De regreso hacia Madrid, aún era media mañana,  Luján y Azpíriz decidieron dividirse. El segundo de ellos volvió a la  Brigada, mientras que Luján iría solo a ver a Dositeo Galán.
Según  la información de que disponía, Galán tenía un puesto de relativa  importancia en la Secretaría General del Movimiento, en la mismísima  calle Alcalá. Así pues, una vez en Madrid, Luján dejó el coche policial a  Azpíriz y se dirigió a su destino a pie. El hombre a quien preguntó en  la puerta por don Dositeo Galán pareció mostrar una sorpresa reprimida;  no debían de ser frecuentes las visitas para él. No obstante, no le  pidió datos de identificación, así pues se perdió la oportunidad de ir  contando por los pasillos que un policía había venido a ver a uno de los  jefes.
En la planta donde le indicaron, recorrió un largo  pasillo bastante silencioso. En un despacho alguien mantenía una  conversación telefónica insulsa, pero a voz en grito. Su voz parecía  marcar los ritmos de la pesada mañana veraniega. En algún lugar más  lejano, probablemente en otra planta, alguien tenía puesto el runrún  mañanero de una radio; una voz femenina, atiplada, comenzó a cantar una  copla. Cuando calculó que había llegado al despacho que el hombre de la  entrada le había indicado, asomó la cabeza. Una mujer joven y bastante  bonita, aunque vestida muy modestamente, leía una revista. Se sobresaltó  al verle.
-¿Qué desea?
-He venido a ver al señor Galán.  Dositeo Galán.
-Es su despacho, sí –confirmó la mujer; parecía  estar tratando de pensar‑. ¿Quién le quiere ver, por favor?
-Es  un asunto oficial.
-Ya, pero es que nos piden que todas las  visitas…
-Es un asunto oficial, señorita. Por favor, anúncieme.
Luján  inclinó la cabeza hacia una pesada puerta acolchada y forrada de negro,  a todas luces la entrada del despacho del hombre a quien había venido a  ver. Luego hizo todo lo posible para que esa mujer leyese en su mirada  la determinación suficiente como para abrirla con o sin su permiso.
-No  está –terminó por informar la secretaria.
-Ah. ¿Está de viaje?
-No.  Es decir… No.
-Ya. Entonces, ¿está en el edificio?
-No.
-Pero  volverá.
-Sí, bueno, es decir… Puede.
-¿Puede?
-Puede.
Luján  entró por completo en el antedespacho. Se fijó en la secretaria,  diciéndose que, probablemente, tendría la misma edad, o muy parecida,  que su propia mujer. Lo hizo para tratar de entender su actitud. ¿Qué  significaría en Laura una actitud así? Quizá él no le gustaba y por eso  le estaba poniendo la proa. Sin embargo, eso no encajaba. Luján sabía  bien que a pocas personas sonreía y adulaba más su mujer que a las que  odiaba. Las mujeres suelen ser taimadas en eso. Si yo no le gustase, se  dijo, se habría mostrado amable y habría tratado de ganar tiempo. Por  ejemplo, diciéndome que su jefe estaba de viaje y que mañana por la  mañana estaría aquí. Estando como estaba claro para Luján que esa mujer  quería que se fuese sin ver a Dositeo Galán, no estaba, sin embargo,  nada claro el motivo de ello. La secretaria estaba nerviosa y cuando él  se acercó a su mesa con las manos en los bolsillos y con una mirada todo  lo dura que fue capaz de fingir, se puso más nerviosa aún. Como un niño  que ha roto un jarrón a quien su padre le estuviese preguntando por los  deberes de matemáticas: aunque sabe que aún no ha sido descubierto, es  incapaz de sacar su falta de su cabeza, con lo que acaba colaborando  para ser descubierto.
El subinspector calculó, en los dos o tres  segundos que tardó en llegar a la mesa de la secretaria, que sería mejor  táctica aliarse con ella.
-Señorita...
-Pilar Carmona,  para servirle.
-Su nombre no hacía falta –Luján observó que su  táctica funcionaba. Ella ya había imaginado que él era policía o algo  parecido (un asunto oficial), e informarle de que su propio nombre no  era necesario la relajó un punto, le ayudó a reducir su miedo‑. Señorita  Carmona, todo lo que quiero es hablar con el señor Galán de un viejo  camarada. Es a ese hombre a quien investigo y de quien necesito saber  cosas.
-Señor…
-Luján.
-Señor Luján, gracias.  Créame que le comprendo. Pero el caso es que tengo órdenes estrictas del  señor Galán.
Luján asintió.
-Comprendo. Pero ya le he  dicho que es un asunto oficial. Yo también tengo órdenes estrictas y,  créame, aunque a usted no le parezca así, las mías son más estrictas que  las que pueda haber recibido usted.
-Yo diría: más imperativas  –terció la secretaria, con un temblor leve en la voz.
-Lo ha  captado usted muy bien.
Pilar Carmona se retorció las manos y  pensó unos segundos más. Cuando volvió a hablar, Luján ya estaba  pensando en entrar por su cuenta en el despacho.
-El caso es que…  el caso es que la información que usted necesita se supone que yo no la  sé.
Luján enarcó las cejas y se irguió.
-Voy a necesitar  que se explique.
-Pues que yo sé dónde está el señor Galán –se  explicó la mujer, de nuevo muy nerviosa‑, pero se supone que no lo sé.  Se supone que sólo sé que no está.
-Oh, vaya –Luján empezaba a  cansarse de este jueguecito‑. Y, ¿qué actividades son ésas que usted no  puede conocer? ¿Está en algún lugar el señor Galán conspirando para  matar al general Franco?
Fue un arrebato de impaciencia y un  error. Pilar Carmona miró hacia el centro de su mesa y estalló en  sollozos sordos, agarrándose la cabeza con manos temblorosas. Luján, por  su parte, no tardó ni dos segundos en arrepentirse. Sacó de un bolsillo  de su pantalón su propio pañuelo, y se lo tendió a la secretaria.
-Escuche,  no llore. Sólo ha sido una broma, bueno… una salida de tono. Ha sido  una imbecilidad. ¡Por favor, tranquilícese!
-Pero… ¡Pili!
La  voz sonó tras el policía, que se volvió para enfrentarse a un hombre  bien vestido, alto, bastante fornido y de mediana edad. Tenía la cabeza  ancha y el pelo peinado completamente hacia atrás. La viva imagen de un  hombre sano. Llevaba en la mano un cartapacio con un membrete. Su  membrete. Ministro Secretario General del Movimiento.
-¿Quién es  usted? Y, ¿me quiere decir por qué ha hecho llorar a Pili?
Don  José Luis Arrese redujo la violencia de su gesto cuando vio la  credencial policial, pero en modo alguno se amilanó. Permaneció donde  estaba, los pies bien firmes sobre la tierra, exigiendo una explicación.
-Don  José Luis, no ha sido nada –trataba de explicar la secretaria‑. Es que  el señor quiere…
-Necesito ver al señor Dositeo Galán  –interrumpió Luján, hablando despacio, sin apartar sus ojos de los de su  interlocutor‑. Me han ordenado que le haga unas preguntas.
El  ministro asintió en silencio, con ese gesto de quien ve confirmadas sus  sospechas de repente.
-No le llame señor Dositeo Galán  –respondió‑. Llámele como le conoce todo el mundo: Míster Porto Flip[1].
Y le guiñó un ojo.
Luján no  necesitó más para comprender. Intercambió con su interlocutor una mirada  más y un ligero un asentimiento de cabeza, y el hombre se marchó. Luego  él se volvió hacia la secretaria, ya más calmada, y le dijo.
-Pilar,  dígame dónde suele parar su jefe.
-Señor, yo…
-Vamos a  hacerlo de esta forma –le interrumpió Luján, tomando de la mesa de la  secretaria una hoja de papel y una pluma; habló mientras escribía‑: yo  le voy a dejar esta nota. Aquí le digo al señor Galán quién soy, que  necesito hablarle, todo eso. Así pues, he venido aquí, usted ha cumplido  con su obligación y me ha toreado como tiene ordenado.
-No  quisiera yo que pensara…
-Yo no pienso nada, Pilar. Nada. Aquí  está la nota. Es su prueba de que estuve aquí y usted me dio largas. Eso  sí, ahora mismo me voy a dar un paseo por los alrededores y,  casualmente, voy a entrar en un local a refrescarme la garganta. Y allí  encontraré, por mera casualidad, al hombre que se ve  en…
Se  quedó mirando a Pilar Carmona con expresión inquisitiva. La secretaria  elevó una mano terminada en un dedo índice todavía tembloroso. Señaló a  la pared.
-Esa foto.
En la imagen que señaló, un hombre  cerca de los cuarenta años sonreía a la cámara, con un pequeño bigote  bajo la nariz y embutido en una camisa oscura en la foto; con seguridad,  azul oscura si la imagen hubiese sido de color.
-Esa foto  –corroboró, asintiendo, el subinspector Luján.
-Vaya al  Gentleman. Un poco más arriba, torciendo a la derecha. Un local de  bastante nivel, muy bien decorado.
-Y donde hacen unos excelentes  porto flips, ¿me equivoco?
Por primera vez, Pilar Carmona  sonrió. Su rostro cambiaba cuando sonreía como si alguien lo borrase y  lo volviese a pintar. Luján sonrió también, y se marchó por el pasillo  silencioso, escuchando sus zancadas.
El Gentleman respondía a la  perfección a las promesas de Pili Carmona, la secretaria de Dositeo  Galán. Era un local decorado a la inglesa con una pequeña barra en un  extremo y un piano en el otro. En el medio, mesas y sillas bajas, todo  ello en medio de un ambiente relajado y nada escandaloso, adivinó Luján.  Evidentemente, a las doce y media de la mañana, apenas había en el  local un camarero y un par de consumidores. Pero era fácil adivinar que  era un lugar muy british, uno de esos sitios en los que se bebe mucho y  se conversa poco y donde la música del piano, si es tocado, manda. El  policía se acercó a la barra y pidió una limonada. En verdad la  necesitaba. Sentir que su garganta se humedecía y enfriaba a la vez le  dio fuerzas. Pagó un coste excesivamente caro, pero no rechistó. Tomó su  vaso, con el pequeño residuo de bebida que le quedaba, y se acercó a  una de las dos mesas ocupadas y se sentó junto al hombre de la foto,  apenas un poco más avejentado que en ella, que bebía un porto flip  mirando hacia la pared, como sumido en sus pensamientos. Sujetando el  vaso con su mano derecha; la única que le quedaba.
Dejó sobre la  mesa su acreditación.
-Subinspector Luján –informó, tratando de  que su tono de voz no revelase nada en absoluto‑. Brigada de  Investigación Criminal.
Dositeo Galán volvió su mirada hacia  Luján. El subinspector escrutó sus pupilas y calculó. Achispado, no  borracho. Lento, aunque no inútil. Probablemente, en la fase última de  consumo, cuando ya han pasado la euforia y el gusto, y el bebedor se  siente pesado y, quizá, desgraciado. Ese momento en el que los motivos  que nos han llevado a beber regresan, tan fuertes, tan invencibles como  al principio.
-Hace más de cinco años que no mato a nadie  –respondió Galán, con voz pastosa pero clara. Hacía esfuerzos por  parecer consciente, y lo conseguía. Por lo demás, su respuesta estaba  claramente calculada. Luján, al identificarse, había puesto sobre la  mesa una pistola. Galán, con su confesión, trataba de identificarse,  demostrar quién era. Trataba de poner encima de la mesa una pistola más  grande.
-Sólo quiero preguntar –informó Luján‑. Por un camarada.
Iba  a pronunciar el nombre de Anselmo López, pero se detuvo. Galán se  revolvió en su silla, incómodo, y luego se rió como para sí. Levantó la  vista y el vaso vacío en dirección a la barra, y lo agitó. El camarero  comprendió a la perfección la señal y, medio minuto después, le servía  un cóctel más.
-Eso no es decir mucho –respondió Galán cuando,  hecho todo eso, pareció reparar en que Luján seguía allí‑. Hoy en día  todos somos camaradas.
-Usted sabe a qué me refiero.
-Pues  créame usted que no –respondió, con voz ronca, Galán, y luego reprimió  un eructo‑. Hay camaradas que sólo lo parecen. Cada día más, de hecho.
Luján  se sintió interesado por ese giro de la conversación. De todas las  tesis posibles o medio posibles en aquel crimen, aquélla en la que él  personalmente más creía era en la vinculación del asesinato de Anselmo  López con su condición de rojo infiltrado entre los falangistas. Y la  queja de Galán, entre las brumas del alcohol, le iba a esa teoría como  un guante. Al menos en teoría. Así pues, le dejó hablar.
-¿Cómo  has dicho que te llamas?
-Luján.
-Luján, bien. ¿Eres del  Partido?
-Sí.
-Ajá –Galán asentía como el profesor en el  examen oral que recibe la respuesta correcta‑. Pero no hace mucho, si no  me equivoco.
-Señor, en la guerra yo tenía…
-Ah, no, no  –Galán agitó suavemente su mano derecha, como pidiendo paz‑, no quería  ofenderte, chaval. Además, ¿qué sería del Partido sin sangre nueva?
Apuró  el vaso, repentinamente, como si nada más hacerlo fuese a ser  ejecutado.
-Porque este Partido escribe su historia con sangre.  Nueva y vieja. ¿Lo entiendes?
-No estoy seguro –contestó Luján.  Además de que era cierto, lo hizo para incitarle a hablar.
Galán  rió de nuevo para sí antes de seguir.
-Hace quince años, los  domingos por la tarde, en Recoletos, éramos apenas cuatro gatos.  Ridruejo, Tovar, yo… José Antonio. ¿Sabes que José Antonio era un  verdadero hijo de puta? El primer acto público al que fue, antes incluso  de fundar la Falange, fue una conferencia en el Ateneo. El  conferenciante se dedicó a insultar a su padre. Sacó un jodido asunto de  faldas del general. José Antonio saltó desde su asiento y le arreó dos  hostias. Así. Con dos cojones.
Luján no supo qué contestar o  apostillar.
-Pero era un tío listo. Yo creo que lo que mejor  hacía en este mundo era litigar. Por eso era tan bueno para la política,  a pesar de que la despreciara.
Luján quiso decir: sin duda, era  el mejor. Por varias razones, la más importante de todas, porque lo  pensaba. Siempre había admirado la figura de José Antonio Primo de  Rivera. Le dolía que los falangistas viejos se jactasen de su carné de  nuevo cuño porque él sabía hasta qué punto habría deseado tener más edad  para haber podido admirar a su líder en vida. Para él, José Antonio era  la quintaesencia de la lucha por el orden en medio del caos. No le  cabía duda de que España sería marxista de no haber existido él. Así  pues, se sentía plenamente identificado con las palabras de Galán. Pero  ahora había más cosas que palabras, y más que ideas. Él era un policía  de servicio, interrogando, informalmente eso sí, a un posible testigo.  Necesitaba información y, por eso, acechaba en cada palabra de su  interlocutor un resquicio por el que colar alguna frase suya que le  indujese a hablar de lo que él quería. Se concentraba en la conversación  desde un punto de vista estratégico. Pero no por eso dejaba de sentir  emoción en el centro de su pecho.
-Fue una pérdida irreparable  –alcanzó a balbucear.
-Fue una pérdida evitable –le apostilló  Galán, acercando mucho el rostro al de Luján, obligándole a aspirar el  humor acre del oporto‑. De hecho, ahí empezó todo esto– dijo «esto»  señalando con la barbilla a su vaso casi vacío.
-Señor Galán, yo  no puedo…
-Tú te la agarras con la mano que te apetezca y te  masturbas cuando te convenga –la voz de Galán sonó como la de un militar  cabreado que canta órdenes imperiosas a una tropa castigada‑. ¿Te he  preguntado tu opinión? A mí tu opinión me importa una mierda. A mí me  importa una mierda la opinión de todos. Del señor Ministro Secretario  General. De la Junta Política. Del Gobierno en pleno. Del puto…
Lo  iba a decir. De hecho, las palabras resonaron en la cabeza de Luján  como si las hubiera dicho: del puto General Franco. Pero se detuvo.  Galán se detuvo. Miró con desconfianza. Hacia la barra. Luján se sintió  humillado. Aquí estaba él, con su credencial de policía; una persona  que, teóricamente, podía hacer una llamada y llevarse a aquel tipo a la  Dirección General de Seguridad, donde le cerrarían los ojos a hostias  antes de que pudiese preguntar la hora. Y, sin embargo, a Galán todo lo  que le preocupaba era insultar al Generalísimo… delante del camarero.
-Esto  es una conversación informal –dijo Luján, tratando de hablar despacio‑.  Pero, señor Galán, le advierto de que usted está consiguiendo que sea  otra cosa.
Galán lo miró como si fuera la primera vez que  reparaba en él. Luego, se rió como si le hubiesen contado un chiste.
-Pero,  ¡qué dices! Mira, chaval, si tú dices que yo he llamado hijo de puta a  Franco y yo digo que llevas cinco minutos dando vivas a la República,  podemos acabar delante de un juez, compitiendo a ver a quién cree. Tú te  crees que con tus putos carnés de policía y de falangista de  antesdeayer te van a creer a ti, pero, ¿sabes? No tienes ni una puta  posibilidad. Tú no sabes con quién estás hablando. A lo mejor te crees  que se puede ser cualquiera para merecer un despacho con vistas a la  Cibeles y el Banco del Río de la Plata.
Las razones de Galán eran  un setenta por ciento posible verdad y un treinta por ciento alcohol.  Sólo un imbécil se la jugaría por un treinta por ciento.
-Está  bien. Está bien. Entonces, hábleme de…
-Cuando éramos cuatro  gatos nos iba mejor –si Galán había escuchado al subinspector Luján, no  lo dejó entrever‑. La Falange se murió dos veces: una, en el cuerpo de  José Antonio. Otra, en la Unificación[2].
-La Unificación nos ha hecho más  fuertes –protestó Luján.
-No lo dudo –respondió Galán, asintiendo  afectadamente‑. Nos ha hecho más fuertes. Pero también nos ha hecho  menos nosotros.
-No entiendo.
-Pues no es difícil. Desde  octubre del 38, hace ahora casi diez años pues, todos los cargos  políticos de la Administración son automáticamente miembros del Partido,  ¿no?
-Así es, sí –Luján conocía perfectamente la norma‑. Pero no  veo qué puede haber de criticable en eso.
-Pues que no es una  suma conmutativa.
-¿Una suma? ¿Qué…?
Dositeo Galán sonrió  de nuevo. Parecía estar más sobrio.
-La ley podría decir: los  falangistas serán los cargos políticos del régimen. Pero no dice eso.  Dice: los cargos políticos del régimen serán falangistas. Y no es lo  mismo.
Agitó el vaso con su única mano. A sus espaldas, Luján  percibió los sonidos del trajín del camarero.
-Es difícil  inventar una forma más efectiva, y más taimada, de contaminar un  Partido. A partir de ahora, todo el que mande en España, aunque sólo sea  un poquito –Galán hacía pucheros al decir eso y juntaba mucho dos dedos  de su mano‑, será falangista. Créeme, ¿Luján has dicho? Créeme, Luján:  dentro de diez años, te costará encontrar un falangista en el Partido  que se haya leído, ¿qué te digo?, un par de páginas de José Antonio.
-Señor…  ‑Luján trataba de hacerlo hablar pero, al tiempo, tenía que reconocer  que había otros motores dentro de él para sus palabras‑, ¿acaso el  régimen se ha contaminado? ¿Es que no defiende las cosas que nosotros  defendemos, er…, que ustedes siempre defendieron?
El camarero  llegó con el porto flip. Luján negó con la cabeza antes de ser  preguntado si quería tomar algo. Dositeo Galán se echó gasolina al  gaznate antes de seguir hablando.
-Luján, nosotros somos  fascistas –replicó al subinspector, con tono profesoral‑. Eso quiere  decir que no creemos ni en el capitalismo liberal ni en el materialismo  marxista. Creemos en el individuo identificado con su patria y con su  nación, parte de ella, entendido por y desde ella. Un individuo fuerte y  capaz, no una mierda de tipo que todo lo fía a la confianza en una  corona o en un cáliz. Éste no es un país de monárquicos adocenados y  tampoco es un país de curas y monjas. Es un país de hombres libres,  ahora que se ha deshecho de la chusma comunista. Libres para ser  individuos y nación al mismo tiempo.
-No veo diferencia con…
-Si  no la ves, amigo, es que estás ciego. Hoy los falangistas adornamos el  régimen. Pero ya no somos el régimen.
»Hubo un momento, uno solo,  en el que, aún muerto José Antonio, pensé que las cosas irían como se  debe. Cuando mandaba Serrano[3]. Serrano sí que entendía esta misión. Mientras  fue la mano derecha de Franco, la Falange avanzó, a pesar de las  dificultades y a pesar de haber sido puesta en la olla junto con otros  ingredientes, en la dirección correcta. Fue su inspiración la que colocó  en nuestras manos la Ley Sindical y la del SEU[4]. La idea de Ledesma[5]: un país de obreros y empresarios agrupados sin  distancias ni distinciones, organizados como una milicia. Ni siquiera  Franco pudo impedir que las venas de España cayesen en nuestras manos.  Las venas tenían que ser nuestras, porque nosotros somos la sangre. Pero  cometimos un error.»
-¿Un error?
-Un error, sí. Creer en  Franco. El 30 de marzo de 1940, Día de la Victoria, el sindicato  falangista quiso demostrar su poder y dibujar la imagen del futuro de  España. ¿Lo recuerdas?
-Debo confesar que apenas, señor.
-Aún  eras joven –respondió Galán, en tono comprensivo; su mirada se había  perdido en algún punto de la pared de enfrente, como si allí un  proyector invisible estuviese reproduciendo la escena que evocaba‑.  Miles y miles y miles de trabajadores con sus camisas azules desfilando.  En España vuelve a amanecer. ¿Lo entiendes? ¡Todo lo hicimos por eso!  Ese día, de verdad, ganamos la guerra. A todos. A los plutócratas, a los  marxistas, a los ladrones, a los embusteros, a los envidiosos, a los  pesimistas. Ese día se vio nuestra fuerza.
Dositeo Galán tosió y  tuvo que reprimir un regüeldo demasiado fuerte. Suspiró antes de seguir  hablando.
-Franco dijo: excelente trabajo. Franco dijo: así se  hace, muchachos. Pero yo creo que ese día, ese mismo día, decidió  cargarse a Serrano. Que es una forma de decir que decidió machacarnos.  ¿A la Falange? No, claro. A los fascistas, que éramos quienes le  molestábamos. A los fascistas, que éramos quienes estábamos organizando  milicias propias, autónomas, distintas de los rebaños de borregos sobre  los que gustan mandar los generalitos. A los fascistas, que teníamos el  derecho, el deber y la misión de mandar en España, rehacer España.
-Señor,  me resulta difícil creer eso.
-A mí me resulta difícil creer que  Gregorio[6] fuese masón. ¡Vamos, que no lo creo!
Luján  sintió en su interior la necesidad de protestar. Recordó fugazmente las  desgracias e historias familiares que habían hecho de él un falangista  (los parientes muertos sin noticia, los saqueos, la arbitrariedad de los  últimos meses del Madrid republicano) y sintió que todo eso pesaba para  él más que un problema de facciones.
-La Falange, señor Galán,  está hoy plenamente identificada con la labor del Generalísimo.
-¿He  dicho yo lo contrario? –chilló Galán, afectando sorpresa‑. ¡Por  supuesto que es así! Entre otras cosas, porque las personas que pudieron  haber pensado de otra forma ya no están en la primera línea.
-En  primera línea siguen muchos falangistas de siempre. El propio hermano  de José Antonio.
Galán asintió afectadamente, ridiculizando el  gesto de darle la razón a Luján.
-Oh, sí. Desde luego. Todos muy  valientes. Mira, Franco dejó las cosas bien claras en el 41, cuando  cambió el gobierno y le quitó a Serrano el ministerio del Interior y se  lo dio al amigo Galarza[7]. Nosotros nos dimos cuenta de la jugada y la  denunciamos con lo del currinche[8]. Y entonces nos cayó la de San Quintín.  Ridruejo, Tovar y Ercilla, a la mierda[9]. Pero, eso sí, la recua de valientes  apoyándolos. Primito y Arrese[10] dejaron sus poltronas.
-No merecen su  desprecio por eso.
-No, desde luego. Merecen mi desprecio por ser  ministros casi un minuto después de haber dimitido. Y mirar hacia otro  lado cuando Serrano cayó. Y olvidarse tan fácilmente de cincuenta mil  falangistas caminando al Escorial desde Madrid para honrar la memoria de  José Antonio.
Luján se movió en su silla, incómodo, mientras  Galán apuraba un sorbo de su vaso.
-Franco -continuó,  aparentemente más calmado- es un estratega. Sabe manejarnos. A los  fascistas, quiero decir. Con eso le basta porque al pueblo español no le  hace falta manejarlo. El pueblo está suficientemente harto,  suficientemente acojonado, como para seguir a cualquier imbécil que les  garantice la seguridad. Y luego Franco tiene otra cosa.
Galán  eructó. Miró a Luján con gesto de inteligencia.
-Tiene suerte.  Tiene la suerte del que siempre está ahí para recibirla.
-Me  cuesta creer en la suerte -protestó Luján.
-Pues no te hagas  franquista, porque Franco es el cabrón con más suerte del mundo. Fíjate,  sin ir más lejos, en lo del general Balmes.
Luján se alzó de  hombros. Realmente, no sabía de lo que le estaba hablando. A Galán aquel  desconocimiento pareció divertirle.
-¿Dónde está Franco en julio  del 36? Eso lo sabes, ¿no, niño?
Domando su incomodidad, Luján  asintió.
-Desde luego. Era capital general de Canarias.
-Eso.  Escondidito en una esquina del patio para no dar mucho por el culo. El  galleguito tísico[11] ya no se fiaba de él, entre otras cosas  porque ya la quiso montar en febrero del 36, como supongo que sabrás...[12]
Luján hizo un gesto tan indefinido  como sus conocimientos.
-Pero Franco era la cuarta parte del  Alzamiento. El Alzamiento era: Mola en Pamplona, Franco en Marruecos,  Fanjul en Madrid y Goded en Barcelona. Si has atendido en las charletas  que te habrán dado en el Partido, estarás añadiendo a Cabanellas y a  Queipo, como mínimo. Pero, créeme: si estos cuatro hubiesen triunfado,  los demás se podían haber afiliado a la FAI si hubiesen querido, que  habría dado igual.
Galán dio otro trago de su vaso.
-Que  lo de Madrid no iba a salir yo creo que lo sabían hasta los  conspiradores. Barcelona es otra cosa. No contaban con el hijoputa de  Escobar[13]. Dos de cuatro. Jodido. Por eso la guerra  duró tanto. Pero Franco -la voz de Galán, repentinamente, susurraba-, no  lo tenía tan fácil para alzarse.
-¿Me va a hablar del Dragon  Rapide?
Galán miró a Luján con rabia.
-Tú te crees que  porque te sabes la historia del Dragon Rapide ya te sabes la historia.  Pues sí. Hombres de Franco y de Sanjurjo alquilaron en Inglaterra un  avión para llevar a Franco de Canarias a Marruecos. Porque Franco no  ganaba nada sublevando a las tropas a su mando. Necesitaba ponerse al  frente de las tropas de Marruecos, sin las cuales el resultado de la  guerra probablemente habría sido otro. Pero eso también lo sabía  Santiaguiño el Escupesangre[14], así pues tenía a Franco encerrado en la isla  de Tenerife. Como te sabes tan bien la historia -Galán hablaba con  ampulsidad exagerada-, sabrás que tu General pidió en vano, varias  veces, autorización para salir de la isla y realizar algunas  inspecciones. El día 16, sin embargo, estaba en Gran Canaria, no en  Tenerife, y acabó cogiendo el puto avión, y todo empezó.
Terminó  su vaso.
-El favor se lo hizo el general Balmes. El gobernador  militar de la plaza. Unas horas antes, tiene un accidente, se le dispara  la pistola y se pega un tiro. Los funerales son en Las Palmas. Ni  siquiera el gobierno puede negarse a que Franco acuda ‑repentinamente  sonrió, como recordando algo gracioso‑. Con el nombre que tenía el  finado, era como para pensar que los sentimientos de su compañero  general no eran sinceros ‑volvío a ponerse serio, y a mirar directamente  a Luján‑. Y eso, nene, es lo que se llama suerte. Del cementerio al  aeropuerto, y que comience la guerra. Eso es suerte de la que sólo  tienen los buenos, los mejores. Los demás, como nosotros, sólo valemos  para la trinchera, para obedecer.
Luján se movió nerviosamente en  su silla.
-La vida es una obra, señor Galán. No una trinchera.
-Yo  te diré lo que es la vida –le contestó, sin apartar la vista del vaso,  Dositeo Galán‑. La vida es un coche oficial mientras la gente no tiene  zapatos. La vida es poder tomarte todos los putos porto flips que puedas  tragar mientras media España no tiene agua corriente. La vida es ver a  un tipo ponerse tu camisa azul y darte cuenta de que eres tú quien se  está poniendo la suya.
Eructó de nuevo. Luján percibió el brillo  en sus ojos.
-La vida es haber nacido para ver un nuevo Amanecer,  y que te llamen borracho. Señor Borracho.
Luján contempló en  silencio a Dositeo Galán apurar los amargos tragos de su cóctel. Se dijo  que no creía en sus palabras. Pero no estaba allí para discutir hasta  esas profundidades. Él estaba allí trabajando.
-¿Perdió usted la  mano en Rusia?
-Ajá –concedió Galán‑. Más o menos, al mismo  tiempo que tu General Franco asumía el mando de la Junta Política del  Partido, ante el silencio de esos arreses y girones[15] a los que tanto admiras.
-Yo había  venido aquí a hablar de Anselmo López.
-¿Anselmo López? –Galán  apretó los ojos, tratando de recordar.
-Compañero suyo en la  Escuadra Alcubierre. Hasta que se disolvió, después de lo del lago  Ilmen.
Tras unos largos segundos de reflexión, Galán asintió.
-Exacto.  Tiene usted razón. Anselmo. Excelente compañero.
-¿Y excelente  falangista?
-¿En qué sentido?
-En el que usted entiende  por excelente falangista.
Galán se alzó de hombros.
-No  sabría decirle. Allí todos decían que eran excelentes falangistas, pero  por lo menos la mitad sólo eran aventureros y desclasados.
-Pero  usted ha dicho que era un excelente compañero.
-Porque lo era  –respondió, con seguridad, Galán‑. Los matices políticos quedan para  después en una guerra. En una guerra, el buen compañero es el que te  ayuda y nunca te deja. En su caso, creo que tenía doble mérito.
-¿Ah,  sí? ¿Por qué?
-Por sus manos –contestó Galán, sin dudarlo.
-¿Sus  manos?
-Sus manos, sí. Manos largas, finas. Sin callos. Manos de  mujer. O de hombre que nunca ha hecho trabajos duros, no sé si me  entiende.
Luján anotó el detalle en su libreta.
-¿Alguna  vez le dijo algo de su pasado, de dónde venía, a qué se había dedicado  hasta alistarse?
-Nunca. Pero no se extrañe. Allí nadie  preguntaba. Los que se conocían de antes, se conocían de antes. Y los  que nos conocimos allí, nos conocimos allí. Así de simple.
-Así  que no eran en especial amigos, pero él sin embargo era un buen soldado,  a pesar de que usted llegó a sospechar que no había habido mucha guerra  en su vida antes.
Galán se alzó de hombros de nuevo.
-Guerra  sí que habría, porque la hubo en la vida de todos los de mi generación  que no estaban tullidos. Me refiero a que, probablemente, su ocupación  civil no era manual. Era un tipo que trabajaba con esto –Galán se dio  golpes con un dedo en una sien.
-Señor Galán, usted ha sido muy  sincero conmigo esta mañana. Así que le voy a hacer una pregunta muy  sincera.
-Usted dirá.
-¿Cree usted que Anselmo López  podría ser, o haber sido, comunista o masón antes de alistarse a la  División?
Al contrario de lo que esperaba Luján, Dositeo Galán no  se escandalizó ni se extrañó con la pregunta. Reflexionó a fondo sobre  ella antes de contestar.
-Los camaradas del frente nos decían que  tuviésemos cuidado con eso. En realidad, nos enseñaron a estar  pendientes de la menor frase, de la más leve queja, como indicio de eso  que usted señala. Y bien, sí, lo llegué a pensar.
-¿En serio?
-Usted  no sabe lo que fue cruzar el Ilmen. Desde muchos puntos de vista.  Primero, porque muchos de nosotros teníamos que esquiar o patinar sin  estar acostumbrados. Segundo, porque íbamos mal pertrechados. Tercero,  porque durante toda la acción estuvimos pobremente asistidos por la  logística. Pero, sobre todo, por el golpe moral que supuso la acción.
-¿Golpe  moral?
-Golpe moral. En el lago Ilmen fuimos a rescatar alemanes  que estaban cercados por los rusos. ¿Lo entiende usted? ¡Alemanes! Para  muchos de nosotros, el Ilmen fue nuestro Estalingrado. El momento en el  que nos dimos cuenta, aunque no lo quisiéramos reconocer en muchos  casos, de que habíamos acudido a una guerra que no se ganaría.
-Entiendo.
-Un  Anselmo López empezó a cruzar el lago y otro regresó. Aparte de que el  que regresó estaba malherido e inválido, moralmente era otro hombre. Los  mandos tuvieron casi que aislarlo porque sus lamentos eran arengas  negativas para la tropa. Recuerde, además, que era una tropa cuyos  miembros estaban cayendo como chinches. Sólo lo tranquilizó algo  resultar herido. Temía que lo dejásemos allí, pero, por otra parte,  supongo que pensó que para él la pesadilla había terminado, de una forma  o de otra.
Dositeo Galán inclinó la cabeza mirando hacia ninguna  parte, como aceptando una reprimenda del fantasma de Anselmo López.
-Pero  eso pasó al final. Fue entonces cuando pensé: si tanto se queja, ¿será  que, en realidad, es un comunista? Pero al final. Hasta entonces, y  fueron varios meses, Anselmo fue un excelente compañero.
Levantó  el vaso casi vacío.
-Brindo por él –dijo, mirando a Luján, y  luego fue a beberse el líquido, hasta que reparó en que el vaso ya  estaba vacío. Después, se secó inútilmente los labios con el envés de la  mano y, mirando al policía, dijo con serenidad‑. Ha muerto, ¿verdad?
Luján  dio un respingo.
-¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué le hace  pensarlo?
-Llevaba la muerte en los ojos. Era un tipo  desgraciado. Siempre midiendo las palabras con que te hablaba. Siempre,  de alguna forma, estudiándote. Siempre acojonado.
Suspiró, dio un  manotazo en la mesa, y se levantó trabajosamente.
-Para la  tranquilidad de gentes así es por lo que empezamos todo esto. A él  también le hemos fallado.
Luján agarró la muñeca de Galán. Su  interlocutor entendió, y se sentó de nuevo.
-Una cosa más. ¿Le  dice algo In Bello Amicitia?
-Por supuesto –contestó Galán, como  si estuviese refiriendo algo obvio‑. Era el lema de unos camaradas de  Salamanca que estaban en la Escuadra. Cuatro o cinco tíos. Se inventaron  ese lema y se hicieron, creo… sí, unos anillos. Unos anillos enormes.
-Como  éste –Luján sacó el anillo del bolsillo de su chaqueta y se lo mostró.
-¡Sí,  exacto! Como éste. Pero, ¿cómo ha llegado a sus manos?
-¿Tanto  le extraña?
-Desde luego. Todos los dueños de estos anillos se  quedaron muertos sobre la nieve rusa. Ninguno regresó del Ilmen.
-¿Recuerda  algún nombre?
Galán pensó con dificultad.
-El cabecilla,  sí. Pero no era el nombre. Era el mote. Lo llamaban El Choto… Cabreras,  creo. O Calleja. O Castilla. De verdad, no lo sé –iba a callarse, cuando  recibió una inspiración-: espere… Cendoya, sí, Cendoya. Se llamaba  Cendoya.
Luján trató de esbozar una sonrisa relajada.
-Está  bien, señor Galán. Creo que eso es todo. Gracias por su tiempo.
Galán  se levantó. Le tendió su mano derecha. Ambos las estrecharon.
-Y  a usted, gracias por su comprensión –le dijo‑. ¿Habrá funeral por  Anselmo?
-Lo dudo. Nadie ha reclamado su cuerpo.
-Me las  arreglaré para que los boletines del Partido lo citen –dijo Galán‑. Al  fin y al cabo, tengo mucho poder. Tanto, tanto, que no sé qué hacer con  él.
Luján lo vio marcharse calle abajo, bamboleándose bajo un sol  tórrido, dispuesto a pasarse el resto de su vida bebiéndose su destino.
[1]            El Porto Flip era un cóctel de moda en  los años cuarenta.
[2]            Se refiere a la Unificación decretada  por Franco antes incluso de terminar la guerra, por la cual las  distintas facciones que apoyaban al bando nacionalista quedaron  unificadas en un solo partido, la Falange Española Tradicionalista y de  las JONS, que adoptó el Cara al Sol, el yugo y las flechas, el saludo  fascista y algunos símbolos mixtos (la camisa azul de la Falange y la  boina roja de los carlistas).
[3]            Ramón Serrano Súñer, cuñado de  Francisco Franco, ocupó cargos importantes en los últimos meses de la  guerra, una vez que pudo escapar de Madrid, y fue luego ministro del  Interior y de Exteriores, hasta su defenestración en 1942.
[4]           Se refiere a las leyes de Unidad  Sindical y del Sindicato Español Universitario. Ambas normas concedieron  a la Falange un amplio monopolio sobre estas estructuras, lo cual fue  especialmente importante en el primer caso.
[5]           Ramiro Ledesma Ramos, importante  dirigente de Falange.
[6]            Se refiere a Gregorio Salvador Merino,  que fue el primer dirigente del sindicato único falangista y, de hecho,  el responsable de organizar el desfile de marzo de 1940. En 1941,  durante su viaje de bodas, Merino fue acusado, al parecer por un  compañero falangista, de ser miembro de una logia masónica. Fue  rápidamente exonerado, pero eso no impidió que fuese exiliado a Baleares  y perdiese el control del sindicato, que pasó a manos de José Luis  Arrese, un «camisa vieja» que se demostró mucho más proclive al  franquismo.
[7]            Valentín Galarza. Galán utiliza la  palabra amigo en sentido despectivo, pues era sobradamente conocido su  antifalangismo.
[8]            Se refiere a un artículo aparecido en  el Arriba que se titulaba El hombre y el currinche, y que era una  cerrada defensa de Serrano Súñer. Su autoría se atribuyó a Dionisio  Ridruejo.
[9]            Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar y  Jesús Ercilla. Eran, respectivamente, Director de Propaganda,  Subsecretario de Prensa y Director General de Prensa. Los tres fueron  cesados.
[10]          Miguel Primo de Rivera y José Luis  Arrese dimitieron, respectivamente, como gobernadores civiles de Madrid y  Málaga.
[11]          Se refiere al presidente del gobierno,  Casares Quiroga, gallego como Franco y del que se decía estaba enfermo  de tuberculosis.
[12]          Se refiere al intento por parte de  Franco de convencer al gobierno de que declarase el estado de guerra  tras las elecciones que ganó el Frente Popular.
[13]          El teniente coronel Escobar colocó a la  guardia civil de Barcelona del lado de la Generalitat y la República,  desequilibrando definitivamente a su favor los enfrentamientos del 19 de  julio.
[14]          Casares.
[15]          José Antonio Girón de Velasco, también  falangista desde los inicios del Partido. En los tiempos que relata  Galán, era ministro de Trabajo.
 
 
Después de unas cortas vacaciones, me he enganchado al folletín hoy. Enhorabuena otra vez, ya que con las novedades que planteas en este "blog", haces que disfrutenos mucho más.
ResponderBorrarHe creido detectar en la narración un toque autobiográfico cuando hablas del olor de la vaquería.(creo recordar un comentario tuyo en un foro que los dos frecuentamos, sobre la profesión de un familiar directo).
Respecto al supuesto "rojo" entre "azules", estás consiguiendo intrigarme.
Un saludo