Otros escalones de esta escalera:
Enrique de Castilla podía ser algo tonto, que yo creo que lo era; pero no era gilipollas. Tenía ojos en la cara, dos, y orejas, también dos, a ambos lados del cráneo; y todo eso le servía para percatarse de movidas que ocurrían en su mundo. En 1457, ya lo hemos visto, tomó conscientemente la decisión de blindar el poder de su seudovalido, Juan Pacheco. Pero si hizo eso era porque tenía miedo. Miedo de que los nobles de Castilla hiciesen en su reinado la función que habían hecho los infantes de Aragón en la de su padre; y yo creo, aunque esto es percepción personal, que el Trastámara comparaba y, puesto que había llegado a conocer a Álvaro de Luna, probablemente pensaba que su Pacheco no le llegaba a aquél ni a la punta de los pelillos más bajos de su escroto.
A partir más o menos de aquel año
de 1457, además, a Enrique le comenzó a aguijonear otra duda: él, al contrario
que su padre, tenía enemigos interiores. Juan de Castilla, efectivamente, había
tenido que luchar contra unos nobles aragoneses
que tenían notables propiedades en Castilla, pero que no
dejaban de ser sucios cantadores de jotas. Enrique, sin embargo, tenía la
alternativa en su puta casa: Isabel, una niña de seis años; y, sobre todo,
Alfonso, un chavalote de tres y pico.
Los dos niños, acompañados de su
madre, vivían, como ya hemos dicho, en Arévalo, bajo la atenta mirada de
Gonzalo Chacón, comendador de Montiel; y de su casero, Pedro de Bobadilla,
gobernador del castillo de Arévalo. Las crónicas dieron por cierto que fue en
Arévalo donde a la reina madre se le empezó a ir la pinza que te cagas; es más
que probablemente cierto, aunque la razón que se esgrimió entonces (que se
arrepentía de haberse llevado a De Luna por delante), la verdad, me cuesta
creerla. Lo que sí puede ser cierto es que la figura de Álvaro de Luna formase
parte de su esquizofrenia; las crónicas nos dicen que la reina madre comenzó a
quejarse de que el río Adaja, que fluía a los pies de su palacio, susurraba
constantemente el nombre de De Luna; lo que sugiere que la reina, por usar esa
expresión que tanto usamos, oía voces que, sí, probablemente la acusaban de
asesina.
En 1457, es probable que movido
por una combinación de razones (la creciente inestabilidad mental de la madre y
el consejo de Vito Corleone: ten cerca a
tus amigos, pero más cerca aun a tus enemigos), Enrique decidió que era el
momento de que los infantes se dejasen de hacer el conas en Arévalo y se fuesen
a la Corte.
Con la separación respecto de su
madre, los dos niños quedaron bastante desamparados. Sin embargo, en la Corte
acabarían encontrando dos protectores en las personas de Gonzalo Chacón y
Alfonso Carrillo. El primero de ellos tenía importantes vínculos con el séquito
de la reina y, consecuentemente, protegió a los niños por querencia familiar.
El segundo, muy probablemente, fue el primero que vio en aquellos niños, sobre
todo en el infante, la posibilidad que Enrique temía de encontrar un líder
alternativo para la Corona de Castilla. Sabemos, por ejemplo, que Carrillo
protestó por el traslado de los infantes a la Corte, probablemente temiendo que
Enrique consiguiese con ello convertirlos en sus parciales (un poco el mismo
movimiento que intentó el general Franco al controlar la educación de Juan
Carlos de Borbón).
En todo caso, esa primera
presencia de los infantes en la Corte, precisamente por la influencia de
Carrillo, fue breve y modesta. Sin embargo, a finales de 1461 ya se haría más
seria después de que el rey Enrique y la reina Juana, por fin, consiguiesen
tener un vástago; una niña. En el momento que Enrique tuvo una heredera, su
interés por controlar la educación, los contactos y las ambiciones de los
infantes, y muy particularmente de Alfonso, se hizo perentoria. Así pues, se
los trajo a la Corte de forma permanente, en un momento en el que ambos eran niños todavía. La educación del chico le fue confiada a
Diego de Ribera, un caballero que se tenía por virtuoso; y la de Isabel, a la
reina Juana.
En febrero de 1462, a nadie se le
ocurrió, o tal vez nadie osó insinuar que la niña que acababa de nacer en la
Corte del vientre de la reina Juana no era hija natural del rey. Todo el mundo
asumió que aquel natalicio formaba parte de la ordenada sucesión en la corona
de Castilla, cuyo acervo jurídico debemos de recordar que no cerraba las
puertas a las mujeres. El 9 de mayo, Enrique reunió Cortes en Madrid para que
jurasen fidelidad a la princesa Juana como heredera de la corona de Castilla.
Nadie en esa sala reputó aquel acto como ilegal; ni siquiera los dos infantes,
también presentes.
Algo, sin embargo, pasó en el
bautizo de la niña. Como de costumbre, se celebró una misa, a la que debía de
seguir una festa rachada. Antes de
comenzar el botellón, sin embargo, el rey Enrique, en un gesto relativamente
inusual, hizo llamar a la crema de la aristocracia a su presencia y, una vez
allí, les anunció su decisión de elevar a Beltrán de la Cueva al gotha de la sangre azul castellana; lo hizo,
para ser más exactos, conde de Ledesma.
¿Por qué hizo eso el rey? Desde
luego, no sería porque sospechase, como luego se afirmaría, que su hija era, en
realidad, hija de Beltrán. A mi modo de ver, hay dos hipótesis, pero que
prácticamente convergen en el mismo punto. La primera es que Enrique hubiese
llegado a la conclusión de que necesitaba a su lado a alguien en quien confiase
más que en Pacheco, al fin y al cabo un maniobrero al que, la verdad, le daba
igual (literalmente) Juana que su hermana; o que fuese su mujer quien le
convenciese de esto mismo.
El hecho prístino, en todo caso,
es que la elevación a los cielos aristocráticos del hombre en ese momento más
popular en la Corte castellana tuvo el efecto de cabrear a Juan Pacheco, quien
se sintió preterido.
Enrique, según todos los
indicios, había decidido cambiar de parciales. Advertido, o tal vez consciente,
de que ni Pacheco ni Carrillo, sus dos grandes valedores hasta entonces, eran
personas que tuviesen la fidelidad por divisa, a no ser la fidelidad a sí
mismos, había decidido darles una buena lección. A Pacheco se la dio haciendo
patente su confianza hacia Beltrán de la Cueva. A Carrillo se la dio
anunciando, en agosto de aquel mismo 1462, la boda del propio De la Cueva con
Mencía de Mendoza.
Aquella boda, bien desconstruida,
se ve como lo que fue: una bofetada en todo el belfo del arzobispo toledano.
Mencía de Mendoza era hija del segundo marqués de Santillana y, por lo tanto,
sobrina del obispo de Calahorra, Pedro González de Mendoza, el gran rival de
Carrillo en la carrera por el cardenalato. ¿Os acordáis de Vincent Corleone
durante la reunión de Atlantic City que tiene lugar en The Godfather III, cuando pasa por detrás de Joey Zasa y susurra: nada para ti..., mientras reparte
gabelas? Pues algo parecido debieron ser, para Pacheco y, sobre todo, para
Carrillo, todos los actos ocurridos en aquellos primeros dos tercios del año
1462, en los que el rey Enrique de Trastámara, espoleado por el nacimiento de
su heredera a la que ahora tenía que proteger y apoyar, se dedicó a darle a
Beltrán de la Cueva todo lo que otros, antes del nacimiento, habían considerado
suyo.
Los embajadores y espías en
general que pululaban por las antecamaras del rey castellano comenzaron a
redactar sus informes describiendo la situación de enfrentamiento larvado que
había en dicha Corte. Y esto despertó las ambiciones de uno de los personajes
más listos de esta Historia; un tipo sin el cual, estoy convencido, las cosas
habrían salido de otra manera.
El rey Juan de Navarra era el
viejo infante Juan de Aragón que había hecho pandi con sus hermanos contra Juan
de Castilla, si bien de forma mucho más taimada e inteligente que su hermano
Enrique, que era un cachoburro y un imbécil. Como consecuencia de ello, había
sobrevivido a la debacle mucho mejor que otros de sus hermanos, laminados por
la Historia. Había llegado a la corona del viejo reino navarro, siempre
utilizando inteligentemente sus vínculos con Castilla y con Francia. En 1440,
de hecho, Juan de Navarra había intentado coser la alianza con Castilla casando
a su propia hija con el rey Enrique; pero éste, ya lo hemos visto, en medio de
un episodio nada claro, devolvió el pedido pretextando que la novia era una
bruja.
