viernes, septiembre 02, 2022

Aquel 1789 de Carlos IV (3): Las mujeres, por la zona sucia de la pista

Capítulos de esta serie:

Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español
Haciendo equipo
Las mujeres, por la zona sucia de la pista
La conexión portuguesa
Para volver a volver, como has vuelto mil veces
La que has montado, pollito 


Una vez convocada la asamblea, desde Aranjuez salieron cartas oficiales para todas las ciudades con voto. En la carta se instaba a la ciudad a nombrar procuradores que, se dejaba claro, debían llevar poderes amplios “para poder tratar otros negocios”. El rey Carlos, claramente, quería que las ciudades pensasen que iban a unas Cortes normalillas, típicas del momento; pero también quería poder plantear sin problemas en la reunión los temas que tenía en la cabeza.

Las ciudades no fueron convocadas como tales, sino por reinos. Las ciudades emitieron acuses de recibo, y comenzaron el proceso de designación. En Galicia, por ejemplo, que recuérdese enviaba dos procuradores, se reunieron un procurador para cada una de las siete provincias gallegas, y eligieron dos para ir a las Cortes.

El proceso, en todo caso, no fue unívoco. Palencia, Córdoba, Granada, Salamanca, Zamora, Segovia y Valladolid eligieron a sus procuradores por sorteo. En Toro y Cuenca votaron a mano alzada, hubo empate, y tuvieron que hacer votación secreta (que entonces no era lo normal). También por votación, no se sabe si pública o secreta, fueron elegidos los de Palma, Peñíscola, Tarazona, y el procurador coruñés que participó en la votación gallega. De la mayoría de ciudades, en realidad, desconocemos cómo procedieron a la designación, si votando o sorteando, o combinando ambas.

En el caso de la ciudad de Valladolid se produjo la circunstancia de que uno de los dos elegidos: Manuel Luis de Victoria, falleció al llegar a Madrid. El ayuntamiento se reunió y votó a pelo puta un nuevo representante y, para que se pudiera poner en movimiento lo antes posible, decidió que los elegibles pudieran ser únicamente los capitulares presentes. Un miembro, Bernardo Zamora, presentó un recurso por considerar que los no presentes deberían haber sido tenidos en cuenta. El corregidor, sin embargo, falló a favor de la votación y, consiguientemente, del elegido, Vicente Díaz de la Quintana.

La mayor parte de los procuradores eran regidores en sus ciudades. Por lo demás, muy común era que los procuradores fuesen miembros de la nobleza local, abundando condes y marqueses en la lista. Es muy probable que la mayoría de las ciudades limitase la elección a los hidalgos.

Los diputados fueron llegando a Madrid durante aquel verano, algo que demuestra el deceso del regidor vallisoletano a finales de agosto, y el 14 de septiembre estaban completos para asistir a la mentada reunión en la posada del conde de Campomanes para arreglar los turnos y las movidas.

Las Cortes se inauguraron cinco días después, el 19 de septiembre, en el marco de una extrema formalidad que atestigua la voluntad de Carlos IV de recuperar las viejas esencias en aquella asamblea. Desde la posada de Campomanes hasta el palacio real, procuradores y escribanos desfilaron pomposamente por las calles de Madrid, siguiendo al rey, que iba escoltado por su mayordomo mayor, sumiller de corps, el capitán de la guardia, y la corporación, por así decirlo, de grandes de España.

Para entonces, cuando menos entre los más avispados de los procuradores había un cierto ambiente de derby, de jornada histórica. La apelación constante del rey a que los diputados llegasen a su diputación con plenos poderes de decisión, en un momento en que el mundo estaba tan convulso, había levantado suspicacias. El discurso de apertura de Carlos IV, sin embargo, decepcionó a crítica y público. Fue plano, lerdo, monocorde y sin sabor, como sin aliñar. Sin embargo, anunció que dejaba el acto en manos del gobernador del Consejo (Campomanes), quien sí que diría cosas.

Así las cosas, el rey se retiró a sus mierdas, y quedó Campomanes al mando de la partida. Y éste sí que se bajó de las ramas. Las Cortes, anunció rápidamente, habían sido reunidas con la intención de aprobar una pragmática sobre la ley de sucesión al trono. Para ello, dijo, el Reino se reuniría cuántas veces fueren necesarias aunque, añadió, “Su Majestad encarga la brevedad”.

Metámonos, pues, en el meollo de esta cuestión.

La sucesión real en España estaba básicamente regulada en las Partidas, Ley Segunda, Título Décimo Quinto, Partida Segunda. Esta disposición establecía que “las hembras de mejor línea y grado” tendrían prelación sobre varones más remotos. Esto es, la ley española siempre había fijado que la prelación del hombre sobre la mujer a la hora de suceder la corona no era total, puesto que, en el caso de que la mujer pudiera exhibir el título de ser más cercana a la línea sucesoria principal, sería ella quien debiera prevalecer al frente de los negocios del Reino. Yo creo que esta medida tiene plena lógica, no tanto desde el punto de vista de la igualdad de derechos de los sexos, que desde luego; sino desde el punto de vista de una cosa que pesaba mucho más que eso en aquellos tiempos, como es el concepto contractualista de la monarquía. 

Estamos muy acostumbrados, demasiado acostumbrados diría yo porque en esto los esfuerzos del estamento maestril me parecen pocos, si alguno, a identificar la monarquía antigua, no constitucional, con la monarquía absoluta: el rey por la gracia de Dios, que sólo ante Dios responde. Pero esto no es así. La monarquía no nace en un altar; nace en los campos de batalla. El rey es, por definición, aquél de los señores de la guerra, dicho sea en lenguaje actual, mejor dotado para garantizar la victoria. Como nuestros tatarabuelos creían en la genética mucho más que nosotros, tarde o temprano se llegó a la convicción de que un rey echado para alante y capaz le transmitía esa condición a sus descendientes: de ahí la monarquía hereditaria; institución que, además, solventaba muchísimos problemas, el mayor de ellos dejar de convertir la sucesión de un rey muerto en una especie de carnicería entre gardingos. 

Pero el rey no era rey por mor de unas fuerzas telúricas innominadas y no comprendidas por el vulgo. El rey, insisto, era el rey porque se avenía a serlo y, a cambio de todos sus privilegios, recibía los deberes del gobierno. Era un contrato, un pacto. Y, en este entorno, el punto de vista de las Partidas españolas, como digo, tiene plena lógica. Las Partidas huyen del supuesto en el cual, a falta de varones, acaba siendo rey el primo de un primo porque, al fin y al cabo, ¿qué pichas de pacto hay con persona tan lejana? La vieja legislación española prefiere una mujer con la sangre de la dinastía a un hombre que tan sólo la posee en grado homeopático no porque crea en la igualdad de sexos, sino porque quiere conservar la fuerza del pacto social con el monarca.

Los Borbones, que eran, y son, franceses de pura cepa para todo, es decir, para lo malo y también para lo malo, llegaron a España con otro concepto. En Francia los reyes siempre han tenido un punto moro que te cagas y, con el tiempo, todo eso se había ido reposando en una situación que es bastante bien evidente en las dinastías reinantes, pues la francesa sólo por el arte de carambola de la Parca ha admitido tener una mujer más o menos al frente. Algunos historiadores, ante el hecho de que el Borbón le cambió el paso al derecho dinástico español, visten la decisión de Felipe V de tintes reformistas o pre-ilustrados; en mi opinión, no hay absolutamente nada de eso. La opción total por el heredero varón no es sino una apuesta estratégica por parte de una familia de gran nobleza francesa que, por lo tanto, viene de un país que está acostumbrado a vivir en un marco de producción suficiente de hijos varones como para poder aspirar a la permanencia de éstos en el poder. El llamado Auto Acordado de Felipe V, 10 de mayo de 1713, se cargó de un plumazo medio milenio de tradiciones jurídicas propias, lo cual no es de extrañar pues Felipe tendía a pensar que los españoles eran cabreros sin instrucción; y con ello plantó un mojón más en esa maravillosa historia que cualquier día se podría escribir con el título Cómo y por qué nos ha jodido siempre ser vecinos del pérfido francés.

Pero, ojo. Felipe tenía sus razones para hacer lo que hizo; y éstas estaban en la política internacional y, normalmente, venían de Londres. 

Como todo el mundo sabe, Felipe V prevaleció en la guerra de sucesión sobre el archiduque Carlos, otro que tal. En 1711, se inician entre franceses e Imperio, ahora ocupado en su máxima magistratura por Carlos VI, el viejo antagonista de Felipe en los campos españoles, los diálogos que llevarán a la que conocemos como paz de Utrecht. Cuando este nuevo entorno de paz europeo se diseñó, los imperiales dejaron bien claro un temita: para firmar, Felipe debía dejar claro que renunciaba a todas sus pretensiones sobre la corona de Francia. Querían, pues, prevenir la tan ansiada (por París) absorción de la vieja corona española en el turbión del poder gabacho. El 8 de julio de 1712, en efecto, el rey español Felipe le cuenta a su pueblo que no tiene ningún deseo, y que renuncia a toda posibilidad, de suceder a su abuelo en el trono del Louvre. En paralelo, los duques de Berry y de Orléans renunciaban en París a sus derechos al trono español; una decisión que ni nos va ni nos viene porque, la verdad, viéndolos eran tan tuercebotas, alguno más, que los propios Borbones,

Todo aquello lo habían muñido los ingleses, cada vez más interesados en que la Europa continental fuese una especie de terreno con poderes suficientemente grandes como para anularse los unos a los otros, pero al tiempo lo suficientemente pequeños como para no poder prevalecer uno sobre los demás. Así las cosas, durante la negociación de Utrecht, los avispados diplomáticos ingleses se hicieron una pregunta: ¿y si Felipe V moría sin dejar descendencia? En ese caso, podría llegar a producirse una fusión entre la casa borbónica española y los Austrias imperiales que, al fin y al cabo, podrían revivir sus derechos dinásticos sobre la nación. Para poder diluir este riesgo, los ingleses decidieron que había que introducir dentro de la ecuación dinástica española a la casa de Saboya. Los pretendidos derechos de los saboyanos provenían de Catalina, hija de Felipe II, casada con el duque de Saboya; si ahora se admitía que Catalina tenía derechos dinásticos sobre la corona española, por lógica se los habría transmitido a sus herederos, dos siglos después. De repente, pues, la regla del viejo derecho castellano en favor de las mujeres de mejor sangre adquiría una importancia elevada; y los Borbones, sabiéndolo, tuvieron una razón más para cargársela.

Las Cortes españolas, el 5 de noviembre de 1712, acusaron recibo de la comunicación de su rey en el sentido de que no habría fusión por absorción con Francia pas du tout. El rey escrituró esa renuncia el 18 de marzo de 1713. 

Lo que más nos importa a efectos de lo que estamos contando es que con fecha 10 de mayo de 1713, se publica un reglamento de sucesión, el famoso Auto Acordado. Este reglamento se aprobó para cegar las posibles vías de agua del montaje que se había impuesto en Utrecht: se trataba, por lo tanto, de eliminar a la casa de Saboya de la ecuación y, al tiempo, se trataba también de prever las consecuencias del casamiento de alguna infanta de España. Dado que las Partidas consagraban el principio de que las mujeres podían suceder al rey muerto en línea de primogenitura, la España de Felipe V seguía, en ese momento, en lo que podríamos llamar el “síndrome reina Juana” (porque, por lo visto, llamarlo “síndrome de Juana la Loca” pone de los nervios a los intensitos y las intensitas); esto es, que una mujer con derechos de sucesión de la corona, reales ya o eventuales en caso de producirse ciertos fallecimientos, vaya y se case con alguien en disposición de heredar otro reino. Porque, en realidad, la relativa prelación femenina establecida en las Partidas, más que abrir la puerta a que las mujeres fuesen reinas de pleno derecho, cosa que, hay que reconocerlo, ocurrió poco aunque de forma muy relevante, lo que abría era la puerta para que la mujer con derechos dinásticos se casase con el miembro de otra casa dinástica, estableciendo con ello, indirectamente, un cambio en la línea de la monarquía española. Y esto era algo que no querían los Borbones, porque los Borbones, que ya se sabían Plan C en Francia, estaban en España para quedarse. 

Como ya os he dicho, los franceses esta movida la tenían resuelta de toda la vida de Dios. Su ley, denominada Sálica, establecía que las mujeres ni heredaban el trono, ni podían transmitir el derecho a heredarlo. España, por mor del Auto Acordado, estaría lejos de esta situación, aunque no del todo, puesto que la sucesión en España lo era en favor de todos los varones de la línea de una familia por delante de las hembras de mejor línea y grado. Esto es, las mujeres podían heredar la corona, pero en ausencia de hombres de sangre real. Esto se suele conocer como vía cognática, ya que es un versión tenue de la vía agnática, que es la francesa, esto es: la exclusión de todo derecho femenino. El Auto Acordado se sacralizó para la legislación española en la conocida como Novísima Recopilación de 1805, Ley décimo segunda, título segundo, libro tercero.

Cuando se publicó el Auto Acordado, éste es un dato fundamental, el archiduque Carlos todavía no había renunciado a sus derechos sobre la corona española. En consecuencia, si veis las cosas con los ojos de un inglés, comprenderéis que, si bien el juramento de Felipe V renunciando a sus derechos dinásticos camembert cegaba la posibilidad de una unión francoespañola, la vigencia del derecho dinástico castellano de antes del Auto Acordado hubiera mantenido la posibilidad de una fusión franco-austriaca; bastaba con que una infanta suficientemente bien situada se casase con algún Saachen. La posibilidad era remota, pero estuvo presente en la geopolítica del siglo de una forma u otra. Yo, personalmente, tengo por muy posible que el rey Felipe, la Corte de París o ambos, debieron de alcanzar un pacto con los ingleses, por el cual los franceses se comprometían a dar garantías geopolíticas mediante la renuncia expresa de Felipe y el cambio de los viejos derechos dinásticos españoles.

