viernes, septiembre 30, 2022

La forja de España (9): On recolte ce que l'on seme

 La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia 


Juan II de Aragón era ya eso que se ha predicado de su hijo Fernando: un soberano del Renacimiento, capaz de superar algunos de los esquemas del mando real en la Edad Media. Era un soberano que sabía manejar los tiempos y los gestos, como ya había demostrado en la difícilísima relación con el rey francés en la Cerdaña y el Rosellón, entre otros temas. Por eso, de alguna manera, una vez que dominó Cataluña, hizo lo contrario que los propios catalanes estaban esperando, y ofreció unas condiciones de capitulación notablemente lenitivas. El rey aragonés perdonó todas las ofensas recibidas y, de hecho, decretó una amnistía por todos los actos ocurridos en Cataluña durante el periodo iniciado por el ya lejano momento en que había forzado la detención del Príncipe de Viana. Declaró válidos todos los fueros de los catalanes e incluso mantuvo en su puesto a los diputados que, claramente, habían sido parte de la rebelión. El resultado fue su entrada el 17 de octubre de 1472 en la ciudad de Barcelona, en loor de multitud; Juan de Aragón consiguió meter en la mente de los catalanes la idea de que, tal vez, habían escogido mal su enemigo.

Juan de Aragón, como digo, había entendido eso que los licenciados en Historia discuten a día de hoy en hilos interminables de Twitter, tan largos como mediocres. El rey, puesto que no tenía cuenta en Twitter, había dado en pensar que los territorios, o por lo menos algunos de ellos, habían mutado en naciones. Que los tiempos en los que las tropas de Pompeyo o de Sesostris entraban a sangre y fuego en una región que se les resistía, sometiendo a todos sus habitantes, arrojándolos a los mercados de esclavos o convirtiéndolos en sumisos tributarios, eran tiempos muy antiguos que convenía olvidar. La era en la que dos o tres semanas de fuego y destrucción a lo largo y ancho de Cataluña hubieran podido aspirar a acallar la rebelión de los catalanes había pasado. Los catalanes, ahora, se sentían catalanes, y las espadas del represor, ni podían matarlos a todos, ni podían darles un tajo en el cerebro para arrebatarles ese sentimiento. Porque los catalanes tenían un sentimiento de nacionalidad que su rey, aun vencedor de ellos en el campo de batalla, debía respetar.

Como bien sabemos por cosas ya escritas en este blog, mientras la rebelión catalana ganaba momento y era posteriormente sofocada, en Castilla las cosas no estaban precisamente para unas vacaciones. El movimiento táctico desesperado del rey aragonés, que había ganado para su hijo la mano de la hermana del rey Enrique, había puesto a éste de los nervios y lo había llevado a revocar el acuerdo de los Toros de Guisando. El rey, pues, devolvió el pedido y declaró que lo sucedería su hija Juana.

Lo que ya no hemos contado tanto en las notas sobre Isabel al poder es la influencia que en todo aquel follón tuvo la política internacional. Enrique, igual que basculó en cada momento entre Juana y su hermana (de él), también basculó entre la cercanía con Francia y la cercanía con Aragón. No fue la suya una posición clara y definida, lo cual le habría de jugar en contra. Fue este constante atender a los consejos de unos y de otros lo que le llevó a la actitud vacilante que labró buena parte de su perdición castellana. Si Enrique tan pronto afirmaba amor y fidelidad hacia los derechos de su hermana como decía querer dejárselo todo a su presunta hija, era, precisamente, como resultado de los bandazos que daba haciendo caso a unos a y otros.

Isabel, por otra parte, reaccionó a las dudas de Enrique y la ruptura del pacto de Guisando tratando de consolidar más su alternativa con el alumbramiento de una hija de Fernando, Isabel, nacida el 2 de octubre de 1470.

El vacilante Enrique consintió en tener una entrevista con su hermana a finales de 1473. Para entonces, el hecho de que la dinastía creada por Isabel y Fernando estuviese razonablemente consolidada con la existencia de una heredera había debilitado mucho su posición frente a sí mismo. Estaba débil y cansado, y acabó muriendo el 11 de diciembre de 1474.

Consolidado su hijo en Castilla como marido de la reina, beneficiario, además, del famoso estatus diseñado por ella del tanto monta, monta tanto, Juan II vio llegado el momento de tratar de volver a enderezar uno de los cabos sueltos de su reinado: el robo de la Cerdaña y el Rosellón perpetrado por el taimado rey francés en 1463.

El momento no sólo era propicio por la propia situación de la unión dinástica castellano-aragonesa. Lo era, también, porque el rey Luis XI había sido un poco torpe en su gestión de los solares condales, y eso hacía que las cosas estuviesen relativamente a favor de los aragoneses.

El primer gran error de Luis XI fue que nunca quiso superar el estatus de rey de facto en los condados; lo cual quiere decir que nunca quiso impulsar un acto jurídico que le permitiese superar el estatus teórico de lugarteniente del rey aragonés para hacer aquellos territorios formalmente franceses. Quizá pensó, ante la ausencia de protestas del rey aragonés, que lo mejor era dejar la historia así y no putearla más. Sin embargo, Juan II nunca había tenido el gesto de Don Pedro y Renato de Anjou, en el sentido de renunciar a su título de conde del Rosellón y de la Cerdaña; y, por lo tanto, retenía sus derechos teóricos sobre aquellos territorios, sin que, como digo, a Luis el asunto le hubiera inquietado demasiado.

Por lo que respecta a los íncolas de los condados, bueno, cualquiera que, sin ser francés, se vea sometido al poder de un francés, sabe que pronto se acaba dando cuenta de que estar así es una ful. A los franceses, como ya he dicho en estas notas, mucho antes de que comenzásemos a llamarlos jacobinos, el jacobinismo les ha ido más que un haribo de fresa. La ideología franca se basa en el principio general de que ser franco es lo más de lo más del mundo mundial (razón por la cual la derecha francesa siempre se entendió tan bien con Hitler); así pues, un francés, cuando domina un territorio que no es suyo, siempre parte de la base teórica de que está administrando un territorio habitado, hasta el día que llegó él, por subnormales. En consecuencia, cuando le sugieren que haga cesiones en materia de educación, o de costumbres, o de creencia, lo más probable es que diga que sí, que las va a respetar todas (eso dijo José Bonaparte, sin ir más lejos); pero, luego, hará lo que le parezca, porque para eso es un ser superior. Esto viene siendo así desde mucho tiempo atrás; pero a los franceses, ya, cuando les dio por decir que habían inventado la Ilustración y a otros les dio por creérselo, ya no hay quien les baje del guindo de que son la pera limonera.

A los habitantes condales, en apenas diez años, el dogal francés ya se les había hecho muy pesado. Ellos estaban acostumbrados a ejercer sus poderes, diríamos hoy, autonómicos; y eso de que les dictasen desde París hasta los modelos de afilaminas que tendrían que usar, como que no. Luis XI, en este sentido, demostró frente al modelo de Juan II, ser un rey que, pese a su innegable inteligencia, era, todavía, un rey medieval.

El rey francés, como acabo de decir un rey todavía medieval que vivía convencido de que sus súbditos le prestarían pleitesía porque eso es lo que hay que hacer, cometió otro error crucial al no destinar personal francés a la aventura pirenaica. La familia D'Oms, que fue, claramente, la dinastía de senescales elegida por el francés para guardarle la finca, había conocido los tiempos de la corona de Aragón, los valoraba, y era, por lo tanto, una fuerza de fidelidad dudosa. Los Oms gobernaban los condados de manera casi monopolística, a través de Carles, su principal miembro, su hijo de igual nombre, su tío Berenguer, su primo Guillem y Bernat d'Oms, también perteneciente a la dinastía.

Con la muerte de Don Pedro y la llegada de un Anjou al mando de Cataluña, Luis XI creyó llegado el momento de romper definitivamente con el rey de Aragón, al que comenzó a llamar su enemigo. Juan aguantó este tirón mientras no tuvo ganada la guerra catalana; pero, una vez que lo hizo y lo hizo, además, reconociéndole a los catalanes casi todo lo que éstos querían ver reconocido y, por lo tanto, se pudo ver aclamado por las calles de Barcelona por sus otrora enemigos, se dio cuenta de que tenía una oferta más que hacerles para ganárselos: la recuperación de su integridad territorial.

Cataluña respondió. Las poblaciones bajo el yugo francés comenzaron a inquietarse, primero; y a colocarse en abierta rebelión algunas, después. Lo hicieron, además, escogiendo con precisión de cirujano los momentos, aquéllos en los que Luis estaba más cuestionado en el mando de Francia, sabiendo que el monarca tendría que llamar a su lado a partes importantes de las tropas de ocupación. Desde 1471, en realidad, el Rosellón tenía muy diversas plazas abiertas al ataque, pobremente defendidas. Los famosos recortes.

El 10 de abril de 1472, los franceses descubrieron una amplia conspiración proaragonesa en Perpiñán. Jordi Tarrades, tendero de la ciudad, fue detenido. Tres días después, varios nobles de la zona se declararon en rebeldía. Uno de los rebelados era Guillem d'Oms, el capitán de Colliure. Esto fue como la señal de una rebelión más amplia. El 16 de abril, aprovechando las sombras de la noche, la ciudad de Elna se rebeló contra los franceses y aun, según se dijo en Cataluña, consiguió expulsarlos. El canónigo Andreu Alfonsello, que cuenta la movida, comenta: “es justo que Francia sea de los franceses y España, de los españoles”. Cosas...

