viernes, septiembre 12, 2025

GCEconomics (1): Una política cuestionable




Una política cuestionable
Peseta grande, ande o no ande
Secos de crédito
Conspiradores
Las cábalas de Mussolini
March
Portugal
Los sueños imposibles del doctor Negrín
Dos modelos enfrentados
Dos bandos, dos modelos
La polémica interminable sobre la eficiencia del gasto bélico
Rosario de ventas
De lo necesario, y de lo legal
¿Y si Putin tiene una colección de monedas de puta madre?
La guerra del dinero
Echa el freno, Madaleno
Un mundo sin bancos
“Escuchado en la radio”
El sindiós catalán
Eliodoro de la Torre, el más vasco entre los vascos
Las repúblicas taifas
El general inflación
Bombardeando pasta
Los operadores económicos desconectados
El tema impositivo (y la recapitulación)

 

 

 

Una de las cosas que más me suele sorprender de muchos análisis de la Guerra Civil Española o GCE del siglo XX (GCEXX) es la facilidad con que sus analistas se olvidan de enmarcar los hechos dentro de un contexto general. En la vida en general, y por supuesto en la Historia pues la Historia no es sino el análisis de vida ya ocurrida, el contexto lo es todo. Apenas existen acciones buenas y malas per se. El cantautor comunista Silvio Rodríguez se pregunta en una de sus canciones: si alguien roba comida y después da la vida, ¿qué hacer? Una forma simple de plantearse uno de los grandes riesgos de la interpretación moral y, por supuesto, de la interpretación histórica: entender las circunstancias de cada decisión o, si se prefiere, entender que una misma decisión puede merecer calificaciones totalmente diferentes si sus contextos también lo son.

En el caso de la GCEXX, sin embargo, desde su misma producción, es decir, ya en la miríada de libros de recordación y balance que escribieron muchos de sus protagonistas, hay una falta endémica de contexto. Y las dos grandes corrientes historiográficas que siguieron al conflicto (la franquista y la revisionista de la anterior) han heredado esa indiferencia. En otro punto de este blog, al analizar la unificación germano austríaca forzada por Adolf Hitler, he defendido la idea de que cualquiera que se acerque a la Anchluss con algo de detenimiento concluirá que la actitud anglofrancesa hacia, sobre todo, la Italia de Mussolini en aquellos momentos hacía todo punto que imposible una intervención en la GCEXX. En otras palabras: el no belicismo de las potencias democráticas europeas en el conflicto español no se explica si no se entiende la situación internacional general; y el principio básico de que España, en aquel conjunto de problemas, ocupaba un lugar más bien complementario. De hecho, es probable que, de haber estado la república gobernada por personas inteligentes con sentido político, cosa que no pasó, les habría bastado con haberse mostrado prudentes e integradores, es decir, con haber hecho lo que Azaña dijo que iba a hacer cuando llegó al gobierno en el 36 (pero no pensaba hacer) para recortar los motivos de los sublevados; y así haber esperado hasta el más que probable estallido del conflicto internacional, entorno en el cual habrían tenido el argumento internacional mucho más de cara.

Uno de los elementos de los que se habla poco, muy poco, es el elemento económico. En realidad, se nota que los historiadores de la GCEXX, sobre todo los de más campanillas, tienen una comprensión limitada de los elementos económicos. Esto hace que haya muchas cosas que no se entiendan.

Hace, ahora que empiezo a escribir estas notas, 17 años, y porque éste es un tema que cuando menos a mí sí que me ha interesado siempre, escribí una primera aproximación al asunto. Hoy presento ampliar dicho análisis y, asimismo, ensanchar el foco, llevándolo a una descripción algo más global sobre la GCEXX desde el punto de vista económico.

Creo que lo primero que hay que decir, más que nada porque es algo importante para entender que la sublevación contra el gobierno de la república tuviese apoyo social en muchas partes, es que los sublevados escogieron el momento de pronunciar su grito de forma muy inteligente respecto de la situación social. 

En los libros sobre la GCEXX y, sobre todo, en las redes sociales, que son ese sitio donde el análisis ya bordea la subnormalidad o incluso se refocila en ella, se escribe y no se para que los sublevados ya tenían decidido dar su golpe de Estado mucho antes del 18 de julio. Nos ha jodido: como cualquier golpista medianamente inteligente. La cosmovisión que transmiten estas argumentaciones, como que un general va y se levanta un día y dice: “voy a llamar a cuatro colegas y esta tarde damos un golpe de Estado”, está al nivel intelectual de los catedráticos en Derecho Constitucional. 

Los finalmente alzados sabían que se alzarían mucho antes de hacerlo. Pero lo hicieron cuando lo hicieron por tres razones: la primera, porque el ambiente político y social creado, permitido o incluso alentado por el gobierno del Frente Popular (dos centenares de muertos por la violencia política en menos de seis meses) devino irrespirable; dos, el asesinato de Calvo Sotelo que, en palabras de Payne, les convenció de que estaban más a salvo rebelados que obedeciendo; y, tres, la situación económica, y esa réplica de la situación económica que llamamos mercado laboral.

Se dice poco y se analiza menos aún la deplorable situación en la que se encontraba la economía del país en la primavera de 1936.

Desde las primeras semanas del año, el desempleo había comenzado a crecer de forma cuasi exponencial, alcanzando cotas desconocidas para los españoles. Por lo demás, en los tres o cuatro primeros meses del año, los indicadores de actividad industrial y económica se deprimen hasta colocarse entre un 80% y un 75% de los anteriores. En los mercados internacionales, España tenía problemas para atender sus pagos. Esto por hablar de la “economía de la modernidad”, es decir, de la actividad más en la vanguardia. En las actividades tradicionales que, no se olvide, eran el core business de la economía española, los temas no iban mejor. Las colectivizaciones agrícolas y la tenuidad con la que el gobierno afrontaba el creciente envalentonamiento de las izquierdas en el ámbito rural (algo que quedó bien claro en Yeste) provocaron que el campo, de natural un sector de posicionamientos bastante conservadores, se retrajese, derrumbando la productividad agraria; ya antes de estallar el conflicto, en muchas ciudades de España era casi imposible encontrar algunos productos que antes habían sido comunes, mucho menos a los precios que la gente estaba acostumbrada a pagar.

Francisco Largo Caballero creía que no iba a haber golpe de Estado pero, añadía, estaba convencido de que, aún si lo hubiere, fracasaría porque la clase trabajadora y campesina le recetaría a los rebeldes una huelga general de tales proporciones que los haría colapsar. Esto, sin embargo, no pasó. Éste es el primer dato. El segundo dato es que, un vez que se posó el polvo del primer alzamiento, pudo verse que éste había tenido, básicamente, éxito en la España rural, mientras que la república había conservado la España industrial. Esto nos lleva a la pregunta: ¿por qué el campo apoyó, casi unánimemente, el golpe? Y una de las respuestas está en la economía. 

La política de planificación agraria del gobierno, basada en permitir las colectivizaciones y presionar sobre los salarios agrarios, había hecho que la relación de intercambio, y consecuentemente los márgenes, de los productos agrarios y los industriales, fuese totalmente diferente; en detrimento de los primeros, por supuesto. Aquélla era una política suicida en un país que dependía, todavía, en tan gran proporción del sector primario. Aparte de pegarse un tiro en el pie como modelo económico, suponía malquistarse a una porción muy respetable de la población.

Los gestores económicos de la república hicieron una lectura muy simplista de la crisis económica de 1929. En términos simples, tendieron a identificar la fortaleza de una economía con la fortaleza de su moneda, e hicieron todo lo posible para conservar una elevada cotización de la peseta. En buena parte, por ello la guerra cogió a España con una de las más elevadas reservas de oro del mundo, pues así se buscaba el respaldo de una moneda fuerte. 

Hay que decir que personas más listas que los gestores económicos de la repu, como el cerebro económico de Felipe González, Carlos Solchaga, habrían de cometer el mismo error décadas después. Efectivamente, cuando las tensiones especulativas la tomaron con el entonces llamado Sistema Monetario Europeo (una especie de pre-euro que mantenía las monedas nacionales, pero disciplinadas dentro de unos márgenes de relación de cambio unas respecto de las otras), a España todo eso le pilló con la peseta sobrevalorada porque eso es lo que había querido el gobierno. 

A Solchaga le cayeron, en purga de Benito, tres o cuatro devaluaciones seguidas; y a la república, en realidad, mejor le habría ido si hubiera sido miembra de un club económico trasnacional y le hubiera pasado lo mismo. La relación de cambio de la peseta, artificialmente hinchada, provocaba una pérdida objetiva de la competitividad de los productos españoles. A los gestores económicos de hace casi un siglo les costó entender que hay que equilibrar capacidad de compra con posibilidad de venta; que un buen sector exterior no se asienta en una peseta gorda, sino en producción competitiva. Como consecuencia, cuando todavía quedaba un año para que se montase la ensalada, el Banco de España, ese Pepito Grillo que siempre está tocando los cojones, ya estaba advirtiendo de que los costes industriales españoles estaban elevados en un 15%; o, lo que es lo mismo, que para poder vender en el exterior, el exportador español se veía abocado a encontrar a algún pringao que estuviese dispuesto a pagar un 15% de más por la jeró. Así que tenemos más o menos todo el pastel descrito: en el sector primario, mayoritario en aquel PIB español, los márgenes se habían ido a tomar por culo, y la gente plantaba y alimentaba a las vacas a cambio de una patada en los cojones y un vaso de agua; y en la industria sí que había márgenes, pero se carecía por completo de mercados exteriores a los que vender cobrándolos.

Hace muchos años que llegué a una conclusión, que hasta el momento no se ha visto racionalmente desplazada, y es que la II República española fue un periodo político en el que ninguno de quienes la protagonizaron supo estar a la altura. Esta afirmación, que como digo es general, es especialmente cierta si de lo que estamos hablando es del conocimiento económico, y de la aplicación del mismo que se hace en la política, también, económica.

Juan Velarde, en su libro sobre la economía española en el siglo XX, refiere una anécdota de primera mano en la cual Marcelino Domingo, que era ministro de Agricultura y por lo tanto era el responsable de lanzar la reforma agraria republicana, salió en cierta ocasión del salón de plenos del Congreso para preguntarle a un funcionario del Ministerio, Pascual Carrión, qué eran los bienes comunales. Eso es como ser ministro de Hacienda y preguntar qué es la base imponible, o ser ministro de Sanidad y preguntar qué es la asistencia primaria y la hospitalaria. Y viene a demostrar el escaso nivel de conocimiento económico que tenían incluso las personas que en aquel régimen se ocuparon de temas de dinero. Años antes, a principios de siglo, Manuel Azaña acudió en París a una conferencia de un reputado economista de su época, el francés Pierre Paul Leroy-Baulieu, y anota en su diario: “me parece que no me cogen en otra como ésta”. No parece que al futuro presidente los temas económicos se le diesen muy bien. A lo que hay que añadir que Azaña iba por la vida considerando que lo que no conocía, es que no tenía que conocerlo. 

El filósofo José Ortega y Gasset, en su discurso a las Cortes Constituyentes de 30 de junio de 1931, advirtió: “un nuevo régimen que no triunfe en lo económico no tiene franco el porvenir” (aunque, las cosas como son, sabiendo lo que pasó después, podría haber usado otro adjetivo…) Yo creo que Ortega sabía muy bien por qué decía esto. Bien conectado con las cañerías del nuevo poder, sabía bien que los hombres de la república habían llegado, más que para construir su labor propia, para destruir la labor de la dictadura.

Fueron cuatro las prioridades que se puso la república, básicamente porque pensó que eran los cuatro pecados capitales de la dictadura: mejorar el reparto de la riqueza; pan y bienes de primera necesidad baratos; equilibrio presupuestario; y moneda fuerte. Aislados, cada uno de estos objetivos no tiene reproche; el problema es combinarlos. Cuando se combinan, pronto se aprecia la principal característica de la economía: es una manta muy corta, con la que no se puede aspirar a cubrirlo todo. Hay elegir; en mi opinión, entre esos cuatro, ni se podía entonces, ni se puede ahora, aspirar a poder impulsar más de dos a la vez. Permanecer impasible el ademán, pretendiendo hacerlos todos en el mismo instante, es lo peor que se puede hacer. Es, de hecho, peor que plantearse los objetivos contrarios. Y es, exactamente, lo que se hizo.

El pivote fundamental del nuevo reparto de la riqueza fue la reforma agraria. La reforma agraria no era ninguna mala idea; era una medida necesaria y pertinente. Sin embargo, se hizo muy mal; alguna cosa ya he escrito sobre el tema. Se hizo sin dinero y sin consenso y, lo que es más importante, se hizo con absoluto desprecio hacia el objetivo de mejorar la productividad del campo. Muchos economistas del momento, en efecto, albergaron la ilusión de que un campo mejor distribuido sería un campo más productivo. Sin embargo, esto no fue lo que se consiguió, con la esperable decepción de las fuerzas rurales de izquierdas cuando se dieron cuenta de que los nuevos tiempos les traían, paradójicamente, más hambre.

La reforma, además, careció, según diversos indicios, del necesario conocimiento catastral. Azaña confiesa en su diario que le preguntó a Fernando de los Ríos de qué extensión de cultivo se estaba hablando cuando se planteaba la expropiación de los bienes de señorío, y que el ministro socialista le contestó que no tenía ni puta idea. “Después”, se queja el futuro presidente, “de tantas comisiones, tantos peritos, y después de la actitud suficiente y doctoral del ministro [Domingo], resulta que se ignora una de las bases de lo que vamos a hacer”. Y añade: “me he permitido decirle al ministro que tal como va el proyecto nos apoderaremos de una tal masa de tierras que no tendremos braceros a quién dárselas, ni dinero ni crédito para que las labren, ni organización administrativa ni técnica para hacer la distribución”. Alcalá-Zamora habló de “obligaciones teóricamente asumidas por el Estado y esperanzas ilusoriamente prometidas”. El fracaso de la reforma agraria, en llegando las últimas boqueadas de la república, será un problema de primer nivel.

En cuanto al pan barato, es bastante común que cuando un gobierno apuesta por una oferta concreta a su electorado, parezca como que el Universo conspira contra ello. La cosecha del verano de 1931, primera cosecha republicana, fue muy mala. El gobierno se puso nervioso; demasiado nervioso, y demasiado pronto. Cualquier persona algo versada en temas agrícolas sabe que una de las características del cereal es que se cosecha todo el año. La cosecha del verano no es la cosecha, sino una cosecha. Obsesionado con mantener el precio del pan en los niveles prometidos, el gobierno se puso a importar trigo como si no hubiera un mañana. Cuando los barcos estaban llegando a los puertos españoles, en las zonas cerealeras los periódicos ya estaban barruntando que la cosecha de invierno sería buena; en realidad, fue la más preñada de la Historia hasta el momento.

Con toda su buena intención, que no hay que negársela, el gobierno echó gasolina a la hoguera. Petó España de molletes y sopacos. Pero resulta que la demanda de pan es eso que los economistas llaman una demanda rígida: exactamente igual que mucha gente sigue comiendo pan aunque suba mucho, la incorporación de personas al consumo cuando se abarata tampoco es relevante. La consecuencia fue que el modelo económico triguero se hundió. El campo, que ya se consideraba agredido por la Ley de Términos Municipales, que prohibiendo la contratación de aparceros no naturales de la zona elevó notablemente los salarios; el campo, como digo, se desafectó del régimen, en un proceso que ya no hubo tiempo, y, la verdad, tampoco ganas, de revertir. En sus memorias, Alcalá-Zamora viene a decir que aquél fue un asunto en el que Azaña actuó de buena fe, cosa que creo; y con Domingo se despacha a gusto, al decir, negro sobre blanco, que el problema era su perfecta e insondable ignorancia.

Efectivamente, Marcelino Domingo es el primer piernas de este relato. Pero, créeme: no será el último; ni siquiera el más gañán.

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