martes, abril 18, 2017
Un libro triste (que no un triste libro)
Qué: 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular.
Quién: Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García.
Con quién: Espasa-Calpe.
Cuánto: 12,34 pavos en Kindle.
Nota: 9 sobre 10.
Supongo que algunos de mis corresponsales, cuando menos los que vivan en España, sabrán que la publicación de este libro, que acaba de salir como aquél que dice de las prensas, ha causado cierto revuelo. Se ha vendido, en algunos medios de comunicación, como la prueba fehaciente de que las elecciones de febrero del 36 fueron un fraude; que no fueron ganadas por el Frente Popular, vaya. Y, la verdad, sí: el libro va, bastante, de eso. Lo cual lo convierte en un libro triste; aunque sobre esto volveré en la despedida y cierre de este post.
Este libro va, en efecto, de lo que, más o menos desde Javier Tusell, se conoce como las elecciones del Frente Popular, porque fueron las que lo llevaron al gobierno. Buena parte de la historiografía española ha venido sosteniendo, y sostiene, que la victoria del FP supuso la vuelta al gobierno de las formas democráticas y las ideologías de progreso, que fueron frenadas por las fuerzas coligadas en el bando alzado en el golpe de Estado de julio del mismo año. Esta teoría, la verdad, ya es mercancía un tanto averiada porque no menos del 50% (y estamos siendo generosos) de los coligados en el Frente Popular no llegaron para instaurar democracia alguna, sino con el proyecto, por otra parte confesado en los foros públicos, de instaurar una dictadura (del proletariado; pero dictadura). Pero, se nos ha dicho en diversas noticias en medios, este libro de los profesores Álvarez y Villa viene a clavar otro clavo sobre el ataúd de ese tipo de teorías; pues viene a demostrar, se dice, que no sólo no eran muy demócratas, sino que ni siquiera ganaron las elecciones democráticas y manipularon los resultados.
Pues bueno: en mi modesta opinión, este libro no nos dice exactamente eso. Con un punto de vista científico y honesto, lo que nos dice Fraude y violencia es que, en realidad, las elecciones de febrero del 36 son un agujero negro de nuestra Historia; un espacio enormemente denso y tan pesado que ni la luz escapa de él, inobservable desde el exterior, acerca de cuya composición y realidad tan sólo podemos hacer especulaciones. En otras palabras: que nunca sabremos a ciencia cierta quién ganó aquellas elecciones y, lo que es más importante, por cuánto.
Cuando, hace poco, aparecieron unos diarios del caciquillo de Priego, Niceto Alcalá-Zamora, hubo quien dijo que se abría la esperanza de que entre sus notas apareciesen «los verdaderos resultados de las elecciones del 36». Álvarez y Villa vienen a demostrar, con su meticuloso mapeo de resultados, que así aparezcan ahora unos ignotos diarios u anotaciones de todos y cada uno de los protagonistas de la II República, jamás obtendremos unos resultados indiscutibles para las elecciones; porque hay demasiadas esquinas en la votación en las que las cosas fueron tan chapuceras, tan manipuladas, tan escracheadas, que aunque apareciesen nuevos conteos de sus resultados ni éstos podríamos darlos por buenos. Las elecciones de febrero del 36 se hermanan, así, con, ejem, los refererendos de Franco: sabemos cuál fue su resultado; pero si nos preguntamos qué votó la gente, ahí ya nos podemos dar por jodidos.
La cuenta básica a que se han aferrado la mayoría de medios de comunicación es que las izquierdas consiguieron con sus manipulaciones 50 diputados más de los que les habrían correspondido. Una magnitud así no les habría robado la victoria, pero sí les habría escamoteado algo mucho más importante que la victoria en sí, que es la mayoría. El gran problema que presentan las elecciones del 36 es que enfrentaron dos modelos antagónicos y mutualmente excluyentes. Sí, ya sé que la CEDA había apostado por el posibilismo republicano, así pues es una cierta traición histórica asumir las veleidades dictatoriales fascistas que le adjudicaban sus enemigos; pero no lo es menos que, en la aritmética resultante de unas elecciones equilibradas, una vez producido el descalabro del centrismo portelista, a la derecha confesional no le habría quedado otra que mantener alianzas con formaciones de derechas que hubieran querido continuar, y aun profundizar, las políticas del bienio 33-35; lo cual los habría colocado al otro lado de la zanja respecto de las izquierdas, reproduciendo con ello el esquema antes comentado de dos modelos antitéticos puestos uno frente al otro.
La gran desgracia de las elecciones del 36 fue, tal y como yo lo veo, que cuando menos un 30% de las derechas, y un 60% de las izquierdas, no estaban dispuestos a ser leal oposición de sus enemigos ganadores. Por eso, en realidad, lo importante no era ganar, sino arrasar. Porque sólo arrasando se podía aspirar a imponer el modelo de cada uno. La estrategia de las derechas fue esperar a que cayese del árbol el fruto maduro de su victoria, en la que creían. La estrategia de las izquierdas fue construir esa victoria usando el modelo del 31, sólo que sin civismo. En 1931, los primeros resultados de unas elecciones llevaron a una demostración popular inenarrable pero pacífica (los ministros de la monarquía, salidos de su reunión en el Palacio Real, atravesaron la Puerta del Sol abarrotada de manifestantes, en sus coches oficiales, sin ser molestados) que «trajo» la República. En 1936 se echó mano igual de la calle; pero ahora con violencia, con intimidación, con matonismo, torpemente secundado por las derechas más levantiscas. La barrida del Frente Popular no fue consecuencia de los votos, sino del escrutinio.
Este libro cuenta esta historia desde el principio. El principio es la formación de las coaliciones electorales y de sus listas, y el final la proclamación de elegidos. Hace, pues, un relato integral de cómo se construyeron unas elecciones raras, convocadas por un gobierno sin apoyo parlamentario que pretendía hacer una jugada muy de la Restauración: convocó las elecciones precisamente para conseguir ese apoyo que no tenía mediante la elección de sus afectos. Aunque muchos lectores se irán directamente a los capítulos finales (ésos en los que se habla del pucherazo), les recomiendo que se lo tomen con paciencia y que empiecen por la página 2. Quizá la primera parte del libro sea más rica e interesante que la segunda, a pesar de que poca gente hable de ella.
¿Por qué es tan importante esta primera parte? Pues porque es la porción de la narrativa de los autores en la que éstos, me parece a mí, establecen las responsabilidades del follón o, si se prefiere, de la catástrofe. Porque las elecciones del 36 fueron una catástrofe que inclinó el plano de España para hacer a todos sus habitantes deslizarse irremediablemente hacia una cosa que llamamos guerra civil. Todo empezó en aquellas elecciones y, consecuentemente, en los cómo y en los porqués de la convocatoria están las responsabilidades del plano inclinado. Aunque, obviamente, vosotros leeréis y juzgaréis, aquí os dejo mi opinión.
Creo que la persona que queda en peor lugar en este libro es mi paisano Manolito Portela Valladares. Un tipo de tiempos pretéritos como su jefe (ya llegaremos a él) que en el fondo creía que las cosas se podían hacer como en los tiempos que en la Casa del Reloj de la Puerta del Sol se diseñaban los resultados de unas elecciones semanas o incluso meses antes de convocarlas. Alguien (debió de ser Niceto) le contó que los españoles votan al poder y que, por lo tanto, si se les convocaba desde el poder, no hacían otra cosa que proveer al convocante de los votos suficientes para seguir en el machito. Portela era un político sin partido, un Cid sin mesnadas, de los que hubo bastantes ejemplos en aquella peripatética II República (a ver dónde estaban, si no, las fieles cohortes de Marañón, de Ortega, de Martínez Barrio, de Giral, de Gordón, de Chapaprieta...); pero fue el único que se creyó la milonga de que podría crear ese ejército a posteriori, es decir, desde el poder. No entendió, pues, que la II República había llegado para algo.
