Era ya casi la una de la madrugada. Presidía la noche silenciosa el reloj de pared del salón de Carlos Luján, cuyo tic tac rebotaba contra las paredes. En el centro del salón, sentados alrededor de una mesa camilla de mayores dimensiones y calidad que la que habían dejado en al escena del crimen, el inspector Luján y su compañero Azpíriz fumaban y bebían sendos vasos de leche caliente. Laura, una vez que consiguió disfrazar la incomodidad porque su marido no sólo llegase tarde sino que lo hiciese con compañía, se había ofrecido a hacerles café, pero Carlos la había convencido de que se acostase. «Hay cosas que tenemos que discutir ahora mismo», le había explicado a su mujer, y no mentía. Por lo demás, no hay mal que por bien no venga. Bruno, algo aquejado del estómago, no estaba teniendo una noche fácil, así pues Luján argumentó que su vigilia serviría para espiar su sueño.
Los dos hombres hablaban en susurros, sentado uno muy cerca del otro, ambos insomnes.
-¿Tú qué crees que es eso?
Azpíriz se alzó de hombros. Luján sabía que había entendido. «Eso» no era otra cosa que la palabra escrita por Lucía Odriozola en los últimos minutos de su vida.
-No sé. ¿Su amor de toda la vida?
Luján negó con la cabeza.
-No, no, no. No tiene sentido. Primero, porque sabiendo lo que sabemos de esa mujer, sabemos que lo más parecido a un amor de toda la vida que tuvo era Anselmo López, y lleva casi diez años muerto.
-Quizá por eso -aventuró Azpíriz-. Sabe que va a morir y le escribe, porque se va reunir con él
-No lo creo, de verdad -contestó Luján-. ¿Por qué no, en ese caso, escribir su nombre: Anselmo?
-No olvides que no sabíamos una mierda de esa mujer –argumentó Azpíriz-. ¡Joder, pensábamos que era una zorrita y resultó ser una terrorista!
-Sí, claro. Pero, aún así, me cuesta creerlo. Me pregunto, ¿y si pensó rápido?
Azpíriz le miró directamente a los ojos, parpadeando muy seguido; fue su forma de informar a Luján de que no le entendía.
-Si pensó rápido –continuó el inspector-, quizá se dio cuenta de lo que iba a pasar. Primero, sabía que la iban a matar. De ahí lo de dejar un mensaje.
-Cierto.
-Segundo: ¿a quién le dejó el mensaje? Obviamente, a quien fuese a mirar en la mesa camilla.
-Alguien con quien había acordado algo así antes.
-No lo creo.
-¿No lo crees?
-No, no lo creo, Azpíriz. Además del conocimiento, hace falta la oportunidad. Imagina a un compañero de Odriozola. Otro miembro de la célula, por ejemplo. Acuerdan que si alguna vez a alguno de los dos le pasa algo, ella escribirá en la cara posterior de la mesa su mensaje.
-Tiene lógica.
-No, no la tiene –Luján protestó con toda la violencia que le permitía el sigilo que ambos debían seguir para no despertar al niño-. ¡No la tiene, Azpíriz! Un pacto de ese calibre presupone que Lucía, además de saber que estaba en peligro de muerte, debería haber sabido que dicha muerte se habría de producir estando ella sentada frente a esa mesa camilla y con acceso a un objeto que le permitiese escribir el mensaje.
Azpíriz se echó hacia atrás en la silla, que se quejó ruidosamente.
-Tienes razón. Joder, inspector, tienes razón.
-Así lo creo.
-Pero, entonces, ¿para quién era el mensaje?
Luján sorbió su vaso de leche, aún bastante caliente. Meter el líquido en su cuerpo lo galvanizó, pues diluyó el frío que había pasado aquella noche.
-Para nosotros.
-¿Nosotros?
-Nosotros, sí. Piénsalo. Tiene lógica. Si sabía que la iban a matar, ya sabía una cosa segura. Pero hay otra seguridad. Después de un asesinato hay alguien que siempre aparece.
-La policía.
-La puta Brigada de Investigación Criminal. Siempre.
-Pero había muchas posibilidades de que no nos hubiésemos percatado nunca del mensaje.
-Ya. Pero era una situación desesperada. O eso, o nada.
Azpíriz se rascó la barbilla.
-Eso quiere decir que el mensaje…
-Es, claramente, la identidad del asesino. A Lucía la mató alguien amado por ella; o tal vez alguien que se llama Amado.
Azpíriz asintió, sin dejar su gesto estólido. Se hizo el silencio entre los dos hombres. Bruno pareció quejarse. Ambos se pusieron en tensión y se concentraron en escuchar. Pero sólo era un episodio de sus sueños. Pronto, notaron que el niño respiraba pesadamente.
-Ahora tú me tendrás que explicar cosas –terminó por susurrar Luján, ofreciendo un cigarrillo a su compañero.
-Lo sé –contestó el navarro, casi con indiferencia-. Quieres saber cuáles son esos cabos que he atado esta tarde.
-Exacto.
Azpíriz comenzó a hablar con un susurro monocorde, como si rezase.
-Tienes que entender que yo no estoy en esto. Sólo estoy a ratos, quiero decir. Es tu caso y lo llevas de una forma un tanto extraña.
Luján fue a protestar, pero Azpíriz lo detuvo con un gesto imperioso de su mano derecha.
-Que no, que no necesito explicaciones. Pero tengo ojos en la cara. Hace diez años, recién llegado a la Brigada, te encargan un primer muerto de trámite y tú lo conviertes en un caso bastante complicado en el que alguien, no se sabe quién, ha matado a un veterano de la División Azul.
Mientras bebía un sorbo de su vaso, Luján ni se movió ni hizo el ademán de decir nada.
-Ese caso se cierra pocas semanas después con el suicidio del asesino. Luego tú empiezas a llevarte de calle tus casos con esa intuición tan tuya y Rebollo desaparece de la Brigada; y se podría decir que quien no sabe a qué se dedica se lo inventa, pero al final todos aciertan. Diez años después, tú eres un policía con una proyección de la hostia, Rebollo reaparece en tu vida, y reabres el caso López. De donde yo deduzco que Higinio Longares no mató a Anselmo López.
Luján hizo un rictus escéptico.
-¿Esos son los cabos que has atado?
Azpíriz estrechó su mirada en un gesto de fastidio.
-¿Tan poco me valoras? Me pides que investigue el expediente de alistamiento en la División Azul de Julio Cendoya. De ahí saco la conclusión de que estás, otra vez, tratando de investigar círculos de falangistas radicales.
-Y te ofreces para buscarme algún contacto, ya que dices que conoces a gente en ese submundo.
-Exacto. Pero no consigo gran cosa. Miro y remiro, pregunto, pero me voy encontrando con una realidad evidente: la progresiva desmovilización de los que algún día fueron, digamos, activos. Todo el mundo me cuenta lo mismo. Cada vez menos centurias armadas. Cada vez menos ejercicios de tiro. Cada vez más burocracia, más jerifaltes, más desfiles emperifollados, y menos revolución. Y a los camisas azules y a los boinas rojas, en el fondo, eso les gusta. Muchos viven bien así, mucho mejor que repitiendo eternamente la guerra. Y aquí ya hay una pista.
Luján sacudió la cabeza.
-Pues no la veo.
-Lo cual no quiere decir que no exista –un leve rictus fue la forma que tuvo Azpíriz de celebrar su pequeña victoria frente a su compañero-. Yo esperaba encontrar radicales a la luz del día, pero me fui encontrando con que eso ya no era así. Que, cada vez más, para ser radical, verdaderamente radical, había que estar, digamos, un poquito escondido.
-Lo cual te acercó a la realidad de los grupos clandestinos.
-Exacto. Pero no es mi caso. Es el tuyo. A mí me has pedido que compruebe un expediente médico, yo he averiguado que Julio Cendoya estuvo a punto de no ir a Rusia por tener unos pies raros, fin de la historia. Hay muchos crímenes más cercanos que investigar.
Luján sonrió.
-Pero un día… -Susurró, con sorna en la voz.
-Pero un día, sí, repaso tus notas. Tú me pediste que lo hiciera para estar al día del caso por si algún día echabas mano de mí. Escribes un informe sobre el interrogatorio al dueño de la pensión donde paraba Higinio Longares. Afortunadamente, eres meticuloso; apuntas hasta las gilipolleces. Porque fue una gilipollez la que me llevó a atar cabos.
-Mis profes en la Academia decían que nada es una gilipollez.
-Y nada lo es. Realmente, la declaración de Aurelio Barandiain fue insulsa. Acusó a Longares, sin pruebas, de robar medio kilo de mantequilla, pero no lo pudo probar. Todo lo que tenía era la sospecha de que era un ladrón taimado porque se ponía calcetines para que sus pasos no se oyesen.
-Sigo sin saber adónde quieres llegar.
-Y así estuve yo durante días. Bueno, la verdad es que no pensé gran cosa en el asunto. Hasta que un día salí con una señorita.
Carlos Luján abrió los ojos con sorpresa y se palmeó un muslo.
-¡Joder! ¿De qué estamos hablando aquí?
Azpíriz ni se inmutó. Siguió como si tal cosa.
-Ya había salido con ella otras veces. Guapa, elegante. Jamás se pone pesada haciendo preguntas sobre cómo vive un policía y esas gilipolleces. Interesante. Solemos ir al teatro o a bailar.
-¿Tú bailas?
-Y tú, ¿tienes culo? En fin, la cosa es que voy a recogerla y es la primera vez en la vida que la veo que lleva sombrero. Un sombrero de ésos que tienen una redecilla que les tapa como la mitad de arriba de la cara. A mí me llama la atención el detalle, y se lo digo. Entonces ella levanta la redecilla y me deja ver.
-¿No le habías visto la cara hasta entonces?
-¡Joder, qué torpe eres a veces, Luján! Me deja ver la razón de haberse puesto el sombrero: una calentura en el pómulo. Bastante fea, para qué te lo voy a negar. Yo, caballeroso, empiezo con eso de que ni se nota, que si tú eres guapa de todas maneras, que si esto, que si lo otro. Y entonces ella, fastidiada, lo dice.
-¿Lo dice?
-Lo dice, sí. Me dice: «si no se me quita esto, no me voy a quitar el sombrero en mi vida».
Luján inspiró largamente, mientras pensaba. Luego hizo un gesto de incredulidad.
-Bueno, es una exageración típica de una mujer presumida. No le veo…
-Es muy tarde, y estás bajo de fuerzas. Piensa un poco…
-¿Que piense un poco? ¿En qué? ¿Qué coño tiene que ver una mujer que tiene un herpes y…?
Azpíriz todo lo decía con los ojos. Era un muchacho habitualmente inexpresivo que concentraba toda su inteligencia en su mirada. En décimas de segundo, Carlos Luján se zambulló en las pupilas de su compañero, y, repentinamente, comprendió.
-¡Me cago en D…!
Su blasfemia murió porque la había pronunciado en un tono casi normal y, repentinamente, recordó a Bruno y a Laura, ambos dormidos en el dormitorio ahí al lado, con la puerta abierta.
Azpíriz casi guiñó un ojo, y asintió.
-Lo has pillado, ¿eh?
-¡Joder! ¡Si no se me quita esto, llevaré el sombrero toda la vida!
-O los calcetines.
Luján sintió que se quedaba sin respiración. Azpíriz terminó su leche.
-Higinio Longares no era ningún ladrón de mantequilla. De hecho, no tiene nada que ver con esto y es una gilipollez; pero lo cierto es que si Aurelio Barandiain te dijo que iban a vender la mantequilla porque su mujer (y dijo su mujer, no ambos) quería cambiar la cocina, pienso que lo más probable es que él pensase en destinos más lúdicos para ese dinero, y la robó él mismo. Si sabía que había estraperlistas en la Plaza de la Paja, es que conocía su negocio, ¿no te parece?
»La cosa es que, si no era para robar, ¿por qué llevaba siempre los calcetines puestos? Barandiaín te dijo que su mujer lo había sorprendido una noche de verano que era incapaz de meterse debajo de las sábanas, y se obstinaba en llevar los calcetines. Así que no los llevaba puestos por frío».
-Y la otra posibilidad es que le pasara lo que a tu amiga. Mientras tenga esto, no me quitaré los calcetines.
-Azpíriz asintió.
-Higinio Longares no quería que nadie pudiera verle los pies desnudos. De no tomar la precaución de llevar siempre los calcetines puestos esto, en un lugar como una pensión, habría acabado pasando. Pero, ¿qué habrían visto los que le viesen los pies?
A Luján un rayo le cruzó el pecho y se le instaló en el estómago.
-Su sindactilia.
-Los dedos unidos –concedió Azpíriz-. Hay una cosa que Higinio Longares ocultó conscientemente a quienes lo trataron.
-Y esa cosa es que tenía los pies como los de Julio Cendoya.
Luján y Azpíriz se quedaron mirándose unos segundos que duraron siglos. Tic, tac, el reloj de la pared marcó el ritmo de sus pensamientos.
-Higinio Longares y Julio Cendoya –terminó por decir, con voz ronca, Luján- eran la misma persona, o eran hermanos. Quizá gemelos.
-Lo cual explica que Longares conociese el lema In Bello Amicitia. No era un puto ladrón ni nada parecido. Las pistas demuestran que de alguna manera los Cendoya pertenecían a una organización clandestina. Si Longares era el mismo Cendoya, ¿por qué no regresó con su propio nombre, si hubiera sido un héroe más de la División Azul? Y si Cendoya realmente murió en el lago Ilmen, ¿cuál era exactamente la ideología de Longares y el resto de los miembros de In Bello Amicitia?
-¿Y qué relación tiene que Longares se suicidase y ahora maten a Lucía Odriozola?
-Quizá –respondió Luján-, que no se suicidó…
Azpíriz aspiró fuerte.
-¿Crees que hay una organización que está acabando con sus miembros?
-López, Longares, Odriozola. Podría ser. Aunque la muerte de López, las manos cortadas… Hay algo que no encaja.
Azpíriz demandó más datos con un arqueo de sus cejas.
-No son la misma muerte, piénsalo. López escondió en sus calzoncillos la prueba que le vinculaba al grupo de Cendoya. Longares lo portó consigo, claramente para que lo encontrásemos.
-En todo caso –concluyó Azpíriz-, estos son los cabos que até. Repentinamente, me di cuenta que, de una forma o de otra, a lo que te estabas enfrentando no era a una posible célula de falangistas más o menos violentos, sino a una organización clandestina y capaz de asesinar.
Luján sonrió.
-Conclusión que, casualmente, es la misma a la que estaba llegando yo en esos mismos momentos por otro lado.
Luego adelantó una mano y agarró fuerte un antebrazo de su compañero.
-Azpíriz, tenemos que encontrar a esos hijos de puta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario