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La primavera de 1934 es un periodo efervescente para Alemania. Especialmente en la cúpula del poder, donde, desde la victoria electoral del nacionalsocialismo, una pregunta aparece en todas las tertulias: ¿quién sucederá a Hindenburg?
La primavera de 1934 es un periodo efervescente para Alemania. Especialmente en la cúpula del poder, donde, desde la victoria electoral del nacionalsocialismo, una pregunta aparece en todas las tertulias: ¿quién sucederá a Hindenburg?
El viejo mariscal
tiene mil años y su salud está flaqueando de una forma preocupante.
Hindenburg es totalmente consciente de este deterioro, pues, cada vez
más, tiende a quedarse en su feudo de Neudeck, alejado,
literalmente, del mundanal ruido. Y casi nunca convoca a Adolf Hitler para
que despache con él. Presidente y canciller es como si no se
conociesen.
Hindenburg está
cabreado. Contra Hitler, fundamentalmente, aunque también se lleva
su ración el resto de su entorno. El viejo militar no soporta la
retórica que el NSDAP ha puesto en marcha, casi desde el día en que
alcanzó el poder, destinada a presentar a su jefe como el salvador
de Alemania. Hindenburg, y las personas de su entorno, consideran que
ese mérito le corresponde a él. Así pues, Alemania vive en esas
semanas el caso increíble, poco conocido en la Historia, de un jefe
del Estado que se declara en huelga. Apenas firma decretos y leyes y
nunca aparece en actos oficiales, escenificando un desencuentro casi absoluto con su jefe de Gobierno.
Los
nacionalsocialistas, sin embargo, no están exentos de terminales en
Neudeck. Tanto Otto Meissner, secretario general de la Presidencia,
como el propio Oskar Hindenburg, trabajan, de alguna manera, para
ellos, o cuando menos a favor de un acercamiento del viejo general y
el partido gobernante. La diferencia entre Meissner y Hindenburg junior, por un lado, y el viejo mariscal, por el otro, es la edad, y las expectativas. Al presidente del Reich, simple y llanamente, se la sopla que el futuro tenga que pasar por el nacionalsocialismo, porque él ya sólo tiene pasado y presente. A las gentes que están con él, sin embargo, sin embargo, les preocupa el hecho de que, faltando su jefe, ellos tendrán que buscarse las habichuelas, y eso es algo que está muy difícil si no se entienden con el NSDAP en general, y con Hitler muy particular. Es por esto que tratan de convencer a Hindenburg de un proceso que, de
todas formas, es prácticamente inapelable: la progresiva pérdida de
su soberanía y de sus labores en favor del canciller. Hindenburg
asiste al espectáculo de cómo su figura va haciéndose
crecientemente cosmética, pero también sabe que tiene un arma total
y definitiva que le compete sólo a él.
Su testamento.
Por muy gagá que
esté Hindenburg, y por muchos admiradores que tenga Hitler en la
sociedad alemana, en el seno de esa sociedad con tendencia hacia el
conservadurismo y muy nostálgica de los good old times que el
Presidente representa mejor que nadie, un documento firmado por el
mariscal, en modo de testamento político, tendría, y él lo sabe,
el poder de una ley constitucional. No nos debe de sorprender a los españoles tal nivel de predicamento, pues fue el mismo que tuvo el general Franco, quien con su dedo designó a un sucesor cuya condición de tal sobrevivió incluso al desmantelamiento de su régimen dictatorial. El pueblo alemán, por mucho que
marque el paso en las demostraciones de Nuremberg delante de la
cámara de Leni Riefenstahl, aceptará a aquél que Hindenburg
designe como su sucesor si el anciano militar da el paso de
decidirse por un nombre. Y, según no pocos indicios, en su
residencia de Neudeck va dando paulatinamente forma a la idea de
testar la primera magistratura de la nación en la persona de alguien que no sea
miembro del Partido Nacionalsocialista.
Hindenburg, viejo
zorro, se guarda mucho de hacer evidentes sus pensamientos. Sus
planes no los comenta nada más que con una persona: Franz von Papen.
El vicecanciller visita Neudeck con relativa frecuencia (mucha más
que la del canciller, quien, como ya hemos dicho, nunca es convocado)
y mantiene conciliábulos con el Presidente de los que éste se
guarda mantener ajenos a su propio hijo y, sobre todo, a Meissner. El
11 de mayo de aquel año de 1934, según la mayoría de los indicios,
Hindenburg le entrega a Papen su testamento.
Hitler, si no es
informado de la existencia del documento, sí lo es, cuando menos, de
suposiciones racionales captadas por el tipo de personas que no suelen errar al
hacerlas. Nada más conocer la noticia o más bien el rumor,
comenzará para el canciller nacionalsocialista el grave ataque de
nervios del que será presa durante más de un año, hasta que
solucione toda aquella movida por la vía parda. El que está tan
tranquilo, sin embargo, es Von Papen. Poco tiempo antes, cuando
Göring le había arrebatado el poder efectivo en Prusia, se había
sentido acorralado y en peligro; pero ahora, le dice a sus
colaboradores más íntimos, tiene un papel firmado por Hindenburg
que dice que lo quiere a él, a él, en la Presidencia de Alemania
cuando muera. ¡Presidente! En la mentalidad de Von Papen, cuando
Hindenburg muera y estas previsiones se lleven a cabo, será como si
Hitler hubiese ganado la Liga, y él la Champions. El año que un
equipo español gana la Champions, ¡quién se ocupa de quién ganó
la Liga!
Con todo, y pese a que todo lo que se diga sobre el presunto testamento de Hindenburg está obviamente nublado por la especulación, la verdadera bomba de relojería del testamento de Hindenburg bien pudo ser otra. Resulta plenamente coherente con la sicología del mariscal, que probablemente veía todo lo ocurrido en Alemania desde 1918 como un paréntesis provocado por la derrota militar, el pensamiento, que en términos españoles podríamos denominar canovista, de que Alemania tenía, en el largo plazo, que respetar sus esencias. Cánovas, en efecto, consideraba que España tenía una serie de características superiores, tradicionales, esenciales, que estaban por encima de las constituciones y que las constituciones debían respetar. Estas dos grandes esencias eran, para él, la monarquía y el catolicismo. El más que probable pensamiento de Hindenburg era, probablemente, muy coincidente con este esquema canovista, aunque con obvios matices en lo religioso. Dicho de otra forma: las probabilidades son muchas, la lógica aplastante, de que Hindenburg expresase en su testamento el deseo de que Alemania volviese a ser una monarquía. Tendría toda la lógica, además, que pensase en Von Papen para que fuese el piloto de ese proceso: literalmente, no tenía un candidato mejor a mano, y a Von Papen, como católico, no le faltaban posibles a la hora de armar una coalición de fuerzas conservadoras en este sentido, cuya argamasa, lejos de ser el NSDAP, podría ser la Iglesia. Lo que sería muy difícil de creer es que el viejo Presidente dejase la puerta abierta en su testimonio político final a un Estado nacionalsocialista, sin más referente que su Jefe.
La Noche de los Cuchillos Largos, pues, no es un problema con Röhm. Röhm, y las SA, daban sus problemas, problemazos incluso. Pero el viejo capitán, de haberse decidido a ponerle la proa a su Führer, se habría encontrado, de seguro, con importantísimos problemas de disciplina en sus filas, porque Hitler era el Führer de las SA; así las cosas, poner a las secciones de asalto contra Hitler habría sido como poner a la Brunete contra Franco: lo mismo los oficiales te obedecen y sacan los tanques para bombardear El Pardo, que no.