Felipe V, aunque como digo tendía a pensar que el español medio no distinguía un decreto de un torrezno crudo, siempre tuvo muy claro que el Auto Acordado lo iba a tener que meter con vaselina por el Ano Español. Es muy posible que la nobleza que lo rodeaba le dejase bien claro que lo que estaba haciendo, sobre ser lo que había que hacer para garantizar la paz internacional, aguas adentro se podría ver como una intromisión intolerable de los orgullosos franceses en las tradiciones castellanas. Así las cosas, Felipe V buscó no quedarse solo en la pelea, y por eso busco el asenso para la medida por parte del Consejo de Estado y del Consejo Real.

Acostumbrado a las cosas como ocurrían en Francia, es decir que todo el mundo le comía los huevos al rey cuando quería, Felipe se encontró con el problemilla de que el Consejo de Estado paría un dictamen que no le daba la razón. Como digo, eso para un tipo de un país cuyo rey estaba acostumbrado a reunir a los teólogos de la Sorbona para que dictaminasen que lo que quería hacer era también lo que Dios quería, debió sentarle a cuerno quemado [Aunque en esto, hay que decirlo, los españoles ya nos hemos convertido en franceses plenos: hoy convocamos Grupos de Expertos a los que les dictamos sus conclusiones antes de la primera reunión]. Tan, tan quemado quedó el rey que mandó quemar el propio dictamen, y lo intentó de la forma mafiosa: sustituyendo la consulta a la corporación en conjunto por una serie de consultas individuales a cada miembro del Consejo. Claro, le funcionó. Los consejeros de Estado, conforme fueron recibiendo en sus residencias las visitas de extraños enviados reales con fuerte acento siciliano, que les explicaban lo fácil que es hoy en día tener un accidente, fueron cambiando, uno a uno, de opinión, y acabaron por decir que sí, que a las tías había que tirarlas al Valdemingómez de la Historia, no te jode. Así fue cómo el Consejo Real dio su aprobación y la regulación se convirtió en un Auto Acordado, acuerdo del rey y del Real Consejo.

Ya con el apoyo jurídico de Zapatero y del resto de ex presidentes del Gobierno, Felipe V convocó Cortes, el 6 de octubre de 1712. Los procuradores no le pusieron ni medio problema.

Las Cortes de 1712, sin embargo, eran jurídicamente endebles. El rey las había convocado dejando claro en el orden del día que iba a renunciar a sus derechos dinásticos franceses. Pero se guardó mucho de reflejar en la documentación su pretensión de modificar el orden sucesorio español. Las Cortes, por lo tanto, habían tomado una decisión sobre un tema que no estaba previamente definido y sobre el cual, por lo tanto, las ciudades no habían podido deliberar para definir su voto. A causa de esta cagada, que en realidad más que cagada fue engaño, el rey tuvo que escribirle a las ciudades, a toro pasado, para que enviaran nuevos poderes sobre este tema a los procuradores que seguían reunidos en Madrid. Esto, en realidad, no está jurídicamente muy limpio, porque al fin y al cabo sigue adoleciendo de la misma falta de libertad para la deliberación de las ciudades sobre tan grave asunto; pero, bueno, en tiempos de absolutismo, cubrió el expediente más o menos. Las Cortes, finalmente, aprobaron el Auto Acordado e introdujeron en España, no la Ley Sálica, como a menudo se explica en los textos escolares para ahorrar espacio y para no torturar en exceso las meninges jovenzanas; sino, en realidad, una especie de Ley Semi-Sálica, que introducía la regulación francesa con algún matiz que conservase parte de las esencias castellanas (aunque, en realidad, sólo mantenía eso que los aficionados a la Fórmula 1 llaman la zona sucia de la pista).

3 comentarios:

  1. A mi lo que siempre me ha descolocado del Auto Acordado/Ley Semi-Sálica es que precisamente, Felipe V llegó al trono de España por descendencia femenina (La masculina pura no estoy seguro de a donde hubiera llegado, pero probablemente le diera más derechos a Viena que a París) ¿Nadie planteó en su momento que el cambio legal atentaba contra su propio derecho?

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  2. Anónimo1:33 p.m.

    Bueno pero es que si llevas eso al París justo, acabamos gobernados por los tataranietos de la tía abuela de Chindasvinto.

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  3. Anónimo2:27 p.m.

    Paroxismo, perdón

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