Una de las cosas que más nos sorprende a los
ciudadanos occidentales de hoy en día es el hecho de que en los países
musulmanes aún se aplique la sharia,
el viejo derecho religioso surgido del Islam. Una de las consecuencias de esta
regulación dictada por Dios es que, en los países
más
estrictamente musulmanes, las instituciones financieras se las ven y se las
desean porque, formalmente, tienen prohibido prestar con interés.
Es algo, digo, que puede extrañarnos, pero no sorprendernos;
pues la verdad es que nosotros, en tanto que descendientes de una sociedad con
raíces
cristianas, venimos precisamente de ahí. De hecho, en ese tema pocas
diferencias hay entre un islamista y un cristiano, pues ambos, en buena teoría,
rechazan la usura o, si se prefiere, el préstamo con interés
en términos generales.
El cristianismo, en efecto, siempre estuvo en contra de
las prácticas de usura, por considerarlas irreales. Es éste
un concepto que sigue implícito en nuestro lenguaje
actual, pues no son pocos los economistas y los políticos
que, cuando se refieren a los sectores manufactureros y de servicios no
financieros, los apelan de economía real; definición
que, claramente, nos viene a decir que hay una economía
irreal: la financiera.
¿Por qué es
irreal una economía financiera? Pues porque repugna el elemento
fundamental del primer montaje filosófico cristiano que de tal se
pueda apelar, que es el montaje escolástico. Pecunia pecuniam parere non potest, decía Tomás
de Aquino: el dinero no puede alumbrar dinero. El dinero, como mero elemento de
intercambio, no puede producir nada.
Este concepto también está implícito
en la cita de Lucas VI, 35, cuando los primeros compiladores griegos de las
enseñanzas de Jesús le hicieron decir: mutum date, nihil inde sperantes: dad en
mutuo préstamo, sin esperar nada del otro. De esta cita lucana sacaron petróleo
anticapitalista los primeros concilios de la Iglesia, que en esto parecían
dictados por Francisquito, ese señor de blanco tan simpático
que llora cuando ve lo que las concertinas le hacen a quienes tratan de
saltarlas; pero que todavía no ha dicho ni media
palabra y mucho menos expulsado de su grey, en el XXV aniversario del genocidio de Ruanda, a los obispos católicos
que engañaron a tanta gente como la que ampararon en sus
iglesias para que pudieran ser masacrados sin problema; aunque, cierto es, no
tuvieron que saltar concertina alguna.
La Iglesia católica, en todo caso, siempre
consideró, durante toda la Edad Media, que un cristiano que
prestare dinero debía hacerlo sin interés;
de donde se deduce que, para empezar, el Espíritu Santo, tan experto en
otras cosas, lo desconoce todo sobre la inflación. A la Iglesia, sin embargo,
le pasó en esto, como en las cosas de follar y en tantas
otras, que una cosa era lo que ella decía, y otra muy distinta lo que
hacían sus feligreses, haciendo uso de ese albedrío
que Dios les dio. Cuando menos desde el siglo X sabemos que los poderosos
aprovechaban los años de malas cosechas para prestarle a sus arrendatarios
el cereal o el vino que la tierra había dado; préstamos
que se hacían a renuevo,
como se conocía entonces la operación de aplicar un interés.
De todas formas, como la Iglesia andaba ojo avizor como siempre, pronto los
hombres de negocios medievales, y en general la gente con capacidad para
prestar recursos excedentes, se tuvo que buscar la vida para desarrollar
operaciones que, por fuera, pareciesen lo que no eran. Operaciones que
pareciesen buenos préstamos cristianos cuando, en
realidad, eran aleves operaciones capitalistas. Vamos a ver dos de ellas.
La primera que veremos le sonará a
todo aquél que maneje el lenguaje financiero inglés.
Imaginemos a una persona que presta, el acreedor; y a otra que necesita la
pasta y la necesita, el deudor. Por medio de la operación
medieval, el deudor, tras haber sido asistido por el capital que el acreedor le
había entregado (capital sobre el que, recordemos, debía
cobrar cero intereses); el deudor, digo, entregaba al acreedor en prenda un
activo real: una finca de cultivo o de ganadería era lo más
habitual. Durante un tiempo, pues, el acreedor hacía
suya esa finca y percibía sus frutos, fuesen éstos
manzanas, cereal o lana. En ese momento podían pasar dos cosas. La primera
es que los frutos dados por la finca sirviesen para amortizar el capital
entregado todo; esto se llamaba prenda viva o vifgage.
