viernes, abril 19, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (7bis): El juicio de Los Dieciséis

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La vista duró seis días. La sentencia acabó por dar por probado (ejem...) lo siguiente: en el otoño de 1932, bajo instrucciones de Trotsky, una organización trotskista clandestina en la URSS trabó conocimiento con una organización clandestina zinozievista. Ambos grupos formaron un centro de conspiración del que formaban parte Smirnov, Mrachkovsky, Ter-Vagarian como trotskistas; y los zinozievistas Zinoviev, Kamenev, Yevdokimov y Bakaev. El objetivo era tomar el poder. En un doble fondo del portafolios de Holzman se encontró una carta de Trotsky exigiendo el asesinato de Stalin (bueno, en realidad exigía su destitución; pero se tomó barco como animal acuático); de nuevo, en Copenhague, Trotsky le transmitió la misma orden a Holzman. Cositas como que Zinoviev y Kamenev estuvieron exiliados en 1932 y 1933 y, después, en el maco en 1935 hasta el juicio; o que Smirnov llevaba en prisión desde el 1 de enero de 1933, aparentemente, no estropearon la historia.

Este centro conspirador contactó con la célula Nikolaev-Kotolynov, y le ordenó el asesinato de Kirov. Bakaev, Reingold y Dreitzer fallaron dos veces en sus intentos de matar a Stalin. En 1935, Berman-Yurin y Fritz David (seudónimo de Kugliansky), intentaron matarlo en el XVII Congreso, pero también fallaron. Oldberg, por su parte, iba a matar a Stalin en las celebraciones del Día del Trabajo, pero fue arrestado antes. Nathan Lurye, por su parte, trató de matar a Kaganovitch y Ordzonikhidze durante una visita que hicieron a Cheliabinsk, y a Zhdanov durante el Día del Trabajo de 1936 en Leningrado. Otros planes de asesinato fallidos tuvieron como objetivos a Voroshilov, Kosior y Postyshev.

Y la guinda: todos los conspiradores habían recibido apoyo logístico de la Gestapo. Más aún. Un agente de la Gestapo, Franz Weitz, había organizado un grupo de conspiradores dirigido por Moissei Lurye. Sin embargo, alguno de los corresponsales extranjeros cayó en la cuenta de que durante el juicio (y esto es algo que no sale en las actas), Ulrikh interrumpió el testimonio de acusados que estaban cargando contra los nazis.

En sus intervenciones finales, todos los acusados, salvo Smirnov, confirmaron sus culpas, en ocasiones en términos incluso más exagerados que los de Vyshinsky.

Después de que la Sala se retiró para deliberar, los acusados tuvieron que esperar siete horas hasta que los jueces regresaron, ya noche cerrada, para pronunciar la sentencia de muerte para todos ellos. A la mañana siguiente, 25 de agosto, la Prensa informó de la ejecución de la sentencia, después de que el Presidium del Comité Ejecutivo Central (que pronto sería renombrado Soviet Supremo) rechazase las peticiones de clemencia de quince de los dieciséis acusados (Holzman fue el único que no la pidió).

El hecho de que quince acusados pidiesen clemencia tiene su importancia. La ley de 1 de diciembre de 1934 había establecido taxativamente que las penas por terrorismo no se podían indultar. El hecho de que los acusados pidiesen un indulto que la legislación no permitía, además de los relatos conocidos, por ejemplo de la entrevista de Stalin con Kamenev y Zinoviev, sugiere con claridad que los acusados esperaban no ser ejecutados. Que, en cumplimiento de las condiciones exigidas ante Stalin y que el secretario general había aceptado con su “eso no hay ni que decirlo”, les caerían fuertes penas de prisión, pero no la muerte; y sus familias serían respetadas. Esta es, además, la única explicación de que todos ellos, menos Smirnov, cumpliesen con su parte del acuerdo, admitiendo unos delitos que no habían cometido; especialmente los acusado-testigos encastrados por la NKVD, que yo tengo por bien cierto que no esperaban la muerte a cambio de sus servicios.

Fue Stalin quien mintió, claro. Por el bien del socialismo, la sostenibilidad, y la resiliencia de su momio.

Por muchos intentos que hicieron los soviéticos de convencer a los corresponsales occidentales de que aquello había sido un juicio con todas las de la ley, el juicio del 36 quedó desde el principio como lo que había sido: una payasada procesal. Aparte de los testimonios de los acusados autoinculpándose, la única evidencia que se presentó en el juicio fue un pasaporte hondureño falsificado de Oldberg. El único testigo fue Safonova Smirnova, la mujer de Smirnov, que estaba detenida por la NKVD acusada también de conspiración. El relato de la NKVD era tan feble que el hotel de Copenhague donde Holzman se supone que recibió las instrucciones de Trotsky, el Bristol, no existía desde 1917; y el propio Trotsky probó documentalmente que Lev Sedov, su hijo, supuestamente también implicado en las reuniones, no estaba en Dinamarca cuando los encuentros supuestamente ocurrieron. La carta de Trotsky pidiendo el asesinato de Stalin, lejos de ser una instrucción secreta, había sido publicada en su Boletín de la oposición.

Pero, bueno, dejemos aquí un homenaje hacia el jurista laborista Denis Novell Pritt, considerado con justicia por George Orwell “el mayor publicista de la Unión Soviética en Reino Unido”, que asistió al juicio y dejó escrito que había sido “un juicio con todas las garantías”. Hasta del Partido Laborista tuvieron que acabar echándolo por decir este tipo de subnormalidades.

Casi contemporáneo del juicio de los Dieciséis (diciembre de 1936) es el asunto de Néstor Apolonovitch Lakoba en Georgia. Lakoba era el presidente del Comité Ejecutivo Central del Partido en Abjazia, que era parte de la república de Georgia; y era un viejo conocido tanto de Stalin como de Beria. Este Lakoba ya lo hemos visto en 1932 yendo de membrillo a contarle a Ordzonikhidze que Beria iba por ahí poniéndolo de gilipollas. Hay una novela, Sandro iz Chegema (Sandro de Chegema), escrita por el autor abjasio Fazil Abdulovitch Iskander y publicada a finales de los años setenta del siglo XX, que profundiza, con un tono humorístico, en la relación entre Beria, Stalin y Lakoba. Hay que entender, además, de abjazios y mingrelianos se han llevado de toda la vida bastante mal.

Beria decidió utilizar el segundo Plan Quinquenal, vigente de 1933 a 1937, para iniciar una política de implantación de miles de mingrelianos, armenios y rusos en Abjazia. A finales de diciembre de 1936, Néstor Lakoba y su hermano Milhail Apolonovitch, que era ministro de Agricultura en su territorio, viajaron a Tibilisi. Pocos días después se anunció que Néstor había muerto de un ataque al corazón. Su cuerpo retornó a Sukhumi, donde recibió un funeral multitudinario.

La cosa es que Lakoba era relativamente joven y no había tenido nunca problemas de corazón; lo que ha hecho a algunos historiadores especular con la posibilidad de que Beria lo envenenase. Lo que sí es cierto es que meses antes Beria había colocado la Cheka abjazia en manos de un hombre suyo, un tal A. S. Argba. Asimismo, se ocupó de acusar póstumamente a Lakoba de ser un enemigo del pueblo y todo eso.

Beria, por otra parte, había saludado los primeros signos de purgas ocurridos en 1936. En agosto, coincidiendo pues con la preparación del juicio de los Dieciséis, había publicado en Pravda un artículo que llevaba el evidente título Disipando las cenizas de los enemigos del socialismo. Estuvo presente en el juicio; un juicio en el que, además, diversos “desviacionistas” georgianos acabaron implicados.

En diciembre de 1936, además de cargándose a Lakoba, Beria se las arregló para ir a Moscú a escuchar un discurso de Yezhov ante el pleno del Comité Central en el que éste, recientemente ascendido al puesto de Yagoda, vino a anunciar las purgas generalizadas, además de atacar directamente a Bukharin. Sabemos por testigos que Beria, durante el discurso, se levantó excitado más de treinta veces, gritando cosas como “¡cerdos!” o “¡espías!” Asimismo, allí donde pudo aportó “evidencias”.

El Juicio de los Dieciséis, sin embargo, no iba a ser el último acto de las purgas. En primer lugar, ya en enero de 1935, en su primer juicio, Kamenev y Zinoviev habían implicado a gente que no había estado imputada entre Los Dieciséis. En segundo lugar, durante el propio juicio salieron otros nombres: Radek, Georgui Leodinovitch Piatakov, Rykov, Tomsky, Bukharin, Nikolai Alexandrovitch Uglanov, Alexander Gavrilovitch Shliapnikov, Lominadze, Leonid Petrovitch Serebriakov, Grigory Yakovlevitch Sokolnikov, Riutin, Slepkov, Sten (el profe de Stalin), Shatskin, o Vitovit Putna, entre otros.