En 1458 Juan, miembro al fin y al
cabo de la familia real aragonesa, accedió al trono de este reino. Cuatro años
más tarde, en ese 1462 en el que Castilla solazó a sus villas y a sus súbditos
con la noticia del nacimiento de una heredera, el rey se estaba
quedando ciego a causa de las cataratas. Pero, además, estaba en guerra nada
larvada con su propio hijo Carlos, más conocido como el Príncipe de Viana, con
quien, al parecer, se enemistó tras su segundo matrimonio (de Juan) con Juana Enríquez,
vástaga que lo era de una recia familia castellana de abolengo.
El de Viana, probablemente,
pensaba que de aquel matrimonio crepuscular de su padre ya no saldría gran
cosa, pues asumió que el esperma de su hacedor estaría ya bastante desleído y
poco denso. Juana Enríquez, una mujer joven y bella, se las arregló, sin
embargo, para llevarse a aquel señor mayor al huerto y, el 10 de marzo de 1452,
le dio un hijo, al que pusieron Fernando. Igual que el nacimiento de la
princesa Juana removió muchas cosas en la mente de Enrique de Castilla diez
años después, en aquel año el nacimiento de Fernando también espoleó al viejo
rey Juan, hemos de suponer que ayudado por su mujer mientras le tocaba la
pilila, a mejorar la herencia de su hijo, al que quería futuro rey a pesar de
tener ya un primogénito. En ese camino, Juan abriría un amarguísimo pleito con
su hijo Carlos por el poder en la Corona de Navarra (pleito en el que, todo hay
que decirlo, los derechos de Juan eran más bien virtuales, siendo como había
sido siempre rey consorte); en ese entorno, Juan se apoderó de amplios
territorios de Cataluña, a pesar de que las tierras de los jordis le
pertenecían a Carlos porque formaban parte del caudal relicto de la herencia
de su madre.
Para defender sus derechos,
Carlos buscó el apoyo internacional de diversos reinos, entre ellos Castilla.
Enrique, dejándose llevar por esa tendencia suya a no decirle nunca que no a
nadie, aceptó apoyarlo, en un gesto que fue, probablemente, uno de los peores
errores de toda su carrera como rey de Castilla. En diciembre de 1460, Enrique y
Carlos firmaron un acuerdo por el cual el segundo se comprometía a proveer al
primero de medios militares en el previsible enfrentamiento que tendría con su
padre a cambio, fundamentalmente, de que Carlos se casara con Isabel en cuanto
a ésta le bajase el litro.
Este arreglo dinástico estaba
apuntando la posibilidad de una pinza sobre
Aragón susceptible de cambiar el equilibrio de fuerzas en la península y que,
precisamente por eso, ni a Pacheco ni a Carrillo les pareció buena idea. Ambos
le filtraron la movida al rey Juan el cual, enfurecido, metió a su hijo Carlos
en el maco. Las cortes catalanas, abiertamente (ejem) carlistas, se rebelaron
contra esta decisión y, como respuesta, metieron ellas en la cárcel al
gobernador de la ciudad nombrado por el rey de Aragón. La rebelión prendió
rápidamente en toda la costa mediterránea, e incluso en Silicia.
Con Carlos en la cárcel, había llegado el momento
de que el rey de Castilla cumpliese su parte del pacto, y entrase en Aragón con
sus tropas. Pero lo cierto es que aquel compromiso, como otros muchos de
Enrique, había sido un compromiso de boquilla, porque el rey castellano carecía
de medios para realizar un alarde de las proporciones comprometidas. En esa
situación, a Enrique no le quedaba otra que tratar de pactar con los nobles que
sí tenían la capacidad de allegar las tropas necesarias; y ésos eran Pacheco y
Carrillo.
Éste era el momento que esperaban
los anti-enriquistas. Con el rey dependiendo de ellos para cumplir una promesa
realizada de forma atribulada y poco meditada, se podría decir que Pacheco y
Carrillo tenían al Trastámara cogido por los huevos. Sabían que le podían pedir
lo que quisieran a cambio de los lanceros que el otro necesitaba
perentoriamente. Y por eso cantaron órdago.
A cambio de su apoyo, Enrique
debía nombrar a Alfonso su heredero al frente de Castilla.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario