Las últimas semanas previas al golpe de Estado del 36 estuvieron fuertemente caracterizadas por el debate parlamentario. En sesiones broncas y, en casos, no exentas de cierta altura retórica, el conflicto entre las dos españas, larvado durante años y aflorado de forma violenta en los meses anteriores, se grabó a fuego en las actas del pleno del Congreso. Como decíamos en el post anterior, esto comenzó ya durante el debate programático del gobierno Casares, y comenzó cuando tomó la palabra José María Gil Robles, para elaborar un discurso durísimo, trufado de acusaciones muy graves. Dijo Gil Robles, por ejemplo, que la justificación de la violencia existente en las calles era el hecho de que la propia Administración había perdido el respeto a la ley. Y añadió, en una frase casi profética, refiriéndose a las tendencias contrarias a las izquierdas: «Si el poder público se inclina sólo al lado del rencor y de la venganza, tened la seguridad de que ese movimiento crecerá, mañana será más concreto y encontrará el hombre, la organización, el móvil sentimental que lo impulse, y entonces será difícil que se contenga con la política represiva del Gobierno». Habla, en esta frase, el político de la oposición; y habla también el lider partidario que, ya en esos momentos, está viendo cómo correligionarios suyos, especialmente jóvenes japistas, se pasan a Falange en filas de a siete; porque no está pensando Gil Robles en Franco, ni siquiera en Sanjurjo; en mi opinión, «ese hombre», en ese momento, es José Antonio. «Si no existe justicia», remacha, «ese movimiento crecerá y llevará a España una situación de guerra civil».
Con todo, José Calvo Sotelo, político con muchas más conchas parlamentarias que Robles y además más radicalidad, sería quien pusiera la temperatura del hemiciclo por encima del punto de ebullición. A Calvo Sotelo, de hecho, le encantaba provocar, y lo que dijo lo dijo, con seguridad, con toda la intención. Quiso, ni más ni menos, que mentar la bicha en casa de los cazadores de bichas.
El discurso de Calvo Sotelo se centró en la situación económica, y muy especialmente en el decreto del Gobierno que había establecido la obligatoriedad de que todos los represaliados por la revolución de octubre fueran readmitidos (esta medida provocó, en algún caso especialmente sangrante, que la viuda tuviese que reemplear al pollo que se había cargado a su marido), así como el rosario de huelgas que se vivía entonces. A partir de esos datos, acusó a las izquierdas de trabajar contra la economía.
Para sorpresa de no pocos, pasó Calvo Sotelo, de seguido, a comentar una frase de Casares, el cual durante su discurso se había declarado beligerante contra el fascismo. Sin embargo, dijo el diputado conservador, el fascismo tenía, siempre según él, una teoría económica muy equilibrada, que corregía los excesos tanto del marxismo como del capitalismo. Y añadió: «Me interesa dejar constancia de esta evidente conformidad mía con el fascismo en el aspecto económico; y en cuanto pudiera decir en el político, me callo».
Un diputado socialista, Bruno Alonso, que acabaría siendo comisario de la flota republicana durante la guerra y participando en el nunca del todo claro episodio de su huida de Cartagena, le reprochó a Calvo Sotelo que hiciese profesión pública de fascismo. Calvo Sotelo le contestó que a él no le callaba nadie y dirigiéndose a Alonso para apelarlo de «pequeñez» y «pigmeo». Alonso contestó: «¡Soy tanto como su Señoría, aquí y en la calle!». Luego siguió invitándole a salir a la calle y llamándolo chulo.
Tras un violentísimo altercado, Sotelo continuó con su intervención, ahora dedicándose a describir el clima de violencia y anarquía vivido en el país, que calificó de «cantonalismo asiático». En su exposición, recordó, además, diversos ejemplos de sectarismo por parte de la Administración. En medio de una sonora bronca, gritaba: «¡Trescientas iglesias se han quemado hasta el momento, y se cuentan con los dedos de una mano los que han sido responsabilizados de estos hechos!» En esto no le faltaba razón al político gallego, la verdad.
Muy caliente por el debate, Calvo Sotelo se volvió hacia Casares y dio una vuelta más de tuerca. Se preguntó, en voz alta, por qué el nuevo Gobierno había prescindido de un militar (el general Masquelet) para dirigir el Ministerio de la Guerra, al frente del cual se había colocado el propio Casares. Después de insinuar, por lo tanto, que el Frente Popular podría estar preparando algún tipo de golpe de Estado desde arriba, apretó aún más el tornillo con una clara llamada a la insurrección militar: «el deber militar consiste en servir legalmente cuando se manda con legalidad y en servicio de la Patria, y en reaccionar fusiosamente cuando se manda sin legalidad y en detrimento de la Patria». Finalmente, Calvo Sotelo le preguntó a Casares, en voz alta: «¿Para qué va su Señoría al Ministerio de la Guerra: para actuar como cirujano en el seno del Ejército o para actuar como cirujano con el Ejército en el seno de la sociedad?»
Sus palabras no generaron precisamente aplausos.
En todo caso, mayo del 36, a pesar del cambio de gobierno, no supone cambio alguno en las costumbres que se van imponiendo. El día 2, durante un desfile conmemoriativo del Día de la Independencia, unos falangistas dan vivas al Ejército y se produce un tiroteo. A uno de los participantes retenido por la policía se le ocupa, como se quejará Casares en el Parlamento, y con toda la razón, una pistola con su cargador puesto, más otro cargador con doce balas más y dieciocho más distribuidas por los bolsillos. Aquel tipo, verdaderamente, no había salido a la calle de cañas.
En Valladolid, los falangistas arrojan en el mismo día siete bombas a diferentes locales de izquierdas. En Pereira, Orense, los izquierdistas asesinan al ganadero Manuel Mira. En Torredonjimeno, Jaén, el asesinado, a navajazos, es un concejal cedista llamado Francisco Ureña. Otro concejal de la misma filiación es asesinado en Barruelo, Palencia. En Ceutí, Murcia, un tercer concejal muere a manos del presidente de la Casa del Pueblo. En Alfambra, Teruel, los guardias municipales matan a tiros a un maestro. En Bola, Orense, es asesinado un empresario, y otro en Puzol, Valencia. En Pontevedra abaten a un derechista a tiros, y en Zamora a un falangista. En La Ventosa, Cuenca, durante una tangana mundial, hay dos muertos y la punta de heridos. José Francisco Marcano Igartua, falangista santanderino, muere tiroteado en Buelna. En Cevico de la Torre, Palencia, un grupo de mujeres izquierdistas remata a navajazos a un derechista. En Los Pedroches, Córdoba, una joven que trata de impedir el incendio de la iglesia muere en el intento.
En Calzada de Calatrava, León, un falangista se defiende de los ataques de unos izquierdistas, pero al final es herido de un disparo y cae al suelo, momento tras el cual es rematado a palos y pedradas. Otro falangista, José Fierro, es asesinado en Carrión de los Condes, Palencia. Otro, José Olivarrieta Ortega, es asesinado en Santander. Falange responde ipso facto llevándose por delante a dos militantes izquierdistas que estaban en la puerta de un bar. Un tal Ramos, comunista, es asesinado en Zamora. Durante el entierro se arrojan varios cócteles molotov a la comitiva, que reacciona cargándose a un militante católico llamado Martín Álvarez e hiriendo gravemente al cura local Miguel Pascual y a un guardia civil retirado llamado Miguel Martínez.
En Torrecilla de la Orden, Valladolid, grupos de izquierdistas se autoconstituyeron en autoridad y registraron domicilios de derechistas (donde, por cierto, encontraron armas). Al día siguiente, se presentaron en el pueblo el juez de Nava del Rey y un teniente de la guardia civil llamado Jesús Gutiérrez Carpio, que detuvieron a los piquetes. Durante el traslado de los detenidos a Nava del Rey, en Castrejón, otros marxistas le prepararon una celada al convoy, produciéndose un tiroteo en el que resultó muerto un célebre izquierdista de la zona conocido como El Peterete. Como represalia, en Torrecilla se montó la mundial, de forma que hubo que desplazar a un coronel de la guardia civil con abundante fuerza para restablecer el orden.
En Ronda, durante una huelga general (una más), los manifestantes tratan de desarmar a dos guardias civiles los cuales, en el acto de explicarles que eso está feo, se cargan a dos de ellos. En Puebla de don Fabrique, Granada, las turbas intentan asaltar el cuartelillo de la guardia civil; a pesar de que no lo consiguen, se llevan por delante al guardia José Leonés Ortega. Algo parecido ocurre en Barbastro, Huesca, aunque con el resultado contrario. Allí, es un cabo de la guardia civil el que mata a un izquierdista llamado Marcelino Espiña.
En Peñarroya, Córdoba, se produce un incidente que tuvo hondísimas consecuencias en el Parlamento e, incluso, fuera de España. El conflicto en las minas locales no se resuelve y, finalmente, los dueños anuncian que las van a tener que cerrar. La reacción de los sindicalistas es encerrar en el interior de la mina a cinco ingenieros. Dos de ellos son franceses, de ahí el impacto internacional que tuvo la movida.
En la noche del 7 al 8 de mayo, Carlos Faraudo, capitán de ingenieros e instructor de las que acabarán por llamarse Juventudes Socialistas Unificadas, pasea por la calle Alcántara cuando es tiroteado desde un coche por unos desconocidos, se dijo que falangistas pero no se pudo probar, que acaban con su vida. El entierro de Faraudo, a pesar de que nadie lo tirotea, se convierte en un hecho de la mayor repercusión y una muestra de fuerza de las izquierdas que, por boca del peripatético coronel Julio Mangada, prometen devolver ojo por ojo.
Los ánimos de aquel mes ya están especialmente enconados contra el Ejército. El 15 de mayo, un oficial que pasea por Alcalá de Henares ve a dos muchachos maltratando a unos ñiños, y les afea la conducta. Los chavales se le enfrentan y, en poco tiempo, algunos adultos se suman al grupo, apelando al militar de fascista. A pesar de la llegada de un compañero, el capitán Rubio, contener a la masa se va haciendo cada vez más difícil. Finalmente, ambos militares salen por patas y Rubio es perseguido a pedradas hasta su casa, donde se refugia. Entonces los perseguidores queman con gasolina la puerta de la casa y el capitán debe escabullirse por la puerta de atrás con su mujer y sus tres hijos pequeños (a los que el tierno pueblo alcalaíno quería freír en sus alcobas). Ese mismo día un grupo de militares llega en autobús a la ciudad, siendo también rodeados por la masa, lo que les obliga a abrirse paso a tiros hasta su cuartel. Finalmente, el orden llegará de la mano de fuerzas de asalto enviadas desde Madrid que, de todas formas, fueron recibidas a pedradas.
En la Casa del Pueblo se celebra una reunión en la que se acuerda exigir al gobierno el trasado de los dos regimietnos con sede en Alcalá. El ejecutivo Casares obedece con prontitud, comunicando a las autoridades militares que tienen 48 horas para trasladar el regimiento de Villarrobledo a Palencia, y el de Calatrava a Salamanca.
El general Alcázar, gobernador militar, encuentra resistencias en la oficialidad, que considera que hace falta más tiempo para los traslados. El gobierno, enterado, envía a un general más a Alcalá, el general Peña, que detiene a la mayoría de estos oficiales.Eñ 24 de mayo se celebra un consejo de guerra con fuertes penas para los encausados (al coronel Gete, jefe de uno de los regimientos, llegaron a pedirle la pena de muerte).
Parece la leche,¿eh? Pues, como diría Superratón, aún hay más. Aún nos queda, cuando menos, un paseíto por Yeste.
Estoy buscando información sobre el "el general Alcázar, gobernador militar" que usted menciona en su artículo. ¿Sabe por casualidad los apellidos?
ResponderBorrarNo podre consultar mi archivo hasta el mes que viene,Socrates
ResponderBorrarCuando pueda, no hay prisa. Y gracias por contestarme.
ResponderBorrar