Hindenburg, sin embargo, no tenía esa limitación. Él no mandaba sobre una porción de Alemania que, en el momento procesal 1934, le tributase una obediencia ciega a Hitler y al nacionalsocialismo; le obedecían, le escuchaban, a él. Y resulta plenamente lógico que desease ver reinstaurada en su país la monarquía que, como buen «canovista», creía que estaba en la esencia de Alemania (recordemos, una vez más, que Hitler y el nazismo equilibraban esta idea, hasta cauterizarla, mediante sus creencias ariosóficas que retrotraían la grandeza de Alemania a los tiempos de Wotan, los Nibelungos y su pastelera madre).
La clave de la NCL, pues, no es Röhm, ni sus SA. Es Hindenburg, y su testamento.
Con todo, y pese a que todo lo que se diga sobre el presunto testamento de Hindenburg está obviamente nublado por la especulación, la verdadera bomba de relojería del testamento de Hindenburg bien pudo ser otra. Resulta plenamente coherente con la sicología del mariscal, que probablemente veía todo lo ocurrido en Alemania desde 1918 como un paréntesis provocado por la derrota militar, el pensamiento, que en términos españoles podríamos denominar canovista, de que Alemania tenía, en el largo plazo, que respetar sus esencias. Cánovas, en efecto, consideraba que España tenía una serie de características superiores, tradicionales, esenciales, que estaban por encima de las constituciones y que las constituciones debían respetar. Estas dos grandes esencias eran, para él, la monarquía y el catolicismo. El más que probable pensamiento de Hindenburg era, probablemente, muy coincidente con este esquema canovista, aunque con obvios matices en lo religioso. Dicho de otra forma: las probabilidades son muchas, la lógica aplastante, de que Hindenburg expresase en su testamento el deseo de que Alemania volviese a ser una monarquía. Tendría toda la lógica, además, que pensase en Von Papen para que fuese el piloto de ese proceso: literalmente, no tenía un candidato mejor a mano, y a Von Papen, como católico, no le faltaban posibles a la hora de armar una coalición de fuerzas conservadoras en este sentido, cuya argamasa, lejos de ser el NSDAP, podría ser la Iglesia. Lo que sería muy difícil de creer es que el viejo Presidente dejase la puerta abierta en su testimonio político final a un Estado nacionalsocialista, sin más referente que su Jefe.
La Noche de los Cuchillos Largos, pues, no es un problema con Röhm. Röhm, y las SA, daban sus problemas, problemazos incluso. Pero el viejo capitán, de haberse decidido a ponerle la proa a su Führer, se habría encontrado, de seguro, con importantísimos problemas de disciplina en sus filas, porque Hitler era el Führer de las SA; así las cosas, poner a las secciones de asalto contra Hitler habría sido como poner a la Brunete contra Franco: lo mismo los oficiales te obedecen y sacan los tanques para bombardear El Pardo, que no.
Hindenburg, sin embargo, no tenía esa limitación. Él no mandaba sobre una porción de Alemania que, en el momento procesal 1934, le tributase una obediencia ciega a Hitler y al nacionalsocialismo; le obedecían, le escuchaban, a él. Y resulta plenamente lógico que desease ver reinstaurada en su país la monarquía que, como buen «canovista», creía que estaba en la esencia de Alemania (recordemos, una vez más, que Hitler y el nazismo equilibraban esta idea, hasta cauterizarla, mediante sus creencias ariosóficas que retrotraían la grandeza de Alemania a los tiempos de Wotan, los Nibelungos y su pastelera madre).
La clave de la NCL, pues, no es Röhm, ni sus SA. Es Hindenburg, y su testamento.
Pero volvamos a Von Papen, feliz como una perdiz con su papelito. Le cuenta todo el tema a Herbert von Bose, su jefe de gabinete (que
pagará el conocimiento en la NCL con su vida); se lo dice,
lógicamente, a Von Tchirchky, su secretario personal. Y, también por
supuesto, a Edgar Julius Jung, su agente de prensa, que será el que
más putas las pase por saberlo, además de apiolarla como Bose.
Von Bose y Jung
forman el estrecho círculo de Von Papen. Y en esos días tibios de
principios de mayo de 1934, les pasa lo que a un corredor de Moto GP
demasiado temerario: se pasan de frenada. Dicho de frente y por
derecho: como no conocen a Hitler como lo conocemos ahora, dan la batalla por ganada. Tal cual. Rien ne va plus. A tomar por saco el bigotes.
Lo primero que le
aconsejan sus áulicos adláteres a Von Papen es que no discuta el
tema con Hitler. Eso, le dicen, y la verdad es que en esto no se
equivocan, sería darle ventaja; otorgarle capacidad de movimiento
para hacer algo que cambiase las cosas. Lo mejor que se puede hacer,
opina Jung, es colocarlo frente al fait accompli de un
testamento público y conocido por todo alemán destetado. Hitler,
razonan, no se atreverá a oponerse a la opinión conocida del
mariscal; a decir: el Presidente dirá lo que quiera, pero el jefe del Estado quiero ser yo, o quiero que sea Fulano.
En todo caso,
razona el portavoz del vicecanciller ante los periodistas, hace falta
una campaña de prensa. Es importante que el pueblo alemán llegue,
creyendo que llega por sí solo, a la convicción de que es necesario
que el Presidente de la nación sea un personaje independiente, no
partidario. Esto sacará de la pista, de un plumazo, tanto a Hitler
como a cualquier otro en quien pudiera confiar para presentarlo a la
candidatura en su lugar. Todo esto pasa, concluyen los asesores de
Von Papen, porque, desde ese momento, el viejo vicecanciller comience
a labrarse una imagen propia, de carácter nacional, alejada de los
nacionalsocialistas y, muy específicamente, de Hitler.
El distanciamiento
de Papen respecto del nacionalsocialismo no puede producirse,
obviamente, de una forma rupturista. No sería creíble que ahora se
dejase coleta y se dedicase a predicar la revolución, y tal. La
forma de distinguirse es hacer una llamada a las porciones del
electorado que han llevado al poder al NSDAP sin ser
nacionalsocialistas. Esto es: el electorado conservador y, muy
especialmente, católico.
La ocasión,
además, la pintan calva. En esos días, Hitler prepara un viaje a
Venecia, donde tendrá un encuentro con el Duce, Benito Mussolini.
Esto significa que Von Papen estará al frente del gobierno en su
ausencia. Aprovechará ese día para hacer un discurso público en el
que dé la vuelta a sus cartas.
Jung, obviamente,
fue el redactor de dicho discurso. Von Bose, por su parte, cumple con
la importantísima misión de mensajero que, una vez escrito el
discurso, lo lleva personalmente a Neudeck y se lo lee a Hindenburg,
que lo aprueba. Esa actitud acaba de decidir a Von Papen, que elige
la pequeña ciudad católica de Marburgo para dar su discurso.
La elección de Von
Papen no es baladí. En aquella Alemania, pulida la izquierda, la
única organización que, como tal, podía pensar en hacerle sombra
al nacionalsocialismo, era la Iglesia católica. Los jefes naturales
de la grey católica, esto es los obispos alemanes, están en ese
momento reunidos en Fulda, a escasos cien kilómetros de la propia
Marburgo. En realidad, partes muy importantes del discurso de Von
Papen están directamente inspirados, sin mácula de duda, en las
discusiones de Fulda. En dicha reunión, monseñor Adolf Bertram,
cardenal primado de Silesia, ha bramado: «¡Guardaos de los falsos
profetas!», y ha advertido contra «los ateos, que, brazo en alto,
agitan conscientemente la lucha contra la fe católica.» El discurso
de Von Papen no hace otra cosa que disputarle a esos hombres del
brazo en alto el monopolio del patriotismo.
