miércoles, septiembre 14, 2022

La forja de España (2): El merdé navarro

 La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia


Aragón tuvo unos siglos prodigiosos en lo que se refiere a la extensión de su territorio; pero, por mucho que tuvieran que cambiar los mapas de las escuelas, la perla de Aragón fue desde el principio, y siempre fue, Cataluña.

Cuando Cataluña se integró en el caudal relicto de los reyes aragoneses, era ya una región especialmente próspera y en casi todo distinta a Aragón propiamente dicho dada su condición costera. Pero es que, además, todas las pulsiones de poder que sintió el reino aragonés durante la Edad Media le jugaron a favor a Cataluña. Aragoneses fueron quienes conquistaron amplios terrenos en Italia; pero catalanes fueron los que sacaron PIB de ello. La corona aragonesa se encontró, con ello, compitiendo en el ámbito económico y político internacional con competidores insospechados, como Venecia y Génova; especialmente esta última pues, hasta la llegada del prusés, se puede decir que, históricamente, a nadie han odiado más los catalanes que a los genoveses, a los que llamaban moros blancos, con toda la carga peyorativa que tenía entonces la expresión.

En 1458, cuando, sin saberlo nadie, apenas quedaban tres décadas para que el imperio mediterráneo aragonés perdiese la importancia que tenía porque el mundo se ensanchó por el otro lado, aquellas posesiones que hacían del Mediterráneo occidental una posesión aragonesa se rompieron. Aquel año, el rey Alfonso le deja en herencia el reino peninsular de Aragón a su hermano Juan II, mientras que las posesiones italianas le son entregadas a Fernando, el segundo hijo del ahora rey. Nos encontramos, aquí, con un episodio que bien pudo ser disolvente para los aragoneses. El movimiento era necesario porque Fernando, si quería desposar a la infanta castellana Isabel, incrementaba sus posibilidades siendo rey y no aspirante a rey; sin embargo, los ejemplos en la Historia en los que este tipo de movidas generaron separaciones dinásticas que acabarían incluso guerreando unas contra otras, hay muchos. La primera gran noticia para la unión peninsular, sin embargo, fue que Juan II y Fernando siempre actuaron coordinados, como iremos viendo. Ahí, de alguna manera, comenzó todo.

Hoy en día, entrar en estos terrenos es meterse en cenagales un tanto jodidos a causa del uso presentista que se hace de la Historia. Pero lo cierto es que afirmar que Cataluña era un reino más de la corona aragonesa es un error. Cataluña formaba parte de la corona aragonesa por mor de una unión personal, esto es, por estar reinada por el mismo rey; pero gozaba de amplias cotas de autonomía. De hecho, como ya os he comentado, se ha comparado muchas veces el estatus de Cataluña en Aragón con el de Hungría en el imperio austro-húngaro. Una de las prerrogativas propias de Cataluña era que, en su territorio, el rey aragonés no ejerciese su poder por sí mismo, sino mediante un lugarteniente que sería, normalmente, su heredero primogénito. El rey, sin embargo, conservaba el privilegio constitucional de convocar las Cortes catalanas. Estas Cortes se reunían por lo menos una vez cada tres años, y contaban con una especie de Comisión Permanente, que es la que portaba el nombre de Diputación, Consejo General; expresión ésta que acabó simplificándose en “el General”, y que acabaría mutando en Generalidad.

La Generalidad estaba formada por tres diputados y tres oidores de cuentas o auditores. Cada diputado o auditor venía de un brazo diferente (clero, nobleza y pueblo). Esta Generalidad siempre la presidía el diputado comisionado por el brazo eclesiástico. Cada tres años, el 22 de julio, día de Santa Magdalena, esta Generalidad se renovaba por insaculación. Cada uno de los seis miembros de la Generalidad era llamado ante seis testigos y un notario. Frente a dicha audiencia debían dar un nombre como nuevo diputado del orden eclesiástico. Los nombres de los candidatos se escribían en trozos de pergamino que se metían en un bote lleno de agua, tras de lo cual un niño pequeño sacaba uno. Luego se repetía el sistema para cada diputado de los otros dos brazos, y los tres auditores. Ignoro, en mi actual estado de conocimiento, si era posible manipular este procedimiento de insaculación: es decir, si era posible que los seis miembros salientes pudieran designar al mismo candidato, eliminando la votación; o si, en el caso de que, por ejemplo, dos designasen a un candidato cada uno y cuatro designasen a un tercero, lo que se metía en el bote eran tres papeleras o seis (con lo que las posibilidades del que había sido designado por cuatro se mejoraban).

Los diputados cobraban 16 sueldos por sesión; considerando que eran diarias salvo sábados, domingos, fiestas y vísperas, y las vacaciones de verano (de finales de mayo a finales de septiembre; sí, a los diputados el trabajo agotador nunca se les ha dado bien). Con esos mimbres, calculo que un diputado podría ganar incluso algo menos que un auditor (3.300 sueldos al año). La Generalidad tenía muchas atribuciones, entre las cuales figuraba, muy especialmente, la de llamar a las armas al Somatén (de sonum mittentem o alarma) cuando los fueros catalanes se vieran amenazados. Cataluña disponía de ejército, marina y Hacienda propias.

Pero vayamos con los hechos que se presentaron para generar la oportunidad final de generar un Estado unido en lo que podríamos denominar la nación hispana. El punto en el que debemos situarnos es 1458, el año en que Juan de Aragón sucede como rey a su hermano Alfonso el Magnánimo. En ese año, por así decirlo, Castilla ha hecho ya sus propios deberes procesando sus tendencias centrífugas y construyéndose como una nación, un Estado si queréis, razonablemente común, homogéneo y centralizado; el parto de esta burra se produjo, juntamente, en los tiempos de Álvaro de Luna que ya hemos contado.

Juan de Aragón, que es quien nos interesa ahora, se había casado dos veces. La primera vez lo había hecho con Blanca de Navarra; viudo de la primera churri, se casó con una castellana de rancio abolengo, Juana Enríquez.

Blanca de Navarra, la primera consorte, era hija de Carlos III de Navarra, llamado El Noble; hijo de Carlos II, llamado El Malo. El Noble nunca tuvo el acierto, o el desacierto, de engendrar hijo varón; tema que entre los navarros tenía menos importancia que en otros sitios, pues la sucesión femenina era cosa permitida. Sin embargo, lo que sí hizo el tema fue, lógicamente, dejar la corona en manos de las hijas y, por lo tanto, el tema de con quién se casarían adquirió una importancia capital.

Blanca, por lo demás, no era la única hija de Carlos El Noble. El rey tuvo cinco, de hecho. Colocado entre Castilla y Francia, Francia y Castilla, ambas haciendo ofertas jugosas para casar a las niñas con gente suya, el rey navarro resolvió labrar un doble matrimonio. De esta manera, una de las hijas, Juana, la primogénita y heredera, desposó a Juan I, conde de Foix; mientras que la blanca mano de Blanca le fue entregada a Martín, el rey de Sicilia.

Este apañete, que era bastante inestable y venía a marcar algo así como el origen de unas cuantas manos de hostias a poco que la Parca hiciera mal su trabajo, terminó marchando en la dicha dirección. Con los años, en efecto, morirían tanto Martín de Aragón (el marido de Blanca) como Juana (la esposa de Juan de Foix). Blanca, que era más joven que Juana, vio cómo el escalafón corría a su favor; la muerte de Juana, pues, rompió los planes de su padre, quien había preferido afrancesar Navarra en lugar de aragonizarla.

Pero Blanca estaba viuda y, en aquella época, las mujeres que tenían reinos en la dote, por muy cracos que fueran (eso, en realidad, ni siquiera era un dato), no permanecían mucho rato sin tálamo mutualizado. El candidato primero estaba claro: Juan de Foix. Era, efectivamente, el hombre que, como os he dicho, había sido “llamado” por el rey Carlos el Noble a ser rey consorte de Navarra, pues lo habían casado con la unigénita, como dicen en los sainetes de Arniches. Juan, por lo tanto, se presentó en el castillo, como en los cuentos de Shrek, a desposar a la princesa. La verdad, ignoro si es de este gesto de donde procede la frase “te da igual Juana que su hermana”; pero, la verdad, le va como anillo al dedo.

Sin embargo, también como en los cuentos, apareció otro candidato: el conde de Peñafiel, futuro Juan II de Aragón. Al parecer, el proceso de decisión, que fue largo, fue un proceso en el que, por decirlo de una manera moñas, triunfó el amor. Aunque por lo normal los sentimientos no jugaban ningún papel en aquellas movidas, todo parece indicar que Blanca, ante la opción de desposar a un carroza arrugado y un caballero apuesto, hizo lobby en favor del aragonés. Lo que también es más que probable es que no se podía imaginar que estaba desposando a uno de los verdaderos, si no el verdadero, forjador de la unidad de España. Y que con el casamiento le iba a aportar el primer escalón de la escalera.

Juan de Aragón y Blanca de Navarra se casaron en el año del Señor de 1409 1420. Aquello, además de un matrimonio, fue una ardua y rocambolesca negociación geopolítica. A cambio de las gabelas que la corona de Aragón traía consigo por casar a uno de los suyos, Carlos el Noble se comprometió por escrito a no tomar esposa; aseguró, por lo tanto, que mientras Blanca de Navarra estuviese viva, ella sería la depositaria de la corona chistorra.

Las capitulaciones matrimoniales establecían que si la pareja tuviese un hijo, éste sucedería en la corona navarra; y si no fuese así, el tema se resolvería conforme a Derecho (foral, claro). Se establecía claramente que si la pareja tenía un hijo vivo, Carlos el Noble no podría instituir como heredero sino a su hija o a su marido y, tras morir ambos, a sus descendientes.

La previsión en cursiva siempre se ha considerado un gol que Juan de Aragón le metió a su suegro por toda la escuadra. Cuando el matrimonio se verificó, como digo, Juan era conde de Peñafiel e infante de la familia real aragonesa; sus derechos sobre la corona existían, pero tenían la tenuidad de quien, caso de heredar, lo haría por la condición de hermano, y no de heredero. En un marco en el que los derechos inalienables sobre la corona pamplonesa eran de su mujer y de la descendencia de ambos, Juan logró meterse en medio y afirmar un derecho dinástico que le podría haber sido negado.

El 22 de mayo de 1421, Blanca de Navarra dio a luz a la real persona de Carlos. Aquella noticia venía a demostrar que la dinastía navarra se consolidaba. Carlos el Noble, encantado con la perspectiva, creó entonces el título especial de Príncipe de Viana para su futuro heredero. Carlos tendría dos hermanas más: Blanca y Leonor.

Pensando que al final, y por caminos tortuosos, todo había acabado por salir bastante bien, Carlos El Noble la roscó el 7 de septiembre de 1425. Según las previsiones firmadas en 1409, su hija Blanca pasó a ser la reina de Navarra. Sin embargo Juan, blandiendo dicho contrato matrimonial, en el que como hemos visto los derechos del matrimonio se trataban como un todo, por así decirlo, exigió ser conocido como rey de Navarra; nada de rey consorte ni hostias. El punto realmente importante se produciría en 1441, cuando muriera Blanca de Navarra y Juan, en lugar de pasarle la corona a su hijo, la retuvo. Y, todavía más: 17 años después, cuando sucediera a su hermano al frente de la corona de Aragón, también decidió retener la corona navarra. Bueno, para entonces ya estaba a hostia limpia con Carlos, como luego veremos.

De los hechos y actuaciones de Juan de Aragón se deduce, sin mácula de duda, que estaba pensando en bastante más que en la unión dinástica de Navarra y Aragón.

Cuando Juan acopió las coronas de Aragón y de Navarra en su sola testa, había ya, como os he contado, yacido con una segunda mujer, Juana Enríquez, quien le había dado un hijo: Fernando.

La situación que se presentó a partir de 1441 en Navarra era bastante liosa. No se trata sólo de que las capitulaciones matrimoniales de 1409 fuesen oscuras y polisémicas; es que también lo era el testamento de Blanca de Navarra.

Blanca de Navarra amó sinceramente a su marido y, de hecho, se liberó, gracias a él, de la pesada carga de la nación navarra. Ella no era muy dada a gestionar el día a día de una corona y, cuando vio que se casaba con un tipo al que todos esos temas le gustaban más que los espárragos con mayonesa, no se lo pensó dos veces. Siempre admiró mucho a su marido, y eso se nota en su testamento.

En el testamento, Blanca empezaba por reconocer que su hijo Carlos tenía el derecho inalienable de ser declarado rey de Navarra. Sin embargo, matizaba que, por el reconocimiento que merecía su padre y marido de ella, le encarecía a Carlos que aceptase no tomar dicho título más que con el consentimiento y la bendición de su padre. En otras palabras, Blanca reconoció que su hijo debía ser rey; pero, al tiempo, le otorgó a su marido el derecho a seguir siéndolo él mientras le saliese del culo. Según el testamento, caso de morir prematuramente el Príncipe de Viana, la corona pasaría a sus hermanas (Blanca y Leonor) y sus descendientes.

Para poner las cosas más jodidas, el Derecho civil foral navarro reconocía expresamente que los viudos y viudas retenían el derecho de usufructo sobre los bienes propiedad de sus cónyuges fallecidos. Juan de Aragón pretendía que dicho artículo, normalmente aplicado a haciendas, vacas y ferrados, también era aplicable a la corona en sí.

Las Cortes navarras pusieron pies en pared y consideraron que la corona no podía considerarse un activo más de una sociedad de gananciales. Que una corona, vaya, no se puede usufructuar; cosa en la que, la verdad, cuando menos yo les doy toda la razón. Finalmente, Juan consideró necesario hacer alguna concesión estratégica; así pues, retuvo la corona, pero nombró a Carlos su lugarteniente en Navarra.

2 comentarios:

  1. Ese 1409 creo que está mal. En 1409 Juanito tendría once años muy joven para casarse aún para la época y su padre entonces aún sería regente de Castilla pero ni siquiera se había agenciado lo "de Antequera" Además, por aquel entonces Blanca aún seguía en Sicilia. Creo que la boda fue realmente en 1420, con Juan ya en edad de merecer.

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