En el siglo XVIII, al contrario de lo que nos dice el
imaginario colectivo (e ignorante), España estaba preocupada, y sus elites lo
estaban con ella. La gente imagina, bajo el palio del concepto Antiguo Régimen,
a unos tipos metidos en sus grandes mansiones pasando totalmente de los males
de la patria y disfrutando de sus privilegios. Esta imagen, como digo muy
extendida incluso entre dizque maestros de la cosa, equivale a sostener que
España, en el siglo XVIII, era un país de gilipollas. Porque hay que ser
gilipollas para aspirar a que tu coche te lleve de un sitio a otro eternamente
y, sin embargo, jamás hacerle ninguna labor de mantenimiento.
Lejos de lo que nos dice este imaginario, la España culta del
siglo XVIII, y muy especialmente la gobernante, estaba preocupada por el hecho
de que España no carburase como modelo económico. Muchos de aquellos españoles
estaban perfectamente informados de cómo habían avanzado las teorías de la política
económica; comenzaban a comprender que el mantra en el que se había sostenido
la pretendida supremacía económica española, el acceso casi ilimitado a la
plata, era un mantra de mierda (por no mencionar que el acceso a la plata era
cada vez más limitado). Cualquier rey con dos dedos de frente comprendía que
las razones del endeudamiento exponencial de España eran dos: los gastos
excesivos (la que se tiene por razón única por muchos); y la incapacidad de
allegar ingresos internamente. España necesitaba, lo diremos en términos
actuales, una clase media, o algo que se le pareciese. Y, en aquellos momentos,
esa clase media sólo podía salir del campo; luego llegaría una cosa llamada
Revolución Industrial, que no es otra cosa que un proceso por el cual se descubre
de que es mucho más fácil, más rápido y más multiplicador generar ese proceso
en las ciudades. Pero eso, como digo, nos llegó mucho después.
Los proyectos de desarrollo de modelos económicos tanto
agrícola como embrionariamente industrial habían fracasado por incomparecencia
del consumo privado. En un mundo económico proteccionista, ¿de qué servía
producir si dentro del mercado no había nadie con capacidad de comprar? Esa
clase de gentes compradoras de libros, de sillas, de camas, de vestidos, sólo podía
salir del campo; pero la gente del campo estaba acogotada. Apenas tenía tierras
en propiedad, por lo que, en la mayoría de los casos, explotaba tierras de
otros. Aquellos apareceros, pues, soportaban dos fiscalidades (la Iglesia y el
Estado) amén de honrar los compromisos con su terrateniente; apenas les quedaba
para sobrevivir. Hacía falta alguna política que favoreciese la obtención de un
beneficio suficiente por parte de estos agricultores.
El 10 de octubre de 1749, la Gazeta publicó un decreto real
por el que se establecía una importante reforma fiscal, o más bien
reclasificación de impuestos, por la cual se creó una única contribución que
absorbía los millones, las alcabalas, los cientos, el servicio ordinario y
otras figuras fiscales. Este gesto, además de demostrar una voluntad por parte
del Estado por racionalizar y mejorar sus ingresos fiscales, también está
demostrando una mayoría de edad de ese Estado a la hora de disponer de
información precisa sobre los objetos sometidos a gravamen. Hija de esa reforma
fiscal es la revisión catastral de Ensenada, que hoy es una información de gran
valor para los historiadores sociales; y que en ese momento sirvió para
descubrir que algo más de la quinta parte de las tierras en Castilla estaba
infrautilizada.
Blanco y en botella, leche: si hace falta que los
agricultores tengan más tierras y hay mogollón de tierras infrautilizadas,
pongámoslas a su disposición. Éste es el principio general que está detrás de
la política de desamortización de tierras.
Una orden de 7 de abril de 1766 inicia el expediente de la
Ley Agraria en este sentido. Los intendentes de los pueblos fueron invitados a
dar su opinión sobre los problemas del agro con el fin de inspirar dicha ley.
Sin embargo, el texto nunca vio la luz, sobre todo por los muchos retrasos del
propio expediente previo, que se tomó dos o tres décadas. Este retraso es la
mejor prueba de que las intenciones de algunos gobernantes y teóricos
ilustrados se encontraron pronto con el problema de los propietarios de las
tierras y sus resistencias. Los baldíos o tierras infrautilizadas estaban en
poder de las denominadas manos muertas: dueños que las poseían pero no
las explotaban, como los municipios y, por supuesto, la Iglesia. Estos dos
actores, sin embargo, se resistieron todo lo que pudieron, e incluso más allá.
En 1768, el ministro Olavide decidió empezar por lo más fácil
y directo: las tierras propiedad de la Corona que estaban cedidas en su gestión
a los pueblos. Con esa intención, el ministro montó un plan que se llega a
describir, un tanto ampulosamente, como reforma agraria. El plan, en efecto,
estaba esencialmente diseñado para favorecer a quienes ya eran ricos y tenían
capacidad de labranza, a los que se les ofrecerían lotes de entre 50 y 200
fanegas a un justiprecio peritado. En este caso, el comprador debía explotar la
tierra por sí mismo. Si no era así, podía optar por la compra de lotes de hasta
2.000 fanegas, en las que debería comprometerse a instalar 40 jornaleros, a los
que cedería el usufructo, reteniendo el comprador la propiedad. Lo que quedase
se vendería en lotes pequeños, de 50 fanegas, sin más condición para el
comprador que la posesión de dos bueyes y la no posesión de más de 20 fanegas
adicionales. El comprador vendría obligado a levantar una casa en la que
habitaría con sus ganados. En un curioso ensayo de autonomía territorial, cada
provincia vendería sus tierras por su cuenta, creando una caja con los ingresos
que debería invertirse en la propia demarcación.
Cabe dudar muy poco de las intenciones sociales de Olavide:
una real provisión de 11 de abril de 1768 establece la preferencia como
compradores de los vecinos de peor condición económica. Sin embargo, el plan no
le podía salir bien porque era un plan de urgencia para allegarle al Estado unos
recursos que el Estado habría debido tener para el propio éxito del plan,
puesto que la mayoría de los potenciales compradores hubieran necesitado de
algún préstamo para empezar. Las reformas agrarias, o las haces a la
bolchevique quedándote las tierras a hostias, o las haces con un Instituto de
Crédito Oficial por medio que lo financie todo. Pero si haces la reforma para
poder tener un ICO, la has cagado, porque has puesto el carro delante de los
bueyes. En 1770, el proyecto hubo de cambiar su objetivo y dar prioridad a los
compradores ricos.
Lo que con Carlos III era una posibilidad interesante, en el
reinado de su hijo el cuarto se convirtió en una necesidad acuciante. Entre
1783 y 1808, España estuvo implicada en cuatro guerras que terminaron de arruinar
al país. Para poder enfrentar todo aquel nivel de gasto, Godoy tiró de la
emisión de deuda. El subyacente de aquella deuda eran ingresos futuros del
Estado que, por lo tanto, el Estado debía desarrollar y conseguir. La emisión
de deuda de enero de 1794 obligó a gravar una contribución especial del 10%
sobre el producto de todos los propios y arbitrios del reino. Nueve meses
después, ante una nueva emisión, fue necesario crear más impuestos. Fue en esta
emisión de septiembre de 1794 cuando comenzaron a pintar bastos para la
Iglesia. Madrid, mediante hábiles presiones, consiguió del Papa el placet
para un aumento del subsidio eclesiástico, de siete millones nada menos. A
partir de ese momento, el Estado ya no dejaría de mirar hacia las posesiones de
la Iglesia a la hora de avalar sus empréstitos y reducir su riesgo frente a los
prestamistas. Conviene recordar que cada vez que la Iglesia perdía un
privilegio fiscal y recargaba los diezmos, el Estado ganaba automáticamente ya que, en virtud de la
llamada tercia real, percibía dos novenos del diezmo eclesial.
Con el producto de éstas y otras medidas, el rey creó una
Caja de Amortización cuyo objetivo era la extinción de los vales reales, esto
es, la amortización de la deuda (de hecho, buena parte de las autorizaciones
que había concedido Pío VII lo fueron a condición de que el aumento de
recaudación se dedicase a amortizar vales, y a nada más).
El 25 de septiembre de 1798 se dictaron tres reales órdenes de honda afección para la Iglesia: se adscribían a la Caja de Amortización los rendimientos de los seis colegios mayores existentes; se incorporaban a la Corona todos los bienes de las temporalidades de jesuitas; y se mandaba vender los bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusión y expósitos, cofradías, memorias, obras pías y patronatos de legos. No obstante, todavía se trataba de bienes que habían sido cedidos a la Iglesia por el Estado o pertenecían a órdenes ya desaparecidas. No se trataba, pues, de una venta de bienes eclesiásticos stricto sensu. Pero, sin duda, la tercera de las órdenes marcaba el camino de la desamortización decimonónica.
El 25 de septiembre de 1798 se dictaron tres reales órdenes de honda afección para la Iglesia: se adscribían a la Caja de Amortización los rendimientos de los seis colegios mayores existentes; se incorporaban a la Corona todos los bienes de las temporalidades de jesuitas; y se mandaba vender los bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusión y expósitos, cofradías, memorias, obras pías y patronatos de legos. No obstante, todavía se trataba de bienes que habían sido cedidos a la Iglesia por el Estado o pertenecían a órdenes ya desaparecidas. No se trataba, pues, de una venta de bienes eclesiásticos stricto sensu. Pero, sin duda, la tercera de las órdenes marcaba el camino de la desamortización decimonónica.
Lo limitado de la medida, y lo acrecido de los problemas
económicos del país, hizo que no fuese suficiente para lo que se pretendía. Por
esta razón, en junio de 1805 se arrancaba del Papa otra autorización, ésta vez
sí, para vender bienes eclesiásticos hasta la producción de un capital de
200.000 ducados de oro anuales. Sin embargo, este decreto se demostró como de
muy difícil puesta en práctica, motivo por el cual fue anulado al año siguiente
y trocado por la autorización de vender la séptima parte de los bienes
eclesiales; venta forzada que, como en otros casos como los que ya hemos visto,
era compensada con una renta del 3% del valor de los bienes.
Éstos fueron, por lo tanto, los primeros intentos serios de
desamortización en España. Intentos que fueron realizados por personas de mayor
o menor formación ilustrada, cuyo principal defecto, por así decirlo, fue no
tener muy claro los porqués de la medida, más allá del urgente y primario de
aliviar las finanzas públicas. De una forma bastante titubeante, en aquellas
décadas de la segunda mitad del siglo XVIII se mezclaron sin demasiado control
las intenciones socializantes de un Olavide con otras convicciones ilustradas
como las de Jovellanos, más partidario de alimentar con las enajenaciones a los
ricos; haciéndolos responsables, en buena teórica liberal, de hacer prosperar a
los pobres con su propia prosperidad. La existencia de puntos de vista tan
dispares hace que la normativa del siglo, aparte de más ambiciosa que
eficiente, sea vacilante y poco efectiva.
Sin embargo, los intentos levemente desamortizadores de
Carlos III y de Godoy tuvieron la gran virtud de abrir una vía teórica que,
hasta ellos, estaba cegada por el incondicional compromiso de España con la
religión católica.
La idea quedará ahí, silente, como una garrapata histórica,
viviendo de las pocas gotas de sangre que realmente se vertieron en los últimos
años del siglo XVIII. Pareciendo muerta, todo lo que hacía era esperar. Lo tuvo
que hacer unas tres décadas, hasta que llegase al gobierno español la figura
que, normalmente, da nombre en los libros de Historia al proceso
desamortizador: Juan Álvarez Mendizábal.
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