Tras una visita de lord Halifax a Berlín, el año 1937 comenzó a dar
sus últimas boqueadas en medio de una sensación generalizada en el continente
de que Hitler había decidido ya terminar con los temas austríaco y
checoslovaco, a cambio de lo cual había ofrecido a Inglaterra aparcar la
cuestión colonial, y a Francia renovar las declaraciones formales de paz. Los
hombres del gobierno nacionalsocialista hicieron llegar con claridad al
Ejecutivo francés su reivindicación de que una paz duradera sólo sería posible
si Francia permanecía detrás de la Línea Maginot y, consecuentemente, renunciaba a
tener una política activa en Europa Central.
Delbos, como hacen muchas veces los políticos, se salió por la
tangente. Afirmó que el viaje de Halifax había sido meramente «informativo» y
que no tenía noticia de que hubiese dado ninguno de los resultados que en ese
momento contaba la prensa. Con declaración tan torpe, lo único que consiguió es
que todo el arco parlamentario (y la calle, probablemente) llegase a la
conclusión de que no se había enterado de nada. Ernest Pezet, diputado
demócrata popular y una de las voces cantantes de aquel debate, disparó de
frente y por derecho: Êtes-vous d’avis,
Monsieur le ministre, que la France et l’Angleterre ont aujourd’hui comme alors
l’obligation absolue de défendre l’independance autrichienne? (¿es usted
consciente, señor ministro, de que Francia e Inglaterra tienen hoy como antes
la obligación sin ambages de defender la independencia austríaca?) Esta
pregunta venía a significar las enormes dudas sobre la actitud de las potencias
occidentales que existían ya en ese momento. Delbos contestó con un categórico c’est entierement mon avis, pero no
convenció a nadie, o a casi nadie. Aunque fuera más allá aseverando que, en
cumplimiento de los protocolos de Ginebra, Francia e Inglaterra estaban de
acuerdo en oponerse a la eventual celebración de referendo en Austria.
La conferencia ministerial franco-inglesa de la que tanto se habló en
la Asamblea tuvo finalmente lugar los día 29 y 30 de noviembre. El día 2 de
diciembre, el Foreign Office informó de sus resultados al ministro de Austria
en Londres, que no es broma, pero se llamaba barón Frankenstein. Francia e
Inglaterra habían llegado a la conclusión de que los problemas que tenían con
Alemania no tenían más solución que una de carácter global. Esto quería decir,
por ejemplo, que la cuestión colonial no podía ni tratarse ni resolverse en sí
misma, sino que era necesario contemplarla en coordinación con el tema de la
paz en Europa.
Aun así, ambos países habían decidido realizar algunas gestiones
frente a los representantes de los territorios que habían sido colonias
alemanas o tenían ahora mismo poder sobre las mismas. Esto significaba hablar
con la Unión Sudafricana, Bélgica, Australia y Nueva Zelanda. Esto, en
cualquier caso, llevaría tiempo, y no se podía pensar en una oferta en corto
plazo. Hitler, en este sentido, no había hablado ante Halifax de una
restitución total de las colonias un día germanas, sino de un acuerdo
suficiente que, por ejemplo, supusiese la creación de una nueva colonia en
África. El canciller alemán estaba pensando en un territorio que incorporase
una parte del Congo Belga y de la Angola portuguesa.
Los franceses habían arrancado de los ingleses, durante aquel
encuentro, una declaración categórica en el sentido de que no contemplaban los problemas de
la Europa Central como una moneda de cambio para otros asuntos que en verdad sí
que les interesaban. No obstante, la relativa frialdad con que Londres
contemplaba el problema de la zona (y que se vio clara en el conflicto de Checoslovaquia) siguió ahí
cuando se habló de acciones posibles. Londres, una vez más como otras muchas en
este terreno, adoptó la postura de no mancharse las manos. Su propuesta,
que en todo caso fue positivamente recibida por los franceses, fue que, en el
marco de unas negociaciones multilaterales entre las potencias y Alemania, ésta
acabase aceptando por escrito los compromisos adquiridos frente a Austria por
el acuerdo de 11 de julio. De esta manera, la independencia de Austria pasaría
a ser materia de un tratado internacional firmado por Alemania. Como se ve, los
pasos que Inglaterra estaba dispuesta a dar, como tal, en este tema, eran
escasos.
Asimismo, Londres se mostraba solidaria con el problema checoslovaco,
aunque admitiendo que el país tendría que hacer concesiones en el tema de los
sudetes.
[Un elemento importante para nosotros de aquel encuentro
francobritánico, que debo recordar se celebraba en las últimas semanas de 1937,
es que durante el mismo el Foreign Office informó a los franceses de que, tras
la visita de Halifax a Berlín, Mussolini había reaccionado solicitando
negociaciones directas con Inglaterra, por lo que querían saber cuál sería, en
ese caso, la actitud de París. El Quay d’Orsay contestó que no se opondría de
forma alguna. Véase aquí cómo, en un momento tan maduro para la guerra civil
española como la pérdida del norte, que probablemente hacía ya imposible la
victoria republicana especialmente después de que los nacionales se encontrasen
el área industrial de Bilbao sin mácula, todavía existía la posibilidad seria
de que Londres y Roma abriesen, con la complicidad de París, negociaciones diplomáticas. Por lo tanto, esa visión
simplista tipo «fascista se alía con fascista» está lejos de ser cierta. Si
Italia acabó entrando en guerra con Alemania fue por una serie de complejos
cálculos, no pocos de ellos erróneos, realizados por la pareja Mussolini-Ciano;
cálculos en los cuáles lo que habría de pasar en Austria ocupaban un lugar
importante. Podría haberse decidido por el otro bando; y ese «podría» cegaba, de hecho, toda posibilidad
de colaboración de las potencias democráticas con la República.]
Viena no sacó noticias muy optimistas de aquel encuentro diplomático.
Estaba claro que París y Londres querían meter el tema austríaco por un
carrilito internacional (multilateral, diríamos hoy); pero no estaba claro que
estuvieran dispuestos a poner lo que había que poner en caso de agresión
militar de Hitler. De hecho, el rey Boris de Bulgaria, de paso por Austria tras
sendas visitas a París y Londres, le confió a los hombres del gobierno
austríaco su convicción de que el gobierno británico no estaba en modo alguno
dispuesto a intervenir a favor de Checoslovaquia si era atacada por el Reich,
incluso aunque Francia hiciese lo propio. En el caso de Austria, mostraban
mayor simpatía, pero sin llegar a comprometer ni siquiera la punta de un pie. A
finales de diciembre, el gobierno inglés condecoró al ministro austríaco en
Londres, razón por la cual fue recibido por el rey Jorge. Éste, durante el
protocolario encuentro, le preguntó a bocajarro si era posible convocar un
referendo en Austria para resolver el problema con Alemania. El diplomático
danubiano salió muy deprimido de aquella entrevista, que venía a demostrar que
la demanda hitleriana había calado en círculos ingleses; y no en cualquier
círculo precisamente.
Quedaba Francia, sí. Pero una cosa que demasiado a menudo olvidan los analistas
del pasado, e incluso los historiadores con título y pedigree, es que la Francia que contemplamos entre 1930 y 1945 era,
más o menos, una jaula de grillos. El primer problema que tenía todo gobierno
francés, digamos, intervencionista o dispuesto a honrar los compromisos de sus
acuerdos de asistencia mutua, era el entourage
militar. Como bien demostrarían los mandos franceses cuando, cuatro años
después, Hitler fuese a por ellos, casi todos eran muy pesimistas sobre
las posibilidades de la armada francesa. Así lo eran Gamelin, o Darlan. Si
cuando Hitler se atrevió con Holanda y Bélgica permanecieron congelados en sus
puestos, cabe imaginar que a la hora de defender una tierra remota, para llegar
a la cual tenían que atravesar el territorio de su enemigo, la cosa sería peor
[y, de hecho, los historiadores, hagiógrafos y mediopensionistas varios harían
bien estudiando a fondo la Historia del Estado Mayor francés durante los quince
años citados, antes de escribir una página sobre la no intervención]. En
realidad, ellos no contaban con atacar a Alemania con tropas francesas;
contaban con la implicación de su aliado ruso. Pero eso, como veremos en unos
párrafos, tampoco era posible.
Pero es que había más. En primer lugar, la ultraderecha francesa, la de
«mejor Hitler que el Frente Popular», obviamente no estaba a favor de
intervención alguna (como no lo estuvo cuando estalló la guerra). E, incluso,
no pocas personalidades de corte ideológico radical estaban en contra.
Los militares y políticos défaitistes
franceses consideraban, y la verdad es que erraban por poco si erraban, que
todo lo que podría hacer París en favor de Praga sería bombardear las zonas industriales
westfalo-renanas; llegar más lejos era algo imposible para la aviación gala, y
con ello habría provocado una respuesta de la aviación germana. En esas
circunstancias, sabiendo como sabía toda Europa [menos, por lo que se ve, los
políticos republicanos españoles] que Inglaterra no movería un dedo a menos que fuese
violada la integridad territorial francesa, los alemanes no tenían más que
lanzar pepinos sin avanzar en tierra para garantizarse que Inglaterra no
lanzaría una guerra para la que, en todo caso, en 1937 no estaba preparada pas du tout.
Pero… ¿y Hitler? En medio de esta merdé; en medio de las
reticencias inglesas, las dudas de Francia, y los fracasos de Italia para crear
una entente danubiana, ¿qué pensaba el canciller? Pues Hitler le había dicho a
Halifax (lo cual se supo de forma más o menos abierta a mediados de diciembre
de 1937) que no albergaba idea de agresión alguna contra Austria. Se
contentaba, la dijo al inglés (pocas veces un interlocutor estuvo más dispuesto
a creer las palabras que se le decían) que todo lo que quería era una
aplicación estricta y a la letra de los acuerdos de julio. Eso sí, a cambio de
esta «concesión», Inglaterra y Francia deberían reaccionar considerando tanto
Austria como los montes sudetes una zona de influencia alemana donde ellos no
habrían de meterse. La paz, dijo Hitler, pasaba por admitir este ámbito de
competencia exclusiva y, consecuentemente, lo que ambas potencias occidentales
tenían que decirle a Praga y Viena es que se entendiesen directamente con
Berlín, sin intermediarios. Quizá, insinuó, la solución habría de ser un
referendo. La indiscreción del rey Jorge es buena prueba de en qué medida los
ingleses se habían tragado aquel cebo.
El 2 de diciembre, Delbos comenzó su anunciada gira por los
países de Europa del Este. Sus entrevistas no fueron lo que se dice un camino
de rosas. En Varsovia, el gobierno polaco aseveró que, igual que había hecho
tras la remilitarización de Renania, en el caso de ser Francia agredida por
Alemania sin mediar provocación, Polonia cumpliría las previsiones de sus
acuerdos de asistencia mutua. Sin embargo, en caso de agresión alemana contra
Checoslovaquia, así como una declaración de guerra de Francia contra Alemania,
el gobierno polaco consideraba que no le vinculaba obligación alguna. Es bien
sabido que Polonia sabía que tenía cosas que ganar en una partición de
Checoslovaquia; y, ante la expectativa de beneficio, para ellos (como para
cualquiera) no había moralidad que valiese [lo cual no impide, por cierto, que
el 99,9% de los análisis históricos que se hacen en España sobre la cuestión de
la intervención se hagan en términos de moralidad; con lo que quedan muy
platónicos, pero bastante irreales]. De hecho, el general Beck le confesó a
Delbos que, en el caso de haber una agresión alemana a Checoslovaquia, harían
todo lo posible por construir un Frente Neutro del que formarían parte ellos
mismos, Austria, Hungría, Rumania y Yugoslavia.
Los polacos, además, se negaban en redondo a cualquier
colaboración militar con los soviéticos (chicos listos; por listillos los
acabarían masacrando en Katyn). Y no eran los únicos: la misma respuesta recibió
Delbos en Bucarest y Belgrado. La cosa no era nada nueva. El rey Boris de
Bulgaria ya le había dicho, durante su visita en París, al presidente Lebrun
que lo mejor que podía hacer el Quai d’Orsay era olvidarse de la idea de que
tropas rusas pudiesen cruzar Rumania o Polonia para contrarrestar una agresión
alemana.
Ybon Delbos volvió a París (19 de diciembre) con las cosas
bastante claras: Polonia no aceptaría nunca que Francia interviniese en sus
relaciones con Checoslovaquia; la convergencia rumanohúngara, en la que habían
confiado, era difícil. Y el primer ministro yugoslavo, Stoyadinovitch, no
parecía demasiado de fiar. En estas condiciones, no quedaba otra que hacer lo
que quería Londres: tratar de construir una reglamentación general europea, una
especie de reglas de convivencia meticulosamente estatuidas y firmadas por
todos. Lo cual pasaba por vincular a
Italia a este proyecto [y, si esto era lo que estaba en juego, ¿quién se
arriesgaría a ponerlo en peligro vendiéndole aviones o balas al Ejército
Popular de la República?]
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