En esos mismos
momentos, Adolf Hitler está, ya lo hemos dicho, nervioso. Su baño
de masas el primero de mayo, en Tempelhof, frente a un millón de
miembros de las SA, no ha sido todo lo brillante que esperaba y no ha
galvanizado a la sociedad alemana. Apenas duerme. Gasta las noches en
compañía de su asistente, el fiel coronel de las SA Wilhelm
Bruckner, escuchando a un pianista. Deja de ir a casa de los Göbels
y comienza, asimismo, cierto distanciamiento personal respecto de
Göring y de Röhm, puesto que ambos, en el poder, se han apuntado
rápidamente a las altas relaciones sociales y las fiestas caras;
cosas que Hitler siempre despreció.
El 14 de junio,
Hitler y Von Neurath vuelan a Italia. Es el encuentro de Venecia, del
que ya hemos tenido ocasión de hablar cuando analizamos el procesode anexión de Austria. Y ahora tenemos una clave algo más precisa
de por qué Hitler, durante aquellas entrevistas, dejó hablar a
Mussolini y no puso el menor reparo al apoyo cerrado del italiano a
los compromisos de Stressa y, consecuentemente, a la independencia de
Austria. En parte, calló porque, estratégicamente, era lo que debía
hacer. Pero en parte, también, calló porque tenía la cabeza en
otra cosa. Tanto es así que el Duce acabó por notarlo. En uno de
sus paseos, el italiano sacó, ladinamente, el tema del liderazgo.
Hitler, con pocas palabras, le habló de los hombres que estaban con
él y le obedecían. Y entonces Mussolini hizo algo que gustaba de
hacer a menudo: le contó a Hitler la historia de Tarquinio el Viejo,
quinto rey de Roma y, a decir de algunos historiadores, el verdadero
fundador de la ciudad. Tarquinio, le dijo el jefe fascista italiano
al jefe fascista alemán, tenía una costumbre: llevaba siempre en la
mano una vara, con la que golpeaba en horizontal las flores de su
jardín, para nivelarlas. Nunca dejaba, pues, que una o varias flores
destacasen sobre las demás.
«Ahora mismo», le
dijo Mussolini a Hitler, «no eres el Amo. Es tu responsabilidad, y
tu labor, poner en orden tu propia casa».
Siendo como era
Mussolini, es más que probable que si una voz le hubiera dicho, en
ese momento, que con esa frase estaba sellando, a un año vista, el
destino de muchas personas, se habría sonreído y lo habría tomado
como algo normal. Mussolini era así.
Hitler, también.
En cuanto a la consideración de Hindenburg respecto a que la esencia de su Alemania era monárquica, creo que tenía razón, puesto que el Segundo Reich fue una creación monárquica, moldeada con un soberano autoritario en la cumbre al modelo prusiano. Una Alemania no nacionalsocialista, agotado el modelo de Weimar, no tenía muchas más alternativas. No hace falta entrar en el matiz de si se trataría de una monarquía autoritaria, más democrática, o no.
ResponderBorrarLa diferencia entre la España de Cánovas y la Alemania de Hindenburg es que en España se quemaron todos los demás modelos de Gobierno (aparte del monárquico constitucional) al calor de varias guerras civiles. Podría ser consustancial al alma española tener un gobierno monárquico; pero es que además en 1876 ya no cabía otra solución, se quisiera o no. Por el contrario, la Alemania de 1934 no había quemado (aún) el modelo nacionalsocialista.
Eborense, estrategos
Una pregunta, J. sobre tu excelente serie: he escuchado tanto que el voto católico le habría dado el poder a Hitler en el 33, como que los catolicos no votaban a los nazis: cual de las dos es la buena?
ResponderBorrarEn el fondo, las dos. Pero es una versión un tanto distorsionada. Hitler llega al poder en 1933 gracias a su identificación estratégica con Hindenburg y con la derecha cristiana que representa Von Papen. En ese sentido, en las elecciones que ganó sí que estuvo apoyado por un fuerte voto católico. No obstante, el enfrentamiento con los católicos fue casi inmediato, como de alguna manera ya hemos ido contando.
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