El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia
Con la apertura de la campaña guerrera de 1491, en abril, comenzó la marcha final de los cristianos sobre Granada. Las cifras son dudosas, pero lo que sí es más que claro es que se reunió un ejército inusitadamente nutrido para la época. El objetivo, obvio, era la ciudad de Granada, entonces una perla de 200.000 almas cuyos alrededores fueron sistemáticamente arrasados por los cristianos para sitiarla por hambre y miseria.
El campamento militar cristiano experimentó un incendio en julio de aquel año, por lo que los estrategas del asedio decidieron que construirían una pequeña ciudad, a la que llamaron Santa Fe y que hoy es un barrio de la ciudad.
Yo creo que no se le da toda la importancia que se debe a la construcción de Santa Fe. Era una medida bastante inusitada para la época que, además, contó con la vitola de ser terminada en un tiempo récord, apenas tres meses. El mensaje que lanzaba esta construcción a los musulmanes en general, y a Boabdil en particular, era claro. Los cristianos estaban resueltos a quedarse. Aquello ya no se resolvería con una salidita y un pactito más, sincero o no. Aquello sólo se resolvería con la entrega de la ciudad.
Boabdil inició negociaciones, a través de su visir, Abu Abdelmalek, con Gonzalo de Córdoba, la persona más indicada por su conocimiento del árabe. Durante semanas y meses, en encuentros furtivos, se fue negociando la entrega de la ciudad. El pacto se firmó el 25 de noviembre de 1491. Boabdil, sin embargo, jugó con eficiencia la carta de que aquello había que hacerlo poco a poco. No le faltaba razón. El sultán argumentaba que, si el tema se llevaba con demasiadas prisas, podía producirse un levantamiento espontáneo en la ciudad que ni él mismo podría controlar. Por lo tanto, ambas partes acordaron un aplazamiento de un mes, hasta el 2 de enero de 1492.
Las condiciones pactadas por De Córdoba y Abelmalek establecían que los ciudadanos de Granada tendrían libertad de culto en sus mezquitas y que tendrían acceso a la Justicia a través de magistrados musulmanes, todos ellos controlados por el gobierno cristiano de la ciudad. Conservarían sus usos y sus costumbres, así como sus propiedades. Todos los ciudadanos de Granada tendrían la opción de quedarse en la ciudad con estas condiciones, o emigrar libremente a alguna tierra de Alá. Quedarse tenía premio, pues le hacía al que así lo decidiese beneficiario de una exención fiscal total durante tres años, más una cláusula de seguridad por la cual las exacciones de que fuese objeto nunca podrían superar lo que pagaba a la Administración nazarí. Vamos, que le das a firmar este pacto a un socialdemócrata, y le da un ictus.
Se convino, además, que a Boabdil se le entregaría una republiqueta en las Alpujarras, con un sueldo muy estimable (30.000 piezas de oro).
Con esto firmado, la Alhambra fue entregada el 2 de enero, y la entrada de los reyes cristianos en la ciudad se verificó el día de Reyes.
En fin. Dejemos a los cristianos festejando su entrada en Granada, y hagamos un viaje en diagonal para volver a presentarnos en las fronteras pirenaicas. Como ya os he contado en estas notas, en 1475 el rey francés Luis XI se había hecho con el control de la Cerdaña y el Rosellón, con la convicción personal de que lo hacía for good; que aquellos territorios serían ya suyos para siempre y, dado que entonces eran, en realidad, lugares cultural y socialmente catalanes, ello suponía que París mantenía viva la llama de su vieja reivindicación de recuperar los términos de la Marca Hispánica, esto es, correr la frontera española hasta el Ebro. Algo que ha sido siempre algo tan querido de los franceses que, tres siglos después, todavía Napoleón lo tenía en mente; y quien sabe si Macron también, porque con estos tíos, la verdad, nunca se sabe.
Los jefes militares franceses en la rendición de Perpiñán, el 10 de marzo de 1475, habían concedido unas condiciones bastante cómodas; algo que había puesto de los nervios a su commander in chief en París, que quería una entrega a la antigua, con armas, bagages y todo tipo de obediencia. Pero, vaya, que esas cosas nunca han sido problema para un francés: se incumplen los tratados, et un point, c'est tout. El señor de Bouchage, Ymbert de Batarnay, personaje importante en la Corte, fue enviado al Rosellón, con la instrucción de darle una buena mano de hostias a todo aquél que se colocase en contra de la voluntad incontrovertible del gabacho. A Batarnay se le ordenó expulsar de Perpiñán a cuanta más gente, mejor, para así convertirla en un lugar que pudiese ser controlado con un contingente relativamente modesto de soldados. Asimismo, le ordenó desposeer a todos los nobles que se hubieran puesto del lado de Aragón, de modo que dichas posesiones fuesen repartidas entre las familias humildes de la zona y así hacerlas profrancesas. Así las cosas, un amplio contingente de rosellonenses se convirtió en refugiado, cruzó los Pirineos, mayoritariamente hacia el Aragón septentrional.
Ymbert de Batarnay nombró gobernador a un italiano, Bofille de Juge, conde de Castres, que había tenido algún papel cuando el duque de Calabria había tomado el control de Cataluña. Juge, por lo tanto, tenía un amplio historial de relación con la corona aragonesa, bien en Cataluña, bien en Nápoles, y por eso se mostró claramente más moderado que aquéllos que le habían nombrado, juzgando que las condiciones que habían impuesto los franceses en el Rosellón eran, bueno, eso: francesas. El italiano argumentaba ante París que no creía haber sido enviado para administrar un desierto, motivo por el cual consideraba que no había que ser tan duro a la hora de aplicar la represión. En París, sin embargo, el rey francés no movió un ápice sus planteamientos.
Como ya sabemos, en enero de 1479 Fernando recibió la corona de Aragón en herencia de su padre muerto. Hasta entonces, también lo hemos visto, Juan II había practicado una política basada en no cabrear al francés, sobre todo para no dañar el interés mayor de llevar a cabo la unión dinástica en la península. Ahora, sin embargo, la situación había cambiado; la unión dinástica estaba consolidada, el rey era distinto. Como rey de Castilla, este mismo Fernando había renovado la alianza con Francia. Esto lo dejaba en una posición relativamente desabrida en su condición de rey de Aragón.
Lo primero que hizo Fernando fue tener el gesto público de conservar los títulos de su padre como conde del Rosellón y de la Cerdaña. Por lo tanto, lo primero que hizo fue decir: esto no ha acabado, chavales. Y luego aprovechó una simple anécdota para dejar las cosas claras: el que conocemos como conflicto de la leuda de Colliure.
La leuda era un impuesto sobre la entrada y salida de mercancías y era recaudado por un funcionario específico denominado cullidor de la leuda. En Colliure, y desde la llegada de los franceses, la leuda era recaudada por un cullidor francés. Un día, un navío francés había tocado puerto en Colliure y después había navegado hasta Barcelona. Para su sorpresa, su capitán se encontró con que, en Barcelona, se le exigía el pago de la leuda abonada en Colliure. El capitán se negó, así pues el tema fue elevado al Consejo de la Bailía general. En Barcelona, con fecha 21 de mayo de 1479, dicho Consejo se reunió, estudió el caso y dictaminó que la leuda pagada en Colliure era nula, puesto que quien la había cobrado era un agente de Francia, y Francia no tocaba pito en la fiscalidad de una ciudad perteneciente a la Corona de Aragón. De hecho, dictaminó que todo francés que tocase el puerto de Barcelona viniendo de Colliure tendría que abonar en la capital catalana la leuda correspondiente a Colliure, aun portando el albarán de haberla pagado en dicha ciudad, puesto que se la habría pagado a alguien que no tenía derecho a cobrarla.
Aquella decisión, más que probablemente, fue conocida, si no teledirigida, por Fernando de Aragón. Era una decisión económica, puesto que atacaba la rentabilidad del puerto de Colliure, ya que atracar allí se convertía en bastante mal negocio por doble imposición; y era una decisión estratégica, pues venía a declarar que el nuevo rey de Aragón ni se había olvidado, ni pretendía olvidarse, de que el Rosellón y la Cerdaña eran suyos.
Mientras pasaban estas cosas en Barcelona, en Plessis-les-Tours, una pequeña villa francesa, el astuto rey Luis XI agonizaba, infarto cerebral tras infarto cerebral. Luis XI se moría como se deberían morir la mayoría de los mandatarios franceses: aparentemente abrumado por la excesiva cantidad de putadas, mentiras, manipulaciones, abusos de poder y cabronadas en general que había cometido durante su reinado y su vida. Hizo traer un hombre santo de Nápoles, el ermitaño Francisco de Paula, para que le sirviese de consuelo y le interpretase los deseos de Dios para cumplirlos, claro, en el tiempo de descuento. No sería descabellado que aquel eremita napolitano fuese un espía o, cuando menos, una persona en conexión con su rey Ferrante, firme aliado de Juan II; en todo caso, lo que es cierto es que Francisco le dijo al rey francés que, si quería morir en paz, debía de restituir los condados del Rosellón y la Cerdaña, que había obtenido mediante artes erróneas.
Parece ser que aquellos mensajes calaron de alguna manera. Sabemos que Luis envió un embajador a Barcelona: Jean de Bilhères-Lagraulas, obispo de Lombez, quien se presentó en la capital catalana diciendo que Francia estaba dispuesta a restituirle los condados a Aragón a cambio del pago de la vieja deuda pactada de 300.000 escudos de oro. Este embajador, sin embargo, todavía no había cruzado los Pirineos cuando el rey ya había muerto y, por lo tanto, regresó sin haber iniciado la negociación. Considerando que Bilhères estaba siendo insultantemente lento en su viaje, cabe pensar que todo estaba calculado para ocurrir así entre unos ministros que no estaban dispuestos a que un postrero prurito moral de su rey moribundo les fuese a dejar sin lo que consideraban suyo de pleno derecho.
A menudo, cuando se quiere minimizar o relativizar la conquista de Granada, se argumenta aquello de que aquél era un objetivo castellano en el que Castilla embarcó a toda España (esto es: a Aragón) sin retribución alguna. Es un argumento atractivo; pero, como le pasa a muchos argumentos atractivos, tiene el pequeño problema de ser una imbecilidad. Quienes lo esgrimen, a menudo, olvidan que tan categóricos fueron los reyes católicos a la hora de luchar para sacarse la gran espina de Castilla: el final de eso que dimos en llamar La Reconquista; como en luchar por defender las reivindicaciones de los catalanes, en el sentido de la catalanidad de los territorios pospirenaicos que fluyen hacia la vieja Narbonense.
Fernando, por lo que parece, esperó en 1483 la llegada de la embajada del obispo de Lombez, que le había sido comunicada; pero pronto tuvo claro que el sacerdote hacía todo lo que podía para no llegar en vida de su señor, esto es, no llegar en lo absoluto. Así pues, le escribió una carta a los barceloneses en la que dejaba claro que no se había olvidado de sus obligaciones, por así decirlo. Según Fernando, la voluntad de Luis XI en su lecho de muerte de restituirle los condados a Aragón había sido firme por lo que, en el caso de que la regencia francesa se obstinase en negarlo, llegaría el momento de que hablasen las espadas. Reunió unas Cortes aragonesas en Tarragona para obtener los adecuados servicios.
Como rey de Castilla, Fernando tenía que tener en cuenta que la alianza castellano-francesa tendría que renovarse o, al menos, eso fue lo que solicitaron la dama y el señor de Beaujeu, auténticos regentes de Francia. Puesto que fueron los franceses los que, agobiados por una situación incierta en medio de una regencia cuestionada, sugirieron la renovación del pacto de amistad, Fernando se apresuró a decirles que, sin solución previa para el tema de los condados, no habría tal.
Ana de Beaujeu, hija del rey muerto Luis XI, era una mujer inteligente y arrecha. Su decisión era clara en el sentido de que Francia no entregaría los condados en apaño alguno. Entendía la regente in pectore que, para su país, era fundamental consolidar la frontera natural de los Pirineos; y que esas montañas nunca hubiesen sido obstáculo para la expansión de la cultura social catalana más allá de los mismos, como buena francesa, le importaba un cojón. Eso sí, inteligentemente asesorada, hizo movimientos claros para quitar presión sobre los territorios y, por ejemplo, el 7 de febrero de 1484, les devolvió su autonomía financiera municipal.
Fernando, sin embargo, tenía claro que, si se mostraba tardón o complaciente con la actitud de los franceses, sólo era cuestión de tiempo que tuviese que enfrentarse a una nueva rebelión catalana, pues los catalanes tendrían todo el derecho a sentir que la unión dinástica no les beneficiaba en nada. Es más: podrían pensar que sus territorios tradicionales se sacrificaban al objetivo castellano de tener unas buenas relaciones con el francés. Así pues, envió a Francia Juan de Rivera y Juan de Arias como embajadores que instaban al cumplimiento de la promesa, o presunta promesa, de Luis XI. Ana de Beaujeu, quien como os he dicho prefería ser lanzada desde el campanario con la cabra a ceder en aquel punto, argumentó que hasta la mayoría del rey niño, Carlos VIII, aquello no se podía decidir. Los embajadores no tragaron y le dijeron a la regente que tuviese cuidado, porque estaba jugando con la alianza castellano-francesa.
De esta manera, pues, la tensión entre Francia y la unión dinástica española ganó grados. Los franceses, siempre tardanos a la hora de entender novedades que no impulsan ellos mismos, se tomaron su tiempo en comprender la esencia del tanto monta, monta tanto que gobernaba Castilla. Nada nuevo bajo el sol, la verdad.
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