La Historia del arte y, sobre todo, de las artes escénicas,
está repleta de personas que se han hecho merecedoras, ellos, de la palabra
divo; ellas, de la expresión prima donna;
ambas procedentes del italiano, pues Italia ha sido durante mucho tiempo el lugar
que daba y quitaba, al menos en el caso de la música.
Los divos y divas suelen caracterizarse por ser caprichosos
y de muy difícil relación. Se consideran por encima del común de los mortales,
algo provocado por la excesiva pleitesía con la que se desempeñan con ellos sus
admiradores, y todo esto los convierte en seres atrabiliarios a los que,
además, todo se les perdona. El divo, con el tiempo, acaba desconectándose de
la realidad; acaba por no ser siquiera consciente de que en el mundo hay gente que
ni siquiera conoce su nombre (de hecho, no sé si existirá un solo divo en todo
el mundo que pueda decir que más personas saben quién es que las que lo
desconocen) y entra, no pocas veces, en una especie de bucle autooriginal, en
el que se ve obligado a ser cada vez más excéntricamente exigente.
Con esta propensión que tenemos siempre las personas a
considerar que los tiempos que vivimos, nuestra etapa contemporánea, es única,
nos cuesta darnos cuenta de que casi nada de lo que vivimos hoy es distinto de
lo que vivieron nuestros antepasados. Las pasiones humanas y sociales, muy en
especial, vienen siendo hoy las mismas que hace mucho tiempo. Y es por eso que
las sociedades humanas hace mucho tiempo que tienen divos. Si pensamos que
Cristiano Ronaldo o Messi son personajes propios de nuestra época, deberíamos
documentarnos sobre cómo trató Atenas a los deportistas, relativamente pocos la
verdad, que volvieron de los juegos olímpicos, y de otras competiciones de la
época, con el laurel en la cabeza. Actores hubo en el mundo antiguo que fueron
extraordinariamente admirados, probablemente con merecimiento. En realidad, el
divismo es casi connatural a cualquier época que conozcamos.
El terreno de esta fama escénica ha cambiado con el tiempo.
De nuevo, nosotros pensamos que el cine y la televisión han inventado el
fenómeno de masas. Sin embargo, en la propia España es muy probable que los
héroes del actual fenómeno fan no lograsen jamás igualar el megapollo que se
montó en Madrid con la llegada de Jorge Negrete, la limpia voz que llegó de
México; y para qué hablar de la garganta de Carlos Gardel, que hoy sigue siendo
mítica en su Buenos Aires querido. Yendo más atrás, en todo caso, encontramos
el mismo fenómeno. En realidad ampliado, porque los medios de comunicación de
masas, en realidad, lejos de multiplicar el fenómeno fan, lo disminuyen. ¿Por qué?
Pues por la simple razón de que permiten, comprobar en cualquier
momento que, por ejemplo, Justin Bieber es sólo un adolescente pollas que se mueve bien. En
el mundo de la segunda mitad del siglo XIX, o en la primera mitad del XX, todo
lo que tenía la mayoría de la gente sobre los divos de la época, normalmente
cantantes de ópera, era relatos de
terceros. Por pura estadística, la mayoría de la gente jamás había podido
ir a escuchar o a ver a los grandes actores y cantantes del momento, lo cual
hacía que se forjasen imágenes de ellos mucho más idílicas que la realidad. Hoy
admiramos a seres de carne y hueso que hacen esto o aquello: cantar, bailar,
dar patadas a un balón. Hace siglo y pico, se admiraba a mitos de los que se
decía que habían hecho esto o aquello.
Si vamos un poquito
más atrás, a los finales del siglo XVIII, tendremos que olvidarnos de la ópera
como fenómeno de masas y hablar, sin lugar a dudas, del ballet. El ballet es
hoy una disciplina muy creativa, en constante renovación, pero propia de élites
aficionadas. Sin embargo, hubo un tiempo en el que era, junto con el teatro,
todo lo que tenían los habitantes acomodados de las grandes ciudades para ir a
ver un gran espectáculo. Los bailarines y bailarinas suelen ser personas de
extraordinaria forma física que basan su arte en la realización de figuras
danzantes que una persona normal no puede reproducir; en ese sentido, si bien
hoy no se les ve como tal, en el pasado eran contemplados de una forma parecida
a como lo son hoy los deportistas. Algunas personas iban a los teatros a verlos
bailar; otras, tan sólo, a contemplar portentosas pruebas de agilidad y poderío
físico. La Europa de hace doscientos y pico de años se pirraba por el ballet.
Estamos en 1784, y en el mismo París donde, cinco años
después, las turbas tomarán la Bastilla. Luis XVI, el malhadado Capeto, reina
en el país, y su capital es el centro del mundo. Quien quiere triunfar, ha de
pasar por París, y eso ha hecho, para entonces, un toscano que se llama Gaëtano
Apollino Baldassare Vestri. Todo el mundo le llama Vestris, o Le Dieu de la danse, que ahí es nada.
Para entonces, Vestris es un francés más. Venido a París con
sólo once años, debutó como bailarín en la Ópera en 1748. Su éxito fue
inmediato, entre las gentes de la ciudad pero sobre todo en la encopetada (y encapetada) corte
de Luis XV, lo cual generó, muy rápidamente, eso que llamamos un fenómeno fan.
Al delirio en torno a Vestris colaboró, y de qué manera, su
voluntad de renovar el ballet, en un sentido que hoy puede parecer estúpido,
pero en su momento fue escandaloso. Todo el mundo, hoy, está acostumbrado a que
los bailarines y bailarinas porten ropas que se adapten a su cuerpo como una
segunda piel. La exhibición de la musculatura de las piernas de un bailarín es
lo más común en los espectáculos. Pero, en el siglo XVIII, no era así. Los
bailarines salían al escenario casi escondidos bajo varias capas de accesorios
de vestimenta, y con máscara. Vestris se quitó todo eso y comenzó a aparecer
como lo muestran los grabados de la época, esto es con mallas que hacían bien
evidente las formas de su cuerpo.
Como nos es, realmente, muy difícil imaginar el mundo de
finales del siglo XVIII, nos es también muy difícil darnos cuenta de hasta qué
punto Gaëtano Vestri fue el objeto de un gran fenómeno de admiración pública.
La suya fue una fama tan generalizada en Europa, que él mismo llegó a decir: “En
Europa sólo hay tres grandes hombres: Federico II [rey de Prusia], Voltaire y
yo mismo”. Se parece bastante, a su manera, al “somos más famosos que
Jesucristo” de los Beatles. No obstante, Vestris tiene méritos que los cuatro de
Liverpool no pueden exhibir: en una de sus representaciones en Londres, la
Cámara de los Comunes aplazó un importante debate para que sus miembros pudiesen ir a
verle. Esto es algo que, que yo sepa, no ha conseguido ningún artista más en la
Historia (aunque, desde luego, podría estar equivocado).
En 1760, Gaëtano había tenido un hijo, al que puso de nombre
Marie-Auguste. Por supuesto, desde sus primeros pasos, el niño Vestris es
dirigido a reproducir la gloria de su padre. Debutó en 1780, con sólo veinte
años. Rápidamente, se convirtió en danseur-étoile
de la Ópera, esto es, primer bailarín. Según todos los testimonios, superó a su
propio padre. De hecho, Vestris senior llegó a decir de su hijo: “si no temiese
humillar a sus compañeros, Marie-Auguste se quedaría en el aire”; tal era la
fama de los admirables saltos que era capaz de realizar.
Y llegamos, en este ambiente, al año 1784. Vestris padre es
ya un cincuentón que disfruta de la fama de su hijo. El rey Gustavo III de
Suecia viene a París con su mujer, la reina, y un amplio séquito. Se sucede un
rosario interminable de recepciones y recepciones en los que lo mejor de
aquella sociedad francesa del Antiguo Régimen desempolva hasta la última de sus
joyas. Entre otras cosas, los reyes suecos le comentan al Capeto que no les
gustaría marcharse de París sin contemplar a este famosísimo Vestris II del que
habla toda Europa, y que nunca ha tenido la ocasión, o el deseo, de presentarse
en Estocolmo. Se organiza, a toda prisa, una soirée en la Ópera.
Lo que ocurrió el día de la representación no está claro. Lo
único evidente que sabemos es que, en llegado el momento de salir al escenario
para bailar delante de los reyes suecos y todo el gotha nacional, Vestris II, simple y llanamente, se dio la vuelta y
se marchó a su casa. Razones, no las adujo nunca. Siempre dio la impresión de
que no necesitaba justificarse.
La representación se anuló en medio de un gran escándalo.
Marie-Auguste fue arrestado y, como primera medida, se le retiró la
pensión de que disfrutaba, que era bien considerable (6.000 libras). Es
conducido a la prisión de La Force, donde se le condena a permanecer seis
meses.
Por el testimonio de Vestris I, el padre, que se dirigió a
su hijo en los términos de mayor reproche posible, sabemos que fue la reina en
persona, María Antonieta, quien le había pedido a Vestris II que bailase
delante de los monarcas suecos; por lo tanto, el feo no se lo había hecho sólo
a los escandinavos, sino a su propia casa real. Para el padre, aquél tuvo que
ser un duro golpe, considerando que uno de sus timbres de grandeza, que exhibía
con delectación siempre que podía, era ser vecino de los Borbones, familia cuya
implicación con la grandeza de la casa real, ejem, francesa, creo no hace
falta explicar.
Vestris II, sin embargo, no estuvo seis meses en prisión. De
allí lo sacaron, como años después a los pocos inquilinos de la Bastilla, las
personas normales. El pueblo de París. Los parisinos vieron en el gesto de
Vestris, en parte, un rostro republicano anunciador de lo que luego vino: se
había atrevido a no bailar delante de los reyes. Otros vieron la
excentricidad de alguien que se había ganado, con su genialidad, el derecho a
cometerla. Las personas normales de París lo llamaban El Rey de los Jardineros
y muy pronto comenzaron a presionar para que fuese liberado, cosa que ocurrió
en cuando el escándalo se disolvió un poco.
Reapareció en la Ópera con una representación de Alty, una
tragedia en cinco actos de Quinault/Lully que había sido reducida a tres por
Marmontel/Piccini.
Vestris padre se gastó una fortuna en la adquisición de
entradas para construir eso que hasta hace poco se ha llamado una clac para su hijo; un conjunto de espectadores pagados para
aplaudir. De todas formas, fueron muchos los parisinos que compraron entradas
con el deseo de destrozarse las manos aplaudiendo al astro; casi tantos como
los que entraron en el teatro dispuestos a abuchearlo.
La representación se organizó de forma que Vestris II sólo
aparecería en el ballet final. Su entrada se identificó con una tromba de
aplausos combinada con otra de silbidos; Vestris II, su negativa, se habían
convertido en un tema político que había dividido París en dos: un París al que
le parecía bien que un común le hiciese una higa a los reyes, y otro que
consideraba ese gesto intolerable.
La música del ballet no podía comenzar. Por todos los
rincones del teatro (lo cual es lógico, pues fue construido para tener buena
acústica) se escuchaban los gritos de decenas, de centenares de espectadores
que, en pie delante sus butacas, hacían bocina con las manos y le gritaban al
escenario: “¡A genoux, a genoux!”
Ponte de rodillas. De hinojos, pide perdón. Muestra respeto.
En ese momento, Gaëtano Vestris, el padre, muy ricamente
vestido, aparece de entre bambalinas y avanza hasta el centro del escenario.
Las gentes callan. También los monárquicos, conscientes de que Vestris I ha
sido el primero en poner a parir a su hijo por su gesto.
El otrora famosísimo bailarín habla ante un público
silencioso.
¿Queréis que mi hijo
se postre de rodillas? No digo que no merezca vuestro enfado; pero deberíais
considerar el hecho de que el bailarín al que habéis aplaudido tantas veces
nunca ha estudiado la postura que ahora le exigís. Lo haría con torpeza y, con
ello, destruiría uno de vuestros placeres al deshonrarse ante vuestros ojos”.
Una voz grita desde el público: “¡Pues al menos que hable y
se justifique!”
Vestris I contesta: “Va a hablar y justificarse plenamente”.
Se vuelve a su hijo y le grita: “¡Augusto: danza!”
La música suena, y Vestris II realiza su interpretación, que
termina en medio de una cascada de bravos y aplausos. El incidente ha
terminado. Un artista se ha negado a bailar delante de cabezas coronadas, y el
pueblo, sobre aceptarlo, lo aplaude.
Todo un síntoma, que pocos supieron ver.
"¿Por qué? Pues por la simple razón de que permiten, comprobar en cualquier momento que, por ejemplo, Justin Bieber es sólo un adolescente pollas que se mueve bien."
ResponderBorrarYa cantaban los Violadores del Verso (raperos zaragozanos y, como raperos, expertos en la cosa del divismo):
"Me dejo ver de lejos
para que se me imagine".
Excelente entrada, por otro lado.
¡Pues claro que en todas las épocas ha habido lo mismo que ahora! Quienes dicen eso deberían leer más literatura antigua, por ejemplo, los relatos de Maupassant y el Decamerón tienen un montón de historias que demuestran que el ser humano no ha variado demasiado en medio milenio.
ResponderBorrarYo escribí hace poco una entrada que trata del otro lado de la moneda, la de los frikis, los payasos y la gente que hace el ganso para hacerse famosa. Concretamente, del caso de Mary Frith, una asaltadora de la Inglaterra del siglo XVII que se volvió la comidilla del pueblo porque se rumoreaba que era hermafrodita. Como se lee. Hasta tal punto llegó la anécdota, que había una exposición de un cuadro que mostraba a Frith en pelotas (por doble partida, por su androginia). Hasta hubo comedias acerca de sus supuestas aventuras, equivalente a que alguien hiciera una película o una serie televisiva sobre el romance de Belén Esteban con el im-prezionante.
http://analitoendisolucion.blogspot.com/2013/03/mary-frith-la-belen-esteban-la-que-cito.html
Por último, la emisión en Turquía del episodio de Dallas en que se revelaba quién había disparado a J.R. provocó la suspensión de una sesión del parlamento de ese país, pues los presentes querían conocer la respuesta. No sé si lo que estaban discutiendo se acerca en importancia al debate de la Cámara de los Comunes de Londres, pero no está mal.
Dudo que haya muchas sesiones parlamentarias que coincidan con deterinados partidos de la Champions. O si las hay, que haya más de tres diputados...
ResponderBorrarClaro que tampoco hay muhcos más en el resto.