miércoles, septiembre 21, 2016

Trento (3)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos.

La esencia de los jesuitas no es algo nuevo. La íntima unión entre el mundo caballeresco y religioso, entre la cruz y la espada, es algo con lo que la religión católica llevaba coqueteando, y más que coqueteando, desde los siglos de las cruzadas. En Europa, sin embargo, esta identificación colaborativa hacía desaparecido en buena medida, con la única excepción de España. España, ya en los tiempos del Renacimiento, era diferente. Como nación, tenía una especificidad que ninguna otra nación de Europa podía mostrar, y era ese proceso que aquí conocemos como la Reconquista, esto es, el largo camino de siglos por el cual la religión cristiana recuperó de manos del moro el solar que un día había sido suyo.


La Reconquista, nos guste o no, generó una vinculación muy especial de España con la religión católica, como generó la pervivencia de ese espíritu de los monjes soldados, o los caballeros medio sacerdotes. En ningún lugar como en España, en los tiempos de aquel cinquecento, los hombres que luchaban lo hacían por su honor y por el de su patria, sí; pero también por el honor de Jesucristo y la Virgen. La Iglesia católica, en aquel punto, necesitaba encontrar una ligazón entre la espada y la cruz; necesitaba crear una estructura religiosa que se rigiese por la forma de actuar de los soldados y de los ejércitos. Y tenía, por así decir, que ser en España donde floreciese esa simiente. Tenía que ser, al fin, un capitán de los ejércitos de Carlos V quien hiciese esa labor.

Ese esforzado fundador fue el vasco Íñigo López de Recalde, nacido en 1491 en el castillo donostiarra de Loyola. Era la suya una familia tan rancia y pija que ostentaba el privilegio de, en ocasiones extraordinarias, ser invitada personalmente por el rey para un acto de homenaje feudal. Nacho, sin embargo, no había nacido para heredar las copiosas riquezas de los Recalde; era el último de trece hermanos, así pues hubiera sido necesaria una guerra robótica para haberlo convertido en heredero. Como en casa Loyola había pasta por un tubo, sin embargo, no le faltaron recursos para recibir una esmerada educación, dirigida a convertirlo en un coronel de las tropas españolas y/o un miembro de la Corte. Las prácticas obligatorias de su formación las hizo como paje de Fernando el Católico, y posteriormente fue caballero a las órdenes del duque de Nájera, Antonio Manrique de Lara y Castro.

Toñete Manrique era virrey de Navarra en nombre del rey y emperador Charlie Gimme Five. Por razón de ese puesto, fue el que tuvo que comerse el marrón cuando en 1521 los franceses atacaron la comunidad autónoma. Su principal decisión fue crear un fuerte de resistencia en Pamplona. En ese fuerte sirvió Nachete Recalde, destacándose por su bravura a la hora de blandir el palo de dar hostias seculares.

El 20 de mayo de aquel año, sin embargo, y tras abrir una brecha los franceses en la muralla, estaba Recalde defendiendo la plaza cuando un proyectil francés le acertó en pierna derecha, mientras que una piedra le machaba el pie izquierdo. Tras la caída del fuerte pamplonés, los franceses se portaron con aquel vasco medio escalabrado, pues de hecho le permitieron trasladarse a Loyola para su tratamiento. En Loyola, que hay que reconocer en aquel entonces quedaba donde Cristo perdió las enaguas de la Chelito, Inaxio fue mal curado, de forma que los huesos se los apañaron malamente. De hecho, alguno de los tratamientos a que le sometieron alimenta, cuando menos en parte, las leyendas urbanas sobre lo cachoboina que puede llegar a ser un vasco, pues no se les ocurrió otra cosa que, advirtiendo que al soldado le había quedado una pierna más corta que la otra, utilizar una máquina de metal para tirar de la pierna corta, y así igualarlas. Ni qué decir tiene que si en las sesiones el bueno de Iñaki no se cagó en Dios, evidentemente era el hombre adecuado para la misión que le había reservado el destino.

Dado que Ignacio no tenía otra cosa que hacer que esperar a que llegasen aquellos cabrones a tirarle de la pierna, resolvió matar las horas leyendo. Obviamente, teniendo en cuenta su formación, lo que pide son novelas de caballerías; en clave moderna, deberíamos decir que pidió unos cómics, o tal vez una tablet para cazar pokemones. Según sus biógrafos, en el castillo no se encontró ninguna novela de ésas; a falta de pan, Ignacio hubo de conformarse con las tortas de un libro sobre la vida de Cristo, y otro llamado Florilegio de santidad. Poco a poco, el soldado queda prendado de algunas de las historias que lee, sobre todo las de Santo Domingo y San Francisco de Asís. De aquella admiración pasó a la convicción de que el mismo San Pedro era quien le había salvado de morir de sus heridas (y algo debió de hacer el buen apóstol, pues los  vascos que lo rodeaban, ya lo hemos visto, más bien conspiraban para apiolárselo). Resolvió dar su vida al servicio de la cruz, de Cristo, de la Virgen, de San Pedro, de toda la troupe. Pero, he aquí la gran novedad, resolvió hacerlo a su manera, como lo que era: un soldado. En marzo de 1522, cuando ya se siente razonablemente bien, le cuenta a su familia una de indios y se va del castillo.

Para entonces, Ignacio de Loyola ha hecho ya voto de abstinencia y castidad, además de flagelarse diariamente. Quiere peregrinar, y para ese primer peregrinaje escoge a la virgen de Montserrat. Cuando llega delante de la imagen, coloca sus armas a los pies de la virgen y allí mismo las vela durante toda la noche; esto es, reproduce la liturgia del hombre que va a ser armado caballero, tal y como está meticulosamente descrita en el Amadís de Gaula y otras obras caballerescas. Ignacio de Loyola vela sus armas antes de ser, por así decirlo, armado Caballero de Dios. Soldado de Cristo. No otra cosa son, somos dicen algunos, los jesuitas. Al día siguiente, le dona sus ricos vestidos a un mendigo, y se viste él mismo de peregrino mendicante. Tras una confesión general, en la que hemos de estimar debió vomitar pecados varios porque los soldados de aquella época (de todas, en realidad) no son lo que se dice catedráticos de Ética; tras una confesión general, digo, el vasco da por terminada su mutación.

La primera intención de Nacho el protojesuita es irse a Jerusalén a predicarle a los infieles. Sin embargo, una epidemia de peste le impide embarcarse hacia allá, por lo que se retira a Manresa. Allí se aloja en un convento dominico, en el que tendrá una especie de crisis de conciencia que muchos estudiosos han entendido paralela a la que tuvo el propio Lutero.

En aquel convento (lugar relativamente cómodo para la época; mucho más cómodo que la fría y húmeda caverna manresana en la que la propaganda jesuítica quiere ver a su fundador), Ignacio se aplica a mortificarse en modo Experto. Como una consecuencia bastante predecible para cualquiera que sepa dos palabras de medicina, lo cierto es que cuando más jode su cuerpo Ignacio, más se jode su alma. Pasto de las naturales febrículas y molestias que surgen cuando te dedicas a darte tú mismo de hostias, Recalde se siente cada día más débil, de cuerpo, pero sobre todo de alma. Es tan grande el peso de sus pecados (que no debían ser pocos, ni veniales), que llega incluso a tener la tentación de tirarse por la ventana de su celda. Sólo le detiene, claro está, el hecho palmario de que un sólido creyente no puede permitirse el lujo de un suicidio.

Como ya he dicho, Lutero pasó por una situación muy parecida. El alemán la superó “encontrando” en la Biblia el dogma de la total redención por Jesucristo; esto es, se curó usando las armas propias del teólogo que era. Ignacio de Recalde, como al fin y al cabo era un soldado que se había pasado años leyendo la subcultura folletinesca de los libros de caballerías, salió de aquello de una forma, que dirían Hegel o Engels, más dialéctica: contemplando su mal como una lucha. Comienza a pensar el vasco que las ideas negativas que le rondan la cabeza las está poniendo ahí el diablo, mientras que Dios y los ángeles colocan las positivas y buenorras y tal. Una vez que pasa a creer eso, llegan las experiencias de éxtasis místico: cree ver a Jesucristo y a la Virgen; los más arcanos misterios de su fe se le hacen presentes. Ve al Diablo en forma de serpiente brillante, pero a base de rezar consigue que pierda todo su color.