En los condados, las villas que respondieron a aquellas noticias levantándose contra el francés fueron muchas. Ése fue el momento que escogió Bernat d'Oms, hasta entonces un devoto servidor de los intereses franceses en los condados, para ponerse al frente de los rebeldes y descubrir sus verdaderos designios.

Los dos condados tenían un gobernador francés prácticamente recién nombrado, Antoine du Lau. El gobernador, la verdad, hizo lo que pudo. Con las tropas que tenía, recorrió los condados, tratando de dar la impresión de que había una fuerza en condiciones de contestarle a D'Oms, cosa que consiguió sólo a medias. Pero, eso sí, se garantizó el control del castillo de Perpiñán. Apuntando su artillería contra la propia ciudad, consiguió convencer a los íncolas de que no se declarasen favorables a la rebelión. Sin embargo, en el resto de los condados, y sobre todo en las áreas más montañosas, la autoridad francesa prácticamente desapareció.

El 18 de abril, un grupo de rebeldes se dirigió a la puerta de San Martín de Perpiñán, acabó con los guardias franceses que allí había, y tomó el control de la misma. Un tal Riambau comenzó a recorrer las calles dando mueras a los franceses. Este hecho fue como un reguero de pólvora en la ciudad y en toda la zona. Los franceses, sin embargo, reaccionaron. La puerta de San Martín fue recobrada y, de hecho, Riambau fue decapitado en la plaza de la Lonja.

Todo esto, sin embargo, estaba ocurriendo demasiado pronto. En las jornadas que relato, el rey aragonés todavía se encontraba apañando el fin de la revolución catalana. Por eso, los designios de los condales no pudieron cumplirse. A finales de octubre, sin embargo, Juan tenía ya las manos libres (aquí, por cierto, se puede encontrar otra justificación clara de por qué el rey aragonés no quiso tensar la cuerda catalana en el momento de la paz: necesitaba a los catalanes a su lado para armar la lucha por los condados). El día 28, tras recibir juramento del Consejo del Ciento, Juan pidió la inmediata designación de diputados de la ciudad para unas Cortes que quería convocar con un orden del día centrado en el tema de la recuperación del Rosellón y la Cerdaña. Al día siguiente, 29, cabalgó hacia el Ampurdán para preparar la expedición militar que habría de pasar los Pirineos. El 14 de noviembre estaba de nuevo en Barcelona. El 8 de enero del año siguiente, estaba en camino.

Lo que los aragoneses se encontraron aquel invierno más allá de los Pirineos fueron unos territorios desorganizados. La defección de la familia D'Oms, prácticamente dueña de la administración francesa en los condados, había dejado a los intereses franceses en los mismos completamente al descubierto. Antoine du Lau, que seguía siendo dueño de Perpiñán, no podía, sin embargo, comunicarse con el exterior. Como consecuencia de esta falta de información, da la impresión de que el rey Luis XI no tenía una idea precisa de lo comprometidas que estaban las cosas en los condados. De hecho, cuando envió a su cuñado Philippe de Bresse en socorro de Du Lau, las instrucciones que le dio no fueron mantener Rosellón y la Cerdaña bajo el control francés, sino tomar Barcelona; un gesto que sugiere, como digo, que estaba pobremente informado de la situación real en el tampón pirenaico.

Una prueba bien clara de que al rey francés le faltó información precisa en aquellos tiempo sobre la situación es que, cuando decidió llamar a capítulo a París a Bernat D'Oms, 9 de marzo de 1473, en realidad el rey Juan II había entrado en Perpiñán, ciudad cuyas puertas le había abierto el propio Bernat.

Porque Juan, en efecto, desde el momento que cruzó la cordillera, se dirigió hacia Perpiñán. Lo hizo despacio, provocando que, a su paso, los movimientos y rebeliones en su favor se fueran multiplicando. El 25 de enero, finalmente, los aragoneses acamparon en el Boulou, lo suficientemente cerca como para que en la ciudad comenzasen a producirse los movimientos proaragoneses. Yo ya lo siento para la historiografía de parte, pero el grito que se oyó en esas horas en las calles de Perpiñán fue: “¡Aragón, Aragón!” Los aragoneses no pudieron hacerse con la ciudad al momento, pero a Antoine du Lau no le quedó otra que encastillarse en la ciudadela. Casi dos centenares de ciudadanos, encabezados por Bernat d'Oms, se dirigieron a la presencia del rey Juan quien se presentó a las tres de la madrugada del 1 de febrero en la Puerta del Canet, preguntando dónde era el botellón. Entró en la ciudad, donde nadie dormía, como Messi en París. En unos días, a los franceses sólo les quedaban en los condados algunos presidios que, como el de Rosellón, seguían formalmente en sus manos, bien que sitiados.

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