El hundimiento
De Krebs a Demnin
El frente
occidental, y sobre todo las tropas británicas, se encontraba en
abril con otro problema: la falta de motivación. Cuando el final de
una guerra se adivina cercano y uno sabe que va a perderla, las
rendiciones y deserciones se multiplican. Pero la situación no es
mucho mejor entre las tropas que saben que van a ganar. El soldado
que sabe que va a ganar, en efecto, comienza a juguetear con la idea
de regresar a casa; y esto lo hace menos arriesgado. En todo ejército
que tiene ya ganado el partido se produce un movimiento que es
especialmente perceptible entre los mandos intermedios: sargentos,
capitanes y comandantes son cada vez más renuentes a aceptar
misiones arriesgadas para sus tropas, pues ahora se preguntan si
verdaderamente son necesarias, y si soportarán las bajas que
eventualmente se produzcan. Porque morir en medio de una guerra es
una desgracia; pero morir en sus últimos estertores es una putada.
A pesar de lo
dicho, todo parece indicar que el objetivo de la toma de Lübeck sí
que fue aceptado con motivación por los ingleses, que por lo general
entendieron la importancia estratégica de la operación. Así que
los integrantes de la XI División Blindada, cuando recibieron la
orden del general Miles Dempsey, comandante del II Ejército
británico, de llegarse a la ciudad a toda pastilla, trataron de
llevar a cabo la instrucción lo mejor que pudieron. A ello colaboró
la llegada a las tropas, que debió ser como a mediodía del 1 de
mayo, de la noticia de la muerte de Hitler (hago este cálculo porque
sabemos que la primera difusión radiada de la noticia se produjo en
Hamburgo a las diez y media de la mañana de aquel día).
Mientras los
blindados iban a por Lübeck, Montgomery decidió usar la VI División
Aerotransportada para llegarse a Wismar. La idea era crear un
corredor por tierra que, literalmente, cerrase Dinamarca a la llegada
de los soviéticos.
En la planicie de
Mecklenburgo, pasado el Elba la tercera colina pasados los baños, que era el teatro del avance de
Montgomery, había un cuarto de millón de soldados alemanes que,
literalmente, no tenían adónde ir, pues estaban atrapados entre el
empuje de los dos frentes de entrada en Alemania, el angloamericano y
el soviético; estaban, escribiría un bloguero estadounidense, keistered. La Aerotransportada no podía con eso ni de coña, en
el caso de los teutones decidiesen oponer resistencia. Así, pues para comenzar a avanzar hacia el Báltico, y es fácil de suponer que no le haría demasiada gracia, Montgomery tuvo que esperar a que llegasen tropas de refuerzo
enviadas por Ike (la VII División Blindada y la CXXXII
Aerotransportada, ambas estadounidenses; a las que cabe suponer que tampoco les hizo ninguna gracia el traslado de misión, pues les tocaba currar para Gargamel). En todo caso, una vez que tuvo bajo su mando a aquellas tropas, comenzó el avance el 29 de
abril, y aun así lo hizo arrastrando el escroto. La situación era,
la verdad, un tanto desesperante para él: tenía relativamente pocos
efectivos y, para colmo, dado que en ese momento no había contacto
entre los dos frentes, ni siquiera sabía dónde estaban los
soviéticos. Dicho de otra forma: la acción de Monty buscaba
contrarrestar el avance de un ejército cuya situación desconocía;
y eso lo tenía que hacer enfrentándose a otro ejército cuya acometividad también desconocía.
Haciendo de intestinos coronarias, Monty colocó a la VI
División Aerotransportada al frente del avance, al mando del general
Eric Bols, con los estadounidenses protegiendo su flanco derecho.
Como quiera que las tropas de Bols no estaban listas, el avance no
comenzó hasta el amanecer del 2 de mayo. Y menudo avance que fue.
Consciente de que lo suyo era llegar a Wismar, en mayor medida que
derrotar a los alemanes que, en su mayor parte, ya lo estaban, la vanguardia de la vanguardia del avance, formada por
los integrantes del I Batallón Paracaidista canadiense, protegido
con los carros de combate de los Royal Scots Grey, directamente no
tomaba prisioneros (prisioneros a los que Montgomery no habría
podido, en todo caso, ni alojar ni alimentar). En la mayor parte de
los casos, los canadienses se limitaron a tirarle a los alemanes
barras de chocolate desde los tanques, y seguir avanzando. Aquello era como Bienvenido Mr. Marshall, pero con tanques.
Fue una operación
muy heterodoxa. Pero sirvió, porque los angloamericanos llegaron a
Wismar en el plazo que se habían marcado. Y no sólo eso, sino que
más o menos al mismo tiempo la XI División Blindada tomaba Lübeck,
lo que permitía construir el corredor que protegería Dinamarca de
la presencia soviética.
A las 11 de la
noche del 2 de mayo, habiendo entrado ya en Wismar y establecido la
plana mayor en la ciudad, los mandos principales e intermedios se
fueron a sobarla. Pero apenas unos minutos después, algunos de
ellos, como el sargento Andy Anderson, tuvieron que levantarse. Los
rusos habían llegado a la ciudad y exigían poder entrar en ella.
Según Anderson, se mostraban muy belicosos y, en su mayoría,
estaban mamados.
El
general Bols, despertado también, logró contactar telefónicamente
con el jefe de las tropas soviéticas, general Panfilov (no confundir
con Iván Panfilov, que había muerto cuatro años antes). El ruso
informó fríamente a Bols que sus órdenes eran avanzar hacia Lübeck
y que si sus tropas no le dejaban pasar, igual él se abriría paso
con sus blindados. Bols debió de pensar eso tan castizo de para
chulo yo, y para puta tu madre,
y le contestó, también muy tranquilo, que tenía apoyo aéreo y no dudaría
en usarlo para bombardear esos famosos tanquecitos. Este argumento
movió a los rusos a aceptar una línea de demarcación que permitió
a todo el mundo regresar a la cama.
Aquél no fue el
único desencuentro entre los aliados que ahora tomaban contacto unos
con otros. Desde el 25 de abril, fecha en la que las tropas
angloamericanas y soviéticas tomaron contacto en Torgau, el comienzo
de las negociaciones entre ambas partes se había demostrado bastante
complejo, con temas como el de los prisioneros de guerra. Ambos
componentes de las fuerzas aliadas, encargados cada uno de un frente,
se encontraron con la situación de que, conforme iban liberando
campos de prisioneros alemanes, se encontraban con contingentes cada
vez mayores de prisioneros aliados que eran, por así decirlo, del
otro lado. Resolver este problema no era sencillo, sobre todo por
parte soviética. Los rusos, en efecto, tenían un sistema bastante
ineficiente para encargarse de los prisioneros británicos,
estadounidenses, canadienses, neozelandeses y australianos: de hecho,
los convertían de nuevo en prisioneros, llevándolos a campos de
Odesa y Ucrania; y, una vez allí, y sólo tras complejísimos
procesos burocráticos, los iban liberando con cuentagotas. Los
soviéticos, por otra parte, tenían quejas, no del todo mal tiradas,
de que el trato hacia los prisioneros soviéticos en los campos
liberados en el frente occidental no había sido precisamente
exquisito.
Con todo, el
principal problema entre aliados era de mucho mayor calado: tenía
que ver con el hecho de que el hombre que había armado en Estados
Unidos las bases de la colaboración entre aliados, el hombre de
Teherán y de Yalta, ya no estaba sobre la Tierra.
Muchos de los
lectores de estas notas, si no todos, sabrán bien que el sistema
político estadounidense está basado en el equilibrio de poderes, en
la combinación de esferas de influencia. Esto hace que un presidente
sea siempre una persona cuyo cargo es el resultado de una serie de
complejas alianzas que se tejen previamente, en algunos casos años
antes. Precisamente por eso, no es muy normal que, en la política
estadounidense, presidente y vicepresidente sean personas
absolutamente sintonizadas desde el punto de vista ideológico y
estratégico. Más bien, lo normal es lo contrario. La primera
función de un vicepresidente de los Estados Unidos es haber ayudado
a su presidente a ganar, y por eso es de gilipollas que sea un mero
clon de su jefe. Para entendernos, en el sistema estadounidense, un
ticket presidencial formado por Pablo Iglesias e Irene Montero
sería una combinación urdida por tontos del culo con balcones a la
calle y trienios de antigüedad; pues parece obvio que ambos tienen
exactamente los mismos votantes. La operación matemática, pues,
sería 1+1=1. La lógica dicta que, como poco, Iglesias o Montero
presentasen su candidatura a la presidencia con Íñigo Errejón en
el ticket. Y ya, si pudieran convencer a Santiago Abascal,
mejor que mejor.
