El 15 de febrero, a las
siete de la tarde, en el café Luitpold de Munich, comenzó la
celebración de la victoria por parte de los nacionalsocialistas
emigrados en Alemania. La verdad es que no todas las personas que se
dejaron ver por allí estaban muy felices. Los viejos miembros del
grupo de la Teinfaltstrasse, prácticamente todos ellos acogidos en
Alemania, habían leído adecuadamente la noticia de que
Seyss-Ynquart iba a entrar en el gobierno austríaco, y entendido que
era muy probable que ni siquiera regresasen a Viena. Leopoldo, Tavs e
Inder Mauer sabían que, a poco que Austria se pusiera de canto,
Berlín cedería a la hora de permitir que no regresasen a Viena. De
aquel primer grupo sólo quedaban en Austria Jury, protegido por
Menghin y Globotschnigg. Hitler nunca les perdonó que permitiesen
que la policía vienesa se hiciese tan fácilmente con una
documentación muy comprometedora que podría haber dado al traste
con la Anschluss si el gobierno austríaco la hubiese manejado de
otra manera (lo cual equivale, más o menos, a decir si se no se
hubiese dejado manipular por Guido Schmidt, valedor real de que
dichos papeles nunca viesen la luz).
El 20 de febrero, por fin,
se produjo el discurso de Hitler ante el Reichstag. Lo más
importante de su alocución no fue lo que dijo, sino lo que no dijo.
Porque en ningún momento expresó su compromiso con los acuerdos de
Berchstegaden, cuya tinta todavía estaba húmeda; y mucho menos, por
supuesto, afirmó su compromiso con la independencia de Austria. Esa
misma tarde, se celebró en la ciudad una reunión de jefes
regionales (gauleiter) del NSDAP, presidida por Rudolf Hess. Tomaron
una merienda cena en la que, sorpresivamente, apareció el canciller.
En su discurso, el (casi) siempre fiel Hess soltó una loa de la
hostia sobre su jefe, del que, dijo, había salvado a Alemania de una
situación insostenible. Y es que así se vio en Alemania el tema de
Austria; como la feliz gestión por parte del Führer de una
situación que amenazaba la seguridad del país.
En las horas siguientes,
comenzó la siguiente fase de la Anschluss: unos 3.000 hombres de
probada fe nacionalsocialista fueron instruidos para inscribirse en
el Frente Patriótico, así como en otras organizaciones sociales
legales austríacas. La misión de este movimiento era hacer
indiscutible a los ojos de cualquier observador la fe
nacionalsocialista del austríaco medio y, por lo tanto, sustentar
así la idea de un dominio nazi en el país, querido por la sociedad.
La Gestapo de Munich, en paralelo, comenzó a trazar planes para
desplazar, en el momento necesario y con toda urgencia, altos mandos
a Viena.
En Viena, los nacionalsocialistas locales crearon, en la Seitzergasse, una cosa que llamaron Oficina Alemana, con secciones de: Trabajo, Asociaciones, Prensa, Cine, Teatro, y otras actividades de impacto social. En otras palabras, se reinventó, en unas horas, la Teinfalstrasse.
Seyss-Ynquart fue nombrado
ministro del Interior el día 15 de febrero, y la verdad es que no
hizo el menor esfuerzo por disimular: al día siguiente, ya estaba en
Berlín, entrevistándose con Heinrich Himmler y Heydrich, en lo que se vendió
en Viena como un intento de coordinar las policías alemana y
austríaca en la lucha contra el comunismo. Lo increíble es que, a
esas alturas, todavía Kurt von Schuschnigg tuviese algunas ilusiones
de poder controlarlo, dado que era católico y, de hecho, miembro de
la misma organización religiosa donde habían militado él y
Schmidt, la sección vienesa de las asociaciones y uniones federadas
de estudiantes católicos alemanes. Por lo visto, también se sentía
relativamente cercano a él porque ambos eran muy melómanos.
Melómano y todo, lo que
Seyss-Ynquart había hecho en Berlín había sido trazar con Himmler
y Heydrich un meticuloso plan de trabajo para preparar a la sociedad
austríaca para el siguiente paso, que obviamente debería ser la
anexión. El plan diseñado tenía varios puntos:
- A partir de aquel mismo momento, los nacionalsocialistas establecerían estrechas rutinas de espionaje y control sobre sus principales adversarios.
- Elaboración de listas de personas sospechosas, con indicación de sus circunstancias vitales.
- Provocar conflictos que justificasen el refuerzo de las unidades, diríamos nosotros, político-sociales de la policía austríaca.
- Colocar personas fieles al partido en comisarías clave.
- Tomar medidas categóricas contra los periódicos extranjeros hostiles al nacionalsocialismo.
- Proteger, en la medida de lo posible, a los alemanes residentes en Austria.
- Ejecutar en la medida de lo posible la penetración nacionalsocialista en la judicatura.
- Elevar un movimiento en Austria a favor del regreso de los legionarios nazis expulsados del país, con los que se constituirían las unidades auxiliares de la policía.
- En caso de tumultos, detener inmediatamente a los jefes católicos, legitimistas y socialdemócratas.
- Como ya se ha citado, enviar a Viena, en «viaje de estudios», a diversos altos mandos de la Gestapo.
Casi al día siguiente
de esta entrevista, hordas de estudiantes y de viajantes de comercio
alemanes comenzaron a viajar a Austria. Aquella invasión silenciosa
fue tan brutal, que a finales de marzo la ocupación hotelera en
Viena era del 100%.
Comenzaron
inmediatamente las manifestaciones nacionalsocialistas, que tomaron
como teatro, además de Viena, las cabezas de territorio como Graz,
Linz, Innsbruck, Salzburgo o Klavenfurth. Especialmente Graz y Linz,
ciudades ambas que tenían un pasado más alemán, y que fueron
convertidas, de hecho, en ciudades alemanas. El canciller Von
Schuschnigg, cuando los austracistas de aquellas ciudades
protestaron, quiso llegar a algún acuerdo; pero, con ese optimismo
antropológico que, la verdad, no se sabe de dónde había sacado,
mandó con dicha misión a Seyss-Ynquart, que de paso que «negociaba»
con los nazis locales les pasaba dinero y camisas pardas. Para
entonces, diversas empresas austríacas se habían pasado al bando
nazi y estaban untando el movimiento, que contaba con 300.000
schillings. Pronto, lo que se percibió en Viena fue el peligro real
de que desde Graz y Linz se organizase una marcha sobre la capital, a
la Mussolini (o a la Mao, que eso de las marchas largas o largas
marchas se ha dado mucho). Para entonces, la embajada alemana en
Viena ya no se cortaba de demostrar su complicidad con el
nacionalsocialismo local.
En diversas localidades de Estiria se colocaron carteles en los escaparates de comercios judíos llamando al boicot de los mismos; la policía no impidió ni una sola de estas pegadas. Las empresas comenzaron a despedir a sus trabajadores hebreos.
Un día, un tipo
llamado Buzzi, nacionalsocialista convencido y funcionario del Banco
de Austria, tomó una decisión bastante importante por sí mismo.
Cuando el gobernador de la entidad, Viktor Kienböck, le llamó la atención
por ello, se limitó a contestar, fríamente: «Ahora soy yo quien
manda aquí». Cuando el gobernador le terciase: «Pero está usted
decidiendo en contra de los intereses de Austria»; el otro contestó,
simplemente: «¿Y los intereses de Alemania? ¿Es que no los tenemos
en cuenta?»
Escenas de muy
parecido jaez se producirían allende y aquende los despachos de la
Administración Pública.
Kienböck, por cierto,
dimitió el 18 de febrero.
Prácticamente de la
noche a la mañana, Austria pasó de un optimismo realista, basado en
la convicción de que la sociedad austríaca no era nazi, a un
pesimismo total, en el que no se veía capaz de resistir. Y el
comienzo masivo de venta de capitales por los judíos terminó de
convencelos. Los socialdemócratas, tapándose la nariz, dirigieron
mensajes a Von Schuschnigg, a mediados de febrero, indicándose, muy
acertadamente, que en apenas quince días no quedaría una sola
persona en Austria que tuviese ganas y redaños para oponerse a los
nazis, o, si los tuviese, estuviera fuera de la cárcel para hacerlo;
y, consecuentemente, le pedían una palabra y un llamamiento al que
ellos podrían responder. Para que nos hagamos una idea, esto es más
o menos como imaginarse a Pablo Iglesias haciendo una coalición con
Rajoy para repeler una invasión francesa. Von Schuschnigg, en principio, estaba ya de biorritmo flojo, especialmente desde que había
recibido informes sobre la que había montado su ministro en Graz.
Ahora su mantra era que esto sólo lo podía arreglar Mussolini. Sin
embargo, estos apoyos acabaron por galvanizarlo, y fruto de esa
mejora de su plan mental es su discurso del 24 de febrero, convocado
y diseñado para responder al de Hitler cuatro días antes. Discurso
en el que pronunció una frase entonces famosa: «¡Rojo, blanco y
rojo hasta la muerte!»; que fue interpretada como una llamada a la
lucha, y que entusiasmó incluso a los socialistas. Fue, sin embargo,
un gesto cara a la galería. Horas después, la labor de zapa
nacionalsocialista, creando Estados dentro del Estado y manipulando
la opinión pública, continuó, nunca mejor dicho, impasible
el alemán.
En Berlín, sobrados
como estaban, habían cometido la enorme torpeza de permitir la
difusión radiada en directo del discurso de Schuschnigg.
Evidentemente, respondieron con rabia, arremetiendo contra el
canciller austríaco y apelándolo de traidor y mentiroso.
Rápidamente, le dieron la vuelta a la tortilla: Hitler había hecho
un discurso conciliador (que ni modo), y Schuschnigg le había
contestado con uno de combate. Sin embargo, la galvanización creada
en Austria por el discurso del canciller había alcanzado a
sindicatos y a patronos, que organizaron una especie de referendo
avant la lettre,
aprobando el 22 de febrero una moción que fue firmada por buena
parte de los empresarios y, en días siguientes, por centenares de
miles de trabajadores.
Aquel apoyo fue el que
llevó a Von Schuschnigg a pensar en disparar un último cartucho.
¿Dices que Austria es Alemana?, parecía preguntarle a Hitler. Muy
bien: en ese caso, convoquemos un referendo, y a ver quién mea más
lejos.
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