lunes, octubre 03, 2022

La forja de España (10): Perpiñán, o el francés en estado puro

La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia 



El control efectivo de la ciudad de Perpiñán por parte del rey aragonés dejaba en una obvia situación desesperada su castillo, todavía en poder de los franceses. Lo mismo ocurría en otros lugares, como Colliure o Bellegarde. Antoine du Lau estaba totalmente aislado, tanto que tuvo que sacarse el DVD de The Lord of the Rings e inspirarse, pues la única forma de conseguir una simple forma de comunicación en la distancia que pudo montar fue hacer fuego en los puntos más altos del castillo. Trataba de comunicarse con alguien desesperadamente, puesto que uno de los elementos de la exitosa estrategia de Juan II fue hacer que la pérdida del Rosellón por el pérfido francés permaneciese como un secreto para París. Luis XI, en efecto, seguía en la capital pensando que todos aquellos terrenos seguían apuntados en el Registro Mercantil a su favor.

Aragón se benefició en aquella lucha de haber tenido el mejor rey de su Historia, pues Juan es el ejemplo señero de una lista de monarcas que, la verdad, tiene varios nombres para enmarcar; y de haber generado una especial generación de generales de gran valía; un grupo de nobles que estaba telegrafiando muchos de los éxitos que acabarían llegando muy pronto para la unión dinástica. Juan Ramón Folch III de Cardona, cuarto conde de Cardona, quinto conde de Prades, barón de Entenza y condestable del Reino, está al frente de una lista de la que también forman parte Rodrigo de Rebolledo, Berenguer de Requesens, Bertrán de Armendáriz o todos los D'Oms, que no tienen la fama de otros capitanes, grandes y pequeños, pero la merecerían.

Juan II quiso dejar claro que Perpiñán regresaba a una unidad monárquica total. Buena parte de los soldados que entró con él en la ciudad aquella noche estaba formada por soldados mallorquines. El rey, por lo demás, hizo convocar Cortes en la propia ciudad rosellonesa, un gesto que venía a indicar, como os decía, que Rosellón era Aragón, y Aragón era Rosellón.

En la primavera, sin embargo, ya no se había podido impedir que el rey francés permaneciese ignaro de los sucesos en las tierras que controlaba (y uso esta expresión porque suyas, suyas, no eran) y había ya enviado a la típica patota de franceses simpáticos para recuperarla. Felipe de Bresse, hermano de Carlota de Saboya, la consorte del rey, estaba al mando de la tropa. En marzo, mientras se celebraban las Cortes, De Bresse estaba ya cerca, en Narbona, y contaba, además, con apoyo naval. Tenía a su lado a Antoine du Lau, quien había conseguido escaquearse del castillo de Perpiñán. Las tropas francesas se vieron inopinadamente reforzadas por un suceso que en la Historia francesa suele conocerse como el Drama de Lectoure; un suceso por el cual Juan V, conde de Armagnac, uno de los nobles que se habían dedicado en los años anteriores a dar por culo al rey en modo experto, fue finalmente prendido y asesinado en su fortaleza de Lectoure. La muerte del conde de Armagnac supuso un problema para sus nutridas tropas; pero como quiera que los ejércitos, en aquel entonces, no tenían ninguna proclividad ideológica hacia sus causas, el mero gesto del rey francés manteniéndoles la nómina sirvió para que cambiasen de señor.

A principios de abril, el ejército francés pasó la raya del Rosellón, en un avance sin dudas hacia Perpiñán, una ciudad en la que los aragoneses habían hecho trabajar a albañiles y carpinteros para levantar defensas. La moral dentro de la ciudad era tan neta que, muy pronto, De Bresse se dio cuenta de que se enfrentaba, en el mejor de los casos, a un asedio largo. Tirando de manual, los franceses devastaron toda la zona alrededor de la ciudad, arrasando los campos; la verdad, esto fue la típica reacción de un francés, a quien, por lo general, el tema de que al vulgo pueblo le caigas bien nunca le ha preocupado mucho, quizá porque sabiamente asumen que ellos, muy simpáticos, no son. El 19 de junio, De Bresse intentó un asalto que pretendía ser definitivo, sobre diversos puntos de la ciudad a la vez, pero los aragoneses, tercamente, le rechazaron. Después de aquello se presentó el cambio cismático, lo cual quiere decir que hizo un verano resiliente, empoderado, sostenible y con unas temperaturas de escándalo, y aquello fue la puntilla para compañías enteras de la formación francesa, que venían de tierras en las que bien podría no ponerse nunca el Sol porque, total, para lo que calienta... De hecho, los aragoneses, a pesar de las obvias privaciones que estaban viviendo intramuros, se permitieron gestos tan sobrados como hacer prisionero a Antoine du Lac durante una de sus salidas.

Mientras ocurría esto en el terreno militar propiamente dicho, no hemos de olvidar que Aragón tenía una alianza con Inglaterra y con Borgoña, ambos enemigos acérrimos de Francia en el terreno geopolítico europeo. El 23 de mayo, de hecho, un heraldo borgoñón se había presentado en el campo francés frente a la ciudad. Venía a comunicarle a De Bresse que, merced a los acuerdos firmados, Francia y Borgoña se encontraban en tregua; y que Borgoña, como condado vinculado por tratados de amistad a Aragón, consideraba que los aragoneses estaban incluidos en las cláusulas.

Como bien sabemos, De Bresse reaccionó, inicialmente, como si no hubiese escuchado a los borgoñones. Sin embargo, muy probablemente decidió acelerar las gestiones militares para el ataque global que ya tendría en mente, y es por eso que el 19 de junio se lanzó contra la ciudad. Fue un ataque precipitado, que él sabía bien que la ciudad retenía la capacidad de rechazarlo; pero no le quedaba otra porque, con todo el verano por delante, las posibilidades eran muchas de que Carlos el Temerario pudiese enviar refuerzos borgoñones a la zona y, lo que era todavía más probable, llegasen los refuerzos aragoneses que estaba preparando Fernando.

Solo o en compañía de comunicaciones desde París, eso no lo sé muy bien, el 24 de junio, viendo que su principal apuesta no había salido, De Bresse ofreció negociar y retrasó la línea de sus tropas hacia Canet y Clará. La nota de prensa del Louvre probablemente habló de algún tipo de acuerdo, de retirada táctica, de ese tipo de chorradas. Pero lo cierto es que el levantamiento del asedio de Perpiñán fue una derrota de los franceses, que fue celebrada en todo Aragón como una victoria. Por lo demás, la llegada a la ciudad del heredero, Nando, fue un acto de gran alegría. En este estado de cosas, con los aragoneses empalmados y los franceses con el biorritmo de rebajas, las capitulaciones de Canet acabaron con la invasión. Hay que indicar, en todo caso, que mientras firmaba la paz, Luis XI envió unas tropas adicionales, al mando de Luis de Crussol, con la orden de aprovechar la relajación general para tomar alguna que otra población. Crussol lo intentó en Argelés de Mar, pero no lo consiguió. Entonces se fue hacia Palau del Vidre, donde se dio de bruces con Bertrán de Armendáriz, quien le enseñó la poca sutileza que se gasta un navarro cuando está de mala hostia.

Una vez más, el rey aragonés estaba en posición de darle a los macrones en el bebe. Sin embargo, no lo hizo; prefirió negociar. Obviamente, tras el casamiento de su hijo, el epicentro de sus preocupaciones estratégicas se había movido muy lejos de los Pirineos. Ahora mismo, mantener el Rosellón y la Cerdaña eran regalos suficientes en el marco de una situación que era todavía enormemente compleja en Castilla. Así las cosas, dos plenipotenciarios: el aragonés Pere de Rocaberti y el francés Jean du Lude, negociaron el tratado de Perpiñán.

Este tratado se firmó el 17 de septiembre de 1473. En dicho documento, el rey aragonés se declara deudor de los famosos 300.000 escudos usados por los franceses para hacerse con el control de los condados, por lo que pignoraba las rentas de dichos condados hasta que la deuda quedase satisfecha. Sin embargo, ello no suponía dar el paso de entregar los territorios como prenda. Los dos condados quedaban en manos de un gobernador general, designado por el rey de Francia de una lista de diez candidatos elaborada por el rey de Aragón. Ninguno de los dos reyes podría enviar tropas al territorio de los condados mientras durase este régimen de transición para definir el estatus definitivo. Por mor del acuerdo, Rocaberti sería nombrado gobernador general, mientras que Du Lude ocupó la capitanía del castillo perpiñanense.

Con casi total seguridad, las intenciones de Juan II a la hora de honrar la deuda de 300.000 escudos eran nulas. Y yo creo que no cabe reprochárselo. ¿Por qué, de un tratado en el que Francia se había saltado las cláusulas que le habían salido del yeyuno, debía permanecer incólume una, precisamente aquélla que de forma más dura vinculaba a la corona de Aragón? El rey aragonés, por otra parte, sabía bien que los malos pagadores son reos de perder la nariz si son pringaos; pero si son señores o naciones poderosas, tienden a ser respetados. Así pues, la clave estaba en consolidar la posición de su Estado.

Juan II organizó tres misiones diplomáticas. La primera, al frente de la cual colocó a Pere de Rocaberti, iría a París; la segunda, con el patriarca alejandrino al frente, iría a Bretaña; la tercera, liderada por el conde de Prades, iría a Borgoña.

El rey francés supo de estas iniciativas muy pronto. Entre otras cosas, porque tenía que conceder los salvoconductos para que la embajada a Bretaña y la de Borgoña cruzasen sus tierras. Entendió pronto, en este sentido, que Aragón estaba lanzando una ofensiva para que la interpretación final de los acuerdos presentes y pasados entre Francia y Aragón no fuesen cosa sólo de ellos dos, terreno en el que podía soñar con imponer su punto de vista; sino fruto de eso que hoy llamamos una “negociación multilateral”, algo en lo que tenía más que perder. Así pues, comenzó por negarle a la embajada de Bretaña los salvoconductos.

Rocaberti y Prades, que habían salido juntos el 1 de febrero de 1474, no tuvieron demasiado éxito, ni en París, ni en Senlis. Aragón defendía que los condados le debían ser entregados sin pagar la deuda, ya que el servicio a cambio del cual se había adquirido la deuda no se había dado. Francia, sin embargo, argumentaba, en este caso creo yo que con razón, que por extraña que hubiera sido la suerte del grupo de lanzas francesas prestadas al rey aragonés para pelear en Cataluña en 1462, ellos igual habían corrido con el gasto, luego merecían ser reembolsados. Para colmo, el rey francés prácticamente arrestó a Rocaberti, para que no pudiera comunicar con su jefe.

Los aragoneses, en cuanto tuvieron varios días sin carta de su plenipotenciario en París, tuvieron clara una cosa: Francia se estaba haciendo un francés, esto es, estaba negociando de boquilla para así ganar tiempo y preparar tropas para una nueva invasión. Así las cosas, le comunicaron la situación a los borgoñones. Algo debió saber el rey francés de estos conciliábulos, porque al llegar los embajadores enviados a la Borgoña, que venían de vuelta, a Pont-Saint-Esprit, los franceses los hicieron detener y los llevaron a Lyon. Allí los liberaron tras mucho ir y venir; pero los volvieron a detener en Montpellier. Todo esto, claro, sin que pudieran comunicar con sus jefes aragoneses.

En junio, sin embargo, Carlos el Temerario movió ficha. Dos heraldos borgoñones visitaron a Luis XI y le vinieron a decir, con buenas palabras eso sí, que se le había visto el plumero, y que más le valía cumplir lo pactado. La respuesta del rey francés fue detener a uno de los heraldos, por lo que Carlos envió a un tercero. Todo eran maniobras de distracción, pues los franceses ya tenían su nueva tropa lista y avanzando.

Un ejército muy bien dotado cruzó el paso de Salces y se presentó en el Rosellón. El 5 de diciembre de 1474 había tomado Elna y, pronto, sitió Perpiñán. Bernat d'Oms fue capturado y rápidamente decapitado. Durante aquel asedio, los perpiñanenses se habrían de ganar el apelativo, que les fue aplicado durante mucho tiempo, de comedores de ratas. El asedio fue duro, pero la resistencia fue tal que, finalmente, los franceses hubieron de aceptar una capitulación más bien suave que les ofrecían desde la ciudad. La capitulación se firmó el 10 de marzo de 1475, pero el rey aragonés le concedió a la ciudad el título de Vila Molt Fidel; una manera de decir que nunca renunciaría a que formase parte de sus Estados. Formalmente, de hecho, le reconoció sus fueros de villa aragonesa.

A pesar de este gesto, el rey aragonés no hizo nada por defender Perpiñán. La razón es bastante evidente. Ya os he dicho que Elna cayó el 5 de diciembre de 1474. Pues bien, apenas una semana después moría el rey Enrique en Castilla. Por lo tanto, mientras los franceses sitiaban Perpiñán, y Luis XI era un rey de sobra inteligente para haber previsto algo así, en Castilla se estaba disparando la querella dinástica por la corona; una querella que, si el matrimonio de Isabel y Fernando quería aspirar a ganar, necesitaba de toda la ayuda militar que le pudiera aportar Aragón. Eran tiempos, pues, de que Juan ayudase a Fernando, no de que Fernando ayudase a Juan, como había pasado apenas unos meses antes cuando el hereu había entrado en Perpiñán.

Para Juan de Aragón, el tema, pues, estaba claro: en las Navidades de 1474, podría luchar por Perpiñán, o podía luchar por Castilla; pero no por las dos cosas a la vez. Su decisión fue muy sabia pues, verdaderamente, controlando Castilla mejoraba notablemente sus posibilidades de poder, algún día, arreglar la querella de los condados a su favor.

En fin; aunque estos temas ya los hemos contado, regresemos sobre ellos un poco. Fernando de Aragón se enteró de la muerte de su cuñado estando en tierras aragonesas. Regresó inmediatamente a Castilla. Un aspecto que habitualmente no se cita es que la primera pulsión de Fernando, y hemos de entender lógicamente que de su padre, fue reclamar la corona de Castilla en su persona. Fernando de Aragón, en efecto, era el representante masculino de la casa de Trastámara; si del derecho dinástico se hiciera una interpretación de preterición estricta sobre las mujeres en todo caso, el heredero debía de ser él. Es fácil interpretar este gesto como una prueba de ambicioso egoísmo; pero no conviene precipitarse. Es muy posible, y más todavía a la luz de los hechos, que aquel gesto fuese un gesto impostado, dirigido a la consolidación de la candidatura de Isabel, esto es, de la pareja. Fernando tenía que saber que el derecho dinástico tradicional castellano (hasta que llegaron los Borbones y, como buenos franceses, lo jodieron todo) no permitía esa interpretación. Tenía que saber, pues, que perdería. No obstante, hizo su demanda, pero también aceptó un arbitraje, que fue realizado por el cardenal de España Pedro González de Mendoza, y el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo.

Este laudo dictaminó que la prerrogativa de hacer justicia pertenecería a los dos esposos cuando estuviesen juntos; y a uno de ellos, si el otro estuviere ausente. Las cartas reales deberían venir firmadas por los dos, las monedas se acuñarían con doble esfinge, los sellos llevarían las armas de Castilla y de Aragón. Eso sí, la administración del Reino era prerrogativa propia de Isabel.

Con aquel movimiento que, como digo, tenía que saber fracasado desde el inicio, Fernando consiguió no ser el mero Príncipe de Edimburgo en Castilla. Pero Isabel, no se olvide, también consiguió cosas; consiguió una gobernación racional de una nación castellana entonces tradicionalmente dividida por facciones y enfrentamientos. Consiguió la fuerza que necesitaba para enfrentarse a lo que habría de venir.

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