miércoles, octubre 05, 2022

La forja de España (11): La guerra civil

 La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia 


Las cosas en Castilla estaban lejos de haberse pacificado meramente con el matrimonio entre la reina y el rey de Sicilia. Con el apoyo del rey portugués Alfonso V el Africano, tío de Juana la hija del rey Enrique, la facción anti isabelina se hizo razonablemente fuerte en el país, ofreciendo, por así decirlo, una alternativa a la estrategia castellano-aragonesa (la alternativa castellano-portuguesa). España tiene la costumbre de contar las guerras civiles sólo desde el siglo XIX, arrastrada en el fondo por ese concepto tan querido de los licenciados en Historia, según el cual las naciones son constructos modernos y, por lo tanto, sólo los constructos modernos pueden adquirir esa enfermedad autoinmune que llamamos guerra civil. Lo cierto es que España no ha vivido en su solar cuatro guerras civiles, sino en torno a una decena. Ya los convulsos tiempos que vivió, y administró, Álvaro de Luna, pueden considerarse una guerra civil en toda regla; y, desde luego, los sucesos del año 1475 también lo son.

Eso sí, hay que reconocer que era una guerra asimétrica. Las vicisitudes dinásticas y familiares llevaron al rey portugués a plantearse un proyecto que, entonces, era un proyecto bastante distante en las almas de los castellanos, y aun de sus propios súbditos. Castilla, sus hidalgos, su administración y su Iglesia eran, sin duda, mucho más proclives a entenderse con los aragoneses. En primer lugar, no faltaban en el solar castellano quienes consideraban que en la ya vieja pelea entre el rey castellano Juan y los infantes aragoneses, hubiera sido mejor negocio que hubiesen prevalecido éstos. Pero, además, yo creo que en modo alguno se puede considerar que los castellanos veían a los aragoneses como gentes distintas y distantes. El rey de Aragón era hijo de Fernando de Antequera y nieto de un rey de Castilla; y su mujer, Juana Enríquez, era hija de un Almirante de Castilla.

En medio de aquel enfrentamiento, el rey portugués Alfonso solicitó, el 28 de enero de 1475, la ayuda de Francia. Este gesto bien nos sirve para entender la cautela con la que Juan II de Aragón administró los asuntos del Rosellón; de haber ido allí al enfrentamiento frontal con el francés, probablemente habría labrado una alianza luso-francesa que era el verdadero real peligro que, en ese momento, acechaba al proyecto de unión dinástica.

De hecho, Isabel y Fernando, apoyados en los actos lenitivos de su suegro y padre, también se dirigieron a Luis XI en reclamo de ayuda. Lo hicieron en su condición de reyes de Castilla (el famoso tanto monta...) reclamando la renovación del viejo pacto entre los Trastámara y los Valois, alcanzado, en su día, entre Carlos V de Francia y Enrique II de Castilla.

El rey francés, sin embargo, decidió permanecer neutral. Con total seguridad, ése fue el consejo prevalente en su Corte, pues era idea muy extendida en la misma que, distanciándose de aquella guerra civil, dejando que sus contendientes se gastasen en maniobras y golpes, se garantizaba de la mejor forma poder obtener el poder efectivo sobre el Rosellón y la Cerdaña. Por lo tanto, envió heraldos a Lisboa que le contestaron al rey portugués que no entraría en alianza con él a menos que el rey rompiese sus relaciones con Inglaterra, sabedor de que eso era algo que los portugueses no harían. Los embajadores enviados a Castilla, por otra parte, no negaron categóricamente la ayuda; pero la condicionaron al matrimonio de Isabel, la primogénita de los reyes, con el Delfín de Francia. En el fondo, sin embargo, ambas partes sabían que la condición verdaderamente importante era que Aragón abandonase el Rosellón y la Cerdaña.

Fernando e Isabel, Isabel y Fernando, rehusaron esa oferta; aunque, en realidad, probablemente fue Juan II quien la rechazó. Enviaron a Francia Hernando de Pulgar, quien le llevaba al rey francés una ración de su mismo cocido, esto es: no negar las cosas, pero condicionarlas en modo extremo. Los reyes castellanos, pues, no se oponían al casamiento de su hija con el Delfín; pero establecían como conditio sine qua non para dicho arreglo que se llegase a un acuerdo firmado en el que el estatus aragonés del Rosellón y la Cerdaña fuese totalmente adverado. En otras palabras, se le hurtaba a Francia el principal elemento de la lista de bodas.

Luis XI de Francia se encabronó bastante cuando vio que sus interlocutores habían apreciado la celada. Así las cosas, de nuevo mostró acercamientos hacia el rey portugués, buscando acojonar a castellanos y aragoneses. El 8 de septiembre de 1475, acordó con Alfonso que todos los territorios que Francia lograse invadir serían para Portugal, a condición de que Francia se quedase el Rosellón, la Cerdaña y las Baleares.

El pacto con el portugués era un pacto contra natura. Aquel mismo año de 1475 fue el año en el que lo que conocemos como Guerra de los Cien Años volvió a tomar fuerza con el desembarco del rey inglés. Enrique IV, apoyado por Carlos el Temerario de Borgoña, había desembarcado en Calais y avanzaba sobre Reims. Era, pues, un pacto contra natura, pues Francia se comprometía a ayudar al mayor aliado de Enrique en la península; y era, además, papel mojado, pues el rey francés no estaba en condiciones de mover tropas desde los teatros septentrionales de su solar. Es cierto que la guerra planteada por el rey inglés fue muy corta y que la que conocemos como paz de Picquigny llegaría enseguida. Picquigny, sin embargo, fue lo suficientemente positiva para Borgoña como para que Luis tuviese claro que, si se implicaba de hoz y coz en el merdé ibérico, le podían soltar un navajazo por la espalda. Y, además, está el hecho, que ya os he comentado, de que Juan II, inteligentemente, no le dio motivos para hacer nada, puesto que se mostró cauto a la hora de resolver la situación de los condados.

Alfonso de Portugal, sin embargo, sí que creyó disponer de un aliado importante en los campos de batalla. Así pues, dejó a su hijo Joao a cargo de la gobernación del reino, y penetró en Extremadura con unos veinte mil hombres en mayo, es decir, unos tres meses antes de que los asuntos entre Francia e Inglaterra-Borgoña se apañasen. El 25, tío y sobrina (Juana) se casaron, se intitularon reyes de Castilla y montaron su corona paralela en Madrid. Más o menos como la Ayuso, vaya.

Sin embargo, aprovechando la tranquilidad en los condados y la neutralidad de facto del teórico contendiente francés, Juan II pudo reforzar las fuerzas propias de Isabel hasta juntar unas 40.000 almas. Las fuerzas estaban muy igualadas y, como consecuencia, en cada rincón de Castilla se produjo la eclosión de partidarios de una u otra facción, que muy a menudo desenfundaron las espadas. Portugal logró hacer suya casi toda Galicia.

En agosto, Isabel y Fernando reunieron Cortes en Medina del Campo. Esta reunión de munícipes votó un servicio de 30 millones de maravedíes a pagar en tres años, llegados fundamentalmente de la Iglesia; más servicios en especie (hombres y pertrechos) que corrían de cuenta de la nobleza. La mitad de los fondos que tenían las iglesias castellanas fue dado a la guerra en un préstamo forzoso que ni siquiera regulaba su plazo de devolución.

La estrategia fundamental de los castellanos era, sin embargo, trabajarse la capacidad del rey portugués, que conocían bien, de desanimarse. El Africano, por lo demás, tenía razones para ello. Con la anuencia francesa y los datos en la mano, él había esperado una guerra asimétrica a su favor; y los hechos le avalan, puesto que sin Francia de por medio ambos contendientes llegaron a tener fuerzas parejas, es obvio que, de haber entrado Francia en la ecuación, el tema se habría desequilibrado. La mente del rey portugués, por lo tanto, estaba amueblada para una guerra de conquista que, sin llegar a ser un paseo militar, sí se nutriese de dos o tres victorias muy netas, seguidas del habitual rosario de defecciones en el bando contrario. Lejos de ello, sin embargo, se veía implicado en una guerra de desgaste, llena de incertidumbres, en la que él había sido capaz de invadir territorios castellanos pero, no se olvide, los castellanos también habían conseguido hacer, en algunos puntos, justo lo contrario.

Así las cosas, con la ayuda del cardenal de España, Alfonso buscó una solución pactada. Si le daban Galicia, Toro y Zamora, más alguna compensación en pasta, se olvidaría de todo. Las condiciones, la verdad, no eran muy gravosas, pero aun así los castellanos eran muy renuentes a aceptarlas. Con mucha probabilidad, Isabel y Fernando buscaban dilatar las negociaciones para así poder reconstruir sus fuerzas una vez que los recursos acordados en Medina comenzasen a fluir. Con los bitcoins en la buchaca, Fernando inició un sorpresivo asedio del castillo de Burgos. Alfonso reaccionó intentando tomar Zamora por la fuerza, lo cual le generó muchas resistencias adicionales en el área. Fernando avanzó hacia los portugueses, y en diciembre de aquel año los había empujado hasta Toro.

El 14 de febrero de 1476 lograron llegar a Toro los refuerzos que Joao le enviaba a su padre desde Portugal. Alfonso, quizás mal informado (o sea, no informado) de que Fernando había recibido también tropas frescas enviadas por su padre, creyó llegado el momento de salir en abierto. Hubo dos semanas de acciones por ambas partes en el área de Zamora; tiempo tras el cual, viendo que el tema no se definía, Alfonso se cansó de nuevo y propuso una entrevista. Fernando rehusó encontrarse con él y, entonces, Alfonso, en plena noche, levantó su campamento y se dirigió a Toro. Fernando se lanzó en su persecución. El rey portugués presentó batalla y, tras una acción de unas tres horas, repleta de incertidumbres, los portugueses fueron vencidos. La victoria de Toro, escribirían los cronistas, hizo a Fernando de Aragón rey de Castilla.

Al rey portugués ya no le quedaba otra alternativa que exigir la ayuda francesa personalmente. Así pues, dejó a Juana en Abrantes, se embarcó en Oporto, dobló el estrecho de Gibraltar, y desembarcó en Colliure. El 17 de septiembre de 1476, entró en Perpiñán y, desde allí, se dirigió al encuentro del rey francés.

Cuando llegó a presencia del rey Luis, Alfonso de Portugal se lo encontró escasamente proclive a interesarse por los asuntos ibéricos. Carlos el Temerario estaba a punto de caer y el rey francés, siempre ávido de recuperar terrenos borgoñones o incluso la Borgoña entera, estaba a eso y nada más. Así pues, su respuesta fue clara: teniendo como tenía el dominio del Rosellón y la Cerdaña a cambio de que el rey aragonés no hubiese renunciado a sus derechos sobre los condados, el rey francés no estaba dispuesto a hacer nada que pudiera influir en la sucesión del ducado borgoñón. Alfonso, desesperado, se ofreció como árbitro (un absurdo árbitro, todo hay que decirlo) en la querella entre Francia y Borgoña, aduciendo que, al fin y al cabo, era pariente de Carlos el Temerario (hijo de Isabel de Portugal).

Alfonso pasó un año en Francia, de fiesta en fiesta donde era constantemente agasajado y saludado como rey de Castilla. Pero no recibió ni una lanza. Se decía que Luis lo quería prender para entregarlo a sus enemigos en Castilla. No lo hizo, sin embargo. Un día, por sorpresa, lo metió en un barco en Le Havre, y lo envió a Portugal.

Un año es mucho tiempo. Demasiado para esperar creyendo que la embajada tendrá éxito. Aquella espera exasperó primero, y desanimó después, al partido juanista. Isabel y Fernando, oliendo la sangre, hicieron jurar como heredera a su hija Isabel. La primavera de 1476 le fue pródiga a los reyes católicos en poblaciones que se les sometían, incluida Madrid. En abril, Isabel pudo tener en Madrigal el gesto magnánimo de conceder el perdón a los miembros de la gran nobleza que se la sometieran. El 19 de septiembre cayó Toro, el mayor stronghold portugués en Castilla.

Fernando de Aragón se entrevistó con su padre y, después, en Toledo, se reunió con su churri. Estuvieron juntos hasta abril de 1477, cuando Fernando partió de nuevo a la guerra, a pacificar el área de Zamora. Se volvieron a encontrar en julio, en Sevilla. En Córdoba, el 9 de noviembre, las alianzas entre Castilla y Francia fueron renovadas; aquel gesto diplomático acabó definitivamente con cualquier esperanza que pudiera albergar el rey Alfonso. Francia, pues, arbitró de forma clara el nacimiento de la unión dinástica castellano-aragonesa, aunque, probablemente, Luis XI nunca calculó que el tema pudiera ir tan lejos como finalmente fue. Y, por otra parte, difícilmente hubiera podido hacer algo distinto de lo que hizo si quería conservar sus ilusiones y posiciones en el tema borgoñón, que era el que verdaderamente le importaba porque Borgoña tenía la llave de las intenciones inglesas sobre el norte de Francia.

El 30 de junio de 1478, el nacimiento de un heredero varón, el infante don Juan, habría de cerrar el círculo para Isabel y Fernando, que habían jugado una mano muy arriesgada, pero habían sabido mantenerse en la partida en los momentos más duros.

Desde Portugal, sin embargo, el partido juanista todavía haría una intentona desesperada más. Para cerrar esa vía de agua fue por lo que Isabel y Fernando fueron a Guadalupe, a conferenciar; y fue allí donde habrían de recibir la noticia de la muerte del rey aragonés, Juan II, acaecida el 19 de enero de 1479. A pesar de los contactos, Alfonso de Portugal siguió insistiendo en la solución guerrera. El 24 de febrero de 1479, en Albuera, Fernando le venció de nuevo. Derrotados los portugueses, la infanta Beatriz de Portugal dirigió las negociaciones por parte lusa. En marzo, ambas partes comenzaron a parlamentar en Alcántara. En ocho días, se pactó el arreglo, que quedó escrito en piedra en Alcaçovas, el 9 de septiembre de 1479.

Juana y Alfonso renunciaron a ser reyes de Castilla, a cambio de que Isabel y Fernando renunciasen a la corona portuguesa. Juana, a menos que se casara con el infante don Juan, habría de entrar en un convento; mientras tanto, fue confiada a su tía Beatriz. Portugal vio reconocidas sus adquisiciones territoriales en Marruecos y Guinea, y recibió libertad de acción total en África. El Papa sancionó estos términos en su bula Aeterni Regis.

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