Esto, sin embargo, no era lo habitual. Y a poco que lo
pienses, lo entenderás. Si, verdaderamente, alguien
tenía un activo capaz de rendir lo suficiente como para
amortizar un capital que se le prestase, en realidad no tenía
demasiada necesidad de solicitar ese capital; administrando la finca sabiamente
podría salir adelante por sí solo. Lo normal, pues, era
que los frutos del activo entregado en prenda fuesen insuficientes para amortizar el capital; en ese caso, pasado el
plazo de la prenda, el deudor debía devolver la totalidad del
capital inicialmente prestado. Una operación que se denominaba prenda
muerta o mortgage. Y, como digo, aquéllos
de mis lectores que estén acostumbrados a la jerga
financiera inglesa sabrán que mortgage es, precisamente, cómo en el mundo sajón
se define al préstamo hipotecario. Un préstamo
en el que hay una prenda (los derechos hipotecarios sobre el bien adquirido) y
la obligación de amortizar todo el capital prestado.
La prenda muerta, en todo caso, generaba intereses: los
rendimientos que recibía del activo el acreedor
durante el tiempo de prenda. Sin embargo, era ésta una operación
a la que los curas no podían poner el menor pero, pues
no era el dinero el que producía dicho interés.
Si la finca era de frutales, eran los arbolitos los que generaban el
rendimiento.
La segunda operación era el contracambio
practicado sobre una letra, y la inventaron los banqueros florentinos. Voy a
ver si consigo explicároslo.
Los primeros banqueros occidentales fueron italianos, y
eran meros cambistas de moneda, esto es, expertos en el dédalo
de referencias y tipos de cambio que había y a los que se tenían
que enfrentar los mercaderes. Se colocaban en las mismas plazas de mercado y
contaban tan sólo con un banco de los de sentarse, razón
por la cual banco pasó a significar lo que hacían
y bancarrota a la situación en la que se quedaban sin
pasta. En las operaciones de cambio, los avispados cambistas ganaban mucha
pasta, así pues pronto estuvieron en condiciones de poder
realizar operaciones de préstamo.
Con el desarrollo y generalización de
la letra de cambio, sin embargo, la cosa cambió, pues a los florentinos se
les ocurrió pronto cómo utilizar esa nueva figura
en su beneficio para poder prestar con interés.
La letra de cambio había empezado su existencia como
un mero contrato de cambio entre mercaderes; se verificaba ante notario e incluía
la entrega de una prenda, que podía ser tanto mobiliaria como
inmobiliaria. A partir del siglo XIV, sin embargo, la letra de cambio dejó
de ser un contrato mero de cambio para pasar a ser un instrumento por el cual
un deudor pagaba su deuda en una plaza extranjera. Se convirtió,
pues, en un compromiso mercantil por el cual se calculaba la equivalencia de
una deuda en dos plazas comerciales diferentes, y se ejercitaba el saldo de
dicha deuda. El acreedor (más comúnmente
llamado librador), que tenía un deudor (o librado) en una
plaza comercial distinta de la suya, le ordenaba que en una fecha determinada
pagase la cantidad debida, bien a él mismo (que no era lo común),
bien a alguna persona en la misma plaza (normalmente llamado tomador), de la
cual el librador era asimismo deudor. Como vemos, pues, la letra de cambio así
conformada supuso un enorme desarrollo para el funcionamiento del comercio,
pues con relativamente poco dinero se acababan por saldar deudas de
importancia. Un mercader tipo que, por ejemplo, hiciese negocios entre su
Barcelona natal y Marsella, podía, de esta manera, saldar la
deuda que con él tenía el importador marsellés
diciéndole que le pagase oportunamente al exportador del
mismo puerto francés al que el barcelonés le importaba mercancías.
Ahora imaginemos esta situación:
Roger, comerciante de paños y de otras cosas residente
en Barcelona, ha tenido un problema con un almacén que se le ha quemado y,
repentinamente, tiene la necesidad de un capital del que carece. Por carta,
concierta con Tierry, un rico exportador de sedas marsellés,
que será él quien le preste la pasta
para reconstruir el almacén. Tierry, sin embargo, no está
dispuesto a prestar ese dinero a la manera cristiana. Roger, entre levantar el
almacén y sacarle rendimiento, podría
tardar dos o tres años en devolver lo prestado; y
dado que Tierry, al contrario que el Espíritu Santo y el Jesús
lucano, sí que sabe lo que es la inflación,
tiene claro que si Roger le devuelve exactamente
lo que él le prestó, al final él
perderá dinero. Todo eso, sin contar el hecho de que
prestar la pasta tiene un riesgo
(pues Roger podría ser finalmente total o parcialmente incapaz de
devolver el préstamo); y el riesgo tiene un precio.
Asesorados por los banqueros, esto es lo que harán
Roger y Tierry. Supongamos que la moneda común en Barcelona tiene una ley
que es un 10% superior a la de la que corre por el puerto de Marsella. Entonces
Roger emitirá una letra de cambio dirigida a un tercer
comerciante, François por ejemplo, que será su
librado. François, que está en el ajo y ya ha quedado con
Roger en lo que va a hacer, protestará la letra, rechazando el pago.
Pero, al mismo tiempo, y por cuenta de
Tierry, emitirá una letra, en este caso, por el mismo valor, contra
Roger; letra que Roger pagará en dineros catalanes que, sin
embargo, como hemos visto, valen un 10% más que los marselleses.
Formalmente, pues, no ha habido agio. El dinero no ha
parido dinero, puesto que una letra en un sentido por un valor, y otra en
sentido contrario por el mismo valor. Pero todo es un pacto entre deudor y
acreedor, un pacto cuidadosamente calculado para hacer que las diferencias
cambiarias entre dos plazas comerciales generen el interés que
está prohibido por la Iglesia.
A pesar de estos trucos, lo cierto es que la Iglesia
medieval fue muy activa contra la usura, y esta es la razón
de que fuese necesario de que la practicasen aquellas personas que estaban
fuera del perímetro de la justicia cristiana, esto es, los judíos.
Buena parte de la mala fama medieval de los hebreos proviene del hecho de que
ellos eran los que operaban de prestamistas, ya que no tenían
límite
religioso a dicha actividad como sí lo tenían
los fieles de la Iglesia católica.
Los judíos, sin embargo, dado que no
tenían capacidad para generar un crédito
en condiciones, gestionaban un recurso muy escaso; y, como ocurre siempre en
esos casos, lo hacían a un precio abusivo. En el siglo XII, por
ejemplo, sabemos que los judíos establecidos en Castilla
como prestamistas cargaban un interés del 100% anual, cuando no,
incluso, del 50% mensual. Existen en la época no pocos fueros
municipales que les autorizan a aplicar tasas tan abusivas.
Alfonso X el Sabio se encontró con
un reino que estaba socialmente encabronado contra estas prestaciones y, por lo
tanto, decidió limitar el agio. En el Fuero Real, de hecho, limitó
el interés que los prestamistas podían
aplicar a un tres por cuatro por todo el
año, que viene a ser un
33,3% anual. Las protestas debieron continuar, sin embargo, dado que el rey, en
las Cortes de Jerez de 1268, la redujo al 25%. Esta reducción,
sin embargo, debió de producir la restricción de
negocio por parte de los judíos, puesto que en 1393 Sancho
IV les restituyó la tasa del 33,3%. En Navarra, el rey Felipe III
aprovechó el amejoramiento del Fuero de 1330 para prohibir a
los judíos prestar en su reino a un tipo superior al cinco por seis, esto es, al 20% anual.
Esta misma tasa había sido fijada ya antes en Aragón
(1241) por el rey Jaime I El Conquistador.
Formalmente hablando, para los judíos
estaba prohibido prestar con interés, igual que a los cristianos,
desde 1348, cuando así lo estableció
Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá de Henares. Sin embargo, todo
indica que los hebreos siguieron realizando su oficio, puesto que otros reyes
castellanos, como Pedro I, Enrique II o Juan I, renovaron dicha prohibición,
lo cual suele ser un buen indicio de que no se cumplía.
Juan II, en las Cortes de Madrid de 1438, adoptó una postura más
pragmática, al permitir a los judío
prestar con logro, como entonces se
llamaba al negocio financiero, siempre y cuando se sujetasen al tipo máximo
del 25%.
En términos generales, pues, la
España medieval fue víctima del problema evidente
que le planteaba el relativo cambio de prosperidad económica
que se produce, sobre todo, desde el siglo XI. A partir de entonces, la
actividad económica tiende a acelerarse, el bienestar mejora; pero
eso también quiere decir que se incrementan la circulación
monetaria y las relaciones comerciales, lo cual, automáticamente,
genera la necesidad de crear una economía financiera para la cual la
Iglesia no está preparada. A partir de ese momento, la Historia de
la usura en la Edad Media es un buen ejemplo de cómo las sociedades se
autorregulan, más allá de las reglas que se les
imponen, por pura necesidad.
Un mensaje que todavía a día de
hoy, en tiempos en los que la Iglesia ya no manda nada, hay responsables públicos
que se obstinan en no entender.
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