Algún día, espero no que no muy lejano, debería yo ocupar una serie de artículos al final de la segunda guerra mundial. Pocas personas, me da la impresión, saben que el día de la victoria sobre Alemania es celebrada en días distintos por los aliados occidentales y el aliado oriental (sobre todo cuando era la URSS), y los porqués de esa diferencia. Es una historia interesante, como interesante es, casi siempre, la historia de cómo se terminan las guerras; aunque por lo general estemos más interesados en conocer cómo empiezan.
Mientras esperamos todos a que llegue el día que tenga el tiempo para abordar esta movida, baste como pequeño aperitivo algunas notas sobre uno de los aspectos colaterales del final de la segunda guerra mundial, como fue el destino de los principales jerarcas nazis. En este caso, de uno de los principales: Hermann Göring. Göring, como todo el mundo sabe, se suicidó tras ser condenado en los juicios de Nuremberg, lo cual equivale a decir que se mató cinco minutos antes de que lo ejecutasen. Pero en el momento que quiero detener en este post, faltaba todavía mucho para que eso ocurriese. Lo que yo quiero contaros hoy es que la entrega a las tropas estadounidenses del mariscal de campo Hermann Göring se convirtió en un auténtico grano en el culo para el ejército de los Estados Unidos.
Cuando Göring decidió enviar al coronel Walter von Brauchitsch al puesto de mando de la 36ª División del VII Ejército estadounidense, cerca de los Alpes, estaba en una situación bastante comprometida. El mariscal de campo y máximo mandatario nazi en Prusia (asimismo, el principal motor de aquella Alemania) siempre había formado parte de las dos G (Göring y Göbbels) que habían aspirado, secreta y no tan secretamente, a sustituir a Adolf Hitler si algún día se moría, se invalidaba o se retiraba. Göbels, que en los inicios del poder nacionalsocialista había jugado sus propias cartas sin recato y por eso las pasó como las pasó durante la Noche de los Cuchillos Largos por un quítame allá esos contactillos clandestinos con Röhm, terminó la guerra siendo un devoto hitleriano; tan, tan devoto que acompañó a su canciller en el búnker berlinés (cosa que la mayoría de los demás no hicieron) y hasta se suicidó con él, aceptó el suicidio de su mujer y se llevó a sus seis hijos con él. Göring, sin embargo, estaba hecho de otra pasta. Desde el inicio había sido un nazi de conveniencia y, por lo tanto, cuando dejó de interesarle ser nazi, adoptó con toda naturalidad el proyecto de desnazificarse.
Cuando Göring supo que Hitler se había quedado en el búnker de Berlín y tuvo claro que su posición era desesperada, le envió un telegrama ofreciéndose a tomar el poder de Alemania en su nombre. En realidad, como se ocupaba de recordar en el mensaje, el mariscal no hacía sino usar la ley para ello, pues el Estado nacionalsocialista, como todos o casi todos, por tener, tenía un cuerpo legal que preveía la posibilidad de que el canciller no pudiera seguir ejerciendo el poder y, consiguientemente, hubiera de ser sustituido. Göring, sin embargo, no contaba con que Hitler no tuviese ni la menor intención de aplicar esas normas.
El canciller alemán respondió (genio y figura, literalmente, hasta la sepultura) ordenando el arresto y ejecución inmediatos de quien había sido su mano derecha (también literalmente). Así pues, Göring sabía que cualquier soldado que se cruzase con él, y que hubiese tenido la oportunidad de tener noticia de la orden del Führer, debía fusilarlo. En realidad, tuvo la suerte de quedar al cargo del último general en jefe de la Luftwaffe, Karl Koller,que no se atrevió a matarlo.
Göring carecía de alternativas por el lado, por así decirlo, nacionalsocialista. Pero tenía un tanto a su favor: se encontraba físicamente ubicado en el área de Alemania que estaban ocupando los aliados occidentales. Un tanto desconectado de la realidad, un tanto mucho, Göring decidió entregarse a los estadounidenses ofreciéndose para parlamentar personalmente con Eisenhower, esto es, considerando que el ejército estadounidense lo consideraría persona con poder dentro del régimen nazi. Sin embargo, la verdad es que los americanos no picaron: Göring jamás parlamentaría con el jefe de las tropas aliadas en el frente occidental. Parece ser que pensaba ofrecerle la entrega de una superarma aérea presuntamente en poder de los alemanes, pero tengo yo por mí que en esto, también Göbels lo había dejado sin merienda. Al comienzo del avance ruso sobre Berlín, el ministro de Propaganda había jugueteado en algunas de sus últimas declaraciones públicas con el mito de la Guarida del Lobo, todo eso de que los nazis tenían unas tropas ocultas en las montañas de Baviera con armas superpoderosas y tal. Los estadounidenses llegaron a creer cuando menos parcialmente aquellas historias, y es por eso le dejaron a Stalin el campo expedito hasta Berlín; pero para cuando Göring se entregó, ya no creían esas patochadas. La oferta del mariscal no les dio ni frío ni calor.
El general de la división Robert J. Stack y el mariscal quedaron en un cruce de carreteras y, cuando se encontraron, Göring le ofreció la mano y Stack se la estrechó, por cortesía militar. Ahí comenzó el calvario de opinión pública del ejército estadounidense, puesto que cuando el gesto se supo en EEUU, la prensa estalló en improperios contra Stack, que lo acompañaron toda su vida.
El propio general al mando de la división, John E. Dahlquist, fue linchado por la prensa cuando se supo que, tras llegar al puesto de mando, le había dado al detenido un pollo asado entero con puré de patatas y judías verdes (el saque de Göring era legendario). El Ejército americano argumentó, sin éxito, que aquél era el rancho del día de los soldados (y una mierda).
Para colmo, Göring hizo traer a su encierro de Kitzbühel nada menos que 14 camiones con su equipaje completo, además de toda su familia y algunos criados. En Estados Unidos, la opinión púbica estalló cuando se enteró.
Los únicos que estuvieron a la altura de trato con un criminal de guerra fueron los seis soldados tejanos que fueron adscritos a su escolta en Kitzbühel. Cuando se dirigían todos a la casa, Góring se volvió hacia ellos y, en tono jocoso, les dijo: «Vigiladme bien, no me vaya a escapar». Parece ser que los tejanos le contestaron con referencias a la posibilidad de meterle un cañón por el ano si intentaba escapar, y otras lindezas.
De hecho, Hermann Göring celebró una conferencia de prensa con un grupo de periodistas a las pocas horas de ser apresado. Fue una conferencia de prensa apresurada (Göring pretextó desde su comienzo que tenía hambre) y, la verdad, aporta bastante poca cosa, pues eso mismo, poca cosa, es lo que Göring estaba en condiciones de aportar en ese momento. Sobre Hitler, respondió con evasivas. En realidad, respondió con evasivas a casi todo. Sin ir más lejos, cuando se le preguntó qué potencia tenía la Luftwaffe al comenzar la guerra, dijo que no lo recordaba, lo cual es todo un logro amnésico para alguien que, como jefe del arma, estaba obligado a conocer el dato. Sí reconoció, en cambio, haber ordenado personalmente el bombardeo de Coventry (que justificó diciendo que era una población industrial), pero se quitó de en medio en el de Canterbury que, dijo, había sido ordenado por el Alto Mando (más alto que él, ya estaba Hitler) como represalia por el bombardeo de una ciudad universitaria alemana que no consiguió recordar.
Con esa facilidad que aporta siempre hablar a toro pasado, Göring confesó que desde que los rusos habían roto el frente del Este había tenido claro que Alemania podía perder la guerra, pero que Hitler se negaba a escuchar estas valoraciones (cosa probablemente cierta).
En el ámbito personal, Göring cargó contra Hitler, al que responsabilizó de no querer ver las dificultades bélicas de Alemania y responsabilizó directamente de los campos de concentración; así como contra Martin Bormann, al que acusó de haber secuestrado sicológicamente a Hitler (esta acusación era un gambito por su parte: Bormann era el firmante del decreto por el que el almirante Dönitz era nombrado sucesor de Hitler, y Göring necesitaba desacreditar ese decreto para poder postularse él como canciller). También expresó su sorpresa por haber sido incluido en la lista de criminales de guerra porque, adujo, él no había matado a nadie.
Una buena prueba de lo jodidas que se habían puesto las cosas con la opinión pública americana es que dicha conferencia de prensa nunca se publicó: el cuartel general de Ike Eisenhower censuró los telegramas de los periodistas, por miedo a que el escándalo fuese mayor de lo que ya era. De hecho, las notas taquigráficas de aquella rueda de prensa no fueron publicadas hasta 1954, cuando ya solo le interesaban a los historiadores, y no muchos.
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