La idea no era mala: si lo que había, que lo había, era dos opciones antitéticas y mutualmente excluyentes, la salida estaba en construir una selecta minoría con capacidad de cargar el peso cada vez en un pie diferente, un centrismo capaz de querer lo mismo a papá que a mamá, que, sorbiendo draculinamente de la yugular supurante del radicalismo, obtuviese los suficientes diputados como para hacerse con la llave del armero, garantizar con ello que nadie iba a pegar un tiro y, de paso, mandar. Éste fue, más o menos, el fistro diodenal que se parieron entre el Alcalá y el Portela, atontolinaos por un poder que en el fondo no tenían.
La cosa salió como la mierda. Pero no es ésa la culpa de Portela (es la de Alcalá-Zamora). Su culpa fue largarse a las primeras de cambio, en cuanto vio el cariz que tomaban las cosas. En puridad, que el portelismo no se hubiese comido un sobao en aquellas elecciones era buena noticia, porque venía a suponer que, así, un escrutinio realmente complicado podría ser coordinado por fuerzas que, en realidad, no se jugaban gran cosa en él, porque no habían recibido la confianza de los votantes. Pero, claro, para ver las cosas así hay que tener altura de miras y sentido de Estado; y eso era algo de lo que Portela carecía. Una vez que vio que lo suyo no se arreglaba, dobló parsimoniosamente el tablero del parchís, lo metió en la caja de Juegos Reunidos, y se fue a su casa a cascarla. Dejó tras de sí a una red de gobernadores y autoridades locales inermes que fueron rápidamente sustituidos por los reyes del escrache; momento a partir del cual ya, la verdad, es resultado de los escrutinios da igual, porque las seguridades sobre su imparcialidad eran más bien pocas. Portela, pues, deconstruyó el caos de las elecciones del 36 por omisión.
El segundo responsable me parece a mí que es Alcalá-Zamora. Las convicciones democráticas de aquel presidente que vivió muchos más años en el viejo régimen que en el nuevo eran bastante pocas, la verdad; repásese la conferencia que dio en Valencia más o menos un año antes del 14 de abril, una especie de I had a dream así en plan cordobés jurisconsulto en el que describe la República ideal (para él); y compárese con la realidad.
Alcalá era un diletante de salón, un finísimo abogado de gran cultura y cintura de cemento armado. Tenía, además, un concepto patrimonial de su magistratura, lo cual quiere decir que no se consideraba presidente de la República con la misión de sancionar lo que ocurriese, sino que se creía primer magistrado del Estado con el derecho, y el deber, de hacer que las cosas ocurriesen como a él le hacía pandán. Su gran error, que ciertamente en el libro queda apenas esbozado, fue no admitir la deriva que había adoptado la República tras las elecciones del 33. Prefirió gobiernos presididos por actorcillos sin claque a que gobernase quien no le gustaba (la CEDA), porque en el fondo compartía ese concepto patrimonial de la República que tenían eso que hoy llamamos las izquierdas burguesas.
El tercer gran responsable, siempre insisto según mi opinión pero derivando de lo contado en el libro, es Largo Caballero. Debo decir, en todo caso, que es en el análisis de la evolución de esta mula honesta (así lo llamaba Besteiro: honesta, pero mula) donde el libro flojea más. Nos cuenta, desde luego, el papel fundamental que jugó el PSOE en la formación del Frente Popular y de las listas, y el papel fundamental que jugó Largo dentro de la estrategia del PSOE. Pero se queda un poco corto, a mi modo de ver, a la hora de escarbar en los porqués de esa estrategia. A mon avis, hay dos: uno, obvio, Largo era un socialista de libro y, por lo tanto, creía en la dictadura del proletariado (inciso tonto: qué gracia me hacen los políticos socialistas cuando salen en la tele diciendo eso de yo asumo toda la Historia de mi partido. Será porque no la conoces...) Pero la segunda razón, mucho más importante que sus convicciones ideológicas, era estratégica: el estuquista se sentía, desde los lejanos días de Primo de Rivera, presionado por el anarcosindicalismo, que aparecía ante muchos españoles como la auténtica izquierda.
Largo fue al Frente Popular para arrinconar a la CNT y la FAI. Hay un documento muy significativo a este respecto, publicado por Amaro del Rosal, que son las actas del Consejo Nacional de la UGT que, a finales de 1933, decidieron optar por la vía revolucionaria, deshacerse de Besteiro y nombrar a Largo. Cuando se leen esas actas se aprecian intervenciones de dirigentes sindicales (como Del Rosal, o Felipe Pretel) que son sinceros defensores de soluciones marxistas. Pero hay otros que lanzan un mensaje distinto: en mi demarcación, o en mi sector, los anarquistas nos están comiendo por las patas, y hay que hacer algo. Ese hay que hacer algo tiene mucho que ver con las cosas que dijo, hizo, aceptó o rechazó Largo durante las semanas previas a las elecciones del 36.
Detrás de estos tres grandes culpables quedan otros, como Azaña, Martínez Barrio o un Casares Quiroga al que apenas se adivina (y que no pudo ser ajeno a los gravísimos problemas ocurridos en La Coruña), pero no los explicaré por no aburrir demasiado con este post. Quede aquí, en todo caso, el concepto de que tan venturosa es la lectura de los capítulos del libro que se refieren a eso de lo que todo el mundo habla, como aquellas páginas anteriores que lo enmarcan.
Poco queda por decir... ¡ah, sí! Me queda justificar el título del post. Es un libro triste, sí.
Los profesores Álvarez y Villa no parecen haber encontrado unas páginas ocultas en el archivo hasta ahora ignoto de un personaje de la República. En puridad, sus fuentes están ahí, esperando ser estudiadas, desde hace 80 años. El hecho de que un libro como éste se escriba en el 2017 es el más preciso retrato de la situación de pobredumbre intelectual en la que se ha movido la historiografía española sobre la guerra civil desde hace ocho décadas. No se trata de defender ninguna tesis; se trata, simple y llanamente, de constatar que la función del historiador: el análisis desapasionado y científico, ha sido conculcada demasiadas veces. Primero por la Historia oficial, franquista; y después por una Historia revanchista que ha escrito la tesis antes que el desarrollo.
A los propios autores de este libro les pasa un poco esto. Probablemente buscando no tener más conflictos que los estrictamente necesarios, en todo su libro se refieren a la mal llamada Revolución de Asturias con el recurso de colocar el mes en que ocurrió entre comillas. Hablan, pues, de «Octubre»; lo cual no deja de ser una forma de no llamarle golpe de Estado a lo que lo fue. Ellos mismos parecen ser conscientes de que ni siquiera ahora están las cosas lo suficientemente maduras como para llamar a las cosas por su nombre.
Es muy triste que andemos todavía con éstas. Es muy triste que demos un nivel intelectual tan pobre y, además, contando con una base documental tan amplia (porque de pocos periodos históricos hay más memorias, más análisis en frío y en caliente, que de nuestra guerra civil). Es muy triste que, a día de hoy, todavía estemos discutiendo sobre la limpieza de unas elecciones en las que hubo juntas electorales que realizaron el escrutinio rodeadas de mastuerzos vociferantes que amenazaban con arrasar con todo si el resultado del escrutinio no era el que ellos creían que había sido; unas elecciones en las que se anularon escrutinios porque existía, o se decía que existía, la «convicción moral» de que las elecciones no habían sido limpias, sin prueba alguna; mientras que en otras, existiendo actas notariales de serias irregularidades, los resultados no fueron cuestionados porque cuadraban con lo que se quería que saliese.
Es muy triste que miremos nuestro ombligo, y seamos incapaces de ver sus pelusillas. Decía Santayana que el pueblo que desconoce la Historia está condenado a repetirla. A nosotros eso nos aplica mal; mejor nos va con el aforismo de que el pueblo que distorsiona su Historia está condenado a ser tonto del culo.
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