Especialmente importantes fueron los testimonios ligando a Putna con las conspiraciones. Putna era agregado militar soviético en Londres, así pues, su implicación apuntaba a la implicación de mandos militares. Fue llamado a Moscú ese mismo agosto de 1936 y arrestado inmediatamente. A su arresto siguieron los de otros militares. Un general llamado Dimitri Schmidt fue arrestado en Kiev incluso antes, en julio; y también lo fue, inmediatamente después del juicio, el general Vitaly Markovitch Primakov.

El Boletín de oposición de Trotsky, de hecho, contó hasta 136 implicados en el juicio. Cinco de ellos (Trotsky, Kamenev, Rykov, Tomsky y Zinoviev) eran miembros del Politburo de 1923, el último de Lenin. De hecho, los otros dos que completaban la lista eran el propio Lenin y, por supuesto, Stalin. Más aún, Trotsky, Zinoviev, Kamenev, Bukharin y Piatakov eran cinco de los seis nombres que Lenin había citado en su testamento como posibles sucesores; el sexto, ya sabéis. 18 implicados más eran miembros del Comité Central en ese momento.

El fiscal Vyshinsky, de hecho, había anunciado, al finalizar la sesión del juicio de 21 de agosto, que a la vista de los testimonios recibidos había ordenado una investigación sobre Tomsky, Bukharin, Rykov, Uglanov, Radek y Piatakov. Y que de Sokolnikov y Serebriakov tenía suficientes evidencias como para imputarlos. Al día siguiente, Milhail Tomsky se suicidó. Rykov, al conocer la noticia, quiso matarse también, pero su familia lo convenció de no hacerlo; habrían de arrepentirse de ello muchas veces en los años por venir.

Aquí fue donde se produjo el verdadero turning point del estalinismo. Ese momento terrible de la primera película de Alien, cuando el monstruo se lleva por delante a quien suponemos que es el prota de la peli (porque Sigourney Weaver era una principianta todavía) y, ya, nos quedamos jodidos porque ya nadie está seguro. Cuando comenzó la investigación sobre Bukharin, éste firmaba como director de Izvestia. Por otra parte, algunos proto-imputados como Radek, Preobrazhensky, Piatakov o Rakovsky, no sólo habían intervenido en muchos casos en el XVII Congreso con discursos bien claritos, sino que seguían publicando, cada día, artículos en la Prensa con alabanzas hacia Stalin y reclamos de que los “perros locos” del sistema fuesen purgados.

El suicidio de Tomsky y el quasi-suicidio de Rykov le enseñaron a Stalin que tenía que ser cuidadoso. Sobre todo con la que consideraba, y era, su principal pieza: Bukharin. Por eso, como veremos, le vino a hacer eso que hacen las tías buenas con el noviete tímido y feúcho, al que le dan un poquito de lo que quiere para que nunca se despegue, hasta que se aburren y le dan la patada. Cuando el Juicio de los Dieciséis se puso en marcha en Moscú, Bukharin estaba en Asia Central, en Pamir, de vacaciones. Cuando leyó las crónicas, voló inmediatamente a Moscú, esperando ser arrestado. Sin embargo, en el aeropuerto estaba Anna Mihailovna Larina esperándole con el chófer y el coche oficial. Bukharin quiso ver inmediatamente a Stalin, pero le informaron de que, tras el juicio, se había ido a Sochi a descansar.

El 10 de septiembre, Vyshinsky publicó en la Prensa una declaración por la cual la investigación de Bukharin y Rykov no había encontrado base para caso criminal alguno. Stalin buscó, claramente, que Bukharin no se levantase la tapa de los sesos.

La declaración, sin embargo, no decía nada de Radek. Por eso, Karl Berngardovitch visitó el 11 a su amigo Bukharin para pedirle que, ahora que estaba limpio como la patena, intercediese por él ante Stalin. Radek quería que Bukharin le recordase a Stalin el episodio de 1929, cuando había recibido una carta de Trotsky y, sin abrirla, se la había dado a Yagoda. Aparentemente, Bukharin no hizo nada. Radek, de hecho, fue arrestado unos días después y sólo entonces, Bukharin le envió una carta a Stalin abogando por su amigo; carta que, sin embargo, terminaba con la frase: “aunque, de todas formas, ¿quién puede decir que le conozca bien?”

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