Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia.
El Papa Julio III era personalmente un hombre entrañable y de buen carácter. Como le suele ocurrir a las gentes de esa pata, era más bien asténico cuando se veía ante un enfrentamiento, de modo que lo que más prefería era no tener que decidir. Caraffa y Ghislieri eran todo lo contrario que él: eran decididos y echados para delante, constantemente exigentes. En este entorno, resulta lógico que el titular de la sede del Vaticano, por lo general, los dejase hacer.
El Papa Julio III era personalmente un hombre entrañable y de buen carácter. Como le suele ocurrir a las gentes de esa pata, era más bien asténico cuando se veía ante un enfrentamiento, de modo que lo que más prefería era no tener que decidir. Caraffa y Ghislieri eran todo lo contrario que él: eran decididos y echados para delante, constantemente exigentes. En este entorno, resulta lógico que el titular de la sede del Vaticano, por lo general, los dejase hacer.
El 15 de febrero de 1551, el Papa
publica una bula prácticamente redactada en todos sus detalles por
los inquisidores, en la que prohibía a toda persona pública o
privada realizar acción alguna que pudiese dificultar la labor del
Santo Oficio. Poco tiempo después, Julio albergó la idea de nombrar
cardenal al patriarca de Aquileia, Giovanni Grimani, un candidato
fuertemente apoyado por la Signoria de Venecia. Pero como Caraffa le
pusiese la proa, no se decidió por el nombramiento. En 1553, el Papa
dio permiso a Caraffa para que quemase en el mercado de las flores
todos los Talmud que había embargado a diversos judíos. De hecho,
dictó una bula en la que ordenaba a los judíos entregar todos los
ejemplares que tuvieran a la Inquisición; aunque también es cierto
que, por razón de esta orden, se entregaron entre uno y ninguno.
En 1553, Caraffa hizo trasladar a Roma
a Giovanni Mollio, el principal instigador de la reforma en Bolonia.
Lo sometió a proceso y, el 5 de septiembre, lo hizo quemar vivo (Bolonia era ciudad papal; así pues, podía administrar esa justicia sin obstáculos). En
Ferrara, ducado vasallo del Papa, se habían introducido en 1551 los
jesuitas, que con todo gusto oficiaron de espías de la Inquisición,
abriéndole a éstas las puertas por las que llegaron hasta gentes
como Fannio Faentino o Giorgio Sículo, ambos quemados, amén de otros
que fueron encarcelados o exiliados.
La clave de una actuación tan fuerte y
continuada es que, por mor de las reglas internas de la comisión de
cardenales que controlaba al Santo Oficio, todos sus miembros
cambiaban cada año, salvo el Gran Inquisidor (Caraffa) que era
miembro permanente. Afectados todos los miembros menos uno de
provisionalidad, en la práctica ese uno acumuló todo el poder.
Tras la muerte de Julio III y el corto
pontificado de Marcelo II, los cardenales comprendieron que la
Iglesia necesitaba un mando fuerte, y para ello el candidato
estaba claro: con fecha 23 de mayo de 1555, annuntio vobis magnum
gaudium, el cardenal Caraffa era
nombrado Papa, cargo para el que adoptó el nombre de Pablo IV. A
partir de ese momento, en realidad, cualquier posibilidad de una
entente entre católicos y protestantes desapareció por completo.
La
llegada de Caraffa al Vaticano supuso graves problemas más o menos evidentes para muchos cardenales que no compartían sus puntos de vista. El
cardenal Pole, por ejemplo, había sido primero expulsado de
Inglaterra por Enrique VIII para volver al país como nuncio papal
enviado por Pablo III. Allí reconstruyó las trazas de las religión
católica con la ayuda de María Tudor. Sin embargo, a pesar de todo
ello, la relativa comprensión que mostraba hacia la doctrina de la
justificación lo hizo objetivo de los ataques de Pablo IV. Pole
acumulaba otros méritos negativos ante el Papa: en 1542 había
abogado por una reorganización del Santo Oficio y, lo que es más
grave, en la elección de Caraffa había sido un candidato
alternativo muy fuerte.
Por
mucho que remó en dirección contraria María Tudor, los poderes de
nunciatura de Pole fueron revocados y el cardenal fue llamado a
Roma, claramente para ser llevado ante los tribunales eclesiásticos.
La reacción de Pole, que obedeció sin una protesta, tranquilizó
algo a Caraffa. Lo suficiente como para dejar que el buen cardenal
muriese tranquilamente en Inglaterra, el 18 de noviembre de 1558.
Ya en
el papado, Caraffa llevó a cabo sus planes inquisitoriales hasta el
fondo. Decretó que los herejes de Italia tenían tres meses para
abjurar de sus creencias delante de sus obispos, plazo tras el cual
llegaría el Santo Oficio con el cuchillo de capar. La Congregación
de la Inquisición pasaría a reunirse semanalmente, bajo su propia
presidencia. Estableció en todas las ciudades representantes de la
Inquisición que reportaban a Roma, nunca a su obispo local.
Asimismo, contrató para el Santo Oficio a laicos radicales,
talibanes diríamos hoy; el típico civil colaborante de toda la
vida. El ejemplo de esta nueva Inquisición romana fue tan grande que
el rey francés Enrique II le pidió a Caraffa que la estableciese en
Francia.
El 1
de octubre de 1555, apenas unos meses después de ser nombrado pues,
Caraffa le envió un breve al duque de Ferrara denunciando la
infestación de herejes en Módena, ciudad avinagrada donde las
haya, donde es cierto que casi todos los grandes personajes, jueces,
académicos, etc., eran protestantes y actuaban beneficiándose de una tolerancia total. Caraffa
exigió que cuatro de estos reformadores fuesen arrestados y llevados
a Bolonia (ciudad papal), entre ellos Ludovico Castelvetro, escritor
y magistrado.
Módena
tenía un fuero por el cual sus habitantes no podían ser juzgados
sino por su propia ciudad. Así pues, los modeneses protestaron
violentamente contra la petición del papa. Pero el duque Hércules
II envió a Roma a dos de los inculpados; los cuales, por cierto, se
retractaron y fueron puestos en libertad. Eso sí, mediante este
gesto dio tiempo a Castelvetro y al preboste de la catedral, llamado
Valentín, para que huyesen. Castelvetro, condenado a muerte en Roma,
vivió el resto de su vida en Suiza y Alemania, y murió en 1571.
Esta
anécdota hizo que Caraffa se fijase en el obispo de Módena, a quien
ya hemos citado en estas notas: Giovanni Girolamo Morone. Morone, que
para entonces ya era cardenal, había demostrado a los ojos del papa
Pablo excesiva indulgencia con los reformados. Julio III, dentro de
su pasividad, había resistido los esfuerzos de Caraffa por
engrilletar al cardenal, al que incluso había enviado de nuncio
papal a la dieta de Ausburgo. Sin embargo, ya Papa, Caraffa se tomó
su venganza y, en junio de 1557, hizo encerrar a Morone en el
castillo de Sant'Angelo, en compañía de otros dos prelados: Egidio
Foscarari, sucesor de Morone en Módena; y Pietro Sanfelice, que
había sido obispo de Cava de'Tirreni.
La
deposición de Morone en el juicio en su contra, por mucho que
terminara reconociendo que se había desempeñado de forma impropia y
que se arrepentía y tal, es un texto muy interesante a la hora de
valorar el tipo de cambio que se produjo en la Iglesia católica con
la llegada del Renacimiento y de la Reforma. La Iglesia en la que él
había sido más joven, explicó Morone, era, en realidad, otra
Iglesia. Una Iglesia en la que existía un mayor nivel de delegación
de funciones desde el Papado hacia los obispos, que por ello no sólo
tenían libertad para resolver conflictos teológicos por sí mismos
dentro de sus jurisdicciones, sino que, de hecho, tenían una mayor
libertad de pensamiento sobre estas materias.
Debo reconocer que en términos estrictamente teológicos, si las cosas eran como Morone las describe en ese texto, que lo eran, la verdad es que resultaban incompatibles con la doctrina católica. El catolicismo es incompatible con la idea de que una cosa sea herética en el obispado de Mondoñedo-Ferrol pero asumida, permitida e incluso alentada en el de Toledo. La libertad obispal es residuo de la Iglesia de los primeros padres y bla; pero es eso: un residuo. En el siglo XVI, la Iglesia romana como institución había crecido y evolucionado más que suficiente, a base de concilios, y ya tenía muy claro que su doctrina había de ser Una (lo cual enervó a Lutero, entre otras cosas) o ninguna. Así pues, por mucho que no hay palabras ni líneas de texto suficientes para describir lo cabrón que fue Gian Piero Caraffa, creo que no se puede hacer otra cosa que admitir que, al fin y a la postre, aquel tipo no hizo otra cosa que leerse el libro de instrucciones y seguirlas al pie de la letra. Tuvieron que pasar cuatrocientos años para que la Iglesia de Roma se medio cayese del guindo y, en el Vaticano II, acabase por admitir (arrastrando los pies, y eso después de doscientos años en los que su autoridad y poder temporal habían caído en picado) que el problema no está en quien lee el libro de instrucciones, sino en el propio libro. Es por ello que, la mayoría de las veces, los cambios de discurso de la Iglesia no son tales. Puede surgir un Papa que diga esto o aquello que fascine a los católicos o no católicos como discurso nuevo y rompedor. Pero, en realidad, el libro sigue ahí. La Iglesia lo sabe, como sabe que, para retrotraer todas las palabras de ese Papa guay, no hay sino esperar a que la casque, y después escoger otro de otro palo.
Debo reconocer que en términos estrictamente teológicos, si las cosas eran como Morone las describe en ese texto, que lo eran, la verdad es que resultaban incompatibles con la doctrina católica. El catolicismo es incompatible con la idea de que una cosa sea herética en el obispado de Mondoñedo-Ferrol pero asumida, permitida e incluso alentada en el de Toledo. La libertad obispal es residuo de la Iglesia de los primeros padres y bla; pero es eso: un residuo. En el siglo XVI, la Iglesia romana como institución había crecido y evolucionado más que suficiente, a base de concilios, y ya tenía muy claro que su doctrina había de ser Una (lo cual enervó a Lutero, entre otras cosas) o ninguna. Así pues, por mucho que no hay palabras ni líneas de texto suficientes para describir lo cabrón que fue Gian Piero Caraffa, creo que no se puede hacer otra cosa que admitir que, al fin y a la postre, aquel tipo no hizo otra cosa que leerse el libro de instrucciones y seguirlas al pie de la letra. Tuvieron que pasar cuatrocientos años para que la Iglesia de Roma se medio cayese del guindo y, en el Vaticano II, acabase por admitir (arrastrando los pies, y eso después de doscientos años en los que su autoridad y poder temporal habían caído en picado) que el problema no está en quien lee el libro de instrucciones, sino en el propio libro. Es por ello que, la mayoría de las veces, los cambios de discurso de la Iglesia no son tales. Puede surgir un Papa que diga esto o aquello que fascine a los católicos o no católicos como discurso nuevo y rompedor. Pero, en realidad, el libro sigue ahí. La Iglesia lo sabe, como sabe que, para retrotraer todas las palabras de ese Papa guay, no hay sino esperar a que la casque, y después escoger otro de otro palo.
Pero volvamos a nuestro interesante siglo XVI. Conforme avanzó el proceso contra Morone, en el que en mi opinión a los acusadores se les fue un poco la mano y sobre todo la boca, Pablo
IV comprendió, a pesar de su radicalismo, que estaba a punto de
condenar por hereje a un cardenal de la Santa Sede, lo cual supondría
un escándalo de enormes proporciones, amén de servir como hojarasca
seca para la hoguera protestante. Así las cosas, le ofreció a
Morone, más o menos, que aceptase declararse culpable para ser luego
indultado por el Papa por razones de humanidad, que si está viejo, que si Jesús dice que hay que saber perdonar, toda esa farfolla. El viejo sacerdote,
sin embargo, rechazó el acuerdo, pues no quería ninguna mancha en
su historial, y exigió el reconocimiento explícito de su inocencia. Aquí fue él el que aplicó el libro de instrucciones, pues bajo una ética católica, o eres culpable, o no lo eres; pero eso de pactar con tu confesor que le vas confesar que te has hecho unas pajillas que no te has hecho para que luego él te absuelva generosamente, no es bueno a los ojos de Dios.
Ante las exigencias de Morone, Pablo se negó y, de hecho, el buen cardenal permaneció preso en el castillo hasta que, en 1559, falleció Caraffa. En ese momento no sólo fue liberado, sino que fue convocado al cónclave que eligió a Pío IV; Papa que lo declaró inocentissimum, esto es libre de todo cargo, y que lo buscaría para que tuviese un papel importante en la tercera sesión de Trento, que veremos cuando nos metamos en la harina conciliar.
Ante las exigencias de Morone, Pablo se negó y, de hecho, el buen cardenal permaneció preso en el castillo hasta que, en 1559, falleció Caraffa. En ese momento no sólo fue liberado, sino que fue convocado al cónclave que eligió a Pío IV; Papa que lo declaró inocentissimum, esto es libre de todo cargo, y que lo buscaría para que tuviese un papel importante en la tercera sesión de Trento, que veremos cuando nos metamos en la harina conciliar.
Caraffa
también tiene el dudoso mérito histórico de haber alumbrado el
primer Index librorum prohibitorum
de la Iglesia. En realidad, ya la bula In coena Domini
había excomulgado a los herejes que leyesen obras prohibidas; y
tampoco hay que olvidar el edicto que el propio Caraffa había
publicado, siendo inquisidor, contra los impresores (1543). Pero,
como ya hemos comentado, ninguno de estos pasos vino seguido de una
lista con los libros que no se podían leer. Algunos inquisidores
habían elaborado listas, pero éstas no eran de aplicación nada más
que en los lugares donde habían sido compuestas. Carlos V hizo
publicar por la universidad de Lovaina los primeros índices
oficiales para los Países Bajos. Siguiendo su ejemplo, el duque de
Florencia hizo lo propio, y luego llegó, en 1558, la Inquisición española. El
primer Índice romano, sin embargo, apareció en 1559, válido para
toda la Iglesia, y que fue el modelo de todos los posteriores.
Estaba
aquel índice dividido en tres partes: uno de autores de los cuales
se prohibía la totalidad de la obra; la segunda para obras
especialmente prohibidas; y la tercera con todos los libros anónimos
publicados desde 1519. Además, se nombraban 72 impresores cuyas
obras estaban prohibidas al buen cristiano. Cualquiera que había
editado alguna vez una sola obra herética fue prohibido. Fueron
incluidas incluso obras aprobadas por Papas anteriores, como ocurrió
con las Anotaciones al Nuevo Testamento de
Erasmo. En un acojonante salto mortal hacia atrás, en el Índice
se incluyó el informe de la comisión sobre la reforma de la Iglesia
creada por Pablo III... comisión en la que había participado el
propio Caraffa.
El
Index tuvo una
consecuencia inmediata: secar literalmente Italia entera de las obras
que habían reflejado los avances del humanismo. Por bula de 21 de
diciembre de 1558, incluso le retiró el permiso de leer libros
prohibidos a quien se le hubiese concedido anteriormente.
Caraffa,
no parece que haga falta explicarlo, consolidó y fortaleció la
Inquisición: la dotó del derecho de tortura física, tanto para
arrancarle a los testigos sus faltas como también las de otros. Fue
él quien instituyó la fiesta de Santo Domingo y, por supuesto,
quien elevó al cardenal Ghislieri a la condición de Gran
Inquisidor.
Por
bula de 15 de febrero de 1559, Pablo IV declara que los príncipes y
nobles heréticos son reos de pena capital y que se les debe quitar
sus posesiones, aunque les ofrecía, si se arrepentían, la gracia de
irse a un convento a ver pasar los pájaros.
A su
muerte, acaecida el 18 de agosto de 1559, el otrora cardenal Caraffa
había logrado un récord verdaderamente muy difícil de alcanzar: se
había convertido, probablemente, en el Papa de la Historia más
odiado por los romanos. Otros papas, cierto es, fueron sacados de sus
tumbas por las turbas y paseados por las calles; pero eso no mella en
lo absoluto las dimensiones de odio que concitó este curita
narcisista e inseguro, que le fue a caer a la Iglesia católica en el
peor de los momentos posibles, en el momento en que debería haber
tenido un Sumo Pontífice culto, flexible y generoso, cosas que no
era Caraffa casi en grado alguno. Caraffa, en todo caso, es el
producto lógico de la deriva que había tomado la Iglesia frente al
humanismo y la Reforma, pues cuando te empeñas en vestir de negro y
vestir de negro y vestir de negro, luego no te vayas a quejar de que
te salga un Papa gótico. Así son las cosas.
Caraffa
estaba todavía agonizando cuando los romanos se fueron en masa al
Capitolio, se subieron a la estatua que allí tenía erigida, la
tumbaron a hostias, le arrancaron la cabeza y la tiraron al Tíber.
Otro grupo se dirigió a la Ripetta, al palacio que Pablo le había
cedido a la Inquisición. Lo asaltaron, liberaron a los presos, y no
dejaron ni los ceniceros; las crónicas nos dicen que fueron
especialmente ladrones con las pertenencias de Ghislieri. Todos los
papeles que encontraron los tiraron a la calle, donde hicieron con
ellos una luminosa pira. En La Minerva, donde se encontraba el
principal convento dominico, se produjo también un violento asalto.
Los
cardenales, sin repartir más hostias que las que su apóstolica
misión les obliga, también tuvieron su venganza. La mayoría de
ellos estaba escocida con la persecución de Pole y de Morone. Como
ellos, ya lo he dicho, no eran de salir a la calle a montar bulla,
prefirieron montarla en su más querido foro: el cónclave. Por eso
eligieron al cardenal de Medicis, que reinaría como Pío IV,
suponiendo que se mearía y cagaría en la memoria y en la obra de
Caraffa.
Pero
se llevarían una sorpresa.
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