Diez meses estuvo en Manresa Ignacio. Pero, finalmente, en 1523 pudo llegarse a Italia y, desde allí, a su ambicionada Palestina.

Se ha dicho en ocasiones que, de haber podido Ignacio llevar a cabo los planes que tenía para su estancia en Palestina, la Historia del mundo habría sido otra, porque la Compañía de Jesús habría tenido otro tipo de existencia o, tal vez, nunca habría llegado a existir. Sin embargo, casi desde el primer momento los jerifaltes de la Iglesia católica de Jerusalén reputaron a aquel español de fanático e ignorante, y comenzaron a ponerle palos en las ruedas. Absolutamente falto de recursos y de apoyos, Ignacio hubo de regresar de Palestina con el rabo entre las piernas.

Recalde, sin embargo, no estaba exento de autoconciencia. Tuvo la humildad de reconocerse que una parte importante de las críticas de quienes lo consideraban un gañán sin conocimientos eran ciertas y, precisamente por eso, dedicó los dos años siguientes al estudio. Así pues, estudia en la universidad de Barcelona, después frecuenta las aulas de filosofía de Alcalá de Henares y, finalmente, se aplica al estudio teológico en Salamanca. Esto lo hace cuando tiene más de treinta años, aunque también hay que reconocer que la presencia de gente tan talluda no era en modo alguno inusual en la universidad renacentista.

Ignacio de Loyola se dedicó a catequizar niños y a predicar en la calle. Una buena manera de darse a conocer, por lo que pronto logró consolidar un pequeño círculo de colegas y seguidores. Su decisión de currar por libre le causó pronto problemas al excitar las sospechas de la Inquisición que, de hecho, lo encarceló por dos veces: en Alcalá casi mes y medio, en Salamanca tres semanas. Finalmente, los padres inquisidores se convencieron de su inocencia, pero al mismo tiempo le prohibieron predicar hasta no haber estudiado otros cuatro años de teología.

Aquella especie de sentencia desilusionó bastante a Recalde, quien llegó a la conclusión de que en España no podría desarrollar su apostolado. Es por esta razón que decide irse a París, sabedor de la importancia de la Sorbona y de las muchas posibilidades que tendría allí de conseguir los conocimientos que le faltaban. Llegó a la capital de Francia el 2 de febrero de 1528, después de haber hecho todo el viaje a pie.

La Sorbona era entonces una universidad mucho más exigente que la mayoría de las españolas. Ignacio tuvo que retomar sus estudios en el colegio Montaigu y, después, acudir en la universidad a las aulas de gramática y filosofía, antes de poder convertirse, como ambicionaba, en un estudiante de teología.

La vida del vasco en Francia no tiene pinta de haber sido muy difícil. Para entonces, ya tenía un círculo de amigos barceloneses muy nutrido que le ayudaba económicamente. Así, pudo estudiar y al tiempo comenzar a pensar en su proyecto de fundar una nueva comunidad. Para dicho proyecto reclutó primero a uno de sus compañeros de estudios, Pierre le Fèvre, un tipo con mucho mérito pues había pasado de pastor a teólogo. También, por esas fechas, captó Ignacio a Francisco Javier de Pamplona, que ya daba clases de filosofía en el colegio de Beauvais, y que hizo un gran sacrificio en su carrera para seguir a Loyola. Pronto la lista crece: Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás Bobadilla, los tres españoles; o el portugués Simón Rodríguez de Acevedo.

El 15 de agosto de 1534, todo este trabajo previo llega a su ápex. En la iglesia de Santa María de Montmartre, este grupo de amigos realiza votos de castidad y de pobreza, además de comprometerse con una cruzada espiritual en Palestina, tanto para la conversión de los musulmanes como el auxilio a los cristianos pobres de Siria. Ésta era, en efecto, la primera intención de la Compañía de Jesús. No obstante, a causa sobre todo de las dificultades que había sufrido el fundador en Jerusalén, ya en aquel acto fundacional, los jesuitas acordaron que, en el caso de ser el voto palestino imposible de cumplir, lo que harían sería ponerse a la entera disposición del Papa. Éste, el voto de obediencia al Sumo Pontífice, es el que ha permanecido finalmente como marca de la casa de la Compañía, por mucho que, como acabamos de contar, en su inicio fuese una solución provisional. Pronto consiguieron dos acólitos franceses en las personas de Jean Codure et Brouet y Claude le Jay.

