Recuerda que ya te hemos contado los primeros pasos de la férrea voluntad de Richelieu.
Los Estados Generales de 1614 tenían un orden del día cargadito. La nación estaba dividida por la cuestión religiosa, y en Palacio se acababa de vivir una rebelión de hondo calado. Muchos fueron los hombres cercanos a María de Medicis que le recomendaron a la regente que no los convocase. Pero la reina madre carecía del coraje suficiente para enfrentarse a los príncipes en este punto; y los grandes nobles de Francia, a pesar de haber llegado a la paz, querían esta asamblea para escenificar en ella los problemas del pueblo con el rey niño y su puñetera madre.
Los Estados Generales de 1614 tenían un orden del día cargadito. La nación estaba dividida por la cuestión religiosa, y en Palacio se acababa de vivir una rebelión de hondo calado. Muchos fueron los hombres cercanos a María de Medicis que le recomendaron a la regente que no los convocase. Pero la reina madre carecía del coraje suficiente para enfrentarse a los príncipes en este punto; y los grandes nobles de Francia, a pesar de haber llegado a la paz, querían esta asamblea para escenificar en ella los problemas del pueblo con el rey niño y su puñetera madre.
A las diez de la mañana, la larga fila
de diputados desfiló delante del rey, la reina y los príncipes de
sangre, en el claustro de los agustinos. Después la procesión,
escoltada por dos filas de soldados, camina, cruzando el Sena, hacia
Notre-Dame. La escena es difícil de imaginar, entre otras cosas
porque entonces era costumbre en Francia que la procesión de
diputados fuese precedida por otra, caótica, formada de mendigos,
ciegos, tullidos y personas de parecida condición, en un intento
simbólico de mover a los representantes de los tres estados a la
piedad y la conmiseración. La primera sesión propiamente dicha no
tendría lugar sino al día siguiente, en el Hotel Bourbon. Fue,
según las crónicas, una sesión caótica en la que se coló gente
de la calle que ocupaba los sitios destinados a muchos diputados, que
tuvieron que sentarse en los parterres en medio de un confuso diálogo
a gritos que con dificultad lograron domeñar los heraldos. Cuando
esto ocurrió, el rey le habló a los representantes, declarando la
sesión abierta. Una vez hecho esto, comenzaron los discursos de
diversos representantes; pero el que todos esperaban no se produjo.
Todo el mundo allí, en efecto, esperaba el discurso del príncipe de
Condé, en el que debería haber desarrollado los puntos de su
manifiesto indignado. Condé, sin embargo, permaneció sentado, sin
pedir la palabra. Probablemente, juzgó que no conseguiría nada
significándose, y prefirió conservar las prebendas ganadas en
Sainte Menehould. Por otro lado, como veremos pronto, esperaba su momento.
No es, a mi modo de ver, muy aventurado
decir que aquellas sesiones de los Estados Generales tuvieron una
gran importancia en la formación del Richelieu, digamos, dictador.
Esto es, al fin y al cabo, lo que acabaría siendo el cardenal: un
gobernante omnímodo que no respondía sino ante el rey. Y la
pertinencia de este estatus es algo que muy probablemente comenzó a
incubar durante aquella asamblea, puesto que, como nos dicen las
crónicas, fue desabrida, bronca y prostibularia como pocas, con los
estados enfrentándose entre sí, y las gentes de los mismos estados
entre ellas. Un ejemplo muy claro es el propio estado clerical, en el
cual había un grupo, dirigido por Charles Miron, obispo de Angers,
que había creado un partido anti-Medicis; y otro grupo de prelados,
no menos radical, partidario de la reina madre. A este segundo grupo
es al que Richelieu, quien como hemos dicho había tomado ya una
decisión estratégica, se apuntó con pasión de neófito.
Los EEGG de 1614 son también
importantes porque también fueron la ocasión en la que Richelieu se
estrenó en uno de los principales oficios de su vida: correveidile.
Con los años, este arte de recorrer pasillos trayendo recados de
unos y de otros para fabricar consensos, paces o alianzas, se le
acabó dando de coña. En aquel noviembre parisino fue en el que
comenzó a labrar su oficio, puesto que los prelados lo eligieron a
él para acudir, como plenipotenciario, ante los representantes de la
nobleza, para buscar puntos de encuentro. Negociando con ambas partes
logró arrancar a su estado una proposición que venía a declarar el
poder del rey y de su madre como uno e indivisible, lo que suponía
una victoria importantísima para los partidarios de la florentina, y
colocó a María totalmente de su lado. Tantos son los puntos que ha
ganado Richelieu ante la reina regente que ésta le recompensa
designándole orador del clero en la sesión de clausura. En
realidad, la Medicis no hizo sino utilizar a un hombre que sabía
cercano para finiquitar unos Estados Generales que habían durado
cuatro meses (se abrieron en octubre de 1614, pero estamos ya en
febrero del año siguiente) sin que se hayan alcanzado soluciones
prácticas.
María de Medicis había decidido el 24
de enero que un mes después el señor de Richelieu sería el
portavoz del clero en la clausura de la asamblea, y así se lo hizo
saber a los purpurados, que obedecieron designándolo. El obispo de
Luçon, pues, pasó un mes preparando un discurso de una hora que
pronunció el día 25 de febrero. La valoración que nos dejan
algunos de los oyentes de aquellas palabras marca la esencia de la
retórica del futuro cardenal, el epicentro de su valía como
político: «Contentó a todo el mundo, y no ofendió a nadie».
¿De qué habló Richelieu? Pues, de
alguna manera, sentó las bases de su ideología política. Habló,
sobre todo, de la prevalencia del Estado frente al orden
eclesiástico. En primer lugar, echando mano de la teología (esa
ciencia construida con quien es parte para también poder ser, a la
vez, juez), Richelieu afirmó la supremacía de la Iglesia sobre
cualesquiera de los otros estados e, incluso, sobre la corona. Sin
embargo, continuó, la Iglesia no quiere hacer uso de su poder
temporal más allá de sus intereses propios; lo que quiere es
consagrarla a un nuevo poder fuerte. Así pues, afirmada la primacía
eclesial, se afirma, de seguido, la voluntad de la Iglesia de poner
esa primacía en manos del rey (o sea: de la regente). En otras
palabras: fue el suyo un discurso sobre la legitimidad de los poderes
de que estaba investida María de Medicis. Un discurso desde, por y
para ella.
En el marco de un speech del
que todo el mundo debía de quedar contento, al Tercer Estado
le tira el hueso de criticar las excesivas pensiones recibidas por
miembros de la nobleza (el siempre eficiente discurso sobre los
muchos coches oficiales de los poderosos). Eso sí, esa
reivindicación se hacía reclamando al rey (concesor de las
pensiones) que las diese con un mayor sentido del equilibrio; pero
sin poner en duda el sistema en sí, con lo que la nobleza, en
realidad, no podía sentirse amenazada.
Un elemento importantísimo de aquel
discurso de Richelieu fue el tono conciliador y hasta pastueño con
que se desempeñó al hablar de los franceses de fe protestante: «En
cuanto a aquellos que, ciegos por su error, viven bajo vuestra
autoridad [todo el discurso, lógicamente, el orador se dirige al
rey], nosotros no pensamos en ellos para nada que no sea desear su
conversión, en conseguirla con nuestro ejemplo, nuestras enseñanzas,
nuestras plegarias, que son las únicas armas con las que les
queremos combatir».
No se puede dudar de que Richelieu apareció ante la Francia política como un
hombre capaz de aunar voluntades y de derribar resistencias. Que era,
exactamente, lo que él pretendió con esas palabras, de las que
quedó tan orgulloso que las hizo imprimir, días después, en un
folleto.
Terminados los Estados, Richelieu
volvió a Coussay. Se fue casi cagando melodías, y de nuevo hay que
decir que se trató, por su parte, de un movimiento muy inteligente.
La verdad es que aquellas Cortes habían terminado como el rosario de
la aurora; lo veremos muy pronto. Estando Francia en una situación financiera comprometida,
dividida, y con un rey adolescente, en aquellos cuatro meses se
propusieron un montón de cosas, pero se acordaron poquísimas. En
palabras del propio Richelieu en sus memorias: «aquellos Estados
terminaron como habían comenzado». Había una sensación de caos y
bastante cabreo, y no era cuestión de quedarse en París, porque en
ese caso, si se rifaba una hostia, siempre podía pasar que acabase
en la nuca propia. Richelieu, consciente de que María de Medicis
difícilmente les olvidaría a él, a su fina retórica y a su
fidelidad, puso tierra de por medio.
La conclusión, o más bien
anti-conclusión de aquella asamblea que se convocó para alcanzar
acuerdos y sólo consiguió certificar desencuentros, era que la
reina regente se encontraba bastante aislada. A despecho de
fidelidades anteriores, ahora a la hostilidad de la nobleza de
sangre, crecida porque al fin y al cabo había recibido concesiones
de palacio, se unía la de los viejos lugartenientes Enrique IV (a
los que Concini solía llamar, no sin sorna, les barbons),
que querían pillar cacho. Era sólo cuestión de tiempo que la
regente pensase en crear nuevas estructuras de poder con sus fieles.
Además,
está la posibilidad, alimentada por los mitos románticos
decimonónicos sobre Richelieu que tienen su epicentro en la
famosérrima obra de Dumas, de que el obispo de Luçon estableciese
su influencia sobre la Medicis a distancia, a través de la exiliada
Eleanora Galigai, toscana como la reina madre, y que poco a poco se
convirtió en su confidente, y quién sabe si algo más (porque en la
rumorología palaciega francesa referida a aquella época, puestos a
inventar, sólo falta algún capítulo sobre los chemtrails).
Sea la verdad cual sea, estuviera María de Medicis medio enamorada
de Concini, como también se dijo, o frotándose a la Galigai, lo que
sí parece claro es que esta italiana, dama de compañía de la reina
y sin duda su confidente, hacía bastante pandán con Richelieu. ¿Se
la pulía el obispo? Yo, sinceramente, creo que no. Es muy difícil
imaginar a este hombre amando a alguien, pues derrochaba su pasión
con el poder.
Francia
estaba revuelta, y no tardó en potar. Dentro de los cabildeos
soportados por el rey en los Estados Generales para que la nobleza no
se arrebatase, el monarca había admitido quitar la paulette.
Se trataba de una tasa pagada por los oficiales de la judicatura y
las finanzas para asegurarse el carácter hereditario del puesto,
esto es para poder legárselo a sus hijos. El nombre le viene de que
quien le sugirió la idea al ministro de Enrique IV Maximilien de
Béthune, príncipe de Henrichemont y de Boisbelle, marqués de
Rosny, marqués de Nogent-le-Rotrou, conde de Muret y de Villebon y
vizconde de Meaux, par de Francia y a quien, para abreviar, solemos
conocer como duque de Sully o Sully a secas; quien le fue, decimos, a
comer la oreja a Sully con lo del nuevo impuesto fue un secretario
llamado Jacques Paulet.
Quitar
aquel impuesto supuso hacerle un agujero a las finanzas franceses de
millón y medio de libras, cifra para nada anecdótica; pero, sobre
todo, supuso eliminar el carácter hereditario de los puestos
sometidos a la tasa. El Tercer Estado, en una parte no desdeñable
beneficiario de este estado de cosas porque eso que luego se
bautizaría con el nombre de burguesía comenzaba a tener pasta para
comprar cosas así, puso pies en pared e interpretó la medida como
lo que era: una movida para dejar los altos puestos de la
administración en manos de la nobleza o, si se prefiere, en lenguaje
contemporáneo, de la casta.
Como
los representantes del Tercer Estado no querían enfrentarse
directamente con la corona, lo que hicieron fue montar la mundial
contra quien pensaban que había alimentado la medida, esto es
Concini y su mujer, de quienes decían eran responsables de todas las
polladas que hacía o permitía la reina y, de consuno, el joven rey.
Para colmo, Condé hizo piña con aquellos sucios burgueses a los
que, como buen francés de la grandeur,
despreciaba por considerarlos a todos malolientes toneleros.
No
pocos diputados de los Estados Generales expresaron su malestar
negándose a abandonar París cuando las sesiones terminaron. De
hecho, estos diputados relapsos acabaron por reunirse, e invitaron a
la nobleza a unirse a la fiesta. La reina estuvo tarda y un poco
pollas. Primero les prohibió reunirse, pero los diputados le
hicieron la higa. Después, en lugar de mandarles a los grises y
disolver el contubernio a hostias, que es lo que en mi opinión hay
que hacer cuando uno da el paso de prohibir algo, anunció el
aplazamiento de la retirada de la paulette en tres años; pero eso no sirvió nada más
que para enconar los ánimos todavía más. En mayo de 1615, el
presidente de la Asamblea y cuarenta magistrados se presentan en
Palacio para hacerle llegar a la regente sus reivindicaciones. El
discurso que le soltaron a la Medicis no podía ser más claro. Le
dijeron que en los consejos reales se admitía gente sin mérito e,
incluso, exigieron que los gobiernos provinciales y las altas
dignidades del Estado fuesen ocupados sólo por gentes nacidas en
Francia. Realizaron un ataque frontal a las «sectas infames»
instaladas en la Corte, en una referencia directa a los amigos judíos
y anabaptistas de la Galigai. Finalmente, la delegación amenazó a
la reina regente con hacer públicas estas acusaciones; pero no con
insinuaciones, como habían hecho en su discurso, sino con nombres y
apellidos.
El
Parlamento lo dejó ahí, porque no podía ir más allá (haber
seguido adelante habría supuesto adelantar la Revolución Francesa
en 150 años). Pero, sin duda, de aquel conflicto la corona salió
devaluada. Las cosas, de hecho, fueron a peor, porque aquel momento
de debilidad fue aprovechado por los nobles de sangre para declarar a
los cuatro vientos que París daba asco, que el ambiente de palacio
era irrespirable, y abandonando la ciudad. Para María de Medicis,
aquella rebelión llegaba en el peor de los momentos, pues justo
entonces tenía que llevar a cabo los pactos alcanzados por Madrid,
en virtud de los cuales se iba a producir un doble compromiso
matrimonial: el de Isabel de Francia con el infante español; y el de
Ana de Austria, hija de Felipe III, con el joven Luis XIII.
María
de Medicis no se atrevía ni siquiera a dejar París para allegarse a
la frontera, por miedo a encontrarse a la vuelta la capital ocupada
por Condé. Finalmente, el rey hizo una leva de 12.000 hombres, que
puso a las órdenes de Urban de Laval de Bois-Dauphin, marqués de
Sablé, señor de Bois-Dauphin, de Précigné, de Aubay y de Saint
Aubin, conde de Bresteau, y la Corte partió hacia Burdeos. Desde
Poitiers, Luis XIII lanza una acusación de lesa majestad contra
Condé. El par de Francia, tal vez considerando llegado el momento de
provocar la guerra civil, trata de soliviantar a los protestantes.
Sin embargo, estos respondieron con renuencia, dejándolo en
inferioridad con la armada real.
Una
vez que tuvieron razonablemente claro que Condé no les podría
atacar, el rey y su mamá se llegaron a Fuenterrabía, ay va la
hostia, donde intercambiaron princesas con los españoles. Nada más
producirse el comercio de carne (que, obviamente, habría de terminar
en comercio carnal, por el bien de las dinastías), representantes de
la Medicis comenzaron a negociar con Condé en Loudun. Un diálogo en
el que, según escribió Richelieu en sus memorias, «todo el mundo
buscó la manera de prostituir su fidelidad al precio más alto
posible».
A
la vuelta hacia París de la comitiva real, a Richelieu le toca la lotería. Al paso de
la comitiva por Poitiers, Isabel de Francia, futura reina de España,
se siente indispuesta y tiene que descansar, mientras los demás
siguen adelante. Es Richelieu quien queda encomendado de cuidarla, lo
cual le da una oportunidad de oro para mandarle misivas a la regente,
que aprovecha para lamer sus posaderas con fruición.
El
3 de mayo, se llega a un acuerdo en Loudon. Que, básicamente,
consiste en que esa Maria de Medicis en la que Richelieu cree tanto
se baje, una vez más, ante la nobleza de Francia, esos pantalones
que no tiene.
Richelieu le hace tisanitas a Isabelinchi, mientras espera. Espera.
Espera.
Pues yo si veo a Richelieu puliéndose a todo lo que pillase por el camino (¿acaso no estudió en el Colegio de Navarra?), desde la mariscala de Ancre o a Milady de Winter o al Conde de Rochefort. ¿Acaso no lo harían Porthos, Aramis, Athos y D´Artagnan, a pesar de estar desprovistos de toda sexualidad por motivos, que solo el censor entiende? Los nobles, los clérigos y la plebe lo hacían siempre, ¿pero él no? ¿por qué no? Solo el poder que ejercían les permitía no caer en la ignominia pública. ¿Estaba enfermo, impedido? Las prácticas sexuales de los personajes públicos se suelen obviar, sin embargo, siempre están presentes. El ruso Kutuzov tenía una bien merecida fama de mujeriego, pero al ser militar se observa como un atributo honorable, una medalla más en su uniforme militar. Richelieu al ser obispo no puede llevar esas medallas, como tampoco podían llevarlas Clinton o Kennedy. Sin embargo, las llevaban y salvo que Richelieu estuviera enfermo o impedido, lo haría… ya lo creo que lo haría, a la menor oportunidad. Es más, puesto que encadenó fuertemente a la prensa, me lo imagino más desatado de lo normal en la práctica de aquello que equivocadamente se denomina la “erótica del poder”.
ResponderBorrarUn saludo y Enhorabuena por su blog.
Sabe usted cuales son las crónicas de las que se hace mención. Si no, algun autor o texto que de detalles de ese acontecimiento?
Borrarperdone, pero las crónicas a las que hace referencia cuáles y de quién son? quisiera leerlas
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