Atenta la compañía con:
Para empezar, lo
primero que hay que decir de la Isabel de Inglaterra que regresó de
Tilbury es que estaba acojonada. Las noticias que le habían llegado
sobre la Armada eran las mejores posibles; pero, en verdad, no podía
estar segura de que fuesen ciertas. Así pues, con los barcos
españoles efectivamente dispersados y regresando a España con el
timón entre las piernas, Isabel se parapetó en el castillo de St
James como si todavía estuviese en guerra, y allí permaneció hasta
principios de octubre, sin fiarse demasiado de que hubiera pasado lo
que ahora sabemos sí que había pasado. Sólo entonces regresó a
la, digamos, vida oficial en sus habitaciones de Whitehall y
Greenwich. De hecho el 17 de noviembre, celebración de su ascensión
al trono y que habitualmente se conmemoraba con justas en Whitehall,
tuvo aquel año una dimensión especial. Las campanas de Londres
sonaron al unísono, y todas las parroquias hasta Nonthumberland les
contestaron. El obispo de Winchester organizó una gran misa detrás
de la catedral de San Pablo. La reina anunció que asistiría pero,
finalmente, cambió de idea.
De todas formas, la principal razón
de su ausencia no era la cobardía, sino Leicester. Al parecer,
quince días antes, cuando el campamento de Tilbury fue desmantelado,
Leicester se fue a su finca de Kenilworth, desde donde pretendía ir
a tomar las aguas a la plaza-balneario de Buxton, en Derbyshire. La
primera jornada del viaje la terminó en Rycote, Oxfordshire. Desde
allí le escribió una breve carta a la reina que ésta llevaría
consigo todo el resto de su vida. En efecto, para entonces las
tensiones entre ambos habían desaparecido, probablemente disueltas
por las urgencias de la invasión.
En medio del estrés
de la Armada, las frecuentes migrañas del conde habían regresado, e
Isabel le había enviado un médico y una medicina propia. En la
carta de Rycote, además de pedirle perdón por haber sido un poco
pollas, Leicester le expresaba a la reina su esperanza de que entre
la medicina que ella le había dado, que le estaba haciendo ya bien,
y los baños, lograría recuperarse.
La carta terminaba
con un humilde y humbly kiss your foot. De donde podemos
deducir que lo último que, de alguna manera, hizo el conde en su
vida fue besar el pie de su reina. Murió seis días después, en
Cornbury House, con Lettice Knollys a su vera. Tenía 55 años y el
diagnóstico, digamos, oficial, fueron fiebres tercianas; que en
aquella época venía a querer decir que no se tenía demasiado clara
la razón del óbito.
Leicester, tal y
como había deseado, fue enterrado en la capilla Beauchamp de la
iglesia de Santa María de Warwick; a su funeral no asistió la
reina, pues habría ido en contra del protocolo real. Isabel envió
unas cartas de condolencia muy sentidas, en las que, sin embargo, no
citaba a Lettice, su rival. Y es que, aun con el cuerpo de su amante
caliente, Isabel de Inglaterra habría de hacer exacta ostentación
de su personalidad vengativa y extremadamente rencorosa.
Contrariamente a lo que muchos habían pensado, la Corona no hizo
nada por aliviar las enormes cargas financieras con las que había
fallecido el conde de Leicester; más aún, puesto que el principal
acreedor del mismo era, digamos, el propio Estado inglés, los
abogados de la reina se lanzaron como hienas sobre las propiedades
del fallecido, que fueron cayendo una a una. Lettice Knollys perdió,
como en una fila de fichas de dominó, primero Kenilworth, después
las tierras en Warwickshire, y más tarde otras propiedades de su
marido. La casa de Leicester, así llamada Leicester House, en
Londres, con unos magníficos jardines que daban al Támesis, fue
embargada y todo lo que había dentro, una gran riqueza artística
sin ir más lejos, subastado. La Corona incluso ejecutó la hipoteca
de Wanstead en Essex y se quedó con la propiedad. La reina dejó
conscientemente a la viuda sin pensión ni medio de vida.
Ciertamente, la
deuda de Leicester por su aventura holandesa era brutal: unas 50.000
libras, en unos tiempos en los que todas las tierras de
posesión real otorgaban una renta anual que apenas llegaba a la
mitad de esa cifra. Lettice decidió luchar, y se embarcó en una
interminable serie de demandas judiciales contra la Corona que
duraron años. Consciente, como otras muchas viudas de alcurnia antes
que ella, de que la ley inglesa ponía bastante más difícil actuar
contra una mujer re-casada, Lettice se apresuró a contraer nupcias
de nuevo. El elegido fue sir Christopher Blount, un commoner que
había trabajado para el propio Leicester.
En las semanas
inmediatamente posteriores a la muerte de Leicester, la reina se
encerró en sus habitaciones. Es evidente que se sentía culpable por
haberlo tratado tan mal a su regreso a Inglaterra, así pues el duelo
en soledad venía, probablemente, a juntarse con una depresión
culposa. Con tanta constancia se negó a salir de sus habitaciones
que, finalmente, Burghley y otros miembros de su consejo hubieron de
dar la orden de que derribasen las puertas. Quienes la pudieron ver
en aquel noviembre de 1588 dijeron que había envejecido a marchas
forzadas en apenas unas semanas. Llegaron las navidades y a su
palacio fueron cantores y orquestinas para entretenerla, pero ella se
mostró muy poco aliviada por ello, ensimismada en sus pensamientos y
en sus recuerdos.
No se
trataba sólo de amor. Isabel, más que ser jefa de un Estado, era
el Estado; y ahora mismo, con su primer baluarte enterrado en
Warwick, se sentía a merced de gentes en las que no confiaba
plenamente. Una nota al pie para la valoración de los expertos en
sicología es que, durante las semanas de aquel duelo, adquirió la
obsesión de rodearse de flores recién cortadas y hierbas
aromáticas, hasta el punto de generar una factura de floristería
que viene a ser casi de 20.000 euros de hoy en día.
Burghley,
sin embargo, consiguió convencerla para que estuviese presente en la
gran celebración de la victoria sobre la Armada, que debía
celebrarse poco después del sermón de St. Paul. En la procesión
desde el Strand hasta St Paul, todos pudieron ver justo detrás de
Isabel al conde de Essex, Robert Devereux, hijo del primer matrimonio
de Lettice, quien meses antes había sido nombrado Master of the
Horse de la reina. Recuérdese que Devereux había hecho fama en
Holanda, especialmente con su carga de caballería en la batalla de
Zutphen; justo después de regresar de Holanda, la reina había
comenzado a invitarlo a sus habitaciones para jugar a las cartas,
cosa que al parecer hacían hasta el amanecer. Cuando llegó la
invasión de la Armada y Leicester hubo de irse a Tilbury, la reina
le pidió a Essex que ocupase las habitaciones de éste en palacio
para estar cerca de ella.
Esta
actividad era anterior a la enfermedad y muerte del conde, quedó
suspendida con ésta, pero meses después recomenzó. Así pues, da
toda la impresión de que Devereaux fue el clavo que eligió la reina
para superar su depresión. Ambos se llevaban la una al otro treinta
años, pero pronto desarrollaron una relación muy especial en la que
Isabel puso en juego sus habituales dosis de dependencia. Una
dependencia diferente, eso es cierto, porque Isabel de Inglaterra y
el conde de Essex, muy probablemente, jamás fueron amantes. Más
probablemente, ella le veía a él como el hijo que nunca tuvo. Y,
por supuesto, como el pálido recuerdo de su amante.
En fin:
los ingleses se habían librado de la amenaza de la gran potencia
mundial del momento. Pero, como Burghley señalaba amargamente en sus
informes, tenían muy poco de lo que felicitarse. El Exchequer estaba
exhausto. La situación era tan compleja, que el primer ministro in
pectore de aquella Inglaterra tuvo que tomar contacto con Horacio
Palavicino, un banquero genovés que había sido el principal
prestamista de Leicester, en busca de crédito para el Estado.
Burghley le dijo al italiano que estaba dispuesto a pagar incluso un
10% de interés. Pero para pagar esa prima, el Estado debía de hacer alguna guarrada que otra. Los famosos recortes.
El principal frente derivado de los recortes (diríamos hoy) que Burghley se vio
obligado a aplicar fue el repugnante trato que recibieron los
marineros y soldados que habían muerto, habían sido heridos o habían enfermado parando a la Armada española. El
Estado se negó a hacerse cargo de sus pagas. Además, no pocos de
ellos, de entre los que no habían muerto en las batallas (que,
además, eran relativamente pocos) habían sido víctimas de
epidemias, como una de tifus producida en la flota. Las pocas decenas
que quedaban de los marineros que habían sufrido esas penalidades en alguno de los barcos licenciados,
para entonces, consumían las últimas horas de sus vidas en los
albañales de Margate, sin asistencia de nadie. Rule,
Britannia!/Britannia, rule de waves!
El lord
Almirante, Charles Howard, hizo lo que pudo personalmente por toda
aquella gente. Vendió objetos de plata y de oro para pagarle a
aquellos pordioseros de la victoria un plato de comida, un vaso de
cerveza y alguna ropa. De hecho, advirtió al resto de los miembros
del Consejo Privado de la reina que los soldados de la Armada ya no
aclamaban a la reina como habían hecho en Tilbury; más al
contrario, la odiaban. No habían cobrado sus pagas.
Pero no
os preocupéis, que aquí los únicos que han tratado a sus tropas
como el culo hemos sido nosotros con los tercios de Flandes. Y tal.
El
Consejo Privado pasó de Howard como Belén Esteban de la Crítica
de la razón pura. Lo cual movió al lord Almirante a apelar a la
reina en persona. El tifus, explicó, estaba además creciendo en los
barcos de la flota, amenazando con convertirlos en naves fantasma.
Pero la reina también pasó de él. De hecho, dio instrucciones a
sus consejeros para que arrestasen y ahorcasen a una compañía de
soldados que se había presentado cojeando en Londres para pedir su
dinero y la asistencia a la que creían tener derecho tras
haberse dejado medias piernas, la salud, la juventud y la vida
defendiendo al país de la invasión. Repetimos: los ahorcó.
Como
resultado, la inmensa mayoría de quienes tomaron las armas para
defender a Inglaterra nunca fueron retribuidos por Inglaterra, la
cual los llevó a la muerte, la enfermedad y el paro estructural (at
best) por la jeró. El rey español Felipe, por cierto, sí que
pagó a sus tropas. En algunos casos tarde y en no pocos muy, muy
tarde; pero les pagó.
La
situación llegó a ser tan comprometida que Burghley publicó
diversos bandos amenazantes, todos ellos consensuados con la reina,
que imponían la ley marcial y ordenaban el arresto de todos los
soldados, marineros y personas deambulantes que fuesen encontradas en
Inglaterra sin rumbo fijo. Todos estos vagabundos, considerados
disloyal persons, debían ser punished with all convenient
extremity.
Mi
experiencia particular es que los pequeños extremos que se han
explicado en este post son desconocidos incluso por británicos muy
letrados; que, cuando se les explican, los niegan; y que, en los
escasos casos en los que el interlocutor es lo suficientemente
honesto consigo mismo como para admitir que, como poco, es plausible
que ocurriese, aun se escudan en argumentos como que los relatos
antiguos son normalmente exagerados y contaminados por la propaganda.
Entonces tú les dices: ¿se refiere usted a la Leyenda Negra? Y
ellos, con todo su desparpajo, te contestan: no, ésa es verdad, pero
verdad de la buena...
En el
fondo de esta movida, les guste o no lo a los ingleses, está el
hecho de que a finales del siglo XVI la monarquía inglesa era,
probablemente, la más anticuada, la más, diríamos, medieval, de
todas las grandes monarquías europeas. La reacción de Isabel frente
a los veteranos de la Armada, que ciertamente tenía un fondo
relativamente lógico (no tenía con qué pagarles; salvo, claro, que
dejase de hacer fiestas y se comprase zapatos cada tres o cuatro
meses), es la reacción de una monarca absoluta. De una reina que
está puesta ahí por Dios y a la que, en consecuencia, ni Dios le
puede toser; menos aun unos pringaos que, de hecho, yendo a la guerra
no hicieron otra cosa que cumplir con su obligación; así pues,
todas las desgracias que esa obligación les pueda comportar son
cosas que deben aceptar como quien acepta que llueve o que le duele
la cabeza cuando no duerme lo suficiente. Para el rey español, sin
embargo, retribuir a sus soldados era un deber moral, lo cual viene a
significar que, sin ser ningún diputado de Podemos que digamos,
Felipe era un monarca más moderno, más cercano al concepto “yo
sirvo” que “ellos me sirven a mí”.
Pero,
claro, pedirle a un inglés que señale sus defectos es como pedirle
a Pitingo que te toque a Rachmaninov.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario