Recuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.
Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson.
Luego ha llegado el momento de contaros la guerra de 1812 y su frágil solución. Luego nos hemos dado un paseo por los tiempos de Monroe, hasta que hemos entrado en la Jacksonian Democracy. Una vez allí, hemos analizado dicho mandato, y las complicadas relaciones de Jackson con su vicepresidente, para pasar a contaros la guerra del Second National Bank y el burbujón inmobiliario que provocó.
Luego hemos pasado, lógicamente, al pinchazo de la burbuja, imponente marrón que se tuvo que comer Martin van Buren quien, quizá por eso, debió dejar paso a Harrison, que se lo dejó a Tyler. Este tiempo se caracterizó por problemas con los británicos y el estallido de la cuestión de Texas. Luego llegó la presidencia de Polk y la lenta evolución hacia la guerra con México, y la guerra propiamente dicha, tras la cual rebrotó la esclavitud como gran problema nacional, por ejemplo en la compleja cuestión de California. Tras plantearse ese problema, los Estados Unidos comenzaron a globalizarse, poniendo las cosas cada vez más difíciles al Sur, y peor que se pusieron las cosas cuando el follón de la Kansas-Nebraska Act. A partir de aquí, ya hemos ido derechitos hacia la secesión, que llegó cuando llegó Lincoln. Lo cual nos ha llevado a explicar cómo se configuró cada bando ante la guerra.
Comenzando la guerra, hemos pasado de Bull Run a Antietam, para pasar después a la declaración de emancipación de Lincoln y sus consecuencias; y, ya después, al final de la guerra e, inmediatamente, el asesinato de Lincoln.
Aunque eso no era sino el principio del problema. La reconstrucción se demostró difícil, amén de preñada de enfrentamientos entre la Casa Blanca y el Congreso. A esto siguió el parto, nada fácil, de la décimo cuarta enmienda. Entrando ya en una fase más normalizada, hemos tenido noticia del muy corrupto mandato del presidente Grant. Que no podía terminar sino de forma escandalosa que el bochornoso escrutinio de la elección Tilden-Hayes.
Aprovechando que le mandato de Rutherford Hayes fue como aburridito, hemos empezado a decir cosas sobre el desarrollo económico de las nuevas tierras de los EEUU, con sus vacas, aceros y pozos de petróleo. Y, antes de irnos de vacaciones, nos hemos embarcado en algunas movidas, la principal de ellas la reforma de los ferrocarriles del presi Grover Cleveland. Ya de vuelta, hemos contado los turbulentos años del congreso de millonarios del presidente Harrison, y su política que le llevó a perder las elecciones a favor, otra vez, de Cleveland. Después nos hemos enfrentado al auge del populismo americano y, luego, ya nos hemos metido de lleno en el nacimiento del imperialismo y la guerra contra España, que marca el comienzo de la fase imperialista del país, incluyendo la política asiática y la construcción del canal de Panamá.
Ahora que le hemos dado la vuelta a la esquina del siglo XX, es importante detenernos en un aspecto de la evolución de los Estados Unidos que a menudo queda soslayado por muchos puntos de vista, notablemente los europeos. A los europeos, en efecto, nos gusta juzgar a los Estados Unidos como un jardín ultraliberal donde ninguna de las ideas, digamos, progresistas, tiene el menor espacio. En realidad, esto no es así. Estados Unidos también ha tenido, y tiene, sus coqueteos con la política que nosotros diríamos socialdemócrata y, de hecho, ha tenido esos escarceos desde muy pronto en su existencia. Pero muy especialmente, como decimos, con el cambio de siglo.
El
último cuarto del siglo XIX y el comienzo del XX, en efecto, son un
teatro importantísimo para el desarrollo de las ideas progresivas en
Estados Unidos. Como los EEUU son como son, todo esto llegó desde el
cristianismo. En 1879, un reformador evangélico, Henry George,
publicó un libro, Progress
and poverty,
cuyo título ya deja bien claras sus intenciones de llamar la
atención sobre el problema creado por un progreso (el de Estados
Unidos fue muy fuerte y se produjo en muy poco tiempo) que dejaba
demasiada gente atrás. Tras él, Edward Bellamy publicó otra obra,
Looking
Backward,
que fue un auténtico best seller, en la que propugnaba una economía
más nacionalizada.
Los
progresivos o progresistas evangélicos tuvieron un discurso que
sonará muy moderno. Apoyados en el gran pánico financiero de 1893 y
la consiguiente crisis económica, atacaron duramente al liberalismo
de quienes creían que el mercado era capaz de equilibrar todos los
problemas. Por supuesto, también les preocupaban las estrechas
relaciones entre los grandes empresarios y la política.
Al
progresismo nacido desde los teorizantes sociales se vino a unir la
función de la prensa. En los últimos años del siglo XIX, la
verdad, la prensa estadounidense había tenido poco de lo que
enorgullecerse. Su panorama había estado presidido por los medios
sensacionalistas. Sin embargo, con la llegada del siglo la cosa
cambió, ya que muchos periodistas adoptaron la labor de explicarle a
sus lectores la trastienda de la sociedad en la que vivían. Esa
función de contar lo que el poder no quiere que sepas acabó
conociéndose, y así sigue, como muckraking,
algo así como rastrillar el estiércol en sentido literal, aunque la
traducción más correcta es algo así como investigar vidas o
asuntos ajenos. El calificativo lo inauguró,
cómo no, Teddy Roosevelt, en un discurso pronunciado en 1906. Al
presidente, que reconocía que algunas de las denuncias periodísticas
tenían mucho sentido, no le gustaban estos hombres, porque
consideraba que podían acabar por generar revueltas sociales (en
realidad, no lo han hecho; de eso ya se han encargado algún que otro
encontronazo entre policías y gentes de color).
El
muckraking,
en todo caso, vino a coincidir, y la cosa no es casualidad, con la
época de las grandes revistas americanas. En el siglo XIX, en las
casas burguesas se habían visto revistas, desde luego, pero de corte
muy galante. Con el siglo XX llegó la revista popular,
polémica, cabrona. Algunas revistas conservadoras ya existentes,
como el Saturday
Evening Post,
se renovaron y alcanzaron millones de ejemplares de tirada; pero,
además, aparecieron otras como McClure's,
Everybody's, Collier's,
e incluso una revista un tanto descarada llamada Cosmopolitan.
Estos
vientos de reforma a la fuerza tenían que llegar a los rostros de la
política. Pero el objetivo de estos cambios no fue la Casa Blanca,
que era caza mayor en ese momento. La cosa empezó por el poder
local. El movimiento por la reforma de las administraciones locales
había comenzado ya a finales del siglo XIX, logrando éxitos de
hecho como la alcaldía de Chicago en la persona de Carter Harrison.
En 1901, Tom Johnson, un industrial y propietario de líneas de tren
que había tenido una epifanía leyendo a Henry George (que estaba en
contra de la propiedad privada de la tierra) fue elegido alcalde de
Cleveland, un puesto que guardaría nueve años. Otro alcalde, el de
Toledo, llamado Samuel Golden
Rule
Jones, se unió a Johnson en el movimiento reformador. Ambos fueron
durante mucho tiempo ejemplo de otros municipios.
El
objetivo estaba claro. Tras ciento y pico de años de mamoneo vario,
el poder municipal efectivo estaba en manos de elites, normalmente
económicas, y eso tenía que cambiar. Así las cosas, los
reformadores propusieron cambiar el poder municipal por el trabajo de
comisiones administrativas independientes. El primer municipio que
aplicó esta idea, en 1901, fue el texano de Galveston. Una gran
marea había inundado toda la ciudad y la inoperancia del
ayuntamiento había encabronado a la gente. Se creó una comisión de
cinco miembros que lo hizo tan bien que, en 1914, hasta 400 ciudades
habían adoptado el sistema de encomendar la gestión local a
comisionados elegidos por los votantes. Las reformas fueron más allá
en algunos casos, empoderando a estos comisionados para poder elegir
a un experto, una especie de consejero-delegado municipal,
responsable de llevar adelante la gestión de la ciudad. A principios
de los años veinte, 300 ciudades habían adoptado este sistema,
dejando pues de tener un alcalde dedicado a inaugurar fuentes y
soltar polladas en las ruedas de prensa para pasar a tener un gerente
contratado al que podían echar si la cosa iba mal.
La
reforma local, sin embargo, sufría un obstáculo objetivo por la
importante influencia que en sus asuntos tenían las legislaturas
estatales. Por ello, el paso lógico era extender los vientos de
reforma a las asambleas estatales. Los vientos de reforma cogieron fuerza en 1900, cuando Robert M. La Follette, un tipo con el que volveremos a encontrarnos luchando contra Teddy Roosevelt, salió
elegido gobernador de Wisconsin. La Follete inventó la llamada
Wisconsin way,
consistente en aprovechar el saber y el expertise
acumulado
en las universidades locales para el gobierno estatal (nosotros también hacemos esto mismo, aunque nuestros expertos universitarios, en lugar de aconsejar sobre cómo gestionar la ciudad, aconsejan sobre los nombres de las calles o los monumentos que hay que derribar). Con este
asesoramiento se reformó el sistema ferroviario y el sistema fiscal.
En California fue elegido Hiram Johnson quien, como había prometido,
inició de inmediato una pelea con las ferroviarias hasta que las
colocó bajo supervisión estatal.
Con
todo, la principal reforma ocurrida en las legislaturas estatales fue
la imposición de primarias directas. Evidentemente, con esta forma
de elección, se pretendía que, verdaderamente, fuesen designados
los mejores, y no los que le conviniesen al partido de turno. La
reforma fue adoptada muy rápidamente. En 1916, únicamente Rhode
Island, Connecticut y Nuevo México carecían de alguna forma de
primarias directas. Asimismo, muchos Estados legislaron las iniciativas
legislativas populares. También se introdujo en algunos
casos la posibilidad de cese de responsables públicos mediante voto
popular, el viejo ostracismo griego. Fue incluso extendida a los jueces que, como bien sabemos,
en Estados Unidos son elegidos por los votantes.
Finalmente,
como gran obra del movimiento, tenemos la décimo séptima enmienda.
Esta enmienda, que fue aprobada por el Congreso el 31 de mayo de
1913, le quitó a las asambleas estatales el privilegio de nombrar a
los senadores, privilegio que pasó a los votantes.
El
movimiento progresista legisló contra el trabajo infantil (y hay que
recordar que Estados Unidos es un país que tiene cierta tradición
de cumplir las leyes que aprueba). En 1914, tan sólo un Estado no
había legislado una edad mínima laboral, entonces situada en los 14
años por lo general. En 1916, el Congreso aprobó la Keating-Owen
Act, que prohibía el comercio de bienes producidos en fábricas
donde trabajasen niños (aunque dos años después el Supremo la
declaró inconstitucional por invadir competencias estatales).
Asimismo,
desde finales del siglo XIX diversos estados, liderados en esto por
Nueva York y Massachusetts, habían limitado la jornada diaria y
semanal de las mujeres. En 1908, un empresario decidió denunciar una
ley estatal que establecía una jornada de diez horas para sus
trabajadoras; el caso terminó en el Supremo, convirtiéndose en
Muller versus Oregon. El Supremo falló contra Muller, especialmente
tras la ardorosa y eficaz defensa que hizo el abogado progresista
Louis D. Brandeis. Entre 1912 y 1923, 15 Estados habían legislado el
salario mínimo femenino. Sin embargo, algunas de estas regulaciones
fueron declaradas anticonstitucionales por el Supremo en el caso
Adkins versus Children's Hospital, sobre la base de que los jueces no
apreciaron correlación entre las horas trabajadas y la salud del
trabajador, y de que fijar un salario mínimo para mujeres adultas
violaba su libertad de contratación.
Como
se ve, el progresismo de inicios de siglo pensaba mucho en las
féminas, y es por eso que tiene una estrecha relación con el
movimiento sufraguista. Activistas como Susan B. Anthony y Elisabeth
Candy Stanton se destacaron pronto en esta movida, de la que, la
verdad, se llevaba hablando toda la segunda mitad del siglo XIX. En
1898, mientras nos dábamos de leches con los yankis, ya había
cuatro Estados que reconocían el voto de la mujer: Wyoming,
Colorado, Utah y Idaho. En 1910 el Estado de Washington preparó una
ley sobre el tema y, de hecho, el asunto del voto femenino se
convirtió en el principal tema de discusión de las presidenciales
de 1912. La llegada de Wilson a la Casa Blanca no fue muy alentadora para las
palomis, ya que Woodrow Wilson era eso que se dice un señor chapado
a la antigua (en algunas cosas, a la jurásica, incluso para su
tiempo); pero la cosa fue para delante. En 1914, las mujeres votaban
ya en 11 Estados. Así las cosas, las tías decidieron movilizarse
por la mayor: una enmienda constitucional. Montaron un lobby en
Washington y presentaron 404.000 firmas, sin internet ni hostias.
Luego llegó la Gran Guerra, durante la cual el esfuerzo femenino,
sobre todo como enfermeras, fue impresionante, por lo que en junio de
1919 la décimo novena enmienda se aprobó (por un margen muy
estrecho).
La
aprobación de esta enmienda fue prácticamente simultánea del
comienzo de la presión por otra enmienda: la prohibicionista. Los
partidarios de prohibir el alcohol en los Estados Unidos llevaban
medio siglo dando la matraca con el tema, pero hasta entonces sólo
habían conseguido la aquiescencia de cinco Estados (los muy
abstemios Kansas, Maine, Dakota del Norte, New Hampshire y Vermont).
Aunque hoy veamos el tema absurdo, debemos entender que el
prohibicionismo estaba revestido de cierta pátina progresista, por
dos razones: la primera, porque era apoyado fundamentalmente por
mujeres (muchas de ellas hasta los huevos de que sus maridos llegasen
a casa mamados y las diesen de hostias); y la segunda, porque los
grandes defensores del alcohol eran las grandes cadenas de salones y,
diríamos hoy, bares de copas, muchos de los cuales eran habituales
financiadores de los políticos no muy honrados.
Los,
y sobre todo las, prohibicionistas, habían tratado de crear en el
siglo XIX un partido prohibicionista. No lo consiguieron, pero sin
embargo la campaña se concentró mucho en dos grandes
organizaciones: la Women's Christian Temperance Union y la Temperance
Society of the Methodist Episcopal Church. El gran paso adelante se
dio en 1893 con la formación de la Anti-Saloon League. Su presión
fue tan grande que, desde 1907, los Estados fueron cayendo poco a
poco en el prohibicionismo. Finalmente, en marzo de 1913, el Congreso
aprobó la Webb-Kenyon Act, que sin embargo fue vetada por Taft. Pero
los prohibicionistas no se arredraron, y en diciembre, ya con Wilson
en el machito, propugnaron una enmienda federal. Luego estalló la
guerra, y la necesidad de hacer economías industriales, unida a la
animadversión nacional hacia los (cerveceros) alemanes, hizo el
resto. En diciembre de 1917 se aprobó la décimo octava enmienda,
ratificada en enero de 1919, con entrada en vigor un año después.
En
el avance de las ideas progresivas en la política estadounidense
tuvo mucho que ver el Partido Republicano como partido frecuentemente
gobernante, y muy particularmente la figura de Theodor Roosevelt. A
pesar de que TR era persona de ideas conservadoras, había crecido
políticamente en el rechazo a las manipulaciones del gran capital.
Se había ganado la confianza de McKinley hasta el punto de
conseguir, como ya hemos visto, ser nombrado por él Asistente
Secretario de la Marina. Su popularidad creció de forma importante
hasta ser elegido en 1898 gobernador de Nueva York. Una vez en el
poder efectivo mostró inmediatamente una independencia de carácter
e incluso ideológica que hizo temblar a las estructuras del partido (no sé si sonará esto);
como consecuencia, en las elecciones de 1900 las estructuras
republicanas decidieron parar en seco la política de aquel fogoso
político encalomándole un puesto decorativo y sin importancia:
candidato a vicepresidente formando ticket
con McKinley. Aquel movimiento fue un error que fue valorado como tal
como algún que otro prohombre republicano incluso antes de ocurrir
nada. Mark Hanna, sin ir más lejos, pronunció una frase que se hizo
legendaria a la par que premonitoria: Don't
you realize that there's only one life between this madman and the
White House? Y
esa vida, como Hanna temía, inesperadamente se retiró,
convirtiéndolo en presidente.
Teddy
Roosevelt es el creador auténtico de una cosa que no se ha parado
desde entonces: la tensión entre la avenida de Pensilvania y la
calle del Muro, o sea Wall Street. En 1902 ordenó a su Fiscal
General, Philander C. Knox, abrir un caso al amparo de la Sherman Act
(la ley anti trust de 1890) para disolver la Northern Securities
Company. La NSC había sido creada por los grandes banqueros
estadounidenses para ser la holding de las participaciones
accionariales de los grandes empresarios ferroviarios. De esta
manera, todo aquel poder accionarial se podía combinar o incluso
sindicar fácilmente, otorgando a los empresarios de los trenes un
poder en la práctica superior a la de la mayoría de los
gobernadores y, en ocasiones, el mismo presidente. El ataque de
Roosevelt fue tan fuerte que el legendario banquero J. P. Morgan
acabó viajando a Washington para negociar con él. El Supremo, en
1904, falló a favor de las tesis del gobierno, y ordenó la
disolución de la NSC.
Tras
aquel triunfo, oliendo la sangre, TR siguió adelante arremetiendo
contra los trust de la carne, del petróleo y del tabaco. También en
1902, se metió en otro fregado de importancia, aunque en este caso
relacionado con temas laborales. En mayo de aquel año, la United
Mine Workers, un sindicato dirigido por un dirigente llamado John
Mitchell, declaró la huelga en las minas de antracita, que quedaron
paradas. La huelga contó con un elevado nivel de comprensión
social, incluso cuando, al llegar el otoño, comenzó a verse que las
frías ciudades del Este iban a tener problemas en el suministro de
carbón. Roosevelt llamó a Mitchell a Washington, donde el dirigente
sindical aceptó un arbitraje. Sin embargo los propietarios de las
minas rechazaron el acuerdo, contando en que el tiempo les jugaba a
favor. En ese momento, Roosevelt puso en marcha planes para que los
miembros del Ejército trabajasen en las minas (que yo haya vivido,
eso en España también ha pasado: recuerdo una vez que los
trabajadores del metro de Madrid en huelga fueron sustituidos por
soldados). Eso sí, aprovechó el conocimiento que tenía de J. P.
Morgan para pedirle que tratase de meter en vereda a los empresarios
antes de tener que tomar esta medida. La mediación de Morgan tuvo
sus efectos, pues los propietarios de las minas aceptaron el
arbitraje, aunque con una condición: que ningún dirigente sindical
fuese nominado para la comisión de arbitraje. Roosevelt, entendiendo
el mensaje, nombró presidente de la Comisión a un “eminente
sociólogo”, como dijo; que sólo por casualidad era el ex
presidente de una de las grandes compañías ferroviarias del país.
El
arbitraje resultó como le suele pasar a estas cosas: en el medio. El
sindicato no consiguió su principal reivindicación, que era crear
una especie de mesa negociadora permanente en el sector; pero, sin
embargo, obtuvieron un incremento del 10% en el salario y la jornada
de nueve horas.
Con
estos logros en la faltriquera, Teddy se ganó la nominación
presidencial 1904 con el último de los nanocentímetros de su
glande. Entre otras cosas, el candidato republicano había conseguido
aparecer ante eso que hoy se conoce como “la gente” como un
defensor de sus derechos; pero, al mismo tiempo, logró transmitir a
los grandes empresarios la idea de que era una persona exigente pero
al tiempo razonable; el tipo de persona con la que al dinero le gusta
tratar. De hecho, muchas grandes corporaciones americanas financiaron
generosamente la campaña de Roosevelt de 1904, dato que los
demócratas convirtieron en el centro de su campaña. Para colmo, el
candidato demócrata, el juez Alton B. Parker, era un candidato tan
gris que a Roosevelt apenas le costó esfuerzo sacarle 2,6 millones
de votos.
Una
vez que se vio presidente por la votación de los estadounidenses,
Roosevelt se aplicó a profundizar sus políticas progresivas en el
ámbito económico.
Como
ya hemos tenido ocasión de tocar, la Interstate Commerce Act de
1887, diseñada para poner orden en el sector ferroviario, había
perdido casi toda su virtualidad a causa de una serie de decisiones
del Supremo que reducían enormemente las competencias de la
Interstate Commerce Commision o ICC. Roosevelt quería corregir esto, de
forma que en 1906 llegó al Congreso la Hepburn Act, que marca el
inicio de la auténtica regulación del sector de los ferrocarriles
por parte del gobierno federal. Hasta entonces la Comisión tenía la potestad de fijar
fletes máximos; aunque también es cierto que las compañías no
tenían que cumplir dicha orden hasta que fuesen obligadas a ello por
un fallo judicial. Con la nueva ley, la Comisión podía establecer
dichos fletes en el caso de recibir quejas de los usuarios, y exigir
el cumplimiento de su decisión en el plazo de treinta días. Las
compañías podían ir a los tribunales a defenderse, pero mientras
tanto tenían que aplicar las nuevas tarifas. La ley también
extendía las competencias de la ICC hacia temas como las condiciones
de refrigeración, almacenaje, equipamiento de las terminales,
coches-cama, expresos y transportes de petróleo.
La
verdad sea dicha, los empresarios contestaron con un auténtico
tsunami de demandas, unas 9.000 en dos años; la mayoría de las
cuales ganaron.
Teddy
seguía a lo suyo. En su mensaje al Congreso de 1905, el presidente
dedicó un espacio importante a la idea de impulsar una ley que
protegiese a los consumidores del uso de adulterantes y otras
circunstancias químicas en el empaquetado de productos alimenticios.
Evidentemente, el lobby sectorial se lanzó en defensa de sus
intereses. En 1906, sin embargo, recibió un inesperado golpe con la
publicación de The
Jungle,
una excelente novela de Upton Sinclair ambientada en la industria de
empaquetado de carne de Chicago. En junio de aquel año, en medio una
auténtica presión de la opinión pública con argumentos que
sonarán conocidos en plan qué estamos comiendo y tal, el Congreso
aprobó su primera ley de inspección de la industria cárnica. En
los meses siguientes, uno de los famosos periodistas muckrakers,
Samuel Hopkins Adams, publicó una serie de reportajes sobre los
peligros de las patentes farmacéuticas, lo que ayudó a la Casa
Blanca a impulsar una Pure Food and Drugs Act.
Como
hombre admirador de eso que conocemos como el Salvaje Oeste, Teddy
Roosevelt también fue un adelantado a su tiempo en lo que se refiere
a la conservación de los activos naturales de su país. Existía una
Forest Reserve Act aprobada en 1891, bajo cuyo paraguas ahora Teddy
creó reservas con una superficie de unos 150 millones de acres.
Asimismo, cerró al público 85 millones de acres en Alaska y el
noroeste del país, para así permitir las investigaciones de la
United States Geological Survey. De hecho, colocó al frente del
Departamento de Agricultura, responsable de todo aquel montaje, a un
conservacionista convencido, Gifford Pinchot, a quien muchos
estadounidenses no conocen, pero deben en buena parte la integridad
de algunos de los parques nacionales que tanto les gustan. Pinchot acabaría mal ya en la época de Taft.
El
gran reto de aquella presidencia se presentó en 1907, cuando una
competencia elevada entre banqueros provocó una seria crisis
financiera que supuso la quiebra de varios bancos y,
consecuentemente, colocó al país al borde de una seria depresión.
Los grandes hombres de negocios le aconsejaron que, para evitar males
mayores, permitiese una gran concentración: la adquisición de la
Tennessee Iron and Coal Company por la United States Steel
Corporation. El tema era que las acciones de la Tennessee estaban en
gran parte en manos de algunas casas financieras que se irían a la
mierda si no las soltaban a un precio razonable. Roosevel autorizó
la operación tapándose la nariz, pues aquella firma significaba
colocar a la USSC fuera de la potestad de las leyes anti-trust.
Hechas
todas estas cosas, en 1908 Teddy Roosevelt hizo valer la tradición
(que no era ley escrita) de que ningún presidente repitiese tras un
segundo mandato. Eso sí, para entonces tenía tanto predicamento en
el partido que no le costó convencerle de que apoyase la nominación
de su amigo y Secretario de Guerra, William Howard Taft. Los
demócratas, por su parte, decidieron apostar de nuevo por un
candidato de “la gente” viejo conocido de nosotros: William
Jennings Bryan. Bryan, sin embargo, volvió a perder, lastrado
durante toda la campaña electoral por las toneladas de argumentos
que tenían los republicanos a la hora de sustentar la idea de que
nadie había hecho más por la gente que Teddy Roosevelt.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario