Tras demostraciones como el ataque e incendio del silo de pan, los carlistas sitiaron Bilbao, y fueron allí con todo lo gordo. Zamalacarregui puso en juego 23 batallones y 18 cañones que, situados en Begoña y Artagan, hostilizaron la ciudad sin piedad. El 13 de junio de 1835 comenzó la historia y pronto los isabelinos trataron de concentrar tropas de apoyo. Espartero juntó 6.000 hombres en Portugalete, Iriarte tenía 2.000 más en Valmaseda y pronto llegarían unos 15.000 más al mando de Latre y Valdés. Pero tal demostración no logró romper el cerco.
La clave estuvo en la artillería. Los bilbainos tenían unos cañones que más parecían los atributos sexuales de un polifemo y, además, sabían utilizarlos muy bien. Zumalacarregui contaba con sus cañones para ablandar a la villa, pero del sitio salieron más disparos y más certeros y pronto la artillería carlista quedó para el arrastre. Así las cosas, cuando los refuerzos isabelinos consiguieron llegar, los carlistas tuvieron que volver grupas.
Aquí hay que hacerse una pregunta clara. Porque claro era para cualquier observador avezado que los carlistas no contaban con fuerzas suficientes para tomar Bilbao, y menos aún para conservarla en su poder si lo conseguían. En tal caso, ¿por qué un militar experimentado y nada temerario como Zumalacarregui se avino a realizar la operación? La clave, pienso yo, quizá se encuentra en el especial ambiente que entre los vascos generó el incendio de Gernika, así como el hecho de que el sitio de Bilbao se vio precedido por algunas victorias fáciles y sonadas de los carlistas, como la toma de Vergara. Por lo demás, para entonces los carlistas habían comenzado a practicar uno de sus deportes preferidos: la disensión interna. En el Consejo Real de don Carlos había quien le comía la oreja al presunto sucesor de la corona con el concepto de que la fidelidad de Zumalacarregui era relativa. Y probablemente no les faltaba razón pues Zumalacarregui, como casi todos los combatientes vascos, era carlistas porque los carlistas eran fueristas; en modo alguno era fuerista como consecuencia de su carlismo.
El general vasco hizo lo que pudo. Eligió Soloetxe como el lugar ideal para romper la resistencia de la ciudad y lo atacó durante todo el día 14 de junio de 1835. En Deusto y Olabeaga, envió unas gabarras a bloquear la ría, así como a presentar batalla a las avanzadillas de Espartero. Al día siguiente, mientras inspeccionaba unas defensas, fue herido en una pierna, herida de la que moriría once días más tarde, en un episodio nunca suficientemente aclarado, porque aún hace ya casi doscientos años, un balazo en una pierna no era como para pensar que se tuviera que morir.
Las últimas palabras de Zumalacarregui, asimismo, alimentan la leyenda. Dijo algo así como que siempre supo que la Junta de Vizcaya les llevaría a la ruina. Esta última confesión ha alimentado siempre la interpretación de que el sitio de Bilbao, empresa imposible, fue realizado por presión de dicha Junta, es decir de los políticos.
Eraso continuó las operaciones, aunque en las filas carlistas el desánimo podía untarse en el pan sin cuchillo. Ni aún así los isabelinos se apuntaron un tanto, pues sus columnas fueron derrotadas el día 18 en Castresana por un general de nombre bastante poco metrosexual (Sarasa). Las autoridades bilbainas, entonces, pidieron auxilio al rey francés Luis Felipe de Orleans. Pese a que éste apenas podía mandarles un tercio de las tropas que Madrid tenía ya concentradas en la zona, confiaban más en él. No obstante, para fin de mes, los carlistas se habían quedado sin munición, y tuvieron que levantar el campamento.
El sitio de Bilbao ha dado para mucho en las imaginaciones más o menos calenturientas de contemporáneos, herederos e historiadores. Para mí, sin embargo, fue un episodio que tuvo poca significación, y no habría tenido mucha más de haber vencido los carlistas. En primer lugar, este planteamiento es prácticamente de ciencia ficción. Las tropas de Don Carlos (por llamarlas así y no llamarlas las tropas vascas foralistas, que es como habría que llamarlas, en oposición a la resistencia vasca liberal de la ciudad) no tenían artillería, y sin artillería, a mediados del siglo XIX, era imposible debelar una ciudad adecuadamente pertrechada. De haber conseguido entrar, hubieran tenido que salir, más pronto que tarde, por patas.
Además, hemos de tener en cuenta que, mediante este sitio un tanto extemporáneo y chulesco, los carlistas perdieron a uno de sus mejores generales. Y, sin duda alguna, el mejor general del flanco más irredento del carlismo, que era el vasconavarro. La muerte de Zumalacarregui dio un pasito más hacia el embroque de Vergara. Don Carlos, que también tenía su vertiente de tonto contemporáneo, con siete trienios de antigüedad y seis balcones a la calle, se encargaría de dar unos cuantos más. Las sospechas que surgen de las postreras palabras de Zumalacarregui, por lo demás, apuntan a que los vascos también aportaron a este episodio sus buenas cuotas de cortoplacismo, oportunismo político y, en general, estupidez.
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