El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
El califato fatimí se fue al carajo en el año 1171, dejando a los ismailitas huérfanos del que había sido su principal stronghold; y entregando el testigo de esta secta a los conocidos como asesinos. Éstos tenían varios puestos fuertes en la zona montañosa del Irán oriental, y allí Hulegu los sitió y venció definitivamente en el 1256, dos años antes de que consiguiera tomar Bagdad. En el 1271, los mamelucos egipcios tomarían la mayoría de los asentamientos asesinos cerca de las costas sirias. Como ya hemos visto, al Islam le costó imponerse entre los mongoles pero, finalmente, Ghazan se convirtió y comenzó a favorecerlos claramente en contra de los budistas, que hasta entonces habían contado con cierta comprensión, como poco, del poder.
La cosa, sin embargo, no terminó
ahí. Oljeitu, el hermano de Ghazan que habría de sustituirlo como khan de los
mongoles, tuvo coqueteos con el cristianismo y con el budismo. Aun
permaneciendo dentro del Islam, no tenía muy claro si lo bueno era la vía suní o la shií, pero finalmente un erudito, Alamah al-Hilli, lo convirtió al
duodecimanismo. Las monedas que se han recuperado de Oljeitu tienen los nombres
de los doce imanes impresos en ellas y parece ser que incluso tuvo la intención
de traerse desde Iraq a su capital iraní los restos de Alí y de Husein. Sin
embargo, nunca lo hizo, entre otras cosas porque la resistencia de los suníes,
que eran mayoritarios, fue feroz. Como consecuencia, Oljeitu quedó como un
pequeño paréntesis shií dentro de la historia del kanato musulmán, puesto que
sus sucesores adoptarían el sunismo ya de una forma permanente o
cuasi permanente.
Sin embargo, estos tiempos, pese
a ser testigos de una cierta derrota política del shiismo, son tiempos de una
cierta edad de oro teológica para los creyentes duodecimanos. Esto ocurrió
especialmente en una población llamada Hilla (de donde bien podrían proceder algunos políticos catalanes), que disfrutó de una relativa
prosperidad relativa con los mongoles, dado que éstos la habían salvado de su
pillaje y su destrucción porque los habitantes de la ciudad, shiíes duodecimanos en su inmensa mayoría, les habían ayudado a avanzar contra los
abásidas; buena parte de los shiíes, en efecto, contemplaron a los mongoles
como liberadores.
Durante esos tiempos, pues, Hilla
brilló más que Bagdad o que Qum, la gran ciudad santuario shií de lo que hoy
es Irán; el lugar donde está enterrada Fátima, la hermana del octavo imán (que
a estas alturas ya deberíais saber, sin leerlo, que fue Alí al-Rida). El mayor
exponente de ese florecimiento teológico es el citado Alamá al-Hilli; al-Hilli, aunque en español tiene una lectura un tanto grotesca que parece lo que no es, significa de Hilla, precisamente. Al-Hilli
había visto llegar a los mongoles siendo un niño, e invirtió gran parte de su
vida realizando estudios coránicos con su padre y con su tío. Trabajó codo con
codo con Nadir Aladín al-Tusi, el famoso matemático que se convertiría en visir
de Hulegu y de Abaqa, su sucesor. Como ya hemos dicho, en 1305 lo encontramos
en Tabriz, en la Corte de Oljeitu, convirtiéndolo al shiismo. El prestigio de
Alamá al-Hilli en materias de Dios, el espíritu y la moral alcanzó unas alturas
tan elevadas que incluso fue objeto de un título hasta entonces nunca
utilizado: ayatolá, que significa “el signo de Dios”.
Entre otras cosas, al-Hilli trajo
al shiismo duodecimano el concepto, hasta entonces monopolio del sunismo, de la
ijtihad, esto es, la habilidad de un reconocido erudito a la hora de utilizar
su conocimiento de la sharia y realizar un juicio independiente que solucione
una cuestión jurídica. Evidentemente, la ijtihad sigue estando por debajo del
juicio de El Profeta o de los imanes, puesto que todos ellos estaban tocados
por la prez de la certitud en sus juicios; gozaban del mismo timbre de
infalibilidad del que actualmente cuentan los Francisquitos. Sin embargo, para
todos esos momentos en los que no hay Profeta ni imán cerca, en esos momentos
en los que se plantea una cuestión que no esté literalmente solucionada a
través del criterio del Corán o de los hadith, la ijtihad es el otro engranaje
que hace funcionar los sistemas religiosos musulmanes. Para el shiismo, adoptar
este mecanismo suní fue fundamental, y es algo que tiene mucho que ver con la
fecundidad teológica de la que os he hablado. Aceptando esta institución, la
práctica del shiismo perdió una parte del rigorismo que, cuatro o cinco siglos
después de la muerte de El Profeta, ya le estaba pesando. Sin embargo, puesto
que el shiismo, y también el sunismo, huyeron de la institucionalización en
pirámide, o más bien sufrieron las consecuencias de que esa
institucionalización en pirámide (el califato) se hubiera ido a hacer gárgaras,
encontramos el que hoy es, creo yo, el principal problema metodológico que
acecha al Islam y, muy particularmente, al Islam shií: dos eruditos
distintos, desde su conciencia, pueden, y de hecho lo hacen, dirimir cuestiones
de forma diferente, incluso enfrentada. Literalmente, en ausencia de imán,
cualquier erudito está en lo correcto. Y lo mismo le pasa a todo aquél que
sigue los consejos o las órdenes de un mujtajhid o erudito: no se comete pecado
por obedecer una orden dada por un erudito.
La introducción de la ijtihad en
el shiismo, que como he tratado de insinuar algo más arriba era un proceso
absolutamente necesario para la creencia, como bien entendió al-Hilli, abrió,
sin embargo, un proceso sin fin, o que por lo menos no ha terminado en el día
presente, de cierta confusión dentro del shiismo: el proceso por el cual se han
de definir qué porciones del Corán y de la tradición de los dichos de El
Profeta están sujetas, o no, a conjetura; pueden ser, por lo tanto,
interpretadas por la ijtihad. En ese sentido, contemplar el shiismo, e incluso
el sunismo, como una creencia anclada y renuente a la evolución, es un error
tan común como fatal. En realidad, el shiismo es una creencia en evolución
permanente, puesto que, en su esencia, contiene las reglas para que sus eruditos
como tal reconocidos la renueven, realizando lecturas diferentes de la
tradición y del Libro.
Este esquema, sin embargo, no está exento de problemas logísticos o de funcionamiento, cuando menos en mi opinión, que nacen de la formulación inicial del poder dentro de la comunidad musulmana. Como habéis podido comprobar en estas notas, creo yo, el Islam tomó una decisión; decisión que, en su momento, fue crucial para otorgar al movimiento la capacidad de acometida, difusión e invasión que tuvo. Esa decisión fue integrar el mando espiritual y el mando terrenal. De esta manera, aquéllos que se colocaban al frente de las tropas, alfanje en mano, acometiendo al enemigo, eran también los comandantes de los creyentes, la autoridad religiosa. Éste es un punto en el que el cristianismo, al menos formalmente, supo ser más sutil, por así decirlo.
Esta ausencia de distinción, que los cristianos resolvimos con el meconio ése
de la Donación de Constantino, los musulmanes, à mon avis, nunca la han resuelto. Y esto afecta a los eruditos
capaces de ejercitar la ijtihad, pues al no existir una división neta entre los
asuntos del siglo y los de la eternidad, en la práctica este esquema de cosas
convierte a esos eruditos o clérigos en legisladores e impartidores de
justicia; como, de hecho, es un principio claramente reconocido en el sistema
constitucional iraní actual. Y este es un tema más shií que suní pues los
eruditos suníes, cuando menos en teoría, no alcanzan tamaño poder.
Timur, o Tamerlán, un personaje
del que ya hemos hablado en este blog, pertenecía a las tribus de las estepas
centrales que habían seguido a los mongoles en su marcha hacia el sur. Tamerlán
estaba entre ellos y era turcoparlante; y también era musulmán. Ser creyente en
el Libro, sin embargo, no le impidió matar islamitas a cascoporro según fue
invadiendo ciudades. En 1366, consiguió erigirse como gobernante de la
Transoxania. Durante las tres décadas siguientes, no haría otra cosa que
expandir su poder en la Asia Central, llegando casi hasta las puertas de Moscú.
También se dio un paseo por Irán y por India septentrional, donde llegó a
saquear Delhi; y luego, claro, se fijó en el Oriente Medio. En los últimos años
del siglo XIV, cayó sobre Bagdad, Alepo y Damasco. Murió en el 1405 en su
capital, Samarkanda.
A la muerte de Tamerlán, su hijo
Shahruk se hizo aclamar sultán, pero la dinastía ya nunca recuperó el control
sobre los territorios occidentales del imperio de Tamerlán. La capital fue
trasladada de Samarkanda a Herat, en Afganistán; allí siguieron los timuríes
hasta la muerte del último de ellos, Husein Bayqara, en 1506.
El de Tamerlán es el ejemplo más
vistoso de un proceso continuado a lo largo de los siglos, consistente en la
penetración en Oriente Medio de colectividades de origen turco o kurdo. La
mayoría de estos turcos fueron introducidos en el Islam por el sufismo, que en
diferentes épocas practicó la predicación por parte de misioneros aislados.
Estos sufíes nómadas, usualmente, portaban y explicaban creencias islámicas
mezcladas con otras creencias locales y heterodoxas, lo cual hacía más fácil
que sus mensajes llegasen y calasen en sus oyentes. En muchas ocasiones, estos
sufíes eran considerados como no musulmanes por el islamismo que podríamos
denominar oficial; y no era difícil, de hecho, que en muchos casos sus
predicaciones se mezclasen con un mesianismo exagerado, algo que se puede trazar
en ejemplos como el de Abú Yazid al-Bistami (finales del siglo IX) o Husein bin
Mansur al-Hallaj (principios del siglo X), ambos auto considerados como Dios
mismo. Hallaj, de hecho, acabó crucificado por hereje; lo cual, claro, no
sirvió para otra cosa que para que posteriores generaciones de sufíes lo venerasen.
Los sufíes se organizaban
básicamente como los jedai de Star Wars:
mediante grupos pequeños, normalmente parejas, formados por un maestro y su
discípulo. Estos pequeños grupos se organizaban en tariqa, que podemos considerar como hermandades (aunque la palabra,
literalmente, significa camino). La inmensa mayoría de estas hermandades
adoraban de forma especial la figura de Alí, aunque eso no quiere decir que
fuesen de extracción shií; de hecho, estaban bastante lejos de ello.
Lo verdaderamente importante para
la suerte histórica del Islam es el hecho de que estos turcos convertidos al
islamismo eran, a la vez, la más poderosa fuerza militar de su tiempo. La base
de la creación del imperio safaví o safavid, el verdadero responsable de que
Irán sea hoy territorio básicamente shií.
El poder safaví comenzó con Uzún
Hasán, quien era el señor de la guerra de un importante grupo de combatientes
turcos conocidos como los Ak Koyunlu, u ovejas blancas. Estos combatientes
estuvieron relativamente encapsulados en Anatolia mientras el imperio de
Tamerlán mereció tal nombre; pero con su colapso, comenzaron a expandirse hacia
el Este. Al mismo tiempo, los turcos estaban embarcados en sus propias guerras
civiles por el mando de sus gentes, guerras que en el 1457 Hasán pudo dar por
terminadas con su victoria. Algunos años más tarde, más seguro, desplazó su
capital a Tabriz. En 1469, derrotó a Abú Said, el último de los timúridas. De
esta manera, adquirió el control efectivo del actual Iraq y de gran parte de lo
que hoy es Irán.
Los safavíes llegaron al poder
en la segunda mitad del siglo XV, y permanecerían como estructura estatal más o
menos clara hasta 1722. Religiosamente hablando, eran originalmente suníes. Su
nombre proviene de una hermandad sufí fundada por un tal Sheik Safí, muerto en
1334. En la segunda mitad del siglo XI, Junayd, bisnieto de este Safí, fue
exiliado y pasó años moneando por la Anatolia oriental y el norte de Siria. Con
quién se mezcló o a quién escuchó durante esas promenades, no lo sabemos. Pero
lo que sí está claro es que esos encuentros lo influyeron en la adopción de
algunas ideas y teorías no muy ortodoxas.
Así las cosas, Junayd se declaró
descendiente de Alí, y enormes masas de turcomanos en las zonas por las que
pasaba decidieron creerle. Al parecer, este profeta se consideraba a sí mismo,
al igual que su referente, de origen divino. El poder que fue capaz de mostrar
Junayd debía de ser elevado, porque es un hecho que impresionó a Uzún Hasán,
quien decidió ofrecerle el matrimonio a una hermana suya. La pareja se casó y
tuvo un hijo, Haydar; pero, poco después, Junayd habría de morir en una
batalla. Sin embargo, la reacción de Hasán fue ofrecer otro casamiento real a
Haydar, en este caso con una hija suya. Así las cosas, la hermandad safaví
quedó íntimamente ligada a la suerte de la poderosa Ak Koyunlu.
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