Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)
La operación de traslado del oro español a Moscú estuvo dictada por las necesidades de la guerra, ciertamente. Pero no deja de ser la mayor operación de extrañamiento de la riqueza propia en la Historia de España, empiece ésta cuando empiece. Hablamos de 510 toneladas de oro; 28.500 putos millones de euros, en el momento de escribir estas notas. Nadie le dijo a quienes decidieron esta operación que la pusiera en manos de unos alegres ugetistas de cuestionable formación, de los milicianos que lo transportaron, del médico que supuestamente lo controló todo en Moscú, y del otro médico que controló, en solitario, sin ayudas, sin consejos, sin contrapesos, sin controles, todo ese gasto. Todo eso, la república lo hizo así porque le salió del ciruelo; lo pudo hacer de otra manera.
¿Por qué en los papeles de Negrín
sólo figuran las fundiciones y las transacciones? ¿Por qué la república no
parece haber exigido nunca que se le documentasen los procesos de fundición y
refinado; los de fijación de cotizaciones; los de fijación de precios por
material y servicios? ¿Por qué nadie se preocupó por las plusvalías inherentes
a la entrega de monedas que en subastas públicas podrían ser vendidas a valores
estratosféricos? ¿Por qué nadie se ocupó siquiera de valorar eso en origen, o
en destino? ¿Quién vigilaba ese acervo histórico-artístico? Estos graduados en
Historia que cada lunes montan en cólera porque un pollo se haya llevado un
trozo de vasija de unas excavaciones arqueológicas, ¿no tienen nada que decir
sobre esto? ¿Dónde está esa riqueza numismática? ¿La fundió Stalin, o se la
quedó Putin?
La escritura de este párrafo es
prácticamente contemporánea del Comité Federal del PSOE de 5 de julio del 2025.
Y doy este dato porque, escribiéndolo, me he acordado de la frase de María
Jesús Montero cuando dijo, horas antes de aquella reunión, en el sentido de que
en la misma se iba a producir un “abrazo fraternal”. Y pienso: a lo mejor aquí
está el problema. A la izquierda le pasan estas cosas. Como el leninismo, que
es su base, no deja de ser catolicismo reciclado, tiende a pensar que todo
revolucionario, todo proletario, es, por definición, virtuoso, normalmente en
las izquierdas siempre hay cierta dificultad para espotear a los hijos de puta.
Pero lo cierto es que en una colectividad humana organizada siempre hay
hijos de puta.
Con los años he dado en pensar
que Juan Negrín tenía poco margen para ponerse estupendo con la URSS. Tenía que
ganar una guerra que no podía ganar, que sabía que no podía ganar; y por eso
también sabía que no le podía poner muchos palos en las ruedas a su proveedor
de armas. Pero esto va con Negrín; no va con la república en sí. Para que se
produjese este abracadabrante ejemplo en el cual la mayor cesión de riqueza
propia de la Historia de España se verificase con un nivel tan bajo de
conocimiento y de control hace falta algo más que la presión de una guerra.
Hace falta el concepto de abrazo fraternal. ¿Cómo nos van a engañar
estos tipos, si son, como nosotros, hermanos proletarios? La república, es mi
idea, pecó de lo que era: pánfila hasta la náusea. Si entras en una jaula en la
que hay un gallo, puedes entrar hasta desnudo si quieres; pero si en la jaula
hay un tigre, ya puedes armarte con un buen teaser o algo parecido, o de lo
contrario se te comerá por las patas. La república se metió en la jaula con un
oso pardo y, aparentemente, todo lo que hizo fue repetirse a sí misma: “no pasa
nada; a mí, este animal me quiere un huevo”. El pastón que pudimos perder a
cambio de este sobradismo de Teresas Rabales ideológicas, y que nunca
recuperaremos, me temo que nunca lo sabremos. Ojo, que se ha llegado a calcular
que el valor numismático de las piezas que viajaron a Odesa era treinta
veces el valor del oro como tal.
Ni Juan Negrín ni su mano derecha
en todo esto, el economista Paquito Méndez Aspe, un piernas king size,
explicaron nunca, y yo creo que ya nunca lo van a hacer, por qué los cuatro
funcionarios del Banco de España que viajaron a Odesa con el oro, y que no
salieron de la URSS en toda la guerra, reclamaron insistentemente ser relevados
de sus puestos y volver a España, sin que se les hiciese caso. ¿Tenían miedo de
que contasen algo?
A día de hoy, de hecho, todavía
no se sabe a ciencia cierta si a estos pobres cuatro tipos los retuvieron en
Moscú los soviéticos o el dúo de la bencina de Negrín y su ministrito de
Hacienda. Sabemos que, cuando los metieron en el barco, les habían dicho que su
estancia en Moscú duraría un mes todo lo más. Sabemos que, pasadas las semanas,
estos tipos se fueron a ver a Marcelino Pascua, el embajador, para protestar.
Éste les dijo que actuaría de inmediato; pero todavía están esperando (pero,
vamos, que eso, en este particular Fernando Simón republicano, es un periodo de
retraso average). Cuando llevaban dos meses de misión moscovita, fueron
separados y, además, se les colocó a cada uno de ellos un policía soviético que
los acompañaba hasta a cagar. Estuvieron así dos años hasta que con la guerra
terminada, fueron enviados, cada uno, a Estocolmo, Estados Unidos, México y
Argentina. Y no los enviaron a Marte porque España no tenía capacidades
espaciales.
Llegados a este punto, y tras
haber trazado una descripción general, estratégica digamos, del planteamiento
de la GCEXX desde el punto de vista económico, vamos a dedicar algo más de
tiempo a ver algunos elementos específicos de dicho enfrentamiento.
Empecemos por la política
monetaria. La política monetaria es fundamental en un país o conjunto de países
(como los del euro), porque tiene enormes consecuencias, en primera
convocatoria, sobre la inflación, y en segunda, sobre el crecimiento económico
en sí.
La inflación, que es el
crecimiento de los precios, sean éstos el deflactor del PIB o los más conocidos
precios al consumo, es el resultado combinado del crecimiento económico y del
crecimiento monetario. Imaginemos un país que tiene un solo productor; de
sillas, por ejemplo. Ese productor produce sillas con unos determinados costes,
que vende al precio más elevado que la demanda está dispuesta a pagar,
obteniendo su beneficio. Si el productor gana dinero en cada silla que vende,
cuanto más venda, más ganará. Dado que hemos dicho que el país tiene un solo
productor (es un modelo simplificado), todos los ciudadanos de ese país
trabajan en la fábrica de sillas. Si la economía crece, el productor vende cada
vez más sillas. Buscando maximizar su beneficio, tiene que exigir de sus
trabajadores más producción. Esto hace que los trabajadores sean más
productivos, cosa que se transmite al salario que cobran. Pero si los
trabajadores ganan salarios más elevados, entonces en su papel de consumidores
pueden comprar más sillas, o más caras. El productor responderá a ese
movimiento de la demanda ajustando su oferta: si la demanda puede y quiere
pagar sillas más caras, él las venderá más caras. Lo cual le dará la
oportunidad de mejorar el salario de sus productores. La espiral se sigue
moviendo.
En la práctica, pues, la
inflación, que no es otra cosa que el encarecimiento de las sillas, es el fruto
de unas mejores condiciones económicas y, esto es lo importante, de la
expansión de la masa monetaria, puesto que, si suben los salarios, los trabajadores
de la fábrica de sillas tienen más dinero en el bolsillo; sin eso no podrían
pagar sillas más caras.
Cuando un Estado quiere controlar
la inflación (y todos, salvo los muy subnormales, quieren), tiene, pues, dos
opciones: o controlar la producción, que es algo que en economías abiertas y no
centralizadas es muy difícil, si no imposible; o controlar la masa monetaria,
que, aunque tampoco es sencillo, es más practicable. Ésta es la razón de que el
gobierno de la inflación sea cosa, normalmente, de los bancos centrales.
Es obvio que, en una situación
como la que se planteó en la GCEXX, lo lógico habría sido plantearse que la
política monetaria española se había partido en dos. Sin embargo, como ya os he
dicho la convicción de que la guerra sería corta pesó mucho al principio, por
lo que este asunto no se planteó.
El conflicto de autoridad
financiera y bancaria que os he descrito es el que está en el origen de la guerra
monetaria. En los cuatro primeros meses de la contienda, sólo existió en
España un signo fiduciario que se podría decir que estaba respaldado por ambos
Bancos de España: el republicano, y el golpista. He escrito que “se podría
decir” porque, en realidad, lo que estaba pasando no era tanto que ambos bancos
hubiesen dicho "yo lo respaldo", como que ninguno de ellos había dicho (todavía) "yo no lo respaldo". Era, pues, un apoyo más por omisión que por otra cosa.
En buena teoría, pues, durante el
otoño de 1936, una persona que tuviese la habilidad o la suerte de pasar de
zona republicana a la nacional y vuelta, podía pasar con sus pesetas en el
bolsillo y gastarlo donde quisiera, con la seguridad de que sus billetes y
monedas serían aceptados (como ahora con el euro y los países incluidos en él).
Asimismo, puesto que desde el principio lo que pasó en la GCE fue que los
nacionales le fueron tomando terreno a los republicanos, cuando esto pasaba el
dinero que tenían los residentes en la zona perdida o liberada según cada punto
de vista pasaban a formar parte de la masa monetaria controlada por el Banco de
España de Burgos.
Como ya os he comentado, en buena
medida el primero en darse cuenta de que la guerra sería larga, fue Franco. Y
la primera consecuencia de entender que la guerra sería larga fue el
planteamiento de la guerra monetaria, verdadero monolito de la política económica
de guerra desplegada por el bando nacional.
El concepto es claro: una
autoridad monetaria en guerra puede respaldar por omisión la moneda que no
controla, porque está en la otra zona, mientras las condiciones económicas de
ambas partes son de similar naturaleza. Pero conforme esto se va acabando (guerra
larga, una zona aplicando una política intervencionista con propiedad privada,
la otra constantemente coqueteando con el colectivismo y la planificación
central), eso ya no se sostiene. Por esta razón, el gobierno de Burgos ordenó
el estampillado de “su” circulación fiduciaria; ahora los billetes de zona
nacional llevarían un sellito, que le diría bien claro a cualquiera que viese
el billete que estaba respaldado por Burgos; y si no había sellito, entonces no. De forma automática y esperable,
el Banco de España de Madrid reaccionó dejando claro que cualquier signo
fiduciario estampillado por Franco había dejado de ser hijo suyo; que él ya no respaldaba
esa moneda y que, por lo tanto, en lo que al Banco de España de Madrid se
refería, esos papelitos no valían más que los mortadelos. Consecuencia: una
España, dos pesetas. El estampillado, en todo caso, duró poco. En cuanto el
gobierno de Burgos pudo emitir moneda con sus propios diseños, que por lo tanto
era ya distinguible de la moneda republicana, procedió a canjear las monedas
estampilladas por las nuevas.
Una de las razones de desplegarse
con relativa prudencia en Burgos fue evitar las situaciones de pánico. Se
intentó que los hechos evolucionasen de manera que no se llevase a los
ciudadanos a creer que el dinero de que disponían no valía nada. La república,
de alguna manera, tuvo menos problema con esto; pero, sucintamente, actuó
igual. El 19 de julio, el gobierno había publicado un decreto urgente que
limitaba de forma drástica la actividad con dinero, aunque decía hacerlo por un
breve periodo de tiempo. Ese mismo 19, que era domingo, otro decreto limitaba a
2.000 pesetas la cantidad máxima a retirar de los bancos, también en un plazo
breve de 48 horas. Sin embargo, el martes la limitación fue prorrogada cinco
días, aunque se abrió la mano para las empresas que tuviesen que pagar
salarios.
Una semana después de haberse
producido el grito en Marruecos, el gobierno de la república hubo de
enfrentarse al hecho de que, tal vez, aquello no iba a durar las 48-72 horas
que habían pensado en un inicio. Había que obrar con más profundidad. Un decreto
de 26 de julio prorrogaba la restricción de fondos hasta el 2 de agosto (la
cosa, pues, comenzaba a proyectarse ad calendas graecas), aunque
flexibilizando las medidas para los pagos de empresas, de clases pasivas o de
pago de impuestos. A los bancos se les permitían operaciones de compensación,
transferencias, giros y abonos entre cuentas de clientes. Se pretendía, pues,
evitar la esclerosis en las arterias del sistema económico.
Contrariamente a lo que el
gobierno venía a sugerir en sus decretos, que era el pronto levantamiento de
estas restricciones, éstas fueron sucesivamente renovadas. De hecho, pronto
afectaron también a las cajas de seguridad en poder de particulares, en las que
se prohibió el ingreso de billetes y monedas. El dinero que ya estuviera en las
cajas sólo podía disponerse si, acto seguido, se ingresaba en una cuenta
bloqueada; en otras palabras, el ciudadano podía elegir entre no tener su
dinero en la caja de alquiler, o no tenerlo en una cuenta de la que no podía
disponer. El límite se elevó a 4.000 pesetas el 16 de agosto, y a 6.000 el 30.
A partir de octubre, estas medidas se fueron prorrogando mensualmente, con
límites de 1.000 pesetas en cuenta corriente y el 10% del saldo en cuentas de
ahorro, con límite de 1.500 pesetas, para cada periodo de diez días. La gran
excepción eran los comerciantes, en lo que necesitaren para mantener en pie sus
negocios.
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