Este grupo de amigos y colegas terminó en 1535 sus estudios, tras lo cual se separó. Loyola volvió a España, donde necesitaba resolver algunos asuntos de familia. En su país de origen repartió diversas de sus propiedades, y comenzó a ganarse fama como predicador y como asceta. De allí pasó a Venecia con la intención de pasar a Palestina, pero la guerra entre la República y los turcos lo impidió. En la ciudad italiana fue acusado de herejía, una acusación que al parecer se sacudió con bastante dificultad. Vistas las enormes dificultades que registraba su misión inicial, Loyola comenzó a pensar en que se daría un año de plazo, tras el cual, si ni él ni sus compañeros habían conseguido llegar a Tierra Santa, asumirían que los deseos de Dios eran otros y, por lo tanto, cambiarían la vocación de su labor.

En aquel entonces diversos mecenas civiles venecianos, el más importante de ellos Jerónimo Miani, habían fundado diversos hospicios en el área de Venecia, que habían colocado bajo la gestión de los teatinos. El propio Caraffa, que residía en Venecia desde el saco de Roma (1527), supervisaba estas gestiones. Ignacio de Loyola se hospeda en una de las casas de los teatinos y se aplica a trabajar en los hospicios. Es durante este contacto con la orden reformada cuando se da cuenta de que la predicación, el cuidado de los pobres y la enseñanza son el verdadero teatro de la labor de un soldado de Dios. Ello, sin embargo, no le lleva a unirse a los teatinos, a los que considera demasiado elitistas, con su objetivo fundamental de formar al clero. Caraffa y Loyola cada vez discuten con más frecuencia y de forma más tormentosa, hasta que acaban por separarse (algo que Loyola acabará pagando). Loyola, todo hay que decirlo, aborda esta especie de escisión con la tranquilidad de que, para entonces, es una persona con muchos amigos en España que le envían repetidos giros postales. Esto es, es un hombre que (por mucho que sus hagiógrafos tiendan a olvidarlo) maneja un volumen importante de medios que le permiten soñar con su independencia de criterio.

La mayoría de los amigos de Ignacio, para entonces, ha iniciado un viaje a Roma para solicitar del Papa el permiso y los medios para ir a Palestina, pues éste sigue siendo su principal objetivo. Introducidos en la sala de audiencias de Pablo III por el embajador español, Pedro Ortiz, consiguen su placet y, de hecho, no sólo les da eso, sino que les facilita medios dinerarios y el privilegio de ser proclamados sacerdotes por el obispo que ellos prefieran. En junio de 1537, el propio Ignacio y todos aquellos de sus compañeros aun no ordenados acceden a la condición sacerdotal.

Ese grupo de sacerdotes comienza a predicar en las calles, con cierto éxito de crítica y público; lo cual, hemos de recordarlo, tampoco era tan complicado, pues el predicador average de la época era bastante gañán y palurdo. Sin embargo, siguen sin encontrar una buena ocasión para ir Palestina, por lo que, en el otoño de 1537, vuelven a viajar a Roma; un viaje que cada uno hace desde Venecia a su bola, y durante el cual los compañeros reflexionan sobre la estructuración de la nueva orden. Es durante esos kilómetros, al parecer, cuando a Ignacio le surge la idea de llamarle Compañía de Jesús, puesto que, dice, son “una cohorte o una centuria reunida para combatir a los enemigos espirituales”. Este concepto disciplinado, agresivo, que además demanda de los “soldados” tener cuando menos algo de nivel (los jesuitas han podido ser y son muchas cosas, pero ignorantes no es una de ellas) es el que verdaderamente supone una novedad en el ámbito de aquella Iglesia católica renacentista, tan sometida a tensiones y, la verdad sea dicha, petada de hijos de puta, gañanes, tontos del culo y patanes modo Experto, alguno de los cuales hasta llegó a Papa.

A finales de aquel año tan productivo de 1537, Ignacio está de nuevo en Roma. Pablo III los recibe rápidamente. Destina a dos de los acólitos jesuitas a sendas cátedras de teología de la Sapienza, además de darles a todos permiso de predicar. De nuevo, sus palabras son acogidas con bastante éxito; lo cual, en una ciudad como aquella Roma, en la que levantabas una piedra del suelo y de debajo salían cincuenta hijos de perra, no podía sino exacerbar las envidias. Durante ocho meses de 1538, Loyola y sus seguidores son objeto de una fiera campaña de prensa que va in crescendo hasta que son acusados de herejía y de manipular a las gentes. Varios cardenales de la Curia participan en la ordalía con pasión.

Ignacio de Loyola, sin embargo, ha crecido bastante como cabrón con borlas. Ha aprendido a jugar al juego de los cardenales y de otro tipo de manipuladores. Mediante subrepticios canales, se hace con documentos que no dejan en muy buen lugar a varios de sus acusadores en el cardenalato, y además se las ingenia para conseguir un apoyo prácticamente cerrado por parte de importantes príncipes y jefes de casas nobles italianas. Su último acto de poder es una audiencia personal de una hora con el mismo Pablo III, en la cual se lo gana sin ambages. El 18 de noviembre, todo termina con una sentencia formal que deja a los loyolistas en muy buen lugar.

Inmediatamente después comenzará la larga carrera de la Compañía de Jesús en su principal campo de acción: la enseñanza. Todo comienza con la decisión de Pablo III de otorgarle a los jesuitas la gestión de varias escuelas cuya fundación ha impulsado él en el área de Roma. Mientras esto ocurre, sobre Roma se abate una gran hambruna, en el invierno de 1538, durante la cual la actuación altruista de los jesuitas les ganará el corazón de los romanos.

Es en esa época, ante la importancia de las nuevas responsabilidades y el número acrecido de acólitos, que la Compañía debe organizarse de una forma más estructurada que los votos que cuatro amigos hicieron en una iglesia de París. Entonces es cuando la Compañía asume los tres grandes compromisos del jesuita: la pobreza (que, ejem...), la castidad (vamos a dejarlo aquí...) y la obediencia al Papa. Ciertamente, esto es algo que los legos en jesuitismo suelen decir, eso de la obediencia al Papa no tiene nada de nuevo. Todas las órdenes católicas, by definition, obedecen al Papa, pues lo consideran el Vicario de Cristo sobre la tierra. Pero la obediencia jesuítica está inspirada, no se olvide, en la consideración seudomilitar de la orden. Es, pues, una obediencia total, absoluta, sin discusión.

Esta vocación de obediencia militar, disciplinada, es obviamente algo de gran importancia para el Papa, que al fin y al cabo es el commander in chief. Pero, paradójicamente, es también el principio básico que genera otra figura, que es la del general al frente de la propia Compañía de Jesús. A él le deben también los jesuitas obediencia ciega, y es por eso que, a lo largo de la Historia, la cabeza de la Compañía ha sido vista, en la práctica, como una especie de Papa bis. Al padre Pedro Arrupe y Gondra, que fue prepósito general de la Compañía durante casi veinte años, lo llamaban El Papa Negro (porque él vestía de sotana, y no de blanco, como los Papas). En el tiempo presente, la dicotomía ha quedado salvada con el nombramiento de un Papa jesuita, y todos contentos.


A estos tres votos, que son los que se citan normalmente, se adjuntó un cuarto en la promesa de “consagrar la vida propia al servicio de Jesucristo y los papas, de combatir bajo la bandera de la Cruz, de servir exclusivamente al señor y pontífice de Roma como vicario de Dios en la Tierra, de tal suerte que el jesuita queda obligado a ejecutar, en la medida que le sea posible, inmediatamente y sin espera o excusa algunas, todo lo que el Papa actual o sus sucesores le ordenen para la utilidad de los hombres y la propagación de la Fe”. En septiembre de 1539, por intermedio del cardenal Gasparo Contarini, Loyola le hizo llegar al Papa los nuevos estatutos de la orden, estructurados en cinco capítulos, con el ruego de su aprobación.

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