En
julio de aquel mismo año, las resistencias respecto del flamante
secretario general comenzaron a hacerse aparentes. La primera pista
que recibieron de ello los kremlinólogos fue un extraño artículo
publicado por Pravda,
titulado Colegialidad
y responsabilidad.
«El espíritu colegiado», decía, «se hace patente cuando no se
permite llegar demasiado lejos en el ejercicio del poder». Frase
grandilocuente ésta que, es de suponer provocaría, una amarga sonrisa en los labios de muchos
opositores al régimen soviético, algunos de los cuales, si leyeron
el artículo, lo hicieron en los siquiátricos donde estaban
ingresados como si estuviesen locos.
Y
continuaba: «el secretario de un partido no es su jefe, porque no
está investido del derecho a dar órdenes. Tan sólo es el primer
hombre de un liderazgo colectivo. Ciertamente, tiene más
responsabilidades que los demás, pero sus derechos son los mismos».
A
estos movimientos se unían otros de opinión
pública. Muy particularmente, la labor de zapa constante de Alexei
Kosigyn, que aprovechaba las posibilidades que su posición le
aportaba a la hora de hacerse una imagen internacional. En enero de
1966, recibió su bautismo de fuego como actor de primer nivel del
orbe internacional en la conferencia de Tashkent, donde se produjo el encuentro entre Ayub Khan y Lal Bahadur Shastri, para tratar el
eterno conflicto indo-paquistaní. Cuando en junio el presidente
francés Charles de Gaulle visitó la URSS, Breznev llevó el peso de
las negociaciones (dejando, por cierto, en el francés la impresión
de que era un intransigente); pero los que se llevaron los oropeles y
la impresión de cortar el bacalao fueron Kosigyn y Podgorny.
Para
entonces, sin embargo, Leónidas Breznev había aprendido a ser una
auténtica garrapata política. En realidad, tanto Alexei como
Nicolae nunca parecieron darse cuenta de a quién tenían delante. Su
oponente o adversario era, para ellos, una persona que comenzaba su
cuesta abajo vital (pronto cumpliría sesenta años) y que era
demasiado débil para imponerse. En realidad, Breznev, a pesar de ser
un dirigente al que siempre le preocupó el consenso, sobre todo
tener a su favor a los cuartos de banderas, era la quintaesencia del
estalinismo, hasta el punto de superarlo, puesto que consiguió cotas
muy parecidas a las de su maestro, pero sin utilizar los niveles de
violencia gratuita de que hizo gala el georgiano.
En
ausencia de violencia, Breznev necesitaba desarrollar su
garrapatismo.
Su capacidad de pasarse meses, si no años, viviendo de una gota de
sangre, a la espera de momentos mejores. Todos los silencios de
Breznev, que vamos contando, fueron en su día interpretados, sobre
todo por sus adversarios dentro del Partido, como signos de
debilidad; pero, sin embargo, la inmensa mayoría fueron episodios de
fortalecimiento silencioso. La táctica de Breznev, cuando se
analiza, se parece mucho a la de la familia Corleone: hacer como que
se cede mientras se diseña una matanza de grandes proporciones.
Por
su sexagésimo cumpleaños, Breznev recibió la medalla de Héroe de
la Unión Soviética. Con aquella estrella dorada en la solapa, el
secretario general del PCUS se dirigió a la sesión que celebraba el
Soviet Supremo para aprobar sus presupuestos. Todo había sido
cuidadosamente preparado en las semanas anteriores; las voluntades
adecuadas habían sido captadas, las oposiciones recalcitrantes,
quebradas. Aquella mañana comenzó el culto a la personalidad de
Breznev, que alcanzaría proporciones inimaginadas hasta entonces en
la Historia de la URSS (Breznev es, de hecho, el líder soviético
más condecorado, de largo). Los 1.517 diputados lo recibieron con un
largo aplauso cerrado. A continuación se produjo un efecto sumamente
teatral, sin duda previsto.
No
es casualidad, desde luego, que al frente de la sesión del Soviet
Supremo se encontrase Ivan Spiridonov. Spiridonov se había hecho
famoso en la pequeña historia del sistema soviético en 1961, tras
presentar en el congreso del partido una moción nada menos que para
que la momia de Stalin fuese retirada del mausoleo del Kremlin. Aquel
hombre se desempeñó en hablar de Breznev recordando su eficiencia,
su capacidad de trabajo y, last
but not least,
su compromiso ineludible con la pureza del marxismo-leninismo. El
Soviet entero estalló en un bramido modelo fanboys de David Getta,
aunque sin mover los pies.
Todo
aquello ocurrió un lunes; día sin periódicos. Pero, al día
siguiente, todos salieron con crónicas interminables de lo ocurrido,
y con cuadernillos especiales detallando la vida del camarada
secretario general.
Una
vez ganada la batalla de la propaganda frente a sus competidores,
Leónidas Breznev se aplicó a hacer las cosas como, de alguna
manera, le había enseñado su verdadero maestro, Iosif Stalin.
Una
de las medidas tomadas por Nikita Kruschev que, para algunos, lo
acerca a la consideración de demócrata, fue el desmantelamiento del
aparato policial centralizado creado por Lavrentii Beria; a partir de
ahí, las labores policiales quedaron en manos de los milits,
policías uniformados que dependían de las diferentes repúblicas.
La URSS, por lo tanto, se convirtió en un sistema de mossos
d'esquadra. No obstante, esto no lo hizo por convicción democrática
alguna. Si lo hizo, fue porque había aprendido, en el ejemplo de
Beria, lo peligroso que es que una sola persona controle una policía
secreta de dimensiones sesquicontinentales.
En
julio de 1966, siguiendo el capítulo siete, línea catorce, del
Manual del Buen Estalinista, revirtió esto. Creó un Ministerio para
la Protección del Orden Público, bajo cuyo paraguas volvió a poner
a todos los maderos. Conscientes del enorme poder que acumulaba este
departamento, todas las familias de la URSS se aplicaron a intentar
ocuparlo con alguno de los suyos. A Breznev le costó dos meses, pero
finalmente consiguió colocar en el departamento a Nikolai Schekolov,
uno de sus protegidos.
La
KGB, en cualquier caso, seguía bajo el control de Shelepin, a
través de su liberto Vladimir Semichastny. Leónidas, en cambio, no
se amilanó; movió sus hilos por debajo y, en mayo de 1967, mandó a
Semichatsny a tomar Fanta como viceprimer ministro de Ucrania, y
colocó en su lugar a un viejo conocido de la policía secreta, y amigo de Breznev que era su vecino en el mismo edificio: Yuri
Andropov.
Andropov,
que bien merece se considerado el mayor misterio de la Historia
de la URSS (unos lo consideran un demócrata avant
la lettre,
otros apuestan porque de no haberle fallado los riñones se habría
hostiado con Reagan hasta la última gota de sangre), no era
exactamente un breznevita. En sus orígenes, era un hombre de Suslov,
y es por eso que, en este estadio de las cosas, el secretario
general, al nombrarle en la KGB, lo rodeó de deputys
de su cuerda (Semen Tsvigun, Viktor Chevrikov, que conocía a Breznev
desde que fuera primer secretario del Partido en Dnepropretovsk; el
coronel Georgy Tisinev, graduado en la escuela metalúrgica de
Dnepropretovsk...)
Y,
ahora, quedaban las fuerzas armadas. Desde luego, los militares
soviéticos, como ya sabemos viejos amigos del ahora secretario
general, no podían quejarse, pues, aprovechando el presupuesto de
1967, Breznev había aprovechado para alicatar de billetes el
Ministerio de Defensa hasta el techo. Hechas así las cosas, Leónidas
consideraba razonable demandar del ejército que le aportase algo que
le faltaba: un control explícito de las Fuerzas Armadas.
El
31 de marzo de 1967, el ministro de Defensa, Rodion Malinovsky,
falleció; doce días después, Breznev consiguió colocar al frente
del departamento a su gran amigo el mariscal Andrei Grechko. En
realidad, el mariscal llevaba siendo el jefe de hecho de las fuerzas
armadas soviéticas de meses atrás, por cuanto Malinovsky los había
pasado luchando contra un cáncer. Así las cosas, todo el mundo
esperaba un relevo rápido y, por eso, cuando se demoró casi dos
semanas, las gentes empezaron a inquietarse. Las probabilidades son
muchas, además, de que hubiese alguna mano negra intentando dar por
saco en el tema, puesto que los«compañeros periodistas» de los
medios soviéticos, todos ellos agentes del KGB en realidad,
estuvieron especialmente lenguaraces con sus colegas extranjeros
durante aquellos días. Muchos de ellos aseguraron que el Politburó
estaba pensando en bloquear el nombramiento de Grechko, en un
movimiento necesario para demostrar a los militares la preeminencia
del Partido sobre el Ejército y nombrando, consecuentemente, a un
civil (Dimitri Ustinov) para el puesto.
¿Fue
cierto este pulso? Bastante probablemente, sí. Lo que es más
seguro, sin embargo, es que difícilmente habría conseguido el
Politburó construir una mayoría suficiente contra las intenciones
de Breznev. Más que probablemente, erraron la estrategia. Medio
siglo después de la Revolución y quince años ya después de
Stalin, el Ejército soviético se había consolidado demasiado
claramente como fuerza propia dentro de la URSS, y ya no resultaba
tan fácil colocarle un ministro civil. Otra cosa le habría pasado
al partido anti-Breznev si hubiesen elegido un campeón uniformado; y
los tenían; sin ir más lejos, Nikolai Krylov, entonces comandante
de la fuerza de misiles estratégicos.
Sea
como fuere, Breznev consiguió finalmente colocar un peón en el
Ejército soviético, totalmente alineado con él; y, además, el
desarrollo de los hechos internacionales vino a ayudarlo
inesperadamente. La debacle soviética en la Guerra de los Seis Días,
en la que intervinieron claramente como instigadores, acabó
salpicando directamente a Shelepin. El político soviético, con
enormes responsabilidades en la policía secreta, fue señalado como
el responsable directo de los movimientos de la URSS en el sentido de
presionar a Egipto y a Siria para que atacasen. Así pues, Breznev se
libró de un enemigo incómodo; eso sí, no pudo evitar que quien se
reuniese con Lyndon Johnson y pactase una paz estable en la zona
fuese Kosigyn.
Una
vez caído Shelepin, el desmontaje de su red de poder fue rápida.
Nikolai Yegorichev, que era primer secretario del Partido Comunista
de la ciudad de Moscú (un cargo que ocuparía años atrás, por
ejemplo, Boris Yeltsin), fue rápidamente emasculado. Vikton Grishin
sustituyó a Yegorichev y, semanas después, Shelepin fue movido al
puesto anterior de Grishin, políticamente insulso, de presidente del
Consejo de Comercio de la URSS. Meses después, Shelepin perdía su
secretaría del Comité Central, pasando, pues, a experimentar un
nuevo concepto del dolor en el estómago del poderoso Sharlak.
Para
cuando, en octubre de 1967, llegó la celebración del medio siglo de
la Revolución Rusa (hasta el infinito, y más allá...), Leónidas
Breznev se encontraba solo en la cúpula del poder, sentado en la
silla de Felipe II, contemplando El Escorial que, ahora, era todo
suyo.
Qué
mala suerte tuvo el pobre de llegar a aquella cumbre justo en el
momento en que la montaña comenzaba a resquebrajarse.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario