a todo.

Como he dicho, Croswell, nacido en 1913, encaminó sus pasos profesionales en la policía, en la que fue destinado como detective del Departamento de Investigación Criminal. Luego fue destinado a un pueblo del condado de Broome llamado Vestal, cerca de Binghampton.

En un sitio así, el trabajo normal de un policía era investigar la fabricación clandestina de alcohol y el juego ilícito. A esto fue a lo que se dedicó Croswell, y en sus actos policiales se encontró pronto con un nombre que le interesó: el de Giuseppe, Joseph, Barbara, propietario de la Mission Beverage Company con sede en Endicott.

Croswell y Barbara se conocieron en 1944, en una vivencia que acabó por convencer al policía de que había algo fishy en las actividades de aquel italiano. Una tarde, durante un control rutinario de carretera, el policía pasó junto a un camión parado y se dio cuenta de que el conductor, al ver a la policía, había salido por patas hacia el bosque. Croswell lo siguió y detuvo y, cuando lo hizo, descubrió que era un conductor de la Mission Beverage. El camionero acabó confesando que había sacado del depósito del camión diez galones de gasolina, entonces muy escasa a causa de la guerra, y que los había escondido en el bosque.

Croswell llevó al hombre a la comisaría y lo dejó detenido. Poco tiempo después, se presentó allí un hombre bajo y gordo, muy cabreado. Se identificó como Joseph Barbara y exigió que se le explicase por qué un empleado suyo había sido detenido. La policía, un tanto alucinada, le explicó que estaba detenido por haberle robado a él gasolina. Durante la entrevista, Croswell apreció un bulto bajo la chaqueta de aquel hombre y le preguntó si iba armado. Barbara, muy tranquilo, le contestó que sí, pero que tenía permiso para llevar armas. Efectivamente, pudo documentar tranquilamente que el juez interino de Broome County le había autorizado a ir armado.

El panorama era bastante claro para un policía con olfato. Un tipo con los antecedentes, que ahora veremos, pero que no tiene problemas para sacarse una licencia de armas. Un empresario que no tiene ningún interés en castigar a un empleado que se supone le estaba robando. Un hombre que se presenta en una comisaría tratando a los policías como la mierda. Decidió investigarlo a fondo.

Entonces, claro, recabar información era más difícil que ahora. No había ordenadores, todo tenía que ser a base de llamadas y cablegramas. Pero, poco a poco, Croswell fue acumulando información procedente de la policía estatal, y también del FBI, además de otras policías estatales. Así, poco a poco, pudo reconstruir el retrato-robot de su investigado.

Giuseppe Maria Barbara había nacido en 1905 en Castellamare, en el punto más occidental de Sicilia. Con once años emigró a Estados Unidos con Carlo, su hermano mayor, y fue hospedado por unos parientes en Endicott, Nueva York; rápidamente, se colocó en una fábrica de calzado. En 1927 se naturalizó estadounidense.

En 1931, la policía de Pensilvania comenzó a elaborar fichas con él; era bien conocido en los ambientes del juego y el alcohol ilegal del conjunto de ciudades formado por Wilkes, Barre, Scranton y Pittston (Scranton, por cierto, es la aburrida ciudad donde moran los trabajadores de Dundler Miffin, la empresa de papel en la que transcurre la versión estadounidense de la comedia The Office). Fue detenido varias veces, siempre con asuntos relacionados con la Mafia. El más importante fue el asesinato, en 1931, del traficante de alcohol Calomare Calogaro, en Wyoming, Pensilvania. Al parecer, Calogaro, en los estertores de la vida, acusó a un tal Tony Monreale de ser uno de sus dos asesinos. Monreale fue detenido por la policía, pero Barbara se presentó en la comisaría aportando una coartada para el sospechoso. Las investigaciones apuntaron, sin embargo, a que Joseph había sido el segundo asesino, por lo que también fue detenido. Sin embargo, el jurado lo absolvió. Meses después, lo volvieron a detener por encontrarse en el coche que conducía una ametralladora que no podía poseer; pero como el coche no era suyo, también se libró, y eso que balística probó que el arma había sido usada en un asesinato sin resolver. Poco tiempo después fue detenido de nuevo, en Scranton, tras la muerte allí de un mafioso de poco pelo venido de Nueva York. El acompañante del muerto acusó a Barbara de haberlo matado; el testigo, sin embargo, rápidamente perdió la memoria.

Al año siguiente, otro traficante de alcohol, Albert Wichner, apareció muerto en el maletero de su coche. Lo habían atado y le habían colocado una cuerda por la espalda desde los tobillos hasta el cuello, para que se estrangulase él mismo. La mujer del muerto le contó a la policía que su marido compraba alcohol fuera del Estado, y que trabajaba para Barbara y dos de sus socios, Santo Volpe y Angelo Polizzi; en realidad, aquellos tres hombres eran los reyes de la Mafia de Scranton. La mujer sabía que Wichner le había estafado a los tres mafiosos. Su marido, sin embargo, bajó la guardia. Al parecer, Barbara le anunció que tenía grandes proyectos para él y le propuso que se vieran para hablarlo. La mujer tuvo claro que si iba lo matarían, pero su marido no fue de esa opinión; una prueba más de que hay que escuchar a las mujeres cuando hablan.

Además de la mujer de Wichner, la policía encontró a un muchacho que pasó con su coche junto al de Wichner la misma tarde que murió. Dijo haber visto a dos hombres que se apeaban del vehículo y salían andando con prisas; identificó sin mácula de error a Barbara y a Polizzi. Sin embargo, en unos días las memorias tanto de la señora Wichner como del conductor ocasional se turbaron fatalmente.

Tras aquellos sucesos, sin embargo, Joseph Barbara se convenció de que su periplo pensilvano había terminado. La policía estaba demasiado cerca. Así pues, cruzó la raya del Estado y se estableció en, aunque en realidad regresó a, Endicott. Allí compró una embotelladora de bebidas legales, no alcohólicas. A pesar de sus antecedentes, la State Liquor Authority le dio una licencia para distribuir cerveza, y la Canada Dry Co le dio la exclusiva para la distribución de sus productos en la zona. Para entonces, Barbara ya se había casado con su esposa, Josefina Vivona, también italiana.

Éste fue el momento, más o menos, en el que las vidas de Croswell y Barbara se cruzaron. El sargento de la policía tenía muchas sospechas, pero casi ninguna certeza. A decir verdad, cuando él empezó a interesarse en Barbara, la Hacienda estatal ya estaba mosqueada con él. Aunque los tiempos de la prohibición habían pasado, se sospechaba de Barbara, como de otros muchos mafiosos, por fraude fiscal. La cosa era tal que así: el galón de whisky (cuatro litros y medio, aproximadamente) se gravaba con 10 dólares y medio de impuestos. El alcohol clandestino se podía hacer por un coste de un dólar y medio. Estos fabricantes de alcohol lo vendían a otros mafiosos por cinco dólares, quienes lo aromatizaban para convertirlo en whisky de la misma calidad que el legal; pero como no habían pasado ni pasarían por el circuito de Hacienda, ganaban entre dos y seis veces el precio que habían pagado. Para los fabricantes del alcohol primario había un beneficio, como hemos visto, de 3 dólares y medio por galón; pero para eso necesitaban acceso a azúcar barato. Y aquí entraba Barbara, comprador legal de azúcar para embotellar su Canada Dry y quien, en realidad, compraba mucho más de lo que consumía legalmente, y lo destinaba al negocio clandestino.

Con el tiempo, las acciones policiales contra uno de los principales vendedores de alcohol clandestino en Binghampton, Pasquale, más conocido como Patsy, Turrigiano, volvieron a poner a Barbara sobre la mesa: entre la documentación del detenido se encontraron pruebas de que Barbara le había avalado préstamos (como veremos, eso era un síntoma claro de blanqueo de dinero). Se autorizaron una serie de escuchas telefónicas que llevaron a diversas detenciones; pero a pesar de que en algunas de las conversaciones grabadas estaba Barbara, no se lo pudo condenar.

El montaje estaba sólidamente realizado. Los mafiosos tenían caros abogados que los sacaban de la cárcel y convencían a los jurados, por no hablar de los políticos y jueces que les eran afines. Practicaban un fraude fiscal muy difícil de demostrar y habían creado una red de colaboración entre aquéllos que se dedicaban al crimen y aquéllos que tenían negocios legales para blanquear el dinero, como demuestra la documentación incautada a Turrigiano. Aquel mafioso que tenía una cartera de dinero sucio se la entregaba en mano a otro mafioso con un negocio legal. Éste lo ingresaba en su cuenta como presunto resultado de sus operaciones legales, pagaba el impuesto, y, acto seguido, le concedía a su amigo un préstamo por la cantidad remanente exacta; préstamo que el otro nunca devolvería. Tras la caída de Al Capone, a los mafiosos ya les había quedado claro que su peor enemigo era Hacienda. Pero Hacienda, cuando ha cobrado, es como un león que acaba de comerse un búfalo; puedes pasar al lado de él cantando La Barbacoa de Georgie Dan, que ni se moverá.

En realidad, todo dependía de que los propios mafiosos cometiesen algún error, y de la paciencia de Croswell.

La primera grieta en el parabrisas se abrió en octubre de 1956. Ese día un agente de policía apellidado Leibe conducía su coche patrulla por la carretera 17, cerca de Binghampton. La escena la hemos visto cientos de veces en el cine y es fácil de imaginar. En las afueras de Windsor, vio a un coche que superaba el límite de velocidad, lo siguió, encendió la sirena y las luces y lo hizo parar.

Dentro del coche iban tres hombres que no le gustaron. Exigió ver el permiso de conducir del que iba al volante. El conductor buscó y buscó, hasta que se lo dio. La cédula que le dio estaba extendida a nombre de Joseph di Palermo; pero la descripción de las características físicas del tenedor de la licencia (entonces no llevaban foto) no se correspondía. El policía informó al conductor de que ése no era su permiso, y el conductor pidió perdón por haberse equivocado y dijo que se había dejado el suyo y no lo llevaba. Entonces Leibe le ordenó al conductor que se bajase del coche. Para entonces, uno de los acompañantes le había informado de que era (y es que era) el tal Joseph di Palermo del permiso. Así pues, Leibe le dijo al conductor que iba detenido en el coche patrulla, y a Palermo le ordenó que le siguiera a la comisaría.

El patrullero Leibe no lo sabía o, más bien, no lo podía saber. Pero acababa de detener a uno de los mafiosos más importantes de todos los Estados Unidos: Carmine Galente, con negocios no sólo en EEUU, sino también en Canadá, Italia, Francia o Cuba. Había sido pistolero de Vito Genovese (supuestamente, fue él quien asesinó al periodista antifascista Carlo Tresca, asesinato que le había sido ofrecido por Genovese a Mussolini) y luego fue lugarteniente de Joseph Bonano. En los setenta del siglo pasado, regresado a Estados Unidos tras la huida que ahora relataremos, se hizo con el control de los negocios de la familia Bonanova. Parecido un poco a Sonny Corleone, el sanguíneo hermano mayor de Vito Corleone, abrió una guerra en toda regla con la familia Gambino y, rápidamente, provocó que la Cosa Nostra decidiese quitárselo de en medio. Fue asesinado en un restaurante en 1979.

La infracción era un tema menor. No llevar el permiso encima era cosa de una multa de 50 dólares, y listo. Pero Galente, que era un sicópata de libro, se desempeñó en la comisaría con una altanería y un desprecio tan olímpicos, que despertó la susceptibilidad de Croswell y sus jefes. Así pues, se pidieron antecedentes, y pronto supieron aquellos policías que Galente había sido objeto de quince detenciones, que era sospechoso de haber matado a un policía, y que había sido condenado a doce años y medio. Más aún: Croswell ordenó una revisión de las fichas de los hoteles de la zona, y descubrió pronto que, la noche antes del suceso, Galente y Di Palermo (quien, en realidad, era pistolero de Galente) habían pasado la noche en el Hotel Arlington en compañía de otros dos mafiosos de Nueva York: Frank Garofola y John Bonventro.

Pero no habían pagado la cuenta. La cuenta la había pagado Joseph Barbara.

Otro indicio mosqueante fue que un auténtico ejército de abogados carísimos desembarcó en la zona para ocuparse del asunto de Galente que, no se olvide, era una falta menor: exceso de velocidad y haber usado un permiso de conducir de otra persona. Y más cosas. Una tarde, dos policías de Nueva Jersey, Chris Gleitsmann y Peter Policastro, se presentaron en Binghampton. Era normal que los policías de vacaciones visitasen a sus compañeros. Se tomaron unas birras con los compañeros y, particulamente, con Croswell. En un momento de la conversación sacaron el tema de Galente y Gleitsmann, tras argumentar lo importante que sería olvidar el asunto, sacó mil dólares del bolsillo y se los ofreció a Croswell.

Ninguna de estas artimañas pudo impedir que Carmine Galente fuese juzgado en Broome County y condenado a una multa de 150 dólares y 30 días de cárcel. El defensor de Galente, el abogado Donald W. Cramer, era entonces nada menos que el alcalde de Binghampton. Nada más salir de aquella, Galente desapareció de los Estados Unidos y, de hecho, en el tiempo de Apalachin ni siquiera se sabía dónde se encontraba. La Cosa Nostra, claramente, se daba cuenta de que en aquel asunto había jugado con fuego. Porque lo que más le preocupaba a la Mafia no era que ser acusada o condenada, sino que se supiera de ella. Que la policía o, peor, la Prensa, se interesasen por ellos. Aquella bala pasó rozando.

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