Recuerda que ya te hemos contado:
La extraña combinación de circunstancias que puso a John Moore al mando de las tropas británicas en España.
Las opiniones no demasiado buenas que los ingleses se llevaron en su primer contacto con La Coruña.
El 23 de octubre, sir David Baird recibió, finalmente, permiso para desembarcar en La Coruña, no sin que un miembro de la Junta de Galicia hubiese tenido que viajar, a pelo puta, en una diligencia exprés, desde Aranjuez, para entregar el nihil obstat de la Junta Suprema. Eso sí, nada más pisar los ingleses la ciudad donde nadie es forastero (dicen), Baird fue conminado por la Junta gallega para hacer marchar a sus tropas a algún lugar distinto de la ciudad; incluso le sugirieron que hiciese esos traslados en paquetes de 2.000 soldados, movilizados en días distintos y a lugares distintos. Dicho de otra forma: los españoles les venían a decir que no había en la península una sola esquina que pudiese soñar con mantenerlos a todos ellos; mucho menos la ciudad de La Coruña. Estos detalles, por supuesto, han sido enterrados por el mito, mucho más conveniente, según el cual coruñeses e ingleses confraternizaron como buenos amigos para siempre means you'll always be my friend, na naino naino naino naino naino ná...
La extraña combinación de circunstancias que puso a John Moore al mando de las tropas británicas en España.
Las opiniones no demasiado buenas que los ingleses se llevaron en su primer contacto con La Coruña.
El 23 de octubre, sir David Baird recibió, finalmente, permiso para desembarcar en La Coruña, no sin que un miembro de la Junta de Galicia hubiese tenido que viajar, a pelo puta, en una diligencia exprés, desde Aranjuez, para entregar el nihil obstat de la Junta Suprema. Eso sí, nada más pisar los ingleses la ciudad donde nadie es forastero (dicen), Baird fue conminado por la Junta gallega para hacer marchar a sus tropas a algún lugar distinto de la ciudad; incluso le sugirieron que hiciese esos traslados en paquetes de 2.000 soldados, movilizados en días distintos y a lugares distintos. Dicho de otra forma: los españoles les venían a decir que no había en la península una sola esquina que pudiese soñar con mantenerlos a todos ellos; mucho menos la ciudad de La Coruña. Estos detalles, por supuesto, han sido enterrados por el mito, mucho más conveniente, según el cual coruñeses e ingleses confraternizaron como buenos amigos para siempre means you'll always be my friend, na naino naino naino naino naino ná...
En
realidad, no sólo los españoles tenían problemas para mantener a
la tropa inglesa; también los tenía Baird. Aquellos valientes
británicos, la mayor parte de ellos prostibularios, bebedores y
malencarados, tenían la mala costumbre de cobrar por lo que hacían,
y sir David apenas tenía chavos para ello, amén de para comprarles
las chuches que necesitaban para ir tirando. De hecho Baird, como
otros oficiales de su tropa, acostumbrados a la guerra en la India,
donde el ejército de Su Graciosa Majestad disponía de indios a
punta pala para que hiciesen de todo a cambio de una patada en los
cojones y un vaso de agua, se había llegado a Coruña con un
equipaje propio de una marquesa dieciochesca; oropeles, baúles y
polladas que tuvo que dejar tras de sí por incapacidad de rentar los
suficientes carros, mulas y brazos que los llevasen. Los gallegos, por lo general, no cargan con chuminadas.
