Otros escalones de esta escalera:
Enrique, el que a todos contentaba
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Cuando Peralta, el enviado del rey aragonés que quería pedir la mano de Isabel para Fernando, llegó a la Corte
castellana, el rey y su mano (Pacheco) lo recibieron como a un lechero que
trajese leche pasada. Peralta afectó sentirse muy contrito por la frialdad con
que el monarca recibió su petición de mano pero, en realidad, era postureo.
Aquel hombre no estaba en Castilla para negociar con Enrique porque, simple y
llanamente, sabía que Enrique nunca daría su visto bueno a la boda de su medio hermana con Fernando de Aragón. Estaba allí para negociar con el trío de
conspiradores que podríamos llamar la Tripe C (Carrillo, Cárdenas, Chacón) que
estaba dispuesto a ciscarse en las condiciones de Guisando y casar a Isabel con
o sin la anuencia real. No le fue difícil, pues Ocaña no estaba, ni lo está,
lejos de Yepes, donde como sabemos el arzobispo tenía su queli.
Peralta no tenía problema en
escabullirse por la noche e irse a Yepes de cañas con el arzobispo. Pero
entrevistarse con Isabel ya era otra cuestión. Ciertamente, la infanta era
huésped de Cárdenas, su parcial; pero, al tiempo, estando en Ocaña, una ciudad
de la orden de Santiago, estaba de facto rodeada
de espías de Pacheco, que anotaban hasta cuando le bajaban las reglas.
Una noche, Peralta se embarcó en
una pequeña barca que se dejó llevar por el anchuroso Tajo hasta un lugar
pactado, donde lo esperaban Cárdenas y Chacón. Estos dos lo condujeron al
palacio de Cárdenas en Ocaña, consiguieron meterlo de tapadillo e introducirlo
en las habitaciones de la infanta donde, con las cortinas echadas y apenas a la
luz de una vela, el embajador aragonés y la futura reina de Castilla tuvieron
una entrevista. Cuando menos en la reconstrucción de los hechos que yo me hago,
la princesa todavía dudó algo. En fecha tan tardía como diciembre de 1468, da
la impresión de que todavía creía en la posibilidad de que, al inicio de 1469,
las Cortes castellanas la votasen heredera de la corona de Castilla. Sin
embargo, pocas semanas después, ya en el nuevo año, la encontramos convencida
de su necesidad de casarse at all costs con
Fernando de Aragón; y el amor, por mucho que los dizque novelistas históricos moñas se empeñen, no tuvo nada que ver
en ello, pues en el momento en que Isabel de Castilla tomó la determinación de
casarse sí o sí, ni siquiera había visto todavía un retrato de su futuro
marido. No, no fue el amor, sino el dinero: las montañas de pasta que Juan de
Aragón le prometió, sobre todo, a Cárdenas y a Chacón, para que le comieran la
oreja a la niña y la convencieran.
El 7 de enero de 1469, Fernando
de Aragón, obviamente aleccionado por su padre, firma en Cervera las capitulaciones matrimoniales con Isabel
de Castilla que habían preparado los leguleyos aragoneses. Cinco días después,
el propio rey Juan ratificó el contenido de dichas capitulaciones, y se las
envió por un SEUR a Carrillo, a Yepes.
En un proceso paralelo,
comenzaban a llegar los representantes de las Cortes convocadas meses antes en
Ocaña. Sin embargo, algo raro pasó pues, a pesar de haberse cursado la
convocatoria con meses de tiempo, poco más de la mitad de las ciudades que
fueron convocadas enviaron representantes. Además, el punto principal de su
orden del día era tributario, relacionado pues con la necesidad de allegar
recursos para el monarca. De la cuestión de Isabelinchi se habló poco. Los
procuradores de los territorios que habían protestado contra los términos de
los acuerdos de Guisando ni siquiera se tomaron la molestia de presentarse en
Ocaña. Taimadamente, Enrique, que yo creo que tenía las mismas ganas de
proclamar a su hermana heredera de su corona que de perforarse un testículo con
una alcayata, pretextó la falta de quorum
para levantar la sesión. Tuvo que reabrirla, sin embargo, porque los
diputados presentes le presionaron en tal sentido. Entonces delegó la cuestión
en Pacheco y Fonseca, y se fue a cazar.
Pacheco, de nuevo al mando del
cotarro, no hizo otra cosa que matar el partido. Sometió a las Cortes un montón
de decisiones pendientes, muchas de ellas soportadas con plúmbeos expedientes
que los representantes se vieron obligados a estudiar, de modo y forma que los
señores diputados acabaron hasta los cojones de serlo. Las Cortes se disolvieron
en abril sin haber tomado decisión alguna que merezca lugar en el frontispicio
de la Historia. Y digo esto porque yo soy de los que piensan que Isabel no fue proclamada heredera de la corona
de Castilla por las Cortes de Ocaña; algo que, de todas formas, está sujeto a
discusión entre historiadores y mediopensionistas en general. Ella misma,
Isabel, siempre sostendría, en cartas posteriores, que se había producido una
aclamación en su favor en Ocaña e, incluso, le escribió en una ocasión a su
hermano Enrique que eso era algo de común conocimiento, esto es, que se había
producido con entera publicidad. Lo que yo no tengo claro es que dicho
pronunciamiento, si es que existió, tuviese entera legalidad. Las actas de las
Cortes no lo recogen y, si lo hubo, en todo caso tuvo que ser realizado por un
número muy menguado de representantes pues, como hemos dicho, la asistencia a
Ocaña fue magra y, sobre serlo, la estrategia de Pacheco de cansar a los
representantes con asuntillos y tocadas de pelotas probablemente provocó un
exilio posterior. Es probable, pues, que a Isabel, literalmente, la proclamaran
legítima heredera de la Corona castellana Manolo y El de la Guitarra.
En estas condiciones, la única
opción de Carrillo (porque era Carrillo quien estaba montando todo aquello, no
Isabel; yo ya sé que hacerse pajillas con la imagen de una adolescente
tardomedieval empoderada y tal tomando el toro por los cuernos y blablalá, es
muy atractiva; pero, las cosas como son, Isabel, a esas alturas de la película,
visto que las predicciones de Carrillo sobre Guisando se habían verificado con
precisión milimétrica, no iba ni a comprarse un Women's Secret sin que lo
supiera el arzobispo de Toledo); la única opción de Carrillo, digo, era, dicho
en lenguaje actual, reactivar el golpe de Estado. Buscar la legitimidad de su
patrocinada en otro sitio distinto de las Cortes constitucionales: la opinión
de los nobles rebeldes. Reactivar, pues, la idea de que Enrique era indigno de
ser rey, y que ello se exigía que Isabel tomase las riendas del país.
Así pues, en medio del mayor
secreto, por medio de cartas cifradas que entregaban mensajeros que pretendían
ser cualquier otra cosa, los nobles rebeldes fueron consultados sobre la
situación. Tres semanas después, la mayoría de ellos, según concluyó Tezanos-Carrillo,
estaba a favor de la boda de Isabel con Fernando de Aragón. Full steam ahead, and damn the torpedoes!
Con esta caución en la mano,
Carrillo firmó los papeles que Peralta le puso delante, aceptando el compromiso
de casar a Isabel con Fernando.
Con estos papeles, Peralta se fue
a Aragón acompañado del señor de Bembibre, Gómez Manrique, un tipo que era
poeta porque hubiera sido un crimen que no lo fuese, siendo como era sobrino de
Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana; y tío de Jorge Manrique, el de las vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es la pensión del sistema de reparto. Ambos
llevaban, como digo, la prueba documental de que la novia estaba por la labor
de casarse con el novio, además de la primera carta que Isabel le escribía a su
futuro churri.
Aquel gesto, sin embargo, había
sido más difícil de lo que parece. Carrillo y Peralta habían discutido en Yepes
y casi habían llegado a las manos cuando repasaron las capitulaciones que el
aragonés traía firmadas desde el Ebro. El tema fundamental de desacuerdo eran
los derechos de Fernando como rey consorte de Castilla. Carrillo consideraba
que los aragoneses habían hecho una lectura muy laxa y beneficiosa de ese
oficio consorcial y, consecuentemente, firmaron, pero firmaron exigiendo
cambios formales y de fondo en las propias capitulaciones. Así las cosas, el 5 de
marzo, de nuevo en Cervera, Fernando firmó una nueva versión del contrato
matrimonial, ratificada siete días después en Zaragoza por su padre.
Bajo la luz del viejo derecho
castellano, Fernando, por mucho que procediese de una dinastía no castellana,
al casarse con Isabel, obtenía una serie de derechos dinásticos sobre la
nación. Carrillo, sin embargo, no estaba dispuesto a respetar esas convenciones
y, consecuentemente, forzó que las capitulaciones incluyesen algunas cláusulas
que, de alguna forma, limitasen los derechos de Fernando sobre Castilla. En las
discusiones de Yepes, y ante un Peralta crecientemente mohíno, Carrillo
argumentó (y no le faltaba razón) dos cosas fundamentales: una, que Castilla
era mucho más grande que Aragón; así pues, era una gilipollez argumentar que,
igual que Fernando adquiría el derecho a reinar sobre Castilla (por ejemplo si,
como ocurrió, sobrevivía a su mujer), Isabel lo adquiría de gobernar sobre
Aragón. Y, dos, que Castilla era un reino plenamente consolidado; un reino que
todo lo que podía hacer era expandirse en el momento en que terminase de
expulsar al moro de la península; mientras que Aragón era un reino cuyo poder
sobre una de sus perlas, Cataluña, era cada vez más dudoso. En otras palabras,
Carrillo le dijo a Peralta: este matrimonio os salva a vosotros el culo mucho
más que a nosotros; así pues, no jodas, Rodas.
Fernando, por lo tanto, hubo de
firmar, primero que todo, que viviría en Castilla de forma permanente. Que
podría abandonar el reino, desde luego, pero siempre con conocimiento y
autorización de su mujer; especialmente
si se llevaba con él a sus eventuales hijos. Debía dejar intactas las
propiedades de la Corona (nada pues, de andar por ahí regalando ciudades a los
amiguetes sin que lo aprobase la Doña); y a no reclamar las tierras castellanas
propiedad del rey Juan, es decir de los viejos infantes de Aragón, y que tantos
enfrentamientos habían provocado en tiempos de Álvaro de Luna. El marido no
podría, por sí mismo, hacer designaciones municipales sin el nihil obstat isabelino, ni tampoco las
eclesiásticas.
Es a la luz de estas leoninas
condiciones, diseñadas para que Isabel retuviese personalmente todo el poder
efectivo sobre Castilla y, consecuentemente, pudiese legarlo a su muerte a
Fernando, como diría Mariano Rajoy, o no, como hay que contemplar el famosérrimo
tanto monta, monta tanto, con el que
Isabel, una vez que comprobó que se entendía con su marido, decidió organizar
el gobierno de las dos monarquías reunidas en el matrimonio. Tanto monta, monta tanto es una forma de
decir: sé bien que las normas dicen que mando yo; pero obedeced también a mi
marido, porque cuando él habla, hablo yo.
Fernando se comprometía en las
capitulaciones a ser el defensor militar de su mujer, asumiendo la comandancia
de los ejércitos castellanos y aragoneses. Debía, como esposo de Isabel,
reconocer y honrar a Enrique como rey de Castilla “mientras que el rey respetase
la paz establecida entre él y su hermana”; pero si estallaba la guerra entre
ambos, debía proveer a Isabel con 4.000 lanceros.
Como última previsión de las
capitulaciones, a Fernando de Aragón se le imponía unas arras de matrimonio muy
superiores a las dotes que se llevaban las mujeres de la familia real aragonesa
que iban al matrimonio; algo que sentó en Aragón bastante peor que una patada
en los cataplines. En este punto, sin embargo, el rey Juan dijo que Castilla no
vería un duro mientras que Isabel no se hubiese independizado de Enrique (cosa
que, según dejan claro otros puntos de las capitulaciones, no tenía intención
de hacer, cuando menos formalmente).
Llegada la primavera del 1469, la
época ideal para allegar mesnadas y plantearse campañas militares, Enrique,
aconsejado para ello por Pacheco, decidió poner en marcha una, cuyo objetivo
era recuperar la obediencia de muchos territorios al sur de la península. Ya
cuando se había producido el acuerdo de Guisando, diversas ciudades de Murcia,
Andalucía y Extremadura se habían negado a reconocer a Enrique como rey
legítimo, posición que habían dejado más clara aun pasando de la convocatoria
de Cortes. Así las cosas, Pacheco terminó por considerar que aquello era ya una
cuestión que habría que resolver a bastonazos. Antes de salir hacia el sur, y
temiendo un posible ataque desde Aragón si abandonaba el centro de la
península, Enrique se amigó definitivamente con el clan de los Mendoza, a los
que dejó a cargo de la finca. La poderosa familia se comprometió, además, a
guardar a Isabel e intentar convencerla de que se casase con el rey portugués
Alfonso. Isabel, sin embargo, presentó a esta idea su resistencia acostumbrada,
espoleada ahora por sus convicciones religiosas, puesto que había comprometido
ya su matrimonio y consideraba que dar pábulo a cualquier otra unión sería un
grave pecado.
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