La esencia de los jesuitas no es algo nuevo. La íntima unión
entre el mundo caballeresco y religioso, entre la cruz y la espada, es algo con
lo que la religión católica llevaba coqueteando, y más que coqueteando, desde los
siglos de las cruzadas. En Europa, sin embargo, esta identificación
colaborativa hacía desaparecido en buena medida, con la única excepción de
España. España, ya en los tiempos del Renacimiento, era diferente. Como nación,
tenía una especificidad que ninguna otra nación de Europa podía mostrar, y era
ese proceso que aquí conocemos como la Reconquista, esto es, el largo camino de
siglos por el cual la religión cristiana recuperó de manos del moro el solar
que un día había sido suyo.
La Reconquista, nos guste o no, generó una vinculación muy
especial de España con la religión católica, como generó la pervivencia de ese
espíritu de los monjes soldados, o los caballeros medio sacerdotes. En ningún
lugar como en España, en los tiempos de aquel cinquecento, los hombres que luchaban lo hacían por su honor y por
el de su patria, sí; pero también por el honor de Jesucristo y la Virgen. La
Iglesia católica, en aquel punto, necesitaba encontrar una ligazón entre la
espada y la cruz; necesitaba crear una estructura religiosa que se rigiese por
la forma de actuar de los soldados y de los ejércitos. Y tenía, por así decir,
que ser en España donde floreciese esa simiente. Tenía que ser, al fin, un capitán de los ejércitos de Carlos V quien hiciese esa labor.
Ese esforzado fundador fue el vasco Íñigo López de Recalde,
nacido en 1491 en el castillo donostiarra de Loyola. Era la suya una familia
tan rancia y pija que ostentaba el privilegio de, en ocasiones extraordinarias,
ser invitada personalmente por el rey para un acto de homenaje feudal. Nacho,
sin embargo, no había nacido para heredar las copiosas riquezas de los Recalde;
era el último de trece hermanos, así pues hubiera sido necesaria una guerra
robótica para haberlo convertido en heredero. Como en casa Loyola había pasta
por un tubo, sin embargo, no le faltaron recursos para recibir una esmerada
educación, dirigida a convertirlo en un coronel de las tropas españolas y/o un
miembro de la Corte. Las prácticas obligatorias de su formación las hizo como
paje de Fernando el Católico, y posteriormente fue caballero a las órdenes del
duque de Nájera, Antonio Manrique de Lara y Castro.
Toñete Manrique era virrey de Navarra en nombre del rey y
emperador Charlie Gimme Five. Por razón de ese puesto, fue el que tuvo que comerse el
marrón cuando en 1521 los franceses atacaron la comunidad autónoma. Su
principal decisión fue crear un fuerte de resistencia en Pamplona. En ese
fuerte sirvió Nachete Recalde, destacándose por su bravura a la hora de blandir
el palo de dar hostias seculares.
El 20 de mayo de aquel año, sin embargo, y tras abrir
una brecha los franceses en la muralla, estaba Recalde defendiendo la plaza
cuando un proyectil francés le acertó en pierna derecha, mientras que una
piedra le machaba el pie izquierdo. Tras la caída del fuerte pamplonés, los
franceses se portaron con aquel vasco medio escalabrado, pues de hecho le
permitieron trasladarse a Loyola para su tratamiento. En Loyola, que hay que
reconocer en aquel entonces quedaba donde Cristo perdió las enaguas de la
Chelito, Inaxio fue mal curado, de forma que los huesos se los apañaron
malamente. De hecho, alguno de los tratamientos a que le sometieron alimenta,
cuando menos en parte, las leyendas urbanas sobre lo cachoboina que puede
llegar a ser un vasco, pues no se les ocurrió otra cosa que, advirtiendo que al
soldado le había quedado una pierna más corta que la otra, utilizar una máquina
de metal para tirar de la pierna corta, y así igualarlas. Ni qué decir tiene que
si en las sesiones el bueno de Iñaki no se cagó en Dios, evidentemente era el
hombre adecuado para la misión que le había reservado el destino.
Dado que Ignacio no tenía otra cosa que hacer que esperar a
que llegasen aquellos cabrones a tirarle de la pierna, resolvió matar las horas
leyendo. Obviamente, teniendo en cuenta su formación, lo que pide son novelas
de caballerías; en clave moderna, deberíamos decir que pidió unos cómics, o tal
vez una tablet para cazar pokemones. Según sus biógrafos, en el castillo no se
encontró ninguna novela de ésas; a falta de pan, Ignacio hubo de conformarse
con las tortas de un libro sobre la vida de Cristo, y otro llamado Florilegio de santidad. Poco a poco, el
soldado queda prendado de algunas de las historias que lee, sobre todo las de
Santo Domingo y San Francisco de Asís. De aquella admiración pasó a la
convicción de que el mismo San Pedro era quien le había salvado de morir de sus
heridas (y algo debió de hacer el buen apóstol, pues los vascos que lo rodeaban, ya lo hemos visto,
más bien conspiraban para apiolárselo). Resolvió dar su vida al servicio de la
cruz, de Cristo, de la Virgen, de San Pedro, de toda la troupe. Pero, he aquí la gran novedad, resolvió hacerlo a su
manera, como lo que era: un soldado. En marzo de 1522, cuando ya se siente
razonablemente bien, le cuenta a su familia una de indios y se va del castillo.
Para entonces, Ignacio de Loyola ha hecho ya voto de
abstinencia y castidad, además de flagelarse diariamente. Quiere peregrinar, y
para ese primer peregrinaje escoge a la virgen de Montserrat. Cuando llega
delante de la imagen, coloca sus armas a los pies de la virgen y allí mismo las
vela durante toda la noche; esto es, reproduce la liturgia del hombre que va a
ser armado caballero, tal y como está meticulosamente descrita en el Amadís de Gaula y otras obras
caballerescas. Ignacio de Loyola vela sus armas antes de ser, por así decirlo,
armado Caballero de Dios. Soldado de Cristo. No otra cosa son, somos dicen
algunos, los jesuitas. Al día siguiente, le dona sus ricos vestidos a un
mendigo, y se viste él mismo de peregrino mendicante. Tras una confesión
general, en la que hemos de estimar debió vomitar pecados varios porque los
soldados de aquella época (de todas, en realidad) no son lo que se dice
catedráticos de Ética; tras una confesión general, digo, el vasco da por
terminada su mutación.
La primera intención de Nacho el protojesuita es irse a Jerusalén
a predicarle a los infieles. Sin embargo, una epidemia de peste le impide
embarcarse hacia allá, por lo que se retira a Manresa. Allí se aloja en un
convento dominico, en el que tendrá una especie de crisis de conciencia que
muchos estudiosos han entendido paralela a la que tuvo el propio Lutero.
En aquel convento (lugar relativamente cómodo para la época;
mucho más cómodo que la fría y húmeda caverna manresana en la que la propaganda
jesuítica quiere ver a su fundador), Ignacio se aplica a mortificarse en modo
Experto. Como una consecuencia bastante predecible para cualquiera que sepa dos
palabras de medicina, lo cierto es que cuando más jode su cuerpo Ignacio, más
se jode su alma. Pasto de las naturales febrículas y molestias que surgen
cuando te dedicas a darte tú mismo de hostias, Recalde se siente cada día más
débil, de cuerpo, pero sobre todo de alma. Es tan grande el peso de sus pecados
(que no debían ser pocos, ni veniales), que llega incluso a tener la tentación
de tirarse por la ventana de su celda. Sólo le detiene, claro está, el hecho
palmario de que un sólido creyente no puede permitirse el lujo de un suicidio.
Como ya he dicho, Lutero pasó por una situación muy
parecida. El alemán la superó “encontrando” en la Biblia el dogma de la total
redención por Jesucristo; esto es, se curó usando las armas propias del teólogo que
era. Ignacio de Recalde, como al fin y al cabo era un soldado que se había
pasado años leyendo la subcultura folletinesca de los libros de caballerías,
salió de aquello de una forma, que dirían Hegel o Engels, más dialéctica:
contemplando su mal como una lucha. Comienza a pensar el vasco que las ideas
negativas que le rondan la cabeza las está poniendo ahí el diablo, mientras que
Dios y los ángeles colocan las positivas y buenorras y tal. Una vez que pasa a
creer eso, llegan las experiencias de éxtasis místico: cree ver a Jesucristo y
a la Virgen; los más arcanos misterios de su fe se le hacen presentes. Ve al
Diablo en forma de serpiente brillante, pero a base de rezar consigue que
pierda todo su color.
Diez meses estuvo en Manresa Ignacio. Pero, finalmente, en
1523 pudo llegarse a Italia y, desde allí, a su ambicionada Palestina.
Se ha dicho en ocasiones que, de haber podido Ignacio llevar
a cabo los planes que tenía para su estancia en Palestina, la Historia del
mundo habría sido otra, porque la Compañía de Jesús habría tenido otro tipo de
existencia o, tal vez, nunca habría llegado a existir. Sin embargo, casi desde
el primer momento los jerifaltes de la Iglesia católica de Jerusalén reputaron
a aquel español de fanático e ignorante, y comenzaron a ponerle palos en las
ruedas. Absolutamente falto de recursos y de apoyos, Ignacio hubo de regresar de
Palestina con el rabo entre las piernas.
Recalde, sin embargo, no estaba exento de autoconciencia.
Tuvo la humildad de reconocerse que una parte importante de las críticas de
quienes lo consideraban un gañán sin conocimientos eran ciertas y, precisamente
por eso, dedicó los dos años siguientes al estudio. Así pues, estudia en la
universidad de Barcelona, después frecuenta las aulas de filosofía de Alcalá de
Henares y, finalmente, se aplica al estudio teológico en Salamanca. Esto lo
hace cuando tiene más de treinta años, aunque también hay que reconocer que la
presencia de gente tan talluda no era en modo alguno inusual en la universidad
renacentista.
Ignacio de Loyola se dedicó a catequizar niños y a predicar
en la calle. Una buena manera de darse a conocer, por lo que pronto logró
consolidar un pequeño círculo de colegas y seguidores. Su decisión de currar
por libre le causó pronto problemas al excitar las sospechas de la Inquisición
que, de hecho, lo encarceló por dos veces: en Alcalá casi mes y medio, en
Salamanca tres semanas. Finalmente, los padres inquisidores se convencieron de
su inocencia, pero al mismo tiempo le prohibieron predicar hasta no haber
estudiado otros cuatro años de teología.
Aquella especie de sentencia desilusionó bastante a Recalde,
quien llegó a la conclusión de que en España no podría desarrollar su
apostolado. Es por esta razón que decide irse a París, sabedor de la
importancia de la Sorbona y de las muchas posibilidades que tendría allí de
conseguir los conocimientos que le faltaban. Llegó a la capital de Francia el 2
de febrero de 1528, después de haber hecho todo el viaje a pie.
La Sorbona era entonces una universidad mucho más exigente
que la mayoría de las españolas. Ignacio
tuvo que retomar sus estudios en el colegio Montaigu y, después, acudir en la
universidad a las aulas de gramática y filosofía, antes de poder convertirse,
como ambicionaba, en un estudiante de teología.
La vida del vasco en Francia no tiene pinta de haber sido
muy difícil. Para entonces, ya tenía un círculo de amigos barceloneses muy
nutrido que le ayudaba económicamente. Así, pudo estudiar y al tiempo comenzar
a pensar en su proyecto de fundar una nueva comunidad. Para dicho proyecto
reclutó primero a uno de sus compañeros de estudios, Pierre le Fèvre, un tipo
con mucho mérito pues había pasado de pastor a teólogo. También, por esas
fechas, captó Ignacio a Francisco Javier de Pamplona, que ya daba clases de
filosofía en el colegio de Beauvais, y que hizo un gran sacrificio en su
carrera para seguir a Loyola. Pronto la lista crece: Diego Laínez, Alfonso
Salmerón, Nicolás Bobadilla, los tres españoles; o el portugués Simón Rodríguez
de Acevedo.
El 15 de agosto de 1534, todo este trabajo previo llega a su
ápex. En la iglesia de Santa María de Montmartre, este grupo de amigos realiza
votos de castidad y de pobreza, además de comprometerse con una cruzada
espiritual en Palestina, tanto para la conversión de los musulmanes como el
auxilio a los cristianos pobres de Siria. Ésta era, en efecto, la primera intención
de la Compañía de Jesús. No obstante, a causa sobre todo de las dificultades
que había sufrido el fundador en Jerusalén, ya en aquel acto fundacional, los
jesuitas acordaron que, en el caso de ser el voto palestino imposible de
cumplir, lo que harían sería ponerse a la entera disposición del Papa. Éste, el
voto de obediencia al Sumo Pontífice, es el que ha permanecido finalmente como
marca de la casa de la Compañía, por mucho que, como acabamos de contar, en su
inicio fuese una solución provisional. Pronto consiguieron dos acólitos
franceses en las personas de Jean Codure et Brouet y Claude le Jay.
Este grupo de amigos y colegas terminó en 1535 sus estudios,
tras lo cual se separó. Loyola volvió a España, donde necesitaba resolver
algunos asuntos de familia. En su país de origen repartió diversas de sus
propiedades, y comenzó a ganarse fama como predicador y como asceta. De allí
pasó a Venecia con la intención de pasar a Palestina, pero la guerra entre la
República y los turcos lo impidió. En la ciudad italiana fue acusado de
herejía, una acusación que al parecer se sacudió con bastante dificultad.
Vistas las enormes dificultades que registraba su misión inicial, Loyola
comenzó a pensar en que se daría un año de plazo, tras el cual, si ni él ni sus
compañeros habían conseguido llegar a Tierra Santa, asumirían que los deseos de
Dios eran otros y, por lo tanto, cambiarían la vocación de su labor.
En aquel entonces diversos mecenas civiles venecianos, el
más importante de ellos Jerónimo Miani, habían fundado diversos hospicios en el
área de Venecia, que habían colocado bajo la gestión de los teatinos. El propio
Caraffa, que residía en Venecia desde el saco de Roma (1527), supervisaba estas
gestiones. Ignacio de Loyola se hospeda en una de las casas de los teatinos y
se aplica a trabajar en los hospicios. Es durante este contacto con la orden
reformada cuando se da cuenta de que la predicación, el cuidado de los pobres y
la enseñanza son el verdadero teatro de la labor de un soldado de Dios. Ello,
sin embargo, no le lleva a unirse a los teatinos, a los que considera demasiado
elitistas, con su objetivo fundamental de formar al clero. Caraffa y Loyola
cada vez discuten con más frecuencia y de forma más tormentosa, hasta que
acaban por separarse (algo que Loyola acabará pagando). Loyola, todo hay que decirlo, aborda esta especie de
escisión con la tranquilidad de que, para entonces, es una persona con muchos
amigos en España que le envían repetidos giros postales. Esto es, es un hombre
que (por mucho que sus hagiógrafos tiendan a olvidarlo) maneja un volumen
importante de medios que le permiten soñar con su independencia de criterio.
La mayoría de los amigos de Ignacio, para entonces, ha
iniciado un viaje a Roma para solicitar del Papa el permiso y los medios para
ir a Palestina, pues éste sigue siendo su principal objetivo. Introducidos en
la sala de audiencias de Pablo III por el embajador español, Pedro Ortiz,
consiguen su placet y, de hecho, no
sólo les da eso, sino que les facilita medios dinerarios y el privilegio de ser
proclamados sacerdotes por el obispo que ellos prefieran. En junio de 1537, el
propio Ignacio y todos aquellos de sus compañeros aun no ordenados acceden a la
condición sacerdotal.
Ese grupo de sacerdotes comienza a predicar en las calles,
con cierto éxito de crítica y público; lo cual, hemos de recordarlo, tampoco
era tan complicado, pues el predicador average
de la época era bastante gañán y palurdo. Sin embargo, siguen sin encontrar
una buena ocasión para ir Palestina, por lo que, en el otoño de 1537, vuelven a
viajar a Roma; un viaje que cada uno hace desde Venecia a su bola, y durante el
cual los compañeros reflexionan sobre la estructuración de la nueva orden. Es
durante esos kilómetros, al parecer, cuando a Ignacio le surge la idea de
llamarle Compañía de Jesús, puesto que, dice, son “una cohorte o una centuria
reunida para combatir a los enemigos espirituales”. Este concepto disciplinado,
agresivo, que además demanda de los “soldados” tener cuando menos algo de nivel
(los jesuitas han podido ser y son muchas cosas, pero ignorantes no es una de
ellas) es el que verdaderamente supone una novedad en el ámbito de aquella
Iglesia católica renacentista, tan sometida a tensiones y, la verdad sea dicha,
petada de hijos de puta, gañanes, tontos del culo y patanes modo Experto,
alguno de los cuales hasta llegó a Papa.
A finales de aquel año tan productivo de 1537, Ignacio está
de nuevo en Roma. Pablo III los recibe rápidamente. Destina a dos de los
acólitos jesuitas a sendas cátedras de teología de la Sapienza, además de
darles a todos permiso de predicar. De nuevo, sus palabras son acogidas con
bastante éxito; lo cual, en una ciudad como aquella Roma, en la que levantabas
una piedra del suelo y de debajo salían cincuenta hijos de perra, no podía sino
exacerbar las envidias. Durante ocho meses de 1538, Loyola y sus seguidores son
objeto de una fiera campaña de prensa que va in crescendo hasta que son acusados de herejía y de manipular a las
gentes. Varios cardenales de la Curia participan en la ordalía con pasión.
Ignacio de Loyola, sin embargo, ha crecido bastante como
cabrón con borlas. Ha aprendido a jugar al juego de los cardenales y de otro
tipo de manipuladores. Mediante subrepticios canales, se hace con documentos
que no dejan en muy buen lugar a varios de sus acusadores en el cardenalato, y
además se las ingenia para conseguir un apoyo prácticamente cerrado por parte
de importantes príncipes y jefes de casas nobles italianas. Su último acto de
poder es una audiencia personal de una hora con el mismo Pablo III, en la cual
se lo gana sin ambages. El 18 de noviembre, todo termina con una sentencia
formal que deja a los loyolistas en muy buen lugar.
Inmediatamente después comenzará la larga carrera de la
Compañía de Jesús en su principal campo de acción: la enseñanza. Todo comienza
con la decisión de Pablo III de otorgarle a los jesuitas la gestión de varias
escuelas cuya fundación ha impulsado él en el área de Roma. Mientras esto
ocurre, sobre Roma se abate una gran hambruna, en el invierno de 1538, durante
la cual la actuación altruista de los jesuitas les ganará el corazón de los
romanos.
Es en esa época, ante la importancia de las nuevas
responsabilidades y el número acrecido de acólitos, que la Compañía debe
organizarse de una forma más estructurada que los votos que cuatro amigos
hicieron en una iglesia de París. Entonces es cuando la Compañía asume los tres
grandes compromisos del jesuita: la pobreza (que, ejem...), la castidad (vamos
a dejarlo aquí...) y la obediencia al Papa. Ciertamente, esto es algo que los
legos en jesuitismo suelen decir, eso de la obediencia al Papa no tiene nada de
nuevo. Todas las órdenes católicas, by
definition, obedecen al Papa, pues lo consideran el Vicario de Cristo sobre
la tierra. Pero la obediencia jesuítica está inspirada, no se olvide, en la
consideración seudomilitar de la orden. Es, pues, una obediencia total,
absoluta, sin discusión.
Esta vocación de obediencia militar, disciplinada, es
obviamente algo de gran importancia para el Papa, que al fin y al cabo es el commander in chief. Pero,
paradójicamente, es también el principio básico que genera otra figura, que es
la del general al frente de la propia Compañía de Jesús. A él le deben también
los jesuitas obediencia ciega, y es por eso que, a lo largo de la Historia, la
cabeza de la Compañía ha sido vista, en la práctica, como una especie de Papa
bis. Al padre Pedro Arrupe y Gondra, que fue prepósito general de la Compañía
durante casi veinte años, lo llamaban El Papa Negro (porque él vestía de
sotana, y no de blanco, como los Papas). En el tiempo presente, la dicotomía ha
quedado salvada con el nombramiento de un Papa jesuita, y todos contentos.
A estos tres votos, que son los que se citan normalmente, se
adjuntó un cuarto en la promesa de “consagrar la vida propia al servicio de
Jesucristo y los papas, de combatir bajo la bandera de la Cruz, de servir
exclusivamente al señor y pontífice de Roma como vicario de Dios en la Tierra,
de tal suerte que el jesuita queda obligado a ejecutar, en la medida que le sea
posible, inmediatamente y sin espera o excusa algunas, todo lo que el Papa
actual o sus sucesores le ordenen para la utilidad de los hombres y la
propagación de la Fe”. En septiembre de 1539, por intermedio del cardenal
Gasparo Contarini, Loyola le hizo llegar al Papa los nuevos estatutos de la
orden, estructurados en cinco capítulos, con el ruego de su aprobación.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario