La invasión de España por las tropas francesas supuso la
puesta en fuga de muchas personas que formaban la corte de los reyes borbones, de las
cuales hubieran esperado los galos la principal resistencia hacia sus objetivos
en el país; en realidad, en lo mucho que se equivocaron reside buena parte de
la grandeza de ese episodio que llamamos guerra de la Independencia; suceso
que, en cualquier otro país, sería venerado por la sociedad desde la escuela
hasta las series de televisión, pero que en esta España nuestra pasa por
nuestras vidas casi sin romperlas ni mancharlas.
Una de las personas que hubo de huir con gran prevención de
su seguridad fue don Diego de Quiroga y Valcárcel, gentilhombre de la Corte,
administrador de rentas del rey; y su mujer, doña Dolores Cacopardo del
Castillo. Tanto temor sentían Diego y Dolores por su vida, que resolvieron huir
de España viajando en solitario, cada uno por su cuenta, para así dificultar su búsqueda y ampliar sus
posibilidades de, al menos uno, salir airoso del trance.
Doña Dolores huía embarazada. Al pasar por el pinar de San
Clemente, en tierras de La Mancha, se siente romper aguas, yace en una posada
cercana y ahí, ayudada por las venteras, alumbra a una niña (el mito dice que
alumbró ella sola en el pinar, por no dar pistas al francés de su paradero). A
los pocos días del alumbramiento, acierta a pasar por el mismo lugar su marido,
y el matrimonio se reagrupa.
Esa niña es María Josefa Dolores Anastasia de Quiroga y
Cacopardo; la que, siendo una pizpireta, será conocida como La Quiroguita en el Palacio Real de
Madrid que hoy visitan los rusos prósperos; y que la Historia conoce como sor
Patrocinio. Era el 27 de abril de 1811; algunos querrán ver ya en el día del
alumbramiento las señas de lo prodigioso, pues fue un día en el que, a pesar de
lo avanzado del año, señalan las crónicas que nevó muy copiosamente en los
campos de la Castilla del sur.
Hay porciones de la vida histórica que son imposibles de
reconstruir. Nunca sabremos, creo yo, por qué, desde los primeros inicios de la
vida de Dolores, su madre, que lleva su mismo nombre, la desprecia y se
distancia de ella. Se habla de que las preferencias de la madre estaban con
Ramona, otra de sus hijas; pero parece poca razón ésa para justificar que la
niña se vea, casi desde los tiempos del mamoneo, privada de la presencia de su
madre, por deseo de ésta. En todo caso, la niña pasa sus primeros años lejos de
Madrid, en la casa solariega de la familia, jugando con uno de sus hermanos,
Juan, a construir pequeños altares. Cabe deducir de ello, por lo tanto, que la
futura sor Patrocinio tiene desde muy niña la querencia por lo religioso.A falta de madre, Madre.
Terminada la guerra, los Quiroga se trasladan a Chinchilla y
luego, como no puede ser de otra manera con el regreso de El Deseado, a Madrid. Sin embargo, en ese momento muere el cabeza
de familia, dejando una viuda y cinco hijos (Diego, Esteban, Dolores, Ramona y
Juan) en situación comprometida. Es 1823 y Lolita, como todos la conocen, tiene
12 años. La madre vende todo lo vendible y se establece definitivamente en Madrid. Una vez allí,
es recibida por el rey felón, a quien, antes de morir, don Diego le ha
ponderado las virtudes de su niña. Es Fernando quien la llama quiroguita con cariño.
¿Formaba parte el atractivo físico de aquella querencia
real? Sin duda. El retrato tal vez más famoso de sor Patrocinio la inmortaliza
a los cuarenta años de edad, que son como cincuenta y muchos o sesenta y tantos
de hoy en día; y, aun así, en el lienzo se puede ver a una mujer con una mirada
interesante, algo achinada, y una boca fina y sensual; aunque, todo hay que
decirlo, la nariz no acompaña al resto del conjunto, nos encontramos ante una
mujer de belleza, como poco, notable. ¿Pibón? Tal vez. A Fernando VII, además,
no le hacen ascos los infanticidios… Que Dolores es guapa, además, lo sabemos
porque, más bien pronto que tarde (para ser concretos, en el párrafo
siguiente), la veremos sorber el seso, y durante años, de un notable calavera,
putero y cachondo como pocos, de la política española decimonónica.
A los quince años, según todas las crónicas, su madre doña
Dolores designa a Lolita para acabar con las estrecheces de la familia gracias
a una buena boda. El pretendiente es un hombre de leyes riojano, para entonces
permanentemente trasladado a Madrid, llamado a ser uno de los diez o doce
nombres más importantes de la Historia decimonónica española. Hay que ser, en
efecto, perdidamente carlista para negarle esa calidad a Salustiano Olózaga.
Olózaga terminará por ser hombre de orden liberal en España,
parlamentario no exento de brillantez y político influyente. Pero en aquellos
tiempos de 1826, lo que es, básicamente, es putero. Putero con dinero, como lo
son casi todos los jóvenes casquivanos que baten casi cada noche el barrio de
las putas de Madrid, que hoy se llama de Las Letras (un pareado famosísimo, hoy
olvidado, dice: calle de las Huertas, / más
putas que puertas). Joven y dinámico, poligonero decimonónico, abrazado
cada madrugada al umbral de cualquier after
hours, Olózaga es el impulsor de un club, llamado Los Caballeros de la Cuchara, que viene a ser como una especie de
choco vasco a la madrileña, portátil y movible, que visita en grupo las
tabernas de la ciudad para cenar allí opíparamente, cogerse un moco
heliopolitano a los postres, y terminar la noche durmiéndose plácidamente entre
las tetas abundantosas de cualquier hetaira, en cualquier burdel. Pero eso es
así hasta que en cualquier paseo por los madriles (por ejemplo, en el más
frecuentado, generalmente conocido, en la segunda mitad de siglo, como el tontódromo)
se cruza con la Cacopardo y su niña (quince/años/tiene mi amor…) y decide: the girl is mine.
Salus se camela a la madre. Si la madre no se empalma con la
idea de casar a la niña con tamaño señor, es sólo porque no tiene pene.
Resuelta, llega a casa, llama a su hija, y le da una orden: te casas, niña.
Y la niña le dice: y una polla como una olla. Bueno, en
realidad le dice algo así como que ella sólo quiere tener un Divino Esposo.
Pero, a los oídos de la madre, la cosa no tiene gran diferencia.
Benjamín Jarnés, sarcástico y a la vez respetuoso biógrafo
de la monja de las llagas, especula en el relato de su vida con que Dolores
Quiroga fuese, en algún grado, autista. La brevedad de su obra no le permite
desplegar todos los argumentos que le llevaron a esa hipótesis, pero hay uno
que se adivina en las cosas que se saben de la vida de sor Patrocinio que
podría cuadrar con esa teoría, así como con el hecho de que, con quince años, y
sin tener su vocación religiosa totalmente formada, rechazase la posibilidad de
casar con un abogado de brillantísimo futuro: la repugnancia por el contacto
físico.
Una monja de 90 años, sor María del Triunfo, que con veinte
tomó los votos de manos de sor Patrocinio, le contará al propio Jarnés, en
1929, que una vez cayó en la tentación maligna, pues albergó deseos de darle un beso a la que entonces era su
abadesa: sor Patrocinio. Se lo confesó y la monja, ya talluda, sonrió
y le dijo: “pues dámelo”. Aquella anécdota, como digo recogida de primera mano
de una anciana que, si la tuvo alguna vez, ya no tenía razón para mentir o
inventar, es, a mi modo de ver, expresiva de la dureza de la regla diaria de
aquellas monjas concepcionistas descalzas; regla que, para el momento de la
anécdota, de mucho tiempo atrás era diseñada y regida por la propia sor
Patrocinio, que gobernó todas sus comunidades monjiles durante décadas. Por lo
tanto, podemos concluir que, en el mundo que construyó a su alrededor la monja
de las llagas, no había besos, no había abrazos, no había nada. Nada. A mi modo
de ver, eso viene a sugerir que la monja conservó durante toda su vida el
rechazo hacia el contacto físico (del sexual ya ni hablamos) que la llevaría a
doblar la esquina de la vida sin la compañía de aquel joven Salustiano Olózaga
que, cabe sospecharlo, en asunto de contactos le podría haber enseñado todo lo
enseñable.
Lejos de hacer caso de su madre, y contra sus deseos, Lolita
Quiroga ingresa como educanda en el convento de las Comendadoras de Santiago.
Las monjas del convento, y muy especialmente Petronila Zurita, hermana de la
abadesa que es encargada de cuidar a la niña, comenzarán muy pronto a hablar de
ciertos prodigios de los que es protagonista la adolescente. Honradamente, no
podemos saber si estas cosas son interpolaciones creadas con el tiempo para
sostener la fama de aquella monja santera, invenciones de las comendadoras, o
reflejo, más o menos ficcionado, de las extrañezas de una niña que, como ya hemos
insinuado, ofreciese alguna rareza mental que hoy la llevaría a ser objeto de
educación especial, pero entonces, hace ya casi 200 años, bien podría parecer
otra cosa.
El caso es que se empieza a decir que un día traen al
convento el cadáver de un hombre antes de darle sepultura y Lolita aparece en
la sala donde está el muerto, sentada sobre él, pálida, sudorosa y con la
mirada perdida. Dejo a la apreciación de los peritos en sicología de qué puede
ser esto indicio; en su tiempo dijeron las monjas, y pronto la calle, que el
mismo Lucifer jugaba con la niña, tal vez porque la temiese. De la anécdota, la
niña sacó un miedo cerval a los difuntos (lógico) que, dicen las crónicas, le
duró hasta casi la hora de su propio óbito.
Aquellas cosas que pasan, o que no pasan pero como si
hubiesen pasado porque es un hecho que Madrid las cree, hacen que la vocación
de Dolores Quiroga quede sellada: será monja. Pero, por razones que no he
logrado esclarecer en mis lecturas, no lo hará con las Comendadoras, sino en un
convento de regla más estricta, el de la orden de la Inmaculada Concepción de
Nuestra Señora (para abreviar, Concepcionistas Descalzas) del convento de
Jesús, María y José, más conocido por todos como el convento del Caballero de
Gracia; nombre que le viene por haber sido fundado por Jacobo de Grattis, un
noble y ricohombre italiano que, en los tiempos de Felipe II, iba de burdel en
burdel por Madrid, perseguido por un cura, fray Simón de Rojas, quien le espera
a la salida de los burdeles para llamarlo a la vida virtuosa. Un día, rondando
a una amada turolense de la que está enamoriscado, Grattis oye una voz, tal vez
la de Dios, tal vez la de fray Simón escondido, que le reclama un cambio de
vida, y ni corto ni perezoso se hace virtuoso, y funda el monasterio.
Entra en el establecimiento el 19 de enero de 1829, a las
órdenes, como prelada, de sor María Benita de Nuestra Señora del Pilar; y
adopta el nombre de sor María Rafaela de los Dolores y Patrocinio.
El primer preceptor espiritual de sor Patrocinio, el que la
prepara para profesar, es el padre Joaquín Serrano, capellán de las Salesas.
Pero luego tendrá otro, el capuchino Fermín Alcaraz, que tiene mucha más
importancia en esta historia.
En el convento del Caballero de Gracia se inicia la teórica
relación de sor Rafaela con Lucifer. Es, en realidad, poca cosa. Por lo
general, lo que hace el demonio es trastabillar a la niña para que se pegue
algún que otro hostión bajando las escaleras; pero la cosa no pasa de ahí. Una
sola vez se atreverá el señor oscuro (léase rey de las tinieblas, no
contrincante de Batman) a jugar con sor Patrocinio la Champions League del
encantamiento diabólico, y será en una anécdota que acabará en los sumarios
judiciales.
Al parecer, una noche Lucifer se apodera de la niña y se la
lleva volando. Volando la transporta al puerto de Guadarrama; esto lo sabemos
porque el confuso relato de sor Patrocinio nos dice que vio un león de piedra,
que se quiere creer es el que hay en el puerto de Los Leones. Luego la lleva a
ver un estanque con patos y ya, de ahí, sin mensajes ni tentaciones ni mayores
historias, de vuelta a casa; la deja en un alféizar del edificio del convento,
sucia de tierra, y confusa. De allí la recogen unas monjas que se cuelan desde
una buhardilla.
¿Por qué quiso el demonio llevarse a la núbil monja al
puerto de Guadarrama? No se explica. Tal vez quería, a la luz de la evolución
futura de la zona, proponerle un bisnes
inmobiliario; teniendo en cuenta la influencia que acabaría teniendo la monja
en los resortes del poder, tal vez pensó el demonio que camelarse a la niña era
la mejor forma de conseguir oportunas recalificaciones. Lo del estanque con
patos ya es más confuso todavía, porque estanques hay muchos, y casi todos
tienen palmípedos. Podría ser un campo de golf. De la anécdota podría
concluirse, pues, que tal vez Belcebú tuvo en algún momento en la cabeza poner
un campo de golf en los aledaños del puerto de Guadarrama. Quizá, para
olvidarse allí, en ambiente tan frío, de las calenturas del Averno.
En el día de San Cosme y San Damián, se conoce que a sor
Patrocinio le están saliendo las llagas de Cristo: en las manos, en el pecho,
en el costado, en la frente, haciendo la figura de la corona de espinas. En
realidad, según relata el sumario que con el tiempo se instruirá, las llagas
van llegando en varias etapas, pero éstos son detalles nimios. Lo realmente
importante es que a esta monja le nacen las mismas heridas que a Jesús, signo
en sí de santidad y de mensaje del Cielo.
La primera llaga se había abierto en julio de 1829, aunque
la monja-niña, parece ser, lo ocultó hasta marzo del año siguiente; de ser
ciertas estas fechas, pues, sor Patrocinio habría recibido las llagas bien poco tiempo después de hacerse monja.
Las monjas y sus acólitos relatan la buena nueva. Pronto,
todo Madrid la conoce. Se ha producido en la ciudad un nuevo prodigio de
santidad. Nótese la situación del país, que seis años antes ha ahorcado a
Rafael de Riego, enterrado la Constitución de Cádiz, dejado de cantar el Trágala, y todo lo demás. La nueva
historia, la verdad, le viene de coña a esa España absolutista y tradicional
que se ve peligrar por mucho que haya cerrado esa importante hemorragia.
Prosigue el tiempo, nace la reina niña, y los tradicionalistas afilan los
cuchillos, ante la posibilidad de que esa Isabel se convierta en reina de
liberales. Quizá por casualidad, sor Patrocinio sigue a lo suyo, y en agosto de
1831, estando en el coro de la iglesia del convento, ve bajar a la Virgen, que
viene a la Tierra a regalarle a la monja una imagen mariana (o sea, que la
Virgen, como Javier Marías, gusta de citarse a sí misma), que el arcángel San
Miguel coloca en el altar. La colega conventual sor María Juana de la Santísima
Trinidad y “otras dos monjas más”, declarará sor Rafaela, son testigos de haber
oído la música que tocaban los ángeles mientras pasaba todo esto. Esa talla de
la Virgen del Olvido, Triunfo y Misericordias acompañará a sor Patrocinio toda su
vida, hasta reposar, hoy, en el convento de las Concepcionistas
Franciscanas Descalzas de Guadalajara; aunque en el actual oratorio de
Caballero de Gracia hay una copia desde el 2007.
1834 es un año fundamental para los movimientos sociales anticlericales
en Madrid y en España. La extensión del cólera en la ciudad lleva a mucha gente
a la desesperación, y una anécdota bastante estúpida, ocurrida en la Puerta del
Sol y de la que es protagonista un mozalbete irresponsable, acaba con el dicho
muchacho cosido a puñaladas y con el pueblo todo de Madrid convencido de que
los curas están envenenando las aguas de la ciudad. Se monta la de San Quintín
y los conventos arden. Al albur de ese momento de pérdida de, diríamos hoy,
imagen pública para la Iglesia, sor Patrocinio se convierte en un elemento más
de las hablillas. En todo Madrid se dice que en Caballero de Gracia las monjas
tienen encerrada a una niña a la que torturan para montarse el momio de las
llagas y tal.
Estamos ya en 1835, y no querréis saber quién es gobernador
civil de Madrid…
Pues sí. El otrora novio de Lolita Quiroga, que todavía la
ama, la desea o ambas cosas, es el máximo fautor del orden público en ese
Madrid donde lo más tierno que se dice que su ex novia es que se deja torturar
AMDG (vale, las concepcionistas son franciscanas, no jesuitinas; pero queda más
culto poner AMDG que “a la mayor gloria de Dios”). Así las cosas, Olozi actúa: el
7 de noviembre del dicho año, envía una pequeña compañía de la Guardia Nacional
al convento. Luego el juez. Y a la buena monja se le comunica que está
procesada.
¿Por qué el proceso? Pues, en mi opinión, en parte por los
secretos deseos de venganza de Olózaga (yo
sí que te abría una buena llaga, cordera…), o tal vez porque la amase
sinceramente y aun soñase con salvarla. Y, en otra parte, porque en 1835 las
cosas están ya que arden en el ámbito dinástico, ya se han definido las dos
Españas, el trono y el incienso contra el trono y el progreso, y las
autoridades saben que no pueden permitir ese espectáculo de santería disfrazada
de pitufa, que tiene cohortes enormes de seguidores en la ciudad y puede ser
convenientemente manipulada. A sor Patrocinio la acusan de montarse aquella
milonga con la intención de socavar al Estado, por mucho que el sumario trate
de respetarla considerando que ha sido manipulada; la acusación es, a todas
luces, excesiva. Como suelen ser siempre las causas que se quieren
profilácticas y ejemplarizantes.
En el sumario sale a relucir la noche en que Belcebú hizo de
tour-operador y se llevó a la niña a ver el puerto de Los Leones y, por
supuesto, el asunto de las llagas. La lectura del sumario es un tanto coñazo,
declaración tras declaración de la prelada del convento, de las monjas, tal. Yo
recomendaría, eso sí, a mis lectores que le metan córnea al escrito del fiscal,
don José Sirvent y Bonifacio, que a mi modo de ver les hará cuenta de lo
ocurrido de forma más resumida y amena.
El licenciado Sirvent ni se molestó en ir a la vista del
juicio, debiendo leer su alegato el señor juez, don Modesto Cortázar. Quizás
sabía el acusador que el caso lo tenía ganado, y así fue. Lo primero de lo que
informa, y se duele, el escrito del fiscal, es de que no se haya podido tomar
relato de fray Fermín Alcaraz, el segundo confesor de la joven monja, pues el buen fraile se encuentra huido y en
paradero desconocido desde que el brazo secular ha metido las narices en los
asuntos de Dios. ¿Por qué es tan importante el testimonio del fraile? Pues
porque sor Patrocinio ha declarado que fue él quien le entregó una reliquia que provocaba las llagas, instándola a
usarla pero no decírselo a nadie. Otrosí decimos, el ausente capuchino habría
sido clave para desentrañar, por completo, el misterio de la monja de las
llagas.
El paciente escrito del fiscal va desmontando, una por una,
las piezas del edificio de santidad construido, sobre todo, por el testimonio
de la prelada del convento y de la propia Patrocinio. En primer lugar, recuerda
que esto del nacimiento de los estigmas es vieja tradición franciscana, como
franciscana es la militancia de las monjas de autos. En segundo lugar, recuerda
los relatos de las monjas en el sentido de que hubo un médico, ya muerto, que
confirmó el carácter sobrenatural de las llagas; y un segundo, vivo, de nombre
Rafael Costa, que también lo confirmó. Sin embargo, sigue el fiscal, el doctor
Costa no confirmó una mierda; según depone ante el tribunal, se limitó a quedarse callado, según su confesión
ante el juez Cortázar, más o menos por no meterse en líos (el texto literal de
Sirvent, en este punto, es de una belleza coloquial encomiable: “llamado para
visitar a otra monja vio las llagas en las manos de sor Patrocinio y, aunque
conoció no dependían de causas sobrenaturales, no tuvo por conveniente decir so
ni arre, por no exponerse a autorizar supersticiones, ni aparecer desatento
diciéndolas que aquello era artificial o ficticio”).
Una vez aclarado que nunca hubo, que se sepa, médico que
afirmase la sobrenaturalidad de las llagas, a no ser el doctor ya muerto, pasa
el fiscal a relatar que, por comisión judicial, tres médicos notables de
Madrid, los doctores Diego Argumosa, Mateo Seoane, y Maximiano González,
reconocieron las llagas (durante cuatro horas; la descripción, más puntillosa
que los twitters del doctor House, está en el sumario y ocupa varias páginas) y
no sólo afirmaron que eran de origen natural, sino, a más a más que dicen en
Cataluña, curables. Y, de hecho, en mes y medio las curaron (bueno: para ser
precisos, comprobaron la curación de todas menos la del costado de la monja
pues, aunque se habían preparado las cosas para una comprobación con total
decoro, mediante un hábito con agujerito, se consideró que con la observación
de las visibles quedaba atestada la curación completa).
Sobre la visita del diablo, se limita prácticamente Sirvent
a informar, con frialdad, de que él mismo ha podido comprobar in situ que en el
segundo piso del convento hay una ventana desde la cual se accede sin problemas
al presuntamente inaccesible alféizar donde fue la monja teóricamente
abandonada por un Lucifer volante.
En fin. Hecha notaría del sumario, volvamos a la tarde-noche de la detención. Lo que no consiguieron los representantes de la ley que se
presentaron en Caballero de Gracia el 7 de noviembre de 1835 fue sacar a sor
Patrocinio del lugar. Eso, hasta aquel momento, sólo lo había conseguido el
Diablo con ocasión de la excursión a Collado-Villalba. Finalmente, tras mucha
porfía, la chica quedó en el convento, pero al cuidado de su madre, doña
Dolores Cacopardo; y de Ramona, su hermana.
La señora Caco aprovechó aquel oficio de carcelera para
comerle la oreja a su niña para que se dejase de hostias (nunca mejor dicho) y
se casase con Olózaga, quien todavía andaba como mandril en androceo por ella.
Pero la monja se resistió.
Podemos imaginar, como en un guion de cine, que tal vez la
madre hizo saber a su adorado protoyerno la resistencia de la monja. Porque lo
cierto es que el gobernador civil da órdenes y el día 9, una tropa de guardias
a bayoneta calada saca a sor Patrocinio del convento y se la lleva al número
119 de la calle de la Almudena, bajo, residencia de Manuela Peirote. En esta
casa, donde se cuelan de matute la madre y la hermana de la seudodetenida, se
producirá un encuentro privado entre Salustiano y Dolores cuyos detalles se
desconocen, pero no en modo alguno su outcome,
porque la monja, una vez más, le da al señor gobernador civil, futuro diputado,
unas calabazas del tamaño de las criadillas del caballo de Espartero.
Cuatro meses después, es trasladada a la calle de Hortaleza,
a un convento de Arrepentidas. Este tipo de establecimiento consiste en un
lugar de adoración religiosa en el que profesan diversas putas y sirleras de la
calle que deciden abandonar la mala vida. Son lugares poco recomendables
porque, en realidad, esas cristianas de vocación tardía no son sino mujeres
que, por habérseles descolgado los pechos, o por haber perdido la habilidad de
afanar con sigilo, ya no valen para delinquir, así pues hacen como que creen,
pero no creen. En medio de ese ambiente, nunca mejor dicho, prostibulario, es
metida sor Patrocinio, en una medida que aparece, a todas luces, como un
castigo, quizá por haber resistido, impasible el ademán, cuatro meses de acoso
de las fuerzas conjuntas formadas por su enamorado, su madre, y su hermana.
En la noche del 26 de abril de 1837, por lo tanto como año y
medio después del día en el que las fuerzas de orden público penetraron en
Caballero de Gracia, la Justicia decide que ha llegado la hora de que la monja
cumpla la pena de destierro a la que ha sido condenada “por no resistirse al
fraude”, así que es facturada a Talavera de la Reina, al convento de las
Concepcionistas Calzadas de la Madre de Dios. Pero allí sor Patrocinio enferma,
y los médicos aconsejan que abandone aquel lugar, por lo que es traslada a Torrelaguna,
donde escribe un libro mariano; que no quiere decir que Rajoy haya escrito allí
un libro, sino que el libro va sobre la Virgen María.
Sor Patrocinio permaneció nueve años, nueve, en Torrelaguna,
sin poder volver a Madrid. Regresa en 1844, en septiembre. A pesar de la
distancia temporal, el gobierno no podrá evitar que sor Patrocinio se convierta
en eso que hoy llamamos un personaje mediático; una Belén Esteban celeste. Está
en la flor de la vida, la edad de Cristo, y su destierro la ha engrandecido. En
el convento de La Latina se juntan cuatro congregaciones de monjas distintas,
al calor de la reducción de conventos (en el Madrid de antes de la
desamortización hay casi tantos conventos como, ejem, burdeles). Las monjas
veteranas de la comunidad de Caballero de Gracia, de Constantinopla, de los
Ángeles y del convento de las Concepcionistas Franciscanas se juntan para loar
a su Luz, le cantan, le recitan poemas y, sobre todo, dicen hablillas
interminables sobre las muchas cosas que sor Patrocinio hace. Porque de sor
Patrocinio, que es monja franciscana, pronto se cuentan maravillas muy en el
tono del santo de Asís, que también se llevaba con los animales. Cuentan, por
ejemplo, que un día en su convento las monjas más jóvenes quieren hacer una
fiesta y para la manduca piensan cazar con un saco unos pájaros que paran todas
las tardes en el mismo árbol. La noche antes se lo cuentan a sor Patrocinio,
ésta se lo casca a los pajaritos, y desde el día siguiente los gorriones, sin
faltar uno, dejan de parar en el árbol y se van a los alféizares donde no hay
saco que los pille. Otra que se cuenta es que en un lugar de pesca, un día la
monja le dice a un pez que se hurte de la red, y a partir de ese día, los peces
ya no pican; hasta que la buena Patrocinio decida pedirles amablemente que se
entreguen al sacrificio.
Estas cosas se cuentan por todo Madrid, y medio Madrid las
cree; el otro medio las odia. No es coña la analogía con Belén Esteban. Son
famas de parecido jaez. El moderno fanatismo religioso es la creencia en la política o en los famosos; tendencias ambas que se quintaesencian en la admiración a los actores con ínfulas políticas.
Tan cierta es esta fama que por ese convento de La Latina
acaban pasando la reina María Cristina y sus hijas, María Luisa Fernanda e
Isabel. La cosa viene de antiguo. Poco tiempo antes, la infanta María Luisa
Carlota, sintiéndose morir, ha pedido le traigan la talla de la Virgen
entregada de las mismas manos de la misma a sor Patrocinio. La familia real,
piadosa y probablemente nada concorde con la salida judicial dada al caso de
las llagas, protege a la cada vez más admirada monja. Cualquiera que haya
podido poner en la puerta de su establecimiento el cartel “Proveedor de la Casa
Real” sabe lo que significan las visitas regias.
Isabel II reconoció, al final de su vida, que siempre, desde
muy niña, había querido saber de la monja de las llagas. La monja no era
ninguna tonta y, siendo Isabelita una niña, hizo le hiciesen llegar, de su
parte, una reliquia, con lo que la joven reina se puso como una moto
(religiosa, sí; pero moto). Antes de casarse, explicó la ya ex reina, la vio
dos o tres veces; y, cuando se casó, se encontró con que su novio, el famoso
Francisco de Asís, le pidió que en el altar de su boda colocasen a la famosa
Nuestra Señora del Olvido, del Triunfo y de las Misericordias (casi sale solo:
y de las JONS…).
Las gentes que tienen informaciones esquemáticas de la
España decimonónica suelen despachar con dos o tres brochazos gruesos la figura de Francisco de Asís, el hispano
duque de Edimburgo que gobernó al lado de su señora Borbona. Que si era esto o lo otro, que si su señora se la pegaba
hasta con los palos de escoba, que si para qué fijarse en figura tan
prescindible… Pero Francisco de Asís tiene más importancia de la que parece.
Redactó cartas y memoriales para los ministros y en los asuntos que le
interesaban, pronto lo veremos, presionó como toro que amurca contra las
tablas.
Francisco de Asís es hijo de Luisa Carlota. Es un dato que
merece la pena conocerse. Y también conviene saber que, cuando la buena mujer
pidió a la santa virgen prodigiosa a su lado, con ella llegó la misma sor
Patrocinio, quien pasó con la ilustre moribunda el tiempo que hizo falta hasta
que la enferma se marchó para siempre. El futuro rey estaba allí, lo vio todo, y le quedó a la
monja agradecido de por vida. Así pues, si para el enorme peso que aquella
concepcionista descalza llegó a tener en los pasillos del poder en España fue
importante la propia reina, mucho más lo fue su marido de ella.
El 29 de octubre de 1845, la brasa constante que en los
despachos gubernamentales dan ejércitos de señoras pías, marquesadas y
baroneadas, en favor de esa monja en la que creen más que en la soberanía
popular, da sus frutos. Sor Patrocinio es trasladada al convento de Jesús
Nazareno, donde comenzará su carrera de lideresa espiritual; es nombrada
maestra de novicias. Todos los testimonios existentes hablan de sor Patrocinio
como educadora como una mujer que nunca utilizaba la violencia ni la disciplina
exagerada; todo lo conseguía mediante la dulzura y la suavidad en el trato; lo
mismo que ha quedado escrito, por cierto, de otro gran líder espiritual,
habitual de las lecturas de este anotador, el ferrarés fra Girolamo Savonarola.
Un día, año 1849, llaman a la puerta del convento
requiriendo a sor Patrocinio. Tras algunas negativas de la monja, acaba bajando
con la abadesa. El hombre que la espera le da los buenos días, saca una
pistola, le dispara un tiro, y sale corriendo. Ha fallado. Sor Patrocinio está ilesa; pero, a su lado, yace moribunda la
abadesa. La bala no le ha dado, pero la pobre señora, décadas de clausura, acaba por morirse del susto.
El 7 de febrero, como consecuencia del óbito de la jefa, es elegida
abadesa, por primera vez, sor Patrocinio. Ya no dejará de serlo hasta su
muerte, y eso que queda como medio siglo para eso. Sor Patrocinio será elegida
abadesa todo el resto de su vida, y con el 100% de los votos monjiles. Aunque
la cosa tiene su truco, siquiera parcial, porque no son pocas las veces en que
la monja reina sobre comunidades hechas a su imagen y semejanza.
Un día, la monja es inopinadamente desterrada a Badajoz.
¿Por qué la tal medida? De tiempo atrás, sor Patri ha hecho patota con un cura,
el padre Fulgencio, confesor del marido de Isabel, Francisco de Asís. Don
Fulgencio era, a decir de las crónicas, persona de sólidas creencias, pero
escaso intelecto. Sor Patrocinio, a quien probablemente le sobraban neuronas
para volver seis veces cada vez que el rey o su confesor iban la primera, acaba
manipulándolos a los dos a placer. Y, mediante esta manipulación y la de la
propia reina, acaba convenciendo a la corte de que el gobierno Narváez es una
puta mierda que hay que cargarse.
En el fondo de toda la movida late una espinosa cuestión política y religiosa. Tras los conflictos en Roma que han llevado al Papa a transigir durante algún tiempo con los republicanos, demócratas y unionistas, el inquilino del Vaticano quiere volver a los tiempos de poder absoluto, a los que, la verdad, los vicarios de Cristo siempre han tenido cierta querencia. Dado que los Borbones son una pieza fundamental del montaje que hace de España el último gran baluarte del poder temporal del papado (aunque unos llevan la fama y otros cardan la lana; para país conservador en lo religioso, Francia. Y, si no, que se lo digan a François Hollande ahora que quiere legalizar el matrimonio homosexual), los reyes intiman al presidente del Consejo de Ministros para que apoye las pretensiones del Pontífice. Cosa a la que Narváez se niega, no por convicciones democráticas, que las suyas eran más bien tenues; sino por no malquistarse con París, principal opositor del proyectado retroceso.
Así pues, es bien posible, como sostienen algunos, que la crisis ministerial nada tuviese que ver con sor Patrocinio y sus hablillas; pero también es más que lógico que, tratándose de una cuestión ligada a la Fe y al compromiso con la cristiandad, fuese ella usada para intervenir en el asunto, puesto que los reyes la tenían en gran estima.
Ni corta ni perezosa, la Borbona ninfómana fuerza, con esas artes que los de su dinastía desplegaron con tanta premura y habilidad durante como poco siglo y medio, la dimisión del Espadón de Loja (aunque hay historiadores, todo hay que decirlo, que la convierten en el centro de una pequeña conspiración destinada a desarrilar el proyecto, que habría sido entonces impulsado por su marido). A Narváez, lógicamente, no le gustaba un cojón dimitir, menos aun si el fautor del hecho eran una religiosa o eso que el general Miguel Primo de Rivera dio en llamar, en felicísima expresión, borboneo (a mí éste no me borbonea, sólìa decir de Alfonso XIII). La reina, entonces, nombró un gobierno prácticamente dictado por la santa de las llagas (se ve que la clausura tenía sus porosidades), presidido por el conde de Cleonard. María Cristina, la reina madre y mucho más política que su hija multiplicada cien veces, le aconseja a su hija que no haga tal. Pero el 19 de octubre de 1849, el dicho gobierno jura.
En el fondo de toda la movida late una espinosa cuestión política y religiosa. Tras los conflictos en Roma que han llevado al Papa a transigir durante algún tiempo con los republicanos, demócratas y unionistas, el inquilino del Vaticano quiere volver a los tiempos de poder absoluto, a los que, la verdad, los vicarios de Cristo siempre han tenido cierta querencia. Dado que los Borbones son una pieza fundamental del montaje que hace de España el último gran baluarte del poder temporal del papado (aunque unos llevan la fama y otros cardan la lana; para país conservador en lo religioso, Francia. Y, si no, que se lo digan a François Hollande ahora que quiere legalizar el matrimonio homosexual), los reyes intiman al presidente del Consejo de Ministros para que apoye las pretensiones del Pontífice. Cosa a la que Narváez se niega, no por convicciones democráticas, que las suyas eran más bien tenues; sino por no malquistarse con París, principal opositor del proyectado retroceso.
Así pues, es bien posible, como sostienen algunos, que la crisis ministerial nada tuviese que ver con sor Patrocinio y sus hablillas; pero también es más que lógico que, tratándose de una cuestión ligada a la Fe y al compromiso con la cristiandad, fuese ella usada para intervenir en el asunto, puesto que los reyes la tenían en gran estima.
Ni corta ni perezosa, la Borbona ninfómana fuerza, con esas artes que los de su dinastía desplegaron con tanta premura y habilidad durante como poco siglo y medio, la dimisión del Espadón de Loja (aunque hay historiadores, todo hay que decirlo, que la convierten en el centro de una pequeña conspiración destinada a desarrilar el proyecto, que habría sido entonces impulsado por su marido). A Narváez, lógicamente, no le gustaba un cojón dimitir, menos aun si el fautor del hecho eran una religiosa o eso que el general Miguel Primo de Rivera dio en llamar, en felicísima expresión, borboneo (a mí éste no me borbonea, sólìa decir de Alfonso XIII). La reina, entonces, nombró un gobierno prácticamente dictado por la santa de las llagas (se ve que la clausura tenía sus porosidades), presidido por el conde de Cleonard. María Cristina, la reina madre y mucho más política que su hija multiplicada cien veces, le aconseja a su hija que no haga tal. Pero el 19 de octubre de 1849, el dicho gobierno jura.
Mientras el pobre Cleonard gobierna España como pollo sin
cabeza (sus ministros se presentan en los ministerios, inopinadamente, ante la mirada incrédula de los funcionarios), la clase política se agolpa en el domicilio de Narváez, encabronada en
grado sumo. El día 20, un día después de la jura del gobierno apenas, la reina
visita a la reina madre. Maria Cristina, hemos de sospechar, pone a su hija de
tonta’l’culo, por lo cual la reina vuelve a palacio, llama a
Narváez, y le dice que nada, que juego revuelto, que todo ha sido una broma,
¿no ves la cámara oculta?
Luis José Sartorius, conde de San Luis y personaje más bien
siniestro de la política española decimonónica, es el encargado de poner a
trabajar a ese gobierno. Siguiendo instrucciones de Narváez, que son muy
precisas y proceden de un hombre que nunca perdonó, ni olvidó, ni cosa que se
le pareciera. Esa misma noche es detenido el padre Fulgencio, enviado
rápidamente a rezar a un convento de Archidona; así como cuatro sirvientes del
rey, que entiendo colaboraban en la transmisión de mensajes semidivinos, que,
quede anotado para la Historia, se apellidaban Rodón, Quiroga, Fuentetaja y
Baena.
También se decide, esa misma noche, el destierro de sor
Patrocinio, que no se verifica, sin embargo, hasta dos días después, por
aquellas cosas.
Apenas dos meses después, el 10 de diciembre, Narváez ya se
ha convencido de que todos los protagonistas de la movida, sor Patro, el Fulgen
y hasta Paquito de Asís, en el fondo son unos pollas y, consecuentemente, no ha
de temer de ellos un golpe de Estado ni nada parecido. Como consecuencia, la
monja regresa a su convento madrileño de Jesús.
Advertencia para navegantes, para que vayamos entendiendo
qué es España: el padre Fulgencio, que un día colaboró para derribar un
gobierno que no le gustaba a los defensores de la Fe, acabó siendo obispo de
Cartagena. A veces, el Cielo escribe con renglones acojonantemente torcidos.
Sor Patrocinio enferma. Vomita sangre, de cuando en cuando,
pero, que se sepa, no se le atribuye a Lucifer el dicho síntoma. Un día, la
monja dicen que le dice a todo el mundo que no entren en el coro del convento.
Pocas horas después, a las dos de la mañana, va y se derrumba. La anécdota, por
lo demás, sirve para medir el enorme poder que tiene esta mujer frente a la
familia real: Francisco de Asís compra, de su propio dinero, el palacio del
duque de Osuna en la calle Leganitos (hoy refugio de chinos y del Cuerpo
Nacional de Policía) para que, en mayo de 1851, se abra un nuevo convento en
Madrid, que parece que había pocos.
Francisco de Asís ha hecho lo que quería: colocar muy cerca
de sí a su admirada y, dicen las hablillas de Madrid, también adorada monja; una gaceta de la época
especula con que el rey pueda tener “apegamientos fuera de modo” con la monja.
El origen del rumor es lo mucho que el marido de Isabel, mientras Isabel sueña
con tirarse a todo lo que se mueve, visita el convento, incluso a horas de
escaso decoro. Dudo muchísimo, la verdad, que el rey y la monja tuviesen
comercio carnal. Más bien parece que era tanta la influencia de la sor en la
majestad que ésta, cada vez que tenía una duda, corría a contársela, como si el
convento fuese la puerta de urgencias del Hospital de la Princesa.
En febrero de 1852, la numerosa grey tradicionalista e
hiperreligiosa de Madrid dirá que ha sido la Virgen del Olvido la que, con mano
invisible, frenó el brazo del cura Merino, quien el día 2 de febrero, a la
salida de las celebraciones por el nacimiento de la primera hija de la pareja
real, le ha metido puñal a la reina. Algo pasa entre los sucesos de febrero y
el 4 de marzo que no ha quedado muy aclarado. Pero el caso es que el mentado
día sor Patrocinio recibe la comunicación en su convento de que debe ir a Roma
a presentarle sus respetos al Papa con nombre de pastelillo: Pío IX.
Acojonante: las crónicas nos cuentan que cuando los hombres del gobierno van a
referirle a rey y reina la dicha decisión, han de esperar porque ambos están en
la calle Leganitos, y no precisamente comiendo en un chino, sino visitando a la monja a la que elgobierno quiere desterrar. Juan Bravo Murillo,
primer ministro, tiene muchísima prisa en que la monja abandone Madrid, y a
ello la intima.
Sor Patrocinio parte hacia Bayona, atentamente vigilada por
la policía. Cruza la raya de Francia y empieza allí una peregrinación
angustiosa. En sus cartas, la monja se queja de todo. Los conventos donde la
alojan no son de clausura, lo cual la mosquea cantidad (no lo hemos dicho aun,
pero sor Patrocinio, en lo tocante a forma de ser, es una especie de Sheldon
Cooper de la Fe). Cada vez que creen obtenidos los pasaportes necesarios para
dar el siguiente paso, van y se los niegan; en realidad, lo de visitar al Papa
es una coña que se ha inventado el gobierno español para quitarse de en medio a
la maldita monja. Sinceramente, las privaciones que sufren los viajeros
debieron ser bien jodidas. Sor Vicenta de la Presentación, que acompaña a la
abadesa, muere en Montpellier. La cosa no mejora hasta que consiguen meterse en
un convento de ursulinas de Pau.
En octubre de 1853, supongo que pensando que la carne ya
está blanda, el gobierno español autoriza a la monja a volver. A Toledo, para
ser más exactos. A su vuelta no es, en modo alguno, ajeno Francisco de Asís,
quien, primero de forma sacariniana más que dulce, después con cartas
desabridas y cortantes, exige del primer ministro el regreso de la mujer santa.
El 30 de junio de 1854, la antigua comunidad de Caballero de
Gracia es colocada en el monasterio de Montserrat, en la calle Ancha de San
Bernardo, y al poco, desde Toledo, se les une su abadesa. Vuelve justo en el
momento de la entrada de O’Donell en Madrid y el regreso de Espartero.
La extensión del poder esparteril hace soplar en España
vientos inesperados. El gobierno español se niega a sancionar el dogma de la infalibilidad
del Papa y, de paso, destierra a sor Patrocinio again, entre otros elementos que
considera partidarios de esa idea según la cual el vicario de Cristo ha sido
durante siglos un civil más con derecho a equivocarse pero, repentinamente, ha
adquirido la naturaleza semidivina de quien, cuando menos en temas eclesiales,
siempre dice la verdad. Esta vez la mandan a Baeza, esa población en la que, como dice
un famoso ejemplo de la Antología del
disparate, nació Machado estando sus padres de viaje. Es el 16 de marzo de
1855 y a la monja le dan 24 horas para estar fuera de Madrid como si fuera un
peligroso espía de la Unión Soviética. En Baeza se acoje a un convento de
monjas clarisas, donde recibe cartas de los reyes afirmando su convicción de
que su persecución es infundada. Pero no pueden hacer nada. Espartero va al
palacio real más a cumplir con formalismos que a recibir órdenes o
indicaciones. Nunca le gustó Espartero a la pata Borbón; los borbones,
históricamente, han querido a su alrededor gentes que les hiciesen caso; que les den las respuestas que quieren oír, y les planteen las preguntas que quieren contestar.
Por razones de salud, sor Patrocinio es trasladada de Baeza
a Benavente. De entrada, lo acepta con alegría, porque en Baeza está enferma e
incómoda. Pero en cuando se empieza a enterar de la rasca que hace en
Benavente, las quejas se inician. Prueba de la desesperación de la sor en
Benavente (se queja de todo, hasta de las monjas dominicas del convento de
Santi Spiritus donde la han acogido) es que incluye el tema de su eventual
traslado a algún sitio mejor incluso en las cartas que le manda a la hija de
los reyes... ¡que tiene 4 años!.
Las cartas no dejan lugar a dudas: lo que quiere sor
Patrocinio es estar en un convento cuyas monjas sean las que ella elija. Ya no
se conforma sino con el mando y, finalmente, los cabildeos palaciegos consiguen
lo buscado. El 13 de febrero de 1856 ya está un grupo de concepcionistas,
cuidadosamente elegido, en un convento de Torrelaguna. Votan la abadesa; y gana
la elección quien la gana, con todos los votos.
Es en Torrelaguna donde sor Patrocinio se transmuta en el
Inem. De aquel año de 1856 son varias toneladas de párrafos suyos, siempre
dirigidos a la Corte, en los que intercede por muchas personas de su cuerda,
amén de pedir o agradecer diversas donaciones de dinero que le va haciendo,
sobre todo, la reina, con las que va dotando el convento de Torrelaguna, que
estaba hecho unos zorros. Esta correspondencia del 56, efectivamente, es la
mejor expresión de la fuerte capacidad de influencia que alcanzó esta religiosa
en la mente de los reyes, pues apenas le niegan nada; y el ambiente político,
presidido por la creación de la Unión Nacional, favorece estas cosas, puesto
que las ínfulas progresistas se hallan notablemente aquietadas. En 1859, cuando
la elección de abadesa debe repetirse (con resultados más que esperados), el
rey y la reina están allí para contemplar el triunfo de su amiga. Tras su
elección como abadesa, sor Patrocinio se lanza a una carrera de fundación de
comunidades de monjas, acción para la que nunca falta dinero en el Palacio
Real. Para entonces, sor Patrocinio se encuentra en Aranjuez, rodeada de
pretorianas de la fe. Un día de 1861, un hombre se presenta en la puerta del
convento de Aranjuez y pide hablar con la abadesa. Cuando sor Patrocinio baja,
le pega dos tiros (que falla). Para entonces, la monja no para de recibir
anónimos amenazadores, que ella reenvía a la reina en cartas en las que afirma
que ella no quiere nada con las cosas del siglo. No quiere nada, pero bien que
le escribe a la reina, en otras misivas, que cese a los políticos que murmuran
contra ella en Madrid.
Se habla de sor Patrocinio en las Cortes, y es por boca de
su amante despechado. Salustiano Olózaga brama contra la excesiva influencia de
la monja en las alcobas reales. Probablemente, él es uno más de ésos, que, sin
citar, señala Patrocinio en sus cartas privadas a la reina, y que terminan con
frases retóricas que no quieren decir otra cosa que: “Fóllate a ése; ahora”.
Entiéndase que es una licencia poética. Sor Patrocinio jamás habría escrito esa
grosería y, last but not least, si lo
hiciera correría el peligro de que la reina se lo tomase por lo literal.
1868. Al producirse La
Gloriosa, varias decenas de exaltados se presentan en el convento de
Aranjuez y gritan que van a entrar. Las monjas rezan los maitines y, por orden
de su abadesa, los siguen rezando. Pasar, no pasa nada, pero apenas unos días
después el obispo de Toledo, Primado de España, le escribe a la monja
intimándola para que coja un tren para Francia “mañana mismo”. Sor Patrocinio
es famosa en toda España. Todo el mundo sabe que, no sólo los reyes, sino el
mismo O’Donell, no movían un dedo sin consultarla. Ahora que la reina toma las
de Villadiego, el pueblo quiere que la monja la siga.
En Bayona, en Montmorency y, finalmente, en el castillo de
Bonneuil, sor Patrocinio es bien tratada por los obispos y el gobierno francés,
pudiendo fundar nuevas comunidades. Pero en Bonneuil le sorprenderá la propia
némesis del Estado francés, en 1870. Dicen que cuando las monjas estaban
tomando el tren para salir del pueblo, los prusianos estaban entrando en él. En
París, adonde huyen más de cuarenta religiosas, son, finalmente hospedadas en
una casa facilitada por el embajador de España: Salustiano Olózaga.
Las monjas pueden volver finalmente a Bonneuil, donde
pasarán los años hasta que los Borbones vuelvan a pisar tierra española en modo
de mando. Hacerlo y comenzar a cabildear para conseguir el regreso de la monja
es todo uno. Algo de razón no les falta, pues, en realidad, sor Patrocinio es
ya la última exiliada de la revolución. Pero el gobierno quiere esperar. La Restauración
es un pacto que no excluye la comprensiva crítica del progresismo, del
republicanismo incluso; y traer de nuevo a sor Patrocinio a España supondría
insinuar la idea de que el país va a volver a estar regido por consejos de
convento. Volverá, a Guadalajara, el 21 de septiembre de 1877, después de
presiones inconmensurables de Isabel de Borbón desde París. Los gastos del viaje
fueron sufragados del peculio personal del rey Alfonso XII.
Ya sólo queda por relatar una vida mucho más calmosa, la
vida de una abadesa ya anciana que sigue impulsando la creación de comunidades
monásticas mientras su salud se deteriora rápidamente, hasta hacerle casi
imposible poderse gastar las 2.000 pesetas que, puntualmente, le llegan cada
mes desde París, subvención de Isabel, la otrora reina, que nunca la abandonó,
hasta el 27 de enero de 1891, cuando expiró.
Sor Patrocinio pasó todas aquellas décadas de éxtasis y
destierros llevando en todo momento las manos rodeadas de gasas. Ninguna de las
monjas que la rodeaban, como le dijo sor María del Triunfo a Benjamín Jarnés en
1929, vieron jamás sus manos; sus llagas. Llagas que, de todas formas, no
volvieron a aparecer.
Sor Patrocinio es uno de los pocos personajes del siglo XIX
español que tiene portal en internet. En dicho portal hay un enlace a una crónica del periódico La Razón, de octubre del año 2012;
crónica en la que su autor tiene el cuajo de afirmar que, durante el famoso
proceso, los jueces querían que la monja “confesase lo inconfesable: que las llagas se las había hecho ella”. Parece
mentira que en pleno siglo XXI todavía haya gentes coqueteando con la
pretendida naturaleza milagrosa de los hechos que rodearon a esta mujer. Hay en
ese mundo quien piensa que los verdaderos cristianos piensan lo que pensaba
Juan de Cruz: que cuando Dios y Jesucristo quisieron hablar, ya hablaron; y que
las milagrerías, consecuentemente, no le hacen ningún favor a la fe.
Sor Patrocinio es la España del siglo XIX, con todas sus
contradicciones. Es la resistencia irredenta al cambio del catolicismo
ultramontano del cual la monja era todo un ejemplo. Es la sobreactuación de un
liberalismo ciego que tenía tanta prisa por desarrollarse que, durante sus
periodos de gobierno, como en la primera de las repúblicas, como en la segunda,
arrambló con España como si fuera suya y pudiese cambiarla por decreto. Porque yo doy por cierto que muchas de las movidas e influencias que se le atribuyen a la monja de las llagas, en realidad, como ella misma dice en sus misivas, nunca se produjeron. La realidad construye el mito y, por decirlo en términos muy gruesos, si la derecha española ha sido históricamente muy pacata combatiendo a la izquierda, la izquierda no se ha recatado de usar de la mentira y la exageración cuando de combatir a la derecha se trata. La propia actitud de los progresistas españoles hizo grande a sor Patrocinio; fueron ellos los primeros que la tomaron en serio y, en su afán por llevársela por delante, acabaron adjudicándola todo tipo de capacidades políticas. El progre carbonario que, en cualquier cafetín, bramaba exaltado que tenía pruebas ciertas de que La Gaceta de Madrid pasaba por la celda de sor Patrocinio antes de publicarse para recibir su nihil ostat apenas se distingue de la monja beata que afirma haber visto a Lucifer llevar a una niña de excursión a la sierra.
En todo caso, sor Patrocinio es, sobre todo, un buen ejemplo de la asombrosa imbecilidad (no hay otra palabra) con la que se ha llegado a ejercer el poder en nuestra Historia reciente. Abona el cronista del periódico de Planeta, en el citado recorte, la idea de que sor Patrocinio nunca tuvo veleidades políticas… ¡pero si hasta pedía el cese de quienes la atacaban! Nunca sabremos a ciencia cierta cuántas de las pequeñas y grandes decisiones tomadas en Palacio durante los tres últimos cuartos del siglo XIX fueron inspiradas por la monja, porque los reyes ni escriben memorias ni se someten a auditoría en vida (afortunadamente, ya se han bajado de esa interesada burra según la cual sólo eran responsables ante Dios y ante la Historia; pero qué duda cabe que queda camino por andar). Pero la correspondencia de la sor da que pensar que fueron muchas, por mucho que la oposición laica alimentase el mito con excesos.
En todo caso, sor Patrocinio es, sobre todo, un buen ejemplo de la asombrosa imbecilidad (no hay otra palabra) con la que se ha llegado a ejercer el poder en nuestra Historia reciente. Abona el cronista del periódico de Planeta, en el citado recorte, la idea de que sor Patrocinio nunca tuvo veleidades políticas… ¡pero si hasta pedía el cese de quienes la atacaban! Nunca sabremos a ciencia cierta cuántas de las pequeñas y grandes decisiones tomadas en Palacio durante los tres últimos cuartos del siglo XIX fueron inspiradas por la monja, porque los reyes ni escriben memorias ni se someten a auditoría en vida (afortunadamente, ya se han bajado de esa interesada burra según la cual sólo eran responsables ante Dios y ante la Historia; pero qué duda cabe que queda camino por andar). Pero la correspondencia de la sor da que pensar que fueron muchas, por mucho que la oposición laica alimentase el mito con excesos.
Personaje unidimensional, pero no por ello menos
interesante, el hecho de que los españoles de hoy apenas sepan de ella es una
prueba más del maltrato al que nos sometemos a nosotros mismos. El español es
ser cuidadoso; cuida de no saber demasiado, no sea que eso le vaya a liar las
reflexiones.
Saludos:
ResponderBorrarMe declaro totalmente culpable.
No conocía la biografía de este interesante personaje. Por suerte, sí lo suficiente del contexto histórico para entender perfectamente lo relatado.
Gracias por ello.
Rafa.
Qué blog excepcional. Llevo varios días retrasando el trabajo por leerlo enterito. No me arrepiento.
ResponderBorrarme plantea la duda si realmente fue en el siglo XIX. Tengo la impresion de que ha sido antesdeayer cuando han ocurrido estos hechos y siguen sobrevolando nuestro quehacer politico, a la espera de volver.
ResponderBorrarCuando se escribe de historia hay que ceñirse a los hechos, sobran los comentarios personales jocosos y fuera de tiempo y lugar. Recomiendo leer libros serios de historia. Faltan cosas detalles y hechos p.ej. que Olozaga violó a Sor Patrocinio y a la propia reina siendo su preceptor.
ResponderBorrarEfectivamente. La jocundia impide la reflexión histórica. Romanones escribió "Isabel II y Olozaga". Jarnés comenta la posible violación. Sor Patrocinio o "La Monja de las Llagas", constituyé un tandem con el Padre Claret. Este último es una garantía de la veracidad de la monja. El P. Claret ha sido considerado por Stanley G. Payne y Raymond Carr una figura señera del siglo XIX español. Tan políticamente incorrecto en su tiempo como ahora, pues es defendido o acusado por la izquierda anticlerical. Lástima de trabajo en este blog. Pudo ser mejor y sólo deja dudas. Bueno, por lo menos invita a documentarse en otro sitio.
BorrarSi la iglesia católica tuviese dos cojones, que no los tiene, beatificaba y luego canonizaba a Sor Patrocinio, y epataba a todos los burguesitos progres. Iban a echar bilis y a retorcerse como la niña del exorcista. Como postulador de la causa el gran Fabio Mcnamara.
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