La Junta
de Galicia, en un gesto muy generoso, le hizo un préstamo que más
que decuplicaba el dinero con que contaba Baird (ya lo decía Groucho Marx: ¡Timber, timber!) Pocos días después,
el ministro británico en Madrid, John Hookham Frere, arribó en el
puerto gallego con 410.000 libras, de las cuales le dejó 40.000 a
Baird. Ya con dinero suficiente, las tropas de Baird comenzaron su
desembarco efectivo el 26 de octubre. Un oficial le confesó a su
mujer en una carta que la bajada de los ingleses al puerto «no se
puede decir que haya causado mucha alegría» entre los coruñeses;
para entonces, pues, ya se había forjado la desconfianza mutua de la
que hoy le cuesta hablar a las crónicas, mucho más a los folletos subvencionados por el municipio. Nada que ver con el
recibimiento que, apenas unos días antes, le habían tributado los
coruñeses a Pedro Caro y Sureda, III marqués de la Romana, quien
había llegado de Londres con su amigo Hookham Frere, y fue paseado
en carruaje por las calles en tal loor de multitud que acabó
llorando como un niño en público. Un corresponsal inglés,
probablemente mosqueado por la diferencia de trato, escribió que el
marqués «apenas podía ser distinguido de un sacamuelas español»;
en clara alusión a la ausencia de ese porte y majestad que se espera
en los militares de alcurnia entre las huestes que tomaron Gibraltar (y de la que ya se han olvidado, pues hoy en día un general inglés bien podría pasar por barbero español).
Los
ingleses salieron de la ciudad con una lentitud exasperante. La
infantería no terminó de abandonar la ciudad hasta el 10 de
noviembre. Tan sólo entonces comenzó la salida de las tropas de
caballería, para desesperación de su comandante, lord Henry William
Paget, primer marqués de Anglesey. Nacido en 1768, ergo joven aun,
era el primero de los seis vástagos del conde de Uxbridge. A los
cuarenta años, ya era teniente general. Paget era, probablemente, el
militar inglés con más carisma; otra cosa que historias como la
batalla de Waterloo han, quizá, otorgado a otros. Las tropas de
caballería a su mando lo idolatraban y le hubieran seguido al vacío
tras un barranco si les hubiese ordenado avanzar.
Todo este carisma, sin embargo, no le sirvió de gran cosa a Kike Paget cuando
se trató de avanzar con sus caballos. En primer lugar, el hecho
diferencial gallego, respecto del hecho diferencial inglés, hizo que
la alimentación de los equinos hubiera de cambiar. Los caballos
ingleses, acostumbrados al heno y la avena, tuvieron que conformarse
con paja mezclada con maíz. El maíz está de cojones en el pan gallego, pero desde un punto de vista caballar no deja de ser un alimento mucho menos nutritivo que el heno. La dieta anoréxica, pues, preparó malamente a los caballos para las durísimas jornadas por la
orografía galaica, que ya de por sí tiene sus eggs. Existen testimonios de que en Betanzos, población
que cualquier coruñés hoy considerará que está a un tiro de
piedra de La Coruña, ya tuvieron que dejar los ingleses casi un
centenar de caballos muriéndose sobre la hierba (y que se comieron los betanceiros; que alguno habrá entre ellos que sea tonto, pero gilipollas, entre uno y ninguno). El 22 de noviembre,
fecha en la que cuatro brigadas de infantería y tres baterías
artilleras que marchaban con Baird alcanzaron Astorga, Paget todavía
estaba en Lugo. Al llegar a la ciudad leonesa, Baird se encontró
con las noticias de que el ejército gallego (Blake y Espinosa) y el
de Extremadura (conde Belvedere) habían sido derrotados en sendos
teatros bélicos. El mariscal Soult estaba en Reinosa; incluso, el
mariscal Lefèvre se encontraba más cerca, en las orillas del
Carrión. Así las cosas, Baird decidió cambiar de planes. Él se
quería llegar a León pero, en aquellas circunstancias, temía
perder el testículo izquierdo en el viaje; así pues, resolvió
parar en Astorga, con el culo contra Galicia, y salir a la naja hacia
Coruña en el caso de que los franceses comenzasen a bajar. Envió
una carta a Moore a Salamanca explicándole su decisión y envió
también a un corneta, del cual la Historia ha conservado el apellido
(Laroche), con la misión de subir hacia La Coruña a toda hostia,
avisando a toda tropa inglesa que se encontrase para que dejasen de
avanzar. O sea, más o menos como en el chiste del espermatozoide.
Cuando
Moore recibió la carta de Baird, llevaba diez días en Salamanca.
Había dado tanto a Baird como a Hope la orden de reunirse con él;
pero también les había otorgado un importante margen para el
albedrío. Ahora que sabía que Baird no pensaba bajar hasta
Salamanca, comenzaba a dudar de la posibilidad de que las tropas se
uniesen; y él apenas contaba con 17.000 hombres. Hope andaba, según
los correos, dándose de barrigazos por la sierra de Gredos, que si
es puteadita de pasar hoy en día en coche, entonces ni imaginarse
puede. Baird, lo hemos dicho, estaba comiendo mantecados. Y, respecto de los franceses y los
españoles, se queja constantemente en sus cartas de que nunca sabía,
en realidad, dónde estaban, pues los informes que recibía eran de
muy mala calidad, contradictorios incluso. De hecho, cuando Moore
logró saber que los franceses habían tomado Valladolid y avanzaban
hacia las riberas del Carrión, no pudo saber si tenían algún tipo
de hostigamiento u oposición de los españoles pues, simple y
llanamente, desconocía dónde estaban. Le escribió a Hookham: «la
imbecilidad del gobierno español excede lo imaginable». The
goodwill of the inhabitants, whatever that may be, is of little use
while there exists no ability to bring it into action. And even now,
when events had proved the necessity for a supreme commander of the
Spanish armies, no appointment to that essential command had been
made. Críticas, como se ve, nada superficiales.
Para que
nos hagamos una idea de la imagen que aquellos militares aristócratas
tenían de sus aliados, cabe citar que en el informe que uno de los
representantes británicos ante el gobierno, lord William Bentinck,
hace del llamado ejército de Castilla, lo describe como a
complete mass of miserable peasantry, without clothing, without
organization, and with few officers that deserve the name. O sea:
más o menos, una panda de pringaos.
Moore,
sin embargo, se resistía a concluir, de estos datos, que lo que él
estaba dirigiendo era una guerra entre franceses e ingleses. Sus
órdenes desde Londres lo conminaban a colaborar con los
españoles en la derrota del francés, no a dirigirlos. Seguía
pensando que no había más forma de ganar aquella guerra que a
través de la unión y determinación de los españoles. Pero, le
escribe a Castlereagh el 24 de noviembre, «del entusiasmo del que
nos hablaron no hay nada. No tengo comunicación con ninguno de sus
generales, desconozco tanto sus planes como los de su gobierno».
En
aquellas deplorables circunstancias, sir John Moore decidió
abandonar Salamanca en cuanto el general Hope apareciese por la
ciudad. Hookham Frere trataba de apaciguarlo, sin conseguirlo.
Finalmente, llegó a Salamanca Charles Vaughan, secretario de Charles
Stuart, asimismo representante británico ante la Junta Suprema de
Aranjuez. Vaughan hizo un brutal esfuerzo recorriendo la distancia en
unos pocos días para entregarle a Moore un conjunto de despachos. La
principal noticia que traía Vaughan era la derrota de Palafox y
Castaños en Tudela, que venía a significar que entre los ingleses y
el ejército francés ya no quedaba nada. Esa misma tarde, Moore le
escribió a Baird estas palabras (algunas de las cuales me he
permitido destacar con cursivas): «De verdad que era mi deseo correr
grandes riesgos para ayudar a las gentes de España; pero, tras esta
segunda prueba [se refiere a Tudela] de lo poco que son capaces de
defenderse por sí mismos no veo racional esperar de ellos
nada mejor. Como sea, debemos estar nosotros preparados antes de
que ellos puedan estarlo; tan cierto como que los franceses tienen un
ejército en Burgos que ahora se moverá hacia el sur. Por lo tanto,
he decidido retirarme hacia Portugal con las tropas que tengo aquí;
y, si es posible, con las de Hope, si, a base de avanzar a marchas
forzadas, me llega a alcanzar. Quiero que tú vuelvas a La Coruña».
La
decisión de Moore ni extrañó ni soliviantó a Hope y a Baird. Pero
a otros generales, que habían llegado a la península para luchar
contra el francés y alcanzar la gloria, no les gustó nada. Todos
ellos, o casi todos, reaccionaron muy mal, en la reunión convocada
por Moore para explicar su decisión, y le afearon la orden. Moore se
limitó a explicarles fríamente que no les había llamado para
pedirles su opinión.
En
Aranjuez, recibidas las cartas de Moore, a Hookham Frere y Stuart, se
les cayeron las gónadas, que salieron rebotando por la puerta. Una
retirada inglesa, le escribió Stuart a Moore, «no sería peor que
una victoria francesa». Napoleón bajaba por la autovía de Burgos a toda
hostia, por lo que la Junta Suprema envió, a pelo puta, 12.000 soldados españoles
al paso del Guadarrama para pararlo. Allí, los lanceros polacos le
dieron a la Roja hasta en el yeyuno, con lo que el camino hacia
Madrid quedó expedito para Napoleón, que iba al frente de sus
bruñidas tropas. El 30 de noviembre, los franceses podían ver el
Pirulí desde las tiendas donde sobaban a sus barraganas.
Esa
misma noche del 30 de noviembre, mientras los franceses al mando de
Napoleón ya se rifaban a las putas de la calle de las Huertas, sir
John Hope avanzaba hacia el norte, esperando encontrarse a Moore en
Ciudad Rodrigo, con unos cuantos dragones franceses hostigando su ala
derecha. En la determinación mostrada por Hope se jugó buena parte de la suerte de
la guerra anglohispana contra Francia, pues él sabía que era
crucial que él encontrase a Moore antes que los franceses. En día y
medio avanzó casi cien kilómetros hasta Peñaranda, dejando a los
caballos que cargaban con la artillería completamente exhaustos.
Llegado a Alba de Tormes, recibió una carta informándolo de que
Moore no estaba en CR, puesto que aun no se había movido de
Salamanca. Debía, pues, dirigirse allí.
¿Por
qué seguía Moore allí? Pues, básicamente, porque la calidad de
las noticias había cambiado. Ligeramente. El 3 de diciembre, el brigadier general
Agustín Bueno y Ventura Escalante llegaron a Salamanca desde
Aranjuez con una carta de Martín de Garay, secretario de la Junta
Suprema, autorizándoles expresamente a negociar con Moore una nueva
campaña para liberar Madrid. En ese momento, la prioridad de la Junta Suprema era evitar que la capital volviese a ser de Napoleón (aunque, cosas de la vida, estos mismos Bueno y Escalante serían quienes pactasen con el francés una ocupación no traumática de partes de la ciudad, en lo que entonces se consideró como una alta traición). Además, traían noticias de que
Castaños había podido sobrevivir a Tudela con buena parte de su
ejército, que ahora estaba al norte de Madrid; que el general
Heredia tenía 10.000 hombres del ejército de Extremadura en
Segovia; o que Benito de San Juan tenía otros 12.000 en Guadarrama. Con eso,
las levas que se estaban produciendo y las tropas de Moore, decían ,
sería más que suficiente para liberar Madrid de los cerca de 20.000
franceses que la amenazaban, y para echar después, definitivamente, al ejército de
80.000 gabachos de la península.
Moore,
sin embargo, escuchó aquellas arengas con escepticismo. Los
españoles ya le habían contado milongas antes, así pues no estaba
muy dispuesto a creerles. Ni siquiera la llegada a Salamanca de
Charles Stewart, oficial de las tropas de Hope, le hizo cambiar de
idea. Stewart había estado en Madrid y testificó ante su comandante
en jefe que la determinación del pueblo de Madrid, y de los
españoles en general, era de luchar y morir hasta la última gota de
sangre. Moore, sin embargo, había escuchado esa historia en muchas
barras, y la había leído en muchas cartas y proclamas; ya no se
fiaba. Para sorpresa incluso de muchos de sus mandos, mantuvo la
resolución de retirarse. Cuando Stewart habló con él, según
escribiría después, Moore «condenó al gobierno español, y a la
nación entera».
El 5 de
diciembre, le llegó a Moore una carta de Hookham Frere; que era, no
lo hemos dicho todavía, un viejo amigo suyo del colegio, de los
tiempos de Eton. Frere, buen conocedor de España (había servido ya
de 1802 a 1804 en nuestro país), tenía para entonces su
correspondiente ración de síndrome de Estocolmo; y por eso le
escribió a su viejo amigo Moore que no podía creer su decisión de
retirarse y dejar a los españoles a su suerte; decisión que
consideraba «imperdonable». La carta era, ya de por sí, de una
dureza extrema; para un commoner, una salida de pata de banco;
para un aristócrata, simplemente intolerable. Hookham, además, había
elegido para llevar la misiva el peor de los corresponsales: Colonel
Venault de Charmilly.
Charmilly
era un personaje de dudosa reputación, emigrado de Francia a
Londres, donde había sido tratante de carbón y prestamista. Era un
tipo pretencioso y diletante que, además, se había ganado la
enemiga de Moore cuando éste se había enterado de que había
intentado, sin éxito, obtener de la Junta Suprema el mando de tropas
de caballería.
El odio
de Moore hacia Charmilly era tan africano que se negó a recibirlo,
encomendando a un ayuda de cámara la recogida de la carta de Frere;
ante lo que el francés reaccionó negándose a darle la misiva a
nadie que no fuese el general. Moore lo recibió de mala gana.
Así
pues, el escocés no estaba en disposición de hacer demasiado caso
de las invocaciones de su compañero de Eton. Horas después, en todo
caso, recibió una nueva carta, en los mismos términos, esta vez de
la Junta de Defensa de Madrid, firmada por Tomás de Morla y el
Príncipe de Castelfranco. Ambos le afirmaban que tenían 40.000
hombres en Madrid, y que todo lo que necesitaban era que el inglés
hostigase el flanco de Napoleón.
Sir
John, sin embargo, dudaba. Ya lo hemos dicho. No ponía en duda que
todo el mundo, en España, estuviese empalmado con eso de luchar
contra el francés y bla. Pero lo que le preocupaba, por decirlo
pronto, era que esa turgencia permaneciese en los penes patrios tras
el primer disparo, tras el primer revés, tras el primer cañonazo.
Digámoslo claro: sin John Moore, el que ahora dice en una pared de
La Coruña que si los gallegos son esto y aquello, en realidad
pensaba que los españoles, antes de joder todo es prometer, pero una
vez jodidos, nada de lo prometido. Consideraba la moral hispana extremadamente feble y creía que los mismos que ahora gritaban ¡mori al gabacho!, en minutos tres, en cuanto Soult les hubiese arreado un par de hostias, se pondrían a cantar voulez vous dancer avec moi, quieres que bailemos un vals, o la puñetera Marsellesa, o lo que les pusieran por delante. Consideraba, pues, a los españoles como traidores, primero que todo, a sus propias palabras y convicciones. El mito del 2 de mayo no admite estos matices, lo sé. Es lo que tienen los mitos.
Tras una
tarde de reflexiones, en la que no sabemos muy bien qué elementos
manejó porque estuvo solo, Moore decidió, sin embargo, dar marcha
atrás en la orden de retirada. Le escribió a Baird, que para
entonces estaba de retirada en Villafranca del Bierzo, y luego a Castlereagh, esto es a su boss.
En ambas
cartas, Moore no se ocultó. Seguía pensando que el repentino
patriotismo de los españoles había llegado demasiado tarde. Sin
embargo, añadía, I feel myself the more obliged to give it a
trial. Y venía a sugerir que había sido, en realidad, la carta
de su amigo Frere la que le había convencido. En todo caso, ordenó
a Baird que enviase su caballería a Zamora, y la infantería a
Benavente. Le ordenó proceder «con la brida en la mano; porque si
la burbuja estalla y cae Madrid, tengamos una escapatoria. Tanto tú
como yo, aunque podamos parecer grandes y dispuestos a llevar
cualquier cosa adelante, aun así no podemos perder de vista esta
posibilidad: que en cualquier momento las cosas cambien y tengamos la
necesidad de retirarnos».
Como se
puede ver, el concepto de bubble burst, en España, es muy
antiguo: lo inventó el escocés sir John Moore.
De
manera un tanto extraña, en cuando Charmilly fue informado de la
decisión de Moore, se pudo visiblemente nervioso y exigió verlo
para entregarle un despacho de gran importancia. Moore lo recibió de
muy mala hostia; tanto que, contraviniendo la norma de los buenos
aristócratas, que reciben sentaditos en su sitio, estaba de pie,
junto al quicio de la puerta, esperando al francés. Moore, gritando
tanto que se le oía en todo el palacio, le preguntó por qué tenía
una carta y no se la había dado la noche antes. Charmilly dijo que
Frere le había dado la instrucción de esperar unas horas antes de
darle la segunda carta, ante lo cual Moore contestó con palabras que
Charmilly, en el relato escrito que dejó de la escena, describió
con asteriscos.
La carta
de Frere era el tercer error del representante británico. Venía a
decir que, en el caso de que el escocés hubiese resuelto no acudir
en ayuda de la defensa de Madrid, se le ordenaba permitir que
Charmilly dirigiese una asamblea de generales para expresar su
opinión al respecto.
Para
Moore, aquello era mucho más que un feo. Mucho más que una patada.
Era un motín. Y actuó en consecuencia. Sin solución de
continuidad, ordenó la expulsión de Charmilly de Salamanca. Y luego
se sentó a escribirle su respuesta a Frere.
La carta que finalmente salió de Salamanca hacia Aranjuez (y digo lo de finalmente porque doy por hecho, y es muy difícil creer lo contrario, que debió de haber varios borradores) refleja, en buena parte, la capacidad de Moore de reflexionar incluso en situaciones estrés, y de observar las cosas con un punto de vista político. Supongo que aquellos de vosotros que estáis leyendo estas notas y habéis llegado a este punto os estáis imaginando a un inglés más bien fibroso y envarado, sentado frente a una mesa que alumbran dos velones, tomando la pluma para colocar en el papel los peores improperios. Pero os equivocáis. Porque no estáis hablando de un sanguíneo militar español salido de una taberna (tal suele ser la calidad de los héroes de milicias que le gustan a la mayoría de hispanos que poco saben de la dicha milicia); estáis hablando de un militar de pura cepa, tan, tan british, que era escocés.
Moore sabía que no podía enfrentarse frontalmente a Frere. Por mucho que tuviese en Londres, como ya hemos visto, a un chochete comiendo orejas a su favor, Castlereagh nunca le habría apoyado en ello. Yo sé que después de que las coaliciones ganen guerras se impone la versión histórica de que la dicha coalición triunfante estuvo movida por la buena moral y la percepción de lo justo. Así las cosas, igual que creemos que los aliados de la segunda guerra mundial se aliaron en defensa de la democracia y la libertad de los europeos contra el fascismo (enorme meconio conceptual donde los haya), también pensamos que los ingleses vinieron a España a principios del XIX porque creían que debían hacerlo. Lejos de ello, sin embargo, debemos recordar que todo era, es y seguirá siendo, política. Londres había enviado a su tropa de hooligans dipsómanos a España por mor de sus necesidades bélicas y, sobre todo, para defender su posición en el Mediterráneo, que quedaría seriamente comprometida sin Gibraltar. Sir John Moore no era de esos típicos militares que sólo saben de desfilar y limpiar sus armas en el cuarto de banderas y que, en consecuencia, no saben nada de la política (en puridad, ese militar, a partir de la primera estrella de ocho puntas, ni existe ni ha existido nunca). Había visto, además, cómo comandantes con más entrepierna que la suya habían sido cesados como mando de la armada de España, así pues sabía que, desde Francis Drake e Isabel I, no había habido en Inglaterra un solo comandante imprescindible que pudiera pensar que no podía ser cesado.
Tras desechar, de esto estoy seguro, cuatro o cinco borradores en los que ponía a Frere, a los españoles, y a la actitud del gobierno inglés en la contienda, a caer de un burro, sir John Moore consiguió aclarar algo sus ideas; pensar con algo de tranquilidad. No, no podía poner su mando en frente de las intenciones de los políticos de Aranjuez; si lo hiciera, ganarían ellos, porque ellos siempre ganan. Tampoco podía dar su brazo a torcer: en el ejército inglés de finales del XVIII, cuyos mandos todavía eran en su totalidad los nobles que habían sostenido la corona en el pasado, que habían tapizado los campos de las batallas inglesas con la sangre de los mejorese commoners de las aldeas de sus feudos, no existía el Yes, sir, yes! propio de los modernos ejércitos populares. La nobleza militar inglesa era un poco como ese HAL 9000 de 2010, odisea dos, que, para sacrificarse, antes tiene que entenderlo.
Con estas ideas en la cabeza, Moore suspiró, y redactó su carta final. Una carta en la que sostenía sus ideas, insinuando además que no tragaría con un movimiento hacia Madrid para liberar la capital; pero, al tiempo, buscaba un chivo expiatorio para utilizarlo como válvula de escape; un soplapollas útil que quedase como el culo en todo aquello, y a cuya imbecilidad, mala leche o ineficiencia pudiesen todos acusar del desencuentro ocurrido.
A la búsqueda de esa cabeza de turco, Moore escogió a quien peor le caía de todos los posibles.
Así las cosas, escribió:
I shall abstain from any remark upon the two letters from you delivered to me last night and this morning by Colonel Charmilly, or on the message which accompained them. I hope as we have but one interest, the public welfare, though we may occasionally see it in different aspects, that this will not disturb the harmony that should subsist between us. I certainly at first did feel and expressed much indignation at a person like Colonel Charmilly being made the channel of a communication of that sort from you to me. Those feelings are at and end; and I dare say they never will be excited towards you again.
La carta que finalmente salió de Salamanca hacia Aranjuez (y digo lo de finalmente porque doy por hecho, y es muy difícil creer lo contrario, que debió de haber varios borradores) refleja, en buena parte, la capacidad de Moore de reflexionar incluso en situaciones estrés, y de observar las cosas con un punto de vista político. Supongo que aquellos de vosotros que estáis leyendo estas notas y habéis llegado a este punto os estáis imaginando a un inglés más bien fibroso y envarado, sentado frente a una mesa que alumbran dos velones, tomando la pluma para colocar en el papel los peores improperios. Pero os equivocáis. Porque no estáis hablando de un sanguíneo militar español salido de una taberna (tal suele ser la calidad de los héroes de milicias que le gustan a la mayoría de hispanos que poco saben de la dicha milicia); estáis hablando de un militar de pura cepa, tan, tan british, que era escocés.
Moore sabía que no podía enfrentarse frontalmente a Frere. Por mucho que tuviese en Londres, como ya hemos visto, a un chochete comiendo orejas a su favor, Castlereagh nunca le habría apoyado en ello. Yo sé que después de que las coaliciones ganen guerras se impone la versión histórica de que la dicha coalición triunfante estuvo movida por la buena moral y la percepción de lo justo. Así las cosas, igual que creemos que los aliados de la segunda guerra mundial se aliaron en defensa de la democracia y la libertad de los europeos contra el fascismo (enorme meconio conceptual donde los haya), también pensamos que los ingleses vinieron a España a principios del XIX porque creían que debían hacerlo. Lejos de ello, sin embargo, debemos recordar que todo era, es y seguirá siendo, política. Londres había enviado a su tropa de hooligans dipsómanos a España por mor de sus necesidades bélicas y, sobre todo, para defender su posición en el Mediterráneo, que quedaría seriamente comprometida sin Gibraltar. Sir John Moore no era de esos típicos militares que sólo saben de desfilar y limpiar sus armas en el cuarto de banderas y que, en consecuencia, no saben nada de la política (en puridad, ese militar, a partir de la primera estrella de ocho puntas, ni existe ni ha existido nunca). Había visto, además, cómo comandantes con más entrepierna que la suya habían sido cesados como mando de la armada de España, así pues sabía que, desde Francis Drake e Isabel I, no había habido en Inglaterra un solo comandante imprescindible que pudiera pensar que no podía ser cesado.
Tras desechar, de esto estoy seguro, cuatro o cinco borradores en los que ponía a Frere, a los españoles, y a la actitud del gobierno inglés en la contienda, a caer de un burro, sir John Moore consiguió aclarar algo sus ideas; pensar con algo de tranquilidad. No, no podía poner su mando en frente de las intenciones de los políticos de Aranjuez; si lo hiciera, ganarían ellos, porque ellos siempre ganan. Tampoco podía dar su brazo a torcer: en el ejército inglés de finales del XVIII, cuyos mandos todavía eran en su totalidad los nobles que habían sostenido la corona en el pasado, que habían tapizado los campos de las batallas inglesas con la sangre de los mejorese commoners de las aldeas de sus feudos, no existía el Yes, sir, yes! propio de los modernos ejércitos populares. La nobleza militar inglesa era un poco como ese HAL 9000 de 2010, odisea dos, que, para sacrificarse, antes tiene que entenderlo.
Con estas ideas en la cabeza, Moore suspiró, y redactó su carta final. Una carta en la que sostenía sus ideas, insinuando además que no tragaría con un movimiento hacia Madrid para liberar la capital; pero, al tiempo, buscaba un chivo expiatorio para utilizarlo como válvula de escape; un soplapollas útil que quedase como el culo en todo aquello, y a cuya imbecilidad, mala leche o ineficiencia pudiesen todos acusar del desencuentro ocurrido.
A la búsqueda de esa cabeza de turco, Moore escogió a quien peor le caía de todos los posibles.
Así las cosas, escribió:
I shall abstain from any remark upon the two letters from you delivered to me last night and this morning by Colonel Charmilly, or on the message which accompained them. I hope as we have but one interest, the public welfare, though we may occasionally see it in different aspects, that this will not disturb the harmony that should subsist between us. I certainly at first did feel and expressed much indignation at a person like Colonel Charmilly being made the channel of a communication of that sort from you to me. Those feelings are at and end; and I dare say they never will be excited towards you again.
If Mr. Charmilly is your
friend, it was, perhaps, natural for you to employ him; but I have
prejudices against all that class; and it is impossible for me to put
any trust in him. I shall, therefore, thank you not to employ him any
more in any communication with me.
En otras palabras, o más bien en otro idioma, el billete de Moore tenía tres partes:
- No voy a decir lo que pienso de lo que escribiste, porque mi posición me obliga al silencio.
- Que sepas, en todo caso, que no estoy de acuerdo. Pero no estoy dispuesto a romper la baraja por ello.
- Al fin y a la postre, la culpa de todo la tiene el francés emigrado que vino con la carta, que es un pollas.
Tras cerrar el sobre, Moore había tomado una decisión. Se reagruparía con Baird. No se retiraría.
Avanzaba,
probablemente sin saberlo, hacia su destino.
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