Hay mucha gente en este mundo que cree en la bondad intrínseca del voto. Quiero decir, gentes que admiten que una persona puede equivocarse, pero ocho o diez millones, ni de coña. La consecuencia lógica de pensar esto es pensar que lo que la gente vota siempre está bien votado y que el pueblo es intrínsecamente sabio.
Como idea, no esta mal. Como realidad, es una gilipollez.
La gente, más a menudo de lo que creemos, no solo vota gilipolleces, sino que vota a perfectos gilipollas. No me refiero al típico político, tipo Aznar o Zapatero, del que unos dicen que es galgo y los otros que podenco. Me refiero a gente tonta del culo o inútil total, a los que ni su madre defiende. Por increíble que pueda parecer, este tipo de personajes también llega lejos. Hoy os quiero referir la historia de uno de estos; un tipo desbaratado, como cantaban Los Payasos de la Tele de don Pepito y don José. Un persona que estaba mal de la cabeza, y no es una forma de hablar; pero que se las arregló para ser, ahí es nada, presidente de la República Francesa.
Hablamos de Paul Deschanel. Nuestro buen hombre ya se las había arreglado para ser un político prominente en los inicios de 1920, el año que vencía el mandato presidencial de Raymond Poincaré. Poincaré era un político muy ambicioso, al que el palacio del Elíseo le tocaba las pelotas. Hablaba, de hecho, con gran desprecio de las prerrogativas constitucionales del presidente de Francia que, decía, era un político cuya labor se limitaba a "inaugurar los crisantemos". Poincaré quería tener las manos libres para hacer política, y por eso precisamente decidió no renovar en la presidencia.
Deschanel, sin embargo, se sentía capaz de meterse una barra de plutonio en plena fisión por el ano a cambio de serlo. A don Pablo todo lo que le ponía en esta vida era ser miembro de la Academia Francesa y ser Presidente de la República. La verdad es que lo tenía difícil, porque era un tipo, digámoslo rápidamente, que estaba mal de la cabeza; y eso es algo que las gentes que te rodean suelen saber o sospechar. Por tal motivo, era un político de segunda fila; tan segunda, que en 1920 todavía ni siquiera había sido ministro de nada. Le habían dejado, sí, ser presidente de la Asamblea, y presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores, pero nunca había sido ministro. Los franceses daban por hecho que un presidente de la República debería haber sido antes ministro o primer ministro. Aunque había un precedente: Mac Mahon nunca fue ministro. Un precedente antiguo, irrepetible, pensaban muchos. Pero se equivocaban.
Deschanel había sido nombrado presidente de la Asamblea en 1898 hasta 1902, y fue reelegido en 1912 hasta 1920. Por tres veces había intentado, sin éxito lanzar su candidatura a la presidencia. En 1899 fue rechazado por ser demasiado joven; en 1903 y 1916, por decirlo mal y pronto, no le hicieron ni puto caso. En 1913 perdió contra Poincaré y hubo testigos de una cena en la embajada de Rusia en la que ambos participaron, y que ocurrió apenas tres semanas tras la nominación. Nos han llegado testimonios de que, durante aquel ágape, Deschanel miraba a su correligionario con ojos asesinos. Ojos de loco.
Cuando Poincaré se retiró, todo el mundo en Francia contó con que el siguiente presidente sería Clemenceau. Al fin y al cabo, había ganado la guerra. Pero los políticos no lo tenían tan claro. El Tigre, como todo el mundo lo llamaba, hacía gala de su apodo. Clemenceau, la verdad, era un verdadero grano en el culo de la gente que tenía que tratarle y no estaba en absoluto acuerdo con él; y teniendo en cuenta que un presidente de la República se pasa el día sonriéndole a gentes que odia, no parecía el candidato mejor. A causa de su mal carácter y poca cintura, además, Clemenceau tenía muchas resistencias. A la izquierda, por sus modos dictatoriales; a la derecha, por su anticlericalismo; tema de no poca importancia si se tiene en cuenta que Francia había roto relaciones con el Vaticano en 1904, y que tenía pendiente la negociación de una nueva entente con los curas. Clemenceau, además, había puesto las cosas muy claras el 17 de noviembre de 1918, cuando se negó a asistir a un Te Deum por la victoria, argumentando que el laicismo del gobierno no podía aceptar un gesto así.
Last, but not least, Clemenceau tenía entre sus principales odiados a Aristide Briand, líder de las fuerzas de derecha. Tan mal se llevaban que Briand tenía claro que si Clemenceau era presidente, ni arrancándole un testículo con alicates conseguiría él ser llamado a formar gobierno en circunstancia alguna. Así pues, desde la derecha surgió un movimiento anti-Clemenceau que hizo prácticamente inviable su nominación.
Deschanel, sin embargo, se mostraba constantemente muy preocupado por el futuro de los cristianos de Oriente, y era partidario de negociar con el Vaticano. Llegó incluso a enviar a Roma a un hombre de su confianza, Ernest Lemonon, para que negociase con el secretario de Estado de Benedicto XV, el cardenal Pietro Gasparri. Tras aquella entrevista, diputados y senadores de las derechas comenzaron a recibir whatsapp en los que se les decía que el Vaticano vería con buenos ojos la elección de Deschanel como presidente.
El 13 de enero, Deschanel es reelegido presidente de la Asamblea por 445 votos de 450 posibles, y la elección es recibida a gritos de "¡A Versalles, a Versalles!" (A la Moncloa, diríamos nosotros). Este gesto tiene sus consecuencias. Tal vez demasiado tarde, Clemenceau se da cuenta de que está perdiendo terreno, y que tal vez no lo pueda ya recuperar jamás. Tres días después, de forma inopinada, hace pública su candidatura a la presidencia, añadiendo que "igual que he ganado la guerra, ahora debo ganar la paz". Pero, ya lo he dicho, es tarde: ese mismo día pierde una votación contra Deschanel, 389 votos contra 408. Minutos después, se retira. Al día siguiente, Paul Deschanel es elegido presidente.
En realidad, Paul Deschanel quiere ser presidente para una sola cosa: para dirigir, o cuando menos condicionar, la política exterior. Fundamentalmente, quiere controlar el inicio de las negociaciones con el Vaticano, que por supuesto se produce inmediatamente. Para todo esto, se ocupó de ofrecer el encargo de formar gobierno a un político, Alexandre Millerand, con quien esperaba no tener problemas. Pero los tuvo.
El problema era Alemania. Deschanel era un decidido crítico del tratado de Versalles en lo que suponía de preservación de la unidad alemana. Millerand, ciertamente, tampoco era de la opinión de pasarle una a los germanos; pero, sin embargo, algo más acostumbrado al toma y daca de la diplomacia, era partidario de tomarse las cosas con calma, por ver de no encabronar a Londres. A principios del mandato del flamente presidente francés, el canciller alemán Herman Müller hubo de enfrentarse al complot reaccionario de Von Kapp (que se llama así por Walter von Kapp, uno de sus patrocinadores). Entre las operaciones de seguridad que realizó se encontró un envío de tropas al Ruhr, para el que se olvidó de solicitar la autorización francesa que era preceptiva según las previsiones de Versalles.
El 30 de marzo se celebró consejo de ministros en Francia, y en dicha reunión Deschanel, sacando los pies del plato, solicitó la ocupación militar del Ruhr. André Lefévre, el ministro de Defensa, fue el único que lo secundó. El resto del gobierno, horrorizado ante las consecuencias que todo eso podría tener en las relaciones con Gran Bretaña, se negó. Y Millerand, primer ministro, más que ningún otro. Un mes después, en la conferencia de San Remo, Millerand aceptó renunciar, sin consultar al jefe del Estado, a la influencia francesa sobre Mosul y Palestina. En mayo, en la conferencia de Hythe, se mostró de acuerdo con sacar sus tropas de Francfort.
Éstas son muestras típicas del juego de putadas que es la alta política. Normalmente, son cosas que los políticos aguantan con cinturas más o menos flexibles, pero que por lo general aceptan como parte del juego. Deschanel, sin embargo, no podía hacer tal cosa. Porque él no era un político normal; era un enfermo.
A decir verdad, Paul Deschanel había comenzado su mandato presidencial físicamente enfermo, aquejado de unas fiebres que lo torturaron intermitentemente. Para entonces ya tenía costumbre de permanecer en su despacho, en la oscuridad total, con la única luz de la lámpara que apuntaba a su mesa.
Deschanel era ya entonces, en potencia, eso que se llama un ciclotímico: una persona que alterna periodos de optimismo exacerbado con la depresión. Su elección lo pilló remontando la gráfica sinusoidal; pero nada más ganarla, tal vez por tener también neurosis de anticipación (esas personas que se angustian por problemas que aun no han experimentado), hizo lo que hacen los ciclotímicos, esto es, sumirse en la depresión. El mismo día que lo votaron presidente, cuando salió a la calle y tomó su coche entre los vítores de los transeúntes, la confesó lúgubremente a un colaborador: "toda esta gente me vitorea, pero yo no soy digno de ellos". Pocos días después recibió a una delegación de diputados en el Elíseo con la frase: "estos muros me agobian".
Fue durante un viaje a la Costa Azul cuando las cosas se pusieron duras.
La cosa empezó bien. En el casino de Niza se marcó un discursito sobre lo bonito de la ciudad que arrancó uno montón de aplausos. Sin embargo, inmediatamente después comenzó a actuar de forma rara. En Cannes, siguiente parada, se ausentó de la cena que le estaban ofreciendo pretextando que era hora de salir hacia Montecarlo. Comenzó a rehuir los actos en los lugares por donde pasaba y en uno de ellos, Cap Martin, el alcalde se quejó de no había podido verle. El presidente de la República, mirando a ambos lados y adoptando una actitud secretiva, le contestó:
- Volveré, volveré... Pero volveré solo. Completamente solo. Hoy estoy rodeado de policías.
Muchas personas que han tenido experiencias con personas sufriendo problemas mentales no tratados saben que la manía persecutoria es uno de sus clásicos. La confesión de Deschanel parece una coña en los labios de un jefe de Estado que, mientras lo es, la verdad es que vive literalmente rodeado de policías las 24 horas del día y, desde luego, no puede aspirar a acercarse por Cap Martin él solo. Una frase así viene a sugerir que Deschanel vivía delirios, siquiera leves, que lo alejaban de la realidad.
En Menton, las autoridades lo obsequiaron, mientras una multitud lo aclamaba, con un ramo de flores. Deschanel se lo lanzó diplicentemente a la masa de gente.
Uno de los actos que le tocaba hacer al presidente durante aquel viaje, el 24 de mayo, era inaugurar una estatua en Montbrison en honor de Émile Reymond, senador de la República y aviador que había caído en la primera guerra mundial en acto de servicio. Inopinadamente, Deschanel decidió no ir a Montbrison; y tan inopinadamente como decidió no ir se desdijo de su decisión el mismo día antes, esto es el 23. En consecuencia, salió de la Gare de Lyon a las nueve y media de la noche en un tren junto con otras 53 personas.
A las 4 horas y 58 minutos de la madrugada, el tren para en la estación de Moulins. La parada tenía que ser muy breve, pero un empleado de la estación se sube al tren para buscar a algún policía de seguridad y, cuando lo encuentra, le entrega un mensaje telefónico que, literalmente, dice: "un individuo ha caído del tren presidencial".
Los policías no hacen ni puto caso del mensaje, que reputan una calaverada. Así pues, siguen viaje hasta la siguiente parada, a las 5 horas y 44 minutos, en Saint-Germain-des-Fossés. Allí les entregan otro mensaje más preciso: "Un viajero que dice ser monsieur Deschanel se ha tirado del tren presidencial". Los policías deciden hacer un recuento de viajeros del tren, la mayoría dormidos. Van llamando a los compartimentos y contando hasta que cuentan 53. Eso sí: no llaman al compartimento del presidente por no molestarle y porque, verdaderamente, nadie en su sano juicio es capaz de imaginar que todo un Presidente de la República va a haber saltado del tren en marcha. Así pues, comprobado que todos los integrantes del tren siguen en él, continúan viaje.
Cuando llegan a Roanne, a las 7 horas y 5 minutos, todo el pueblo es ya un hervidero de rumores sobre la desaparición de Deschanel. El valet del presidente, Julien Drouet, se presenta muy nervioso ante Philippe Féquant, jefe de la casa militar del presidente, y le refiere que dejó al presidente encamado a las 10 de la noche. Que había ido a levantarlo cinco minutos antes (a las 7), pero que por mucho que llamó a la puerta no atendió. Mosqueado, Drouet había entrado en la suite para encontrársela vacía.
La suite presidencial de aquel tren estaba concebida, por motivos de seguridad, de modo que, para entrar o salir, había que pasar precisamente por la cabina del comandante Féquant. Además, pronto pudieron comprobar militar y valet que una ventana de la suite del tren estaba rota.
El presidente de la República Francesa, efectivamente, se había tirado del tren en marcha. De hecho, lo hizo pocos minutos antes de la medianoche.
Cinco minutos antes de las doce, en efecto, el guardabarrera del kilómetro 110 de la línea férrea a la altura de Montargis, André Rateau, hacía su ronda de comprobación de medianoche, con un farol en la mano, cuando apreció una figura humana junto a las vías. Lo describió como un hombre en pijama, de aspecto tumefacto, que daba la impresión de estar como sonado. El buen ferroviario se llevó al tipo a su caseta de guardabarrera, donde el hombre le dijo:
- Se va usted a sorprender mucho, no me va usted a creer, pero yo soy el presidente de la República.
El buen hombre, que no hará falta decir que no le creyó, se llevó a aquel tipo a su propia casa. Despertó a su mujer y lo acostó en la cama conyugal. Hay que decir que la señora de Rateau, con esa intuición tan femenina, nunca dudó, a pesar de lo increíble de la situación, de que se trataba del presidente de la República. No porque lo conociese, que no lo conocía; sino porque, le dijo al día siguiente a la policía, se notaba que era persona muy notable por lo limpios que tenía los pies.
La estación de Montargis envió a un médico, que llegó poco antes del alba y fue quien sí reconoció a Deschanel (en los dos sentidos).
Una vez que supieron todas estas noticias, ¿qué hicieron en el tren presidencial? Pues la verdad es que, a poco que lo penséis, la decisión no es tan fácil. No había tiempo de ir para atrás a por el presidente y llegar a Montbrison. Así las cosas, había que decidir entre recoger a Deschanel o cumplir el programa. A los políticos siempre les obsesiona la normalidad, sea ésta real o fingida. Así pues, el ministro del Interior, Théodore Steeg, que se encontraba en el tren y era la máxima autoridad en ausencia del Presidente autoarrojado del tren, decidió seguir adelante, e inaugurar el monumento sin el presidente.
La misma tarde del 28, la Presidencia de la República hizo pública una nota de prensa cuyas líneas principales no tienen desperdicio:
El señor Presidente se acostó hacia las diez de la noche después de haber cerrado las ventanas de su vagón para evitar el enfriamiento. Algunos instantes antes de que el tren presidencial pasara por Montarguis, el señor Presidente se sintió incómodo con el calor, se levantó y se dirigió a una de las ventanas para abrirla. Capturado por el aire vivo de la noche, basculó a través de la ventana más grande del vagón y cayó a la vía.
Dicho de otra forma: tratando de evitar que los franceses supieran que su presidente estaba loco, los servicios de prensa del Estado francés consiguieron que sospecharan que estaba mamado.
Al día siguiente de este suceso, Deschanel presidió en París con consejo de ministros como si tal cosa. El 3 de junio, se fue a su casita normanda de La Monteillerie, a descansar.
Es tesis bastante común entre los expertos de la sique que tal vez Deschanel sufrió aquella noche de síndrome de Epélnor, dolencia que se llama así por el más joven remero de la tripulación de Ulises quien, según Homero, se cogió una cogorza de la hueva y se durmió en el tejado del palacio de Circe y luego, cuando escuchara las llamadas de Ulises para embarcar, se cayó del tejado y se mató. En otras palabras, un sueño incompleto causado por el exceso de alcohol, pero también por el estrés o la depresión. Estos sueños incompletos se caracterizan, por ejemplo, por la incapacidad del sujeto de reconocer a las personas que lo rodean o el sitio en el que está al despertar. Según se supo con el tiempo, la depresión le causaba al presidente episodios en los que no podía respirar al experimentar un ardiente peso en el pecho.
La Constitución francesa vigente, sin embargo, no prevía (ni me parece que lo haga en el momento presente) la figura de un vicepresidente que pudiese dar cuartelillo a un presidente enfermo que no pudiese cumplir con sus funciones. En términos generales, la legislación francesa no permite a su jefe de Estado tener problemas personales mínimamente graves. A causa de su naturaleza vacacional, los meses de julio y agosto se fueron pasando sin problemas. Sin embargo, fueron semanas en las que la ansiedad fue haciendo tenaza en Deschanel quien, de hecho, llegó un momento en el que se negaba a firmar los decretos que le presentaban.
Y pasan cosas raras de cojones. Un día, Deschanel tiene un compromiso en el cual debía almorzar con dos parlamentarios en el Elíseo. Tras el almuerzo, que transcurre normalmente, dan un paseo por el parque del palacio cuando, de momento, el presidente de la República se separa de sus interlocutores, se dirige a un árbol, y comienza a escalarlo. A las seis de la mañana del 10 de septiembre, lo ven bajar al parque medio vestido, se dirige hacia un empleado que está pescando en un lago de dicho parque y, tras intercambiar unas palabras con él, se mete a medio cuerpo en el agua. El empleado, acojonado, va a por ayuda, y finalmente ponen en el agua una barca para ir a buscar a Deschanel quien, al ser rescatado, muestra signos de no saber dónde está, y sólo se queja de frío.
Ante estos sucesos, en el entourage del presidente comienza la labor de convencerle de que debe renunciar. Deschanel aguanta poco más de una semana. El 21 de septiembre se dirige a las cámaras para anunciar su renuncia.
El jefe del Estado es internado en una casa de reposo de Malmaison. Con los primeros resultados de su terapia, renace la ambición política. A finales de año, puesto que se va a elegir un senador vacante por Eure-et-Loir. Pero es un espejismo, El 31 de diciembre, durante un mitin de esa campaña, Deschanel interrumpe su discurso y se va, pretextando fatiga. El 9 de enero, en las elecciones, gana, por una exigua mayoría. El pueblo, siempre tan sabio.
No duró mucho el pobre Deschanel. Murió de pleuresía el 28 de abril de 1922. Y hoy es el día, me parece a mí, que los franceses, que tienen tan buena memoria para lo que les interesa, prácticamente han olvidado a este hombre al que encumbraron a la más alta magistratura del Estado, y con el que consiguieron batir un récord histórico: Francia es, probablemente, el único país del mundo que tiene un jefe de Estado que se arrojó voluntariamente de su propio tren.
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