miércoles, febrero 14, 2007

De alamedas y recuerdos

A pesar de la otitis y de la mala leche que me pone, debo partir de viaje. Estaré fuera un par de días en los que descansareis de mí. Pero antes quería dejaros algo, algo rescatado del baúl de los recuerdos.

Latinoamérica y España. Yo creo que por muy europeos que nos queramos sentir los españoles, y por mucho que lo seamos, un español que no sienta un vínculo especial hacia los países hispanoparlantes de América es, por fuerza, un español que desconoce su Historia, su cultura y su esencia. Españoles y americanos compartimos una Historia, no siempre fácil ni amigable, y un idioma. Mucho más de lo que tienen pueblos que se sienten hermanados.

Quizá por eso, las cosas de allá las sentimos, no pocas veces, de una forma especial. Si se trata de otro lugar, necesitamos que el suceso, para llegarnos, tenga íntima relación con nosotros, con nuestras ideas o nuestras querencias. Sin embargo, en el caso de Latinoamérica casi cualquier cosa que ocurra nos importa.

Yo crecí en un rincón de España, La Coruña, Galicia, en el que medio país o estaba allí o había vuelto de allí. A mi alrededor había cafeterías que se llamaban Montevideo, o Buenos Aires; y los mejores amigos de mis padres, gallegos hasta la cepa, hablaban con un marcado acento caraqueño. Entonces, las noticias que nos llegaban, a través de la televisión (la única; he descubierto que contarle a los jovenzanos españoles que hubo un tiempo en el que sólo había dos canales de televisión les sorprende sobremanera), las tomábamos como algo casi local, porque siempre cualquier problema, cualquier movida, afectaba a alguien que era conocido de alguien o pariente de alguien a quien, asimismo, nosotros conocíamos. En Galicia aún se puede hoy asistir a fiestas (yo os recomiendo, sobre todo si sois larpeiros y por lo tanto de buen comer, la festa do carneiro ó espeto, en Moraña, Pontevedra) donde sobre las amplias tradiciones milenarias cabalgan los usos que los emigrantes trajeron de sus tierras de adopción.

Es por todo esto que tengo un recuerdo muy angustiado del golpe de Estado del 73 en Chile. Me acuerdo de una misa, sábado por la tarde, en la parroquia de las Esclavas de María, al final de la playa de Riazor. Fue la misa del sábado posterior al golpe y la dictó un sacerdote a quien llamábamos El Chileno porque había pasado muchos años allí y conservaba el acento. Aquel cura era un rollo impresionante en las homilías; cada vez que, entrando en la iglesia con mis padres, veía yo que le tocaba a él, bufaba. Es la única vez que recuerdo que no dijo homilía alguna. Su voz, por otra parte, lo decía todo en cada oración. Y, a la salida, como he dicho, todo eran dimes y diretes, tú qué sabes de tus primos, Aurelio ya llamó y está bien, que no, mujer, en Buenos Aires no ha pasado nada de nada...

Así pues, voy a tener un atrevimiento, y pido disculpas por adelantado. Hoy voy a escribir sobre un asunto que no está en mi cultura ni en mi experiencia vital. Esto no se debe hacer. Pero, qué narices, es mi blog, así pues es la Historia, pero también mis historias.

En todo caso, vierto aquí unas cuantas lecturas para contaros lo que sé, a día de hoy, de lo que ocurrió aquel día de septiembre de 1973.



Durante la madrugada del 11 de septiembre de 1973, las fuerzas armadas chilenas hicieron los deberes. Amparándose en el derecho que la legislación les otorgaba de comprobar la existencia de armas en manos de civiles no autorizados para ello, diversas patrullas militares visitaron buena parte de las emisoras de radio del país. Muchos de los trabajadores de dichas emisoras se sintieron felices al comprobar que los milicos no encontraban armas; pero en realidad, los militares no habían ido para eso. Habían ido a sabotear las emisoras. A silenciar a Allende.

A lo largo de la madrugada han llegado a Santiago noticias de extraños movimientos de tropas en las zonas de San Felipe y los Andes, amén del acuartelamiento de la guarnición del propio Santiago, de la que el ministro de Defensa no sabía nada. En la calle Tomás Moro, situada en el barrio alto de Santiago, residencia de Salvador Allende, se encontraban ya, muy de madrugada, el propio Allende y sus ministros de Interior (Carlos Briones) y de Defensa (Orlando Letelier). Amén de varias decenas de miembros del GAP (Grupo de Amigos del Presidente), la única fuerza armada que, al fin y a la postre, lo defenderá.

Pero el primer problema surgirá en Valparaíso. En dicha población costera se encuentra gran parte de la flota chilena, convocada allí para unas maniobras conjuntas con la armada de Estados Unidos, la Operación Unitas. Los marinos ya le habían plantado cara a Allende, al que habían exigido la cabeza del comandante en jefe, almirante Raúl Montero, a favor del vicealmirante José Toribio Merino. Tal vez Allende interpretó el gesto de la flota de partir, en la tarde del día 10, hacia alta mar, como un signo de que la sangre no iba a llegar al río. Si fue así, se equivocó, porque aquel movimiento significaba exactamente lo contrario.

Porque la flota vuelve popas a las 5.30 horas del día 10. En todos los barcos, los altavoces anuncian a la marinería que retornan a Valparaíso para unirse a una insurrección militar cuyo objetivo es derrocar a Allende. La noticia llega a Tomás Moro aproximadamente una hora después, y genera una auténtica histeria. Allende se pone en contacto con José María Sepúlveda, Director General de Carabineros. En el Chile de 1973, como en la España de 1936 la Guardia Civil, los carabineros son cruciales, con sus 25.000 efectivos armados. Sepúlveda asevera su lealtad al presidente, pero lo que no sabe es que los conspiradores han contado con ello; para entonces, quien realmente manda en lo carabineros es el general César Mendoza, mucho menos proclive a la legalidad que él.

Augusto Olivares, amigo íntimo de Allende y director de la televisión nacional, que está con él y le hace de secretario, trata, infructuosamente, de contactar con los generales en jefe de los tres ejércitos: con Augusto Pinochet (Tierra) y Gustavo Leigh (Aire), no lo conseguirá porque ya no están, ni van a ir, a sus despachos del ministerio de Defensa. Con el almirante Montero (Mar), porque los conspiradores le han cortado todos los teléfonos; como han hecho también con el general Brady, responsable de la guarnición de Santiago.

Orlando Letelier llama al ministerio del que es titular, donde le atiende el vicealmirante Patricio Carvajal. Con total tranquilidad, éste le dice que no pasa nada y le anima a ir al ministerio a comprobarlo. Letelier cae en la trampa: nada más pisar el ministerio, será detenido.

Allende divide a sus GAP en tres grupos: el primero, de 23 hombres armados, le seguirá al palacio de la Moneda. El segundo se queda en Tomás Moro, acopiando armamento pesado, e irá más tarde (aunque, como veremos, éste será uno de los primeros reveses que recibirá el presidente). El tercero se queda defendiendo la casa del presidente, donde está su mujer, Hortensia Bussi de Allende. El presidente sale de su domicilio armado con la metralleta con la que quedará retratado para el mundo; un regalo de Fidel Castro con la inscripción A mi compañero de armas, Salvador.

La Moneda está ya, para entonces, reforzada con 300 carabineros con tanquetas. Sin embargo, a tan temprana hora la cosa ya no está clara en este cuerpo. El general Parada, prefecto de Santiago, no se define.

A las siete y media, las radios emiten la proclama de la Junta Militar, formada por Augusto Pinochet Ugarte, comandante en jefe del Ejército; José Toribio Merino, comandante en jefe de la Armada; Gustavo Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, y César Mendoza Durán, director general de carabineros. La proclama intitula a la Junta como salvadora de Chile frente al «yugo marxista» y trata de evitar los movimientos revolucionarios aseverando a los trabajadores que sus logros económicos y sociales serán respetados «en lo fundamental», sin más explicaciones.

A pesar de la exitosa labor de sabotaje de las estaciones de radio, dos de ellas adictas a Allende, Radio Corporación y Radio Magallanes, aún funcionan a esa hora. Ambas conectan sus estaciones para operar como una sola. En ese momento, el general Gustavo Leigh lanza un mensaje al ministerio de Defensa: si no hay rendición, a las once de la mañana bombardeará la Moneda.

Según algunos testimonios, bastante lógicos por otra parte, la noticia de la proclama altera notablemente al presidente Allende. Pero será inmediatamente después, más o menos a las nueve y veinte de la mañana, cuando reciba la noticia que, a la postre, será un rejón de muerte para su resistencia: los dimes y diretes, las vacilaciones, las dudas de los carabineros han cesado: los trescientos hombres que protegen el palacio presidencial deciden retirarse. Inmediatamente después, comienzan las negociaciones, desde el ministerio de Defensa, para que Allende se rinda. Su respuesta es: «me defenderé hasta el final, y el último tiro de esta metralleta me lo pegaré aquí», señalándose el paladar.

No obstante esta declaración tan categórica, Allende llamó (por gentes interpuestas) a los miembros de la Junta, asegurando que deseaba parlamentar con ellos en la Moneda. Los militares respondieron con la negativa e instándole a rendirse. En Valparaíso y Viña del Mar, ciudades que están sublevadas desde antes, un bando anima a la población a colocar banderas de Chile en los balcones si está de acuerdo con el movimiento; las ciudades, obviamente, se llenan de banderas.

A las 10 en punto comienzan las hostilidades en Santiago. Rápidamente, el centro de la ciudad se convierte en una ensalada de tiros.

Poco después, Allende logrará transmitir su último discurso a través de radio Magallanes. El discurso en el que pronunció ese famoso «sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor».

No faltan quienes intentan convencer a Allende de que se rinda y haga uso de la oferta de la Junta Militar (sobre cuya sinceridad nunca podremos estar seguros) de ofrecerle una salida del país. José Tohá, ex ministro amigo de Allende; y Carlos Briones, titular de Interior, lo intentaron inútilmente. En realidad, no cabe duda, por los testimonios, de que la decisión de Allende era firme. Pero también conviene tener en cuenta otros factores. Cuando menos a esa hora, es posible que Allende confiase en algunos elementos contrarios al golpe. Por ejemplo: dado que estaba aislado, no podía saber con certeza si se había producido algún levantamiento popular, en un país en el que se hablaba (y es que una cosa es lo que se habla y otra la verdad de las cosas) de 15.000 militantes de la Unidad Popular armados y dispuestos a luchar. También podía pensar que aquel golpe era algo así como el Tancazo de 29 de junio de aquel mismo año, que había sido finalmente sofocado. Otros testimonios indican que el presidente tampoco creyó demasiado en la amenaza de Leigh, pues consideraba que la aviación no sería capaz de bombardear la Moneda sin causar serios daños a otros edificios de la zona.

De hecho, las burlas de Allende fueron, en parte, su condena. Tras el Tancazo, Allende no había ocultado los comentarios sardónicos hacia los tanques que había utilizado, sin éxito, el coronel Souper para tomar la Moneda. En el golpe de septiembre, los tanques que rodearon la moneda fueron tanques Sherman, mucho más potentes y versátiles que los que había utilizado Souper. Los había hecho poner a punto el general Pinochet.

A eso de las 10,30, Allende recibe un nuevo revés. El grupo de GAP que llega de Tomás Moro con el armamento pesado, crucial para poder responder al ejército en igualdad de condiciones, es recibido con ráfagas de metralleta de los carabineros en la entrada al palacio de la calle Morandé. El presidente pierde ahí a unos hombres y unas armas que le son vitales. Y un revés más: la guardia de palacio se va, con el resto de los carabineros.

Cuando, al filo de las once de la mañana, surquen el cielo santiaguino los aviones Hawker Hunter que unos minutos antes han partido de Concepción, a unos 400 kilómetros de la capital, Allende tiene a su lado a unas cuarenta personas. Quedan con él los ministros Briones, Jaime Tohá (Agricultura) y Clodomiro Almeyda (Relaciones Exteriores); el subsecretario de Interior, Daniel Vergara, y el ex ministro José Tohá; Osvaldo Puccio, secretario del presidente, Fernando Flores, Secretario General del Gobierno, Augusto Olivares, director de la televisión nacional, y otros altos funcionarios.

Allende llama al ministerio de defensa a las 10,45 horas. Solicita diez minutos para que salgan las mujeres. El general Baeza, que fue quien atendió esa llamada y concedió la breve tregua para la salida de las seis féminas, declararía que, en esa conversación, el tono de voz del presidente había cambiado radicalmente; su voz había perdido todo rastro de agresividad, de donde cabe estimar que, probablemente, fue en la cercanía del bombardeo aéreo cuando Allende acató su destino.

El ataque aéreo se aplaza a las 11.30 horas. Por la puerta de Morandé salen mujeres y también hombres, entre ellos dos hijas de Allende, una de ellas embarazada. Sin embargo, hay una mujer que se ha quedado en la Moneda: Miriam Contreras Bell, más conocida como La Payita, secretaria privada de Allende, que no le abandonará.

A las 11.52, los aviones realizan la primera pasada sobre la Moneda, acción que repetirán siete veces más en los siguientes veinte minutos. Allende y los suyos han resistido el bombardeo en el sótano del jardín de invierno, pero ahora suben de nuevo al segundo piso, para rechazar el ataque de la infantería y la artillería. Según algunos testimonios, en ese momento Allende todavía tiene esperanzas. Cree que tres de sus ministros (Briones, Almeyda y Tohá) han salido en el grupo de liberados antes del ataque, y espera que puedan parlamentar. Sin embargo, todavía están en la Moneda. Se han refugiado en el sótano de la Cancillería, y allí encuentran, milagrosamente, un teléfono que funciona. Llegan a hablar con el ayudante de Pinochet, quien promete enviarles un vehículo para recogerlos, aunque minutos después se echará atrás, aduciendo el fuerte tiroteo. La penúltima (eso sí, más que probablemente inútil) tentativa de negociación ha quedado rota. Al parecer, las condiciones sobre las que pretendía negociar Allende eran: alto el fuego inmediato, garantías de que las poblaciones obreras no serían bombardeadas, inclusión de común acuerdo de un civil en la Junta golpista, e inicio de las negociaciones entre las partes; a cambio de lo cual Allende estaría dispuesto a renunciar a su cargo. Si es cierto que esta oferta existió o pudo existir, no lo es menos que, frente a él, lo que tenía el presidente era un enemigo dispuesto al exterminio.

A las 12.30, los aviones bombardean la residencia privada de Allende.

Pasada esa hora, el general Javier Palacios, director de Instrucción del ejército, comienza la operación propiamente dicha de toma de la Moneda y apresamiento del presidente Allende.

A eso de la una y pico de la tarde, la Moneda se llena de gases lacrimógenos lanzados por los carabineros. Allende, entonces, decide enviar a parlamentar a tres personas: Fernando Flores, Daniel Vergara y Osvaldo Puccio. Sin embargo, en el ministerio de Defensa el vicealmirante Carvajal recibe la oferta de los emisarios con una negativa rotunda. Esa noticia provoca en Allende la convicción de que ha de rendirse. Augusto Olivares, que es quien ha comunicado con el ministerio para obtener la negativa, baja al primer piso tras comunicárselo a Allende, y se mete en un baño en el que, tras orinar y hacer unos chistes con el doctor Óscar Soto, se pega un tiro. Es más que probable, ya lo hemos leído, que la intención de Allende fuese, desde muy en la mañana, no rendirse personalmente en caso alguno. Pero lo que es, también, evidente, es que si algún resquicio de duda le pudiera quedar, el suicidio de su amigo y colaborador lo embocó definitivamente hacia su propia muerte autoinfligida.

Cuando el general Palacios entra en la Moneda, aún bajo una lluvia de balas, un delantal blanco de médico ondea ya en una ventana del palacio, en señal de rendición. Una vez dentro, Palacios ordena al doctor Soto que suba al segundo piso a comunicar a Allende que tiene diez minutos para rendirse. Allende le contesta:

‑Bajen, bajen todos. Yo bajaré el último.

Pasan los diez minutos y en el segundo piso no dejan de disparar. A todas luces, los GAP aún supervivientes han decidido compartir el destino de su jefe. En el segundo piso del palacio hay una larga galería, la galería de los presidentes, donde están los bustos de todos los dirigentes de la nación. En ese pasillo se luchará puerta a puerta. Cuando llegan al salón O’Higgins, está en llamas; el sable del héroe de la independencia chilena se salva de milagro.

En el salón de la Independencia encontrarán a Allende, sentado, con la cabeza levemente ladeada. Un hombre muerto. Un mito que nace.

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