En noviembre de 1937, el Partido Radical francés celebró su congreso y
en él su miembro, y ministro de Asuntos Exteriores, Yvon Delbos, hizo su famosa
declaración afirmando que Francia cumpliría sus compromisos respecto de Checoslovaquia.
Aquel congreso, de alguna manera, clavó el penúltimo clavo en el ataúd donde
fue enterrada la intervención en favor de la República por parte de las
potencias democráticas. Quedaba prístinamente claro para todo el mundo lo que
ya lo era para cualquier persona medianamente informada desde el mismo día que
se había firmado el pacto germanoaustríaco: lo que realmente importaba en las
cancillerías europeas era el Este de Europa, y a esto era a lo que estaban
dispuestos a dedicar sus esfuerzos, entre otras cosas porque era la última
ocasión que les quedaba para hacer de Mussolini un líder alejado del nazismo.
Días después del congreso, el propio ministerio francés le aclaró al
gobierno austríaco, que para ello había hecho las oportunas consultas, que su
planteamiento era honrar sus compromisos con Checoslovaquia cualquiera que
fuese la forma de la agresión que sufriese el país. Con estas ideas en la
cabeza, Guido Schmidt, en su calidad de responsable de los asuntos extranjeros,
escribió en diciembre una carta a Göring, que había sido demanda por éste,
tomando posición en el tema de la posible invasión de Checoslovaquia con ayuda
de los austríacos. La respuesta fue: no. Y, con casi total seguridad, cuando
Göring se presentó en el despacho de su jefe con aquella cara, Hitler decidió
invadir Austria algún día.
Otro factor cooperó para elevar los nervios de Berlín contra Viena, y
fueron los intentos repetidos por parte del gobierno austríaco de alcanzar
acuerdos con Praga y Budapest, que llevaron a Von Schuschnigg a aceptar la idea
de Mussolini (como casi todas las ideas del Duce en política internacional, una
cagada) de aceptar a Yugoslavia en los protocolos de Roma, como le había
explicado el propio Mussolini al príncipe Starhemberg y había intentado
conseguir en Venecia en la primavera de aquel año. Aunque todos estos movimientos
fuesen, no pocas veces, más virtuales que reales, en Alemania sonaban a
tentativas para aislar al Reich. A menudo ocurre en la política, y no digamos
en la geopolítica, que las formas son tan importantes o más que el fondo.
Como decía, esto tenía más de virtual que de real. Por dos veces,
Mussolini le pidió a Von Schuschnigg que visitase Belgrado; por dos veces, el
canciller se negó con cajas destempladas. Y no era para menos, porque la
hostilidad hacia Austria en Yugoslavia era manifiesta, como probablemente es
lógico en un país escindido que veía en la vieja capital la muralla tras la
cual se escondían, huraños, los avejentados partidarios del antiguo imperio contra el cual habían combatido serbios y montenegrinos.
Cuando Yugoslavia, en medio de una movida con varios incidentes de frontera,
decidió expulsar a varios ciudadanos austríacos de su país, Mussolini tuvo
claro que esa entente entre Austria y Yugoslavia que le podría haber convertido
en el puto amo del Danubio no se iba a producir.
Sin embargo, y a pesar de esta virtualidad, hubo cosas concretas que
lanzaron el mensaje claro a Hitler de que su montaje se podía ir por el desagüe
si no era rápido. El presidente checoslovaco Benes, y muy especialmente Milan
Hozda, que presidía el consejo de gobierno de Praga, eran, crecientemente
presionados como estaban por la cuestión de los sudetes, cada vez más
partidarios de intentar la creación de una especie de federación de países
danubianos, tomando como modelo los escandinavos. Kurt von Schuschnigg apoyó la
idea, bien que convencido de que los checos eran demasiado optimistas sobre las
posibilidades de convivir pacíficamente con el Reich. Fue, en todo caso, otro movimiento
que dejó bastante claro a Berlín que había de actuar.
Vayamos un poco hacia atrás, por el momento. En el verano de 1933, el canciller Dollfuss, cada vez más irritado y
temeroso a partes iguales a causa de las campañas terroristas
nacionalsocialistas, había lanzado una serie de consultas a París, Londres y
Roma sobre cuál sería su actitud si, por cualquier circunstancia, (elegante eufemismo de «si Alemania decidía atacarnos») Austria se
veía obligada a solicitar el amparo de la Sociedad de Naciones. De París se
contestó que se acudiría en dicha ayuda, en el marco de los acuerdos de
Ginebra. Italia contestó que no creía demasiado en la protección de los
tratados de Ginebra, pero que aun sin este paraguas actuaría en ayuda de
Austria. Londres, por último, había desaconsejado a Dollfus el solicitar amparo
en la Sociedad de Naciones contra las movidas inspiradas por el NSDAP alemán.
[Hagamos otro inciso, porque para hablar de la intervención o la no
intervención, no sólo hay que mirar los tiempos en los que ésta se podría
producir, sino sus precedentes. En el verano de 1933 no había estallado todavía
la guerra civil en España, pero no por eso quienes luego estuvieron al frente
de la misma en el bando republicano carecían de capacidad analítica ni de acceso a información internacional de calidad, a menos que sus embajadores se decidiesen a dar fiestas y poco más. Si los gobernantes republicanos se
hubiesen interesado por los temas internacionales, cosa que cada vez hacían
menos porque la dificilísima situación del orden público interno, que colapsó
en Casas Viejas, no se lo permitía (bueno, y a algunos de ellos, semanas después,
cuando empezó lo de «atención al disco rojo», el Lenin español, la convergencia
sociocomunista y bla, ya pasó directamente a importarles un testículo), se
habrían dado cuenta de lo que venían a significar estas tres respuestas. A
saber: que Francia tenía su foco exterior puesto en Europa Central; que Italia
jugaba claramente la carta de que, en un momento dado, podría llegar a aliarse
en la zona con las potencias democráticas; y que Inglaterra no quería saber nada
de posiciones que pudiesen comprometerla; espíritu que sólo cambiaría cuando el
pacto nazi-soviético dejó claro que Hitler sólo tendría un frente que atender.
Insisto: estas tres son posiciones que eran bien claras casi 30 meses antes de
que se produjese el golpe de Estado del 18 de julio del 36. Da la impresión de
que nadie en el Palacio de Santa Cruz las analizó en serio; y así ha seguido el
carrito rodando hasta el día de hoy.]
De alguna manera, Francia esperó que el asesinato de Dollfuss hiciese
cambiar el punto de vista de Inglaterra, y girarla hacia posturas más categóricas
y amenazadoras para Berlín. Pero no fue así, first and foremost, porque Inglaterra estaba desarmada en aquel momento;
y también porque la Historia también es una cosa de personas, y entonces el
país no estaba gobernado precisamente por las gentes más proclives a las
posiciones ejecutivas. Este inmovilismo blando de Inglaterra convenció a
Austria de que su independencia sólo podía ser garantizada por Italia,
necesitada, se pensaba, de un territorio tampón entre sus intereses en Trieste
y el Brenero y la propia Alemania. El error de los austríacos fue confiar
demasiado en Mussolini, y, algunos de ellos, en el propio Hitler que, pensaban,
se había quedado tranquilo tras el acuerdo de julio del 36. En pocas palabras,
los austríacos acabarían por volar sus puentes con París y Londres. A principios de 1937,
cuando la chulesca actitud de los nacionalsocialistas austríacos era ya
evidente para todos, el Quay d’Orsay abrigó el proyecto de una nueva
declaración francobritánica en apoyo de la independencia austríaca; y tal vez
estéis esperando que escriba que Londres no la quiso firmar, pero no es cierto.
Londres casi ni la conoció, porque quien paró ese golpe fue… Guido Schmidt.
Estaba en Londres para los fastos de la coronación y, al conocer el proyecto,
aseguró a todos sus interlocutores que Austria no estaba en peligro y que no
hacía falta, gracias. Aquel detalle vino a coincidir, más o menos, con el
momento en que el propio Kurt von Schuschnigg comenzó a distanciar, hasta
hacerlas raras, las entrevistas con los representantes inglés y francés. Ni
siquiera estuvo presente en las asambleas de la Sociedad de Naciones de 1936 y
1937.
Alemania, por su parte, consumió buena parte del año 1937 tratando de
conseguir de las potencias occidentales una declaración expresa de no
intervención en los asuntos de Centroeuropa. Los alemanes aprovecharon la
exposición internacional de París, celebrada aquel año, para entrar en contacto
estrecho con los políticos franceses. Es en dicho año cuando el NSDAP comienza
a situar en Francia a diversos propagandistas defensores del
nacionalsocialismo, difusores del peligro judío internacional y esas cosas;
política que viene combinada con una especie de ofensiva de visitas al país
galo; procesión que comenzó por la economía, esto es con la visita de Schacht.
La verdad es que, durante aquellas jornadas, Alemania jugó a la
perfección el papel que sabía que los demás querían creer de ella, muy especialmente
los austríacos, que prácticamente habían inventado la teoría. Me refiero a eso
de que dentro del NSDAP había moderados y radicales, cuyas diferencias podían
llevarlos a una ruptura pronto. Engañaron a todo el mundo. Ciertamente, en
aquel verano de 1937 la proyectada visita a París del barón Von Neurath no pudo
producirse a causa de España, pues la polémica sobre la ayuda alemana a Franco
estaba en plena ebullición en Francia. Pero aquello no impidió a su delegado de
prensa, un tal Aschmann, visitar París e invitar oficialmente a Pierre Comert,
su colega en el Quai d’Orsay, a visitar Berlín.
La lista de altos cargos alemanes que aquel año 1937 visitaron el Sena
para repetir una y otra vez que Alemania deseaba la paz es larga: el general
Beck, jefe de Estado Mayor; Hanns Oberlindober, jefe de la organización
nacionalsocialista de excombatientes alemanes; Hans von Tschammer-Osten, importante
cargo del partido en materia deportiva; el secretario de Estado de la
cancillería del Reich, Hans Lammers; el secretario de Estado Miltch, mano derecha de
Göring; y, last but not least, un
peso pesado del nazismo como Baldur von Schirach, jefe de las Juventudes
Hitlerianas.
Todas estas personas, en sus visitas, se ocuparon de destacar lo poco
fiable que se estaba volviendo Italia, e insinuando la posibilidad de llegar a acuerdos
con Alemania. Según la República española y sus hagiógrafos, lo que tenían que
haber hecho los franceses era contestarles interviniendo en España, o
facilitándole armas.
Por lo que respecta a Londres, ahora es caca escribir estas cosas
porque se escriben a toro pasado; pero lo cierto es que, en aquel año 1937,
contemplaba como un escenario posible el logro de un entendimiento con París y
Berlín. Sólo teniendo en cuenta este elemento se puede entender el consejo dado
por sir Austen Chamberlain a Austria, en el sentido de que lograse un
entendimiento con Alemania. A finales de julio de 1936, esto es después de
haberse firmado el acuerdo austrogermano [y, no se olvide, después de haber
estallado la guerra civil española], sir Robert Vansittart, subsecretario
permanente del Foreign Office, visitó Berlín. En septiembre de aquel mismo año,
Lloyd George tuvo una conversación de más de tres horas con Hitler y
Ribentropp. Las cosas quedaron claras tras el levantamiento de las sanciones a
Italia. La no intervención en España no fue más que un elemento más de esa
política, plenamente coherente con la misma.
Lo único que le interesaba a Inglaterra, como tal, de la guerra
española, era no comprometer su posición en el Mediterráneo, así como la de
Francia. Y esto es algo que el general Franco se guardó mucho de dejar claro desde
el minuto uno del partido.
Lo que mejor salió fue el acercamiento con Italia, hecho que levantó
grandes esperanzas para los austríacos, puesto que el interés de Roma por la
zona danubiana se reavivó rápidamente. Sin embargo, Inglaterra, en la segunda
mitad del 37, y a pesar de las torpezas de Ribentropp, decidió seguir jugando
la carta alemana. Fue un error de Neville Chamberlain que Europa habría de
pagar muy caro, pues el miedo que despertó en Mussolini este acertamiento de
que fuese él quien se quedase sin sitio en Europa Central acabó moviéndolo casi
definitivamente a la entente con Alemania.
Este año de 1937 es de gran importancia para entender muchas cosas. Por eso, deberemos dedicarle todavía algunos párrafos más.
Este año de 1937 es de gran importancia para entender muchas cosas. Por eso, deberemos dedicarle todavía algunos párrafos más.
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