Aunque en la
historia de los EEUU hay decenas de ejemplos de presidentes y
vicepresidentes que se parecían políticamente menos que los
hermanos Calatrava, pocos serán más evidentes que el caso de
Franklin Delano Roosevelt y Harry Truman. Además, y esto es
importante para lo que estamos perpetrando aquí, esas diferencias
eran especialmente acusadas en el campo de la política exterior. A
Roosevelt, ya lo hemos visto en nuestras notas sobre Yalta, no le
importaba que porciones del mundo no fuesen libres porque se fiaba, o
decía fiarse, de Stalin. Truman, sin embargo, concebía la posguerra
mundial como una nueva guerra, la Guerra Fría, cuyo objetivo era
luchar por los principios democráticos en cualquier esquina del
mundo. Su alergia al bolchevismo era tal que en 1941 había llegado a
decir públicamente que lo mejor que le podría pasar al mundo es que
comunistas y nazis se matasen entre ellos.
La URSS, todo hay
que decirlo, nunca se había sentido totalmente cómoda entre los
aliados. Había visto, por ejemplo, cómo Churchill y Roosevelt se
reunían en Quebec, en Casablanca y en Nueva York, sin que en ninguno
de estos casos les hubieran guardado una silla. Pero, sobre todo, lo
que no perdonaba Moscú es que, en pleno ataque alemán sobre la URSS
con todo lo gordo, verano de 1942, los aliados occidentales hubieran
suspendido el envío de material. En septiembre de 1943 existía, tal
y como yo lo veo, un peligro real de que la coalición se
resquebrajase; la conferencia de Teherán se convocó para tapar esa
grieta, y hay que decir que cumplió su función.
Roosevelt siempre
decía que los soviéticos cambiaban muy a menudo de opinión y que
nunca se podía saber con qué te iban a salir; así pues, había
optado por dejarles hacer, conscientes de que su último, último
acto, sería siempre, o casi siempre, favorable a los intereses
aliados, pues al fin y al cabo estaban en una coalición. Pero Truman
estaba hecho de otra pasta. Educado en una familia que no pasaba una
y que de hecho era siempre híper crítica con todo y con todos
(incluido el propio Truman, de cuyas posibilidades como político
dudaban incluso sus mayores), Harry era un tipo que estaba
acostumbrado a soltar un meco cada vez que alguien se equivocaba, o
él pensaba que se estaba equivocando; y no vio razón para aplicarle
a los soviéticos otro cuaderno moral.
Así las cosas,
cuando Truman llegó al despacho oval se encontró con una orden de
su antecesor, aplaudida por Eisenhower en Europa, en el sentido de
que los acuerdos de lend lease, esto es el tráfico de
material hacia la URSS, deberían firmarse y atenderse siempre,
incluso en el caso de que dicha expedición no fuese muy compatible
con las propias necesidades de la defensa estadounidense. Truman se
cargó la estrategia sin pestañear, por lo que suministros que
normalmente habrían ido hacia la URSS comenzaron a bombearse hacia
el frente occidental. En opinión de Truman, si la URSS los quería,
tendría que darle primero la patita y obedecer a la orden plas, plas, sit.
De forma más
clara, Truman hizo más que evidente, desde el primer día de su
mandato, que el papel que tanto le gustaba a Roosevelt de árbitro
moderado entre dos posiciones radicales: la de Churchill y la de
Stalin, no le iba ni el huevo. Así, comenzó a hacer pandi con el
premier británico en una cuestión tras otra. Le puso la proa al
proyecto soviético de repetir en Austria el experimento del gobierno
de Lublin en Polonia; gobierno éste último que, a pesar de haber
sobrevivido a Yalta, recibió rápidamente su crítica y oposición.
Se dice que Truman
estaba deseando entrevistarse con Stalin; pero el hecho es que no
hizo gestos públicos algunos que mostrasen dicho deseo. Su primer
encuentro con el alto poder soviético se produjo el 23 de abril de
1945, pero fue con el ministro de Exteriores de Moscú, Viacheslav
Molotov. En dicho encuentro, Molotov pudo comprobar hasta qué punto
habían cambiado los puntos de vista de la avenida Pensilvania sobre
el tema polaco. No obstante, Washington aplicó una especie de doble
política con su aliado soviético, pues lo que Truman negaba en el
plano político, Eisenhower lo daba en el militar. Ike era un
protegido de George Marshall, el jefe del Ejército estadounidense,
quien contaba con toda la confianza de Truman. En consecuencia, las
decisiones, muchas, que tomó sobre el terreno la cabeza del SHAEF y
que favorecieron a los soviéticos nunca fueron cuestionadas ni por
su mando jerárquico, ni por el político.
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