Hay un principio general del Derecho
según el cual los muertos, puesto que están ya
fallecidos y no son personas, no pueden poseer cosas; la
posesión, como hecho generador de derechos y deberes, le queda reservada a las personas. Pero también
es cierto que en el mundo hay una tierra en la que los principios
generales no siempre se cumplen. Me refiero a Galicia, el lugar en
el que yo crecí.
Lo que sigue son algunas notas de unas
informaciones que he encontrato en la revista Narria,
dedicada a la antropología y la etnografía, más
concretamente en un número de 1993. Viene a demostrar cómo
es posible que en Galicia los muertos sí sean
dueños.
Este tema tiene que
ver con Lugo, y con una costumbre que se produce en muchos lugares de
Galicia y que es bien conocida por su interés turístico.
Me refiero a a rapa das bestas, una celebración que ha
sido conocida en muchos lugares de la región, simplemente,
como o curro (el curro, aquí, no es un trabajo; es el
cercado en el cual son acopiados los caballos). Como es, digo, bien
sabido, a rapa das bestas es una festividad por la cual los
caballos que viven todo el año libres en el monte, pero que
aun así tienen dueño, sea éste personal o
comunal, son sacados de su hábitat para ser reunidos en un
cercado. Allí los mozos, formando pequeños equipos, los
cogen e inmovilizan en el suelo, donde son marcados con la seña
de su dueño. Se les cortan las crines (de ahí la rapa)
y luego se los suelta.
La fiesta que nos
interesa a efectos de lo que hemos de contar es el curro de Candaoso,
esto es la rapa das bestas celebrada en el lugar de San Andrés
de Boimente. San Andrés pertenece al municipio de Viveiro, una
población costera del norte de Lugo bien conocida de muchos
turistas. En el curro de Candaoso se rapan los caballos de los montes
de Buyo y Lerín. La fiesta se celebra de forma oficial desde
hace relativamente poco tiempo (1969), aunque es difícil saber
cuánto tiempo se celebraba con anterioridad de forma más
accidental o espontánea.
Los caballos que
pasan el año en Buyo y Lerín son propiedad de vecinos
de diversos municipios del área, tales como Xove, Cervo,
Ourol, Valadouro, o el propio Viveiro. La razón última
de que haya pervivido la costumbre de dejarlos tranquilamente en el
monte no tiene que ver (aunque ahora se quiera ver así) con
una presunta sensibilidad ecologista primigenia del gallego medio; a
menudo muchas personas del día presente olvidan que la
percepción de la bondad y belleza del paisaje es un fenómeno
bastante reciente en la cultura de los hombres, no digamos ya la pulsión conservacionista de las especies animales; así pues, el
deseo de conservar todo eso, por definición, no puede ser antiguo. La
cosa, en realidad, tiene más que ver con el hecho de que los
caballos de raza gallega nunca fueron muy propios para las labores
del campo (les cuesta tirar de un carro, no digamos de un arado; aunque el rey Sabio dejó escrito en sus crónicas que eran muy útiles en las luchas contra la morisma); pero, sobre todo, tiene que ver con los beneficios derivados de la venta de las crines. Los caballos del monte eran, pues, fuente de dinero, sin que al dueño le costaran gran cosa, pues durante el año los alimenta el monte.
Como el hombre es
hombre en todas partes, muy pronto, aunque no sepamos bien cuándo,
apareció el fenómeno de quien robaba caballos de un
monte para llevárselos a otro; por lo que surgió la
necesidad de, además de cortarle las crines a los caballos
para poder venderlas, marcar a los animales para hacer pura expresión
de propiedad.
Caballos, como
digo, pueden poseer las personas, y también las
colectividades. Inevitablemente, por ejemplo, en la Historia los
obispados gallegos han poseído caballos, y pleiteado para
afirmar su propiedad; pero, en general, el más común
propietario colectivo es la aldea, pedanía o pueblo de donde
son los caballos. Sin embargo, como he dicho al principio de estas
notas, hay un tercer tipo de propietario que es el que nos interesa
hoy: el muerto.
Tal y como se tenía
estatuido en la rapa de San Andrés de Boimente, si una familia
que tuviere caballos falleciese por completo, no quedando pues
heredero alguno, los beneficios de las crines de sus caballos
deberían gastarse en pagar misas por sus almas; exponiéndose
quienes, debiendo cumplir este compromiso, no lo hiciesen, a sufrir
apariciones y otros actos anormales o paranormales provocados por los
verdaderos dueños de los animales y, consecuentemente, de los
beneficios de los mismos.
Con todo, el punto
principal en el que la propiedad de los caballos lucenses se tocaba,
en un pasado nada distante a juzgar por lo leído, con los
muertos, es aquél en el que la costumbre se funde con otro
mito muy gallego: la Santa Compaña.
La Santa Compaña,
supongo que también lo sabréis, es un mito rural
gallego, que hay estudiosos que retrotraen incluso al Neolítico,
según el cual, en la noche, si uno camina por el campo
gallego, puede llegar a encontrarse con una procesión de
almas. Se suele decir que hay que evitar que el último alma de
la fila te entregue algo, pues en ese caso esa ánima ocupará
tu lugar en el mundo de los vivos, mientras que tú tendrás
que salir de paseo todas las noches a la espera de que aparezca otro
tan pringao o más que tú, y se acerque. Una de las cosas que más me sorprendió de la Galicia en la que yo crecí, de la de hoy honradamente no puedo hablar, es la enorme cantidad de gallegos leídos y escribidos, la mayoría amigos de mi padre, que, o bien creían a pies juntillas en la Santa Compaña, o bien, incluso, decían haberse encontrado con ella, normalmente en su niñez, alguna noche que pasaran en la casa de aldea de su familia (porque en aquella Galicia todo el mundo tenía una casa en la aldea, propiedad sobrevenida de unos abuelos que todavía destripaban los campos). Incluso tuve un jefe una vez, natural de un pueblo de La Coruña, que no sólo decía haber visto a la Santa Compaña, sino que aseguraba que la había visto acompañada por el Diablo en persona, con el que tuvo la ocasión de departir unos minutos. Todo esto, supongo, es coherente con la actitud habitual del gallego average hacia lo paranormal, quintaesenciado en el famoso adagio eu non credo nas meigas, pero habelas, hainas.
Al parecer, los
lucenses de la zona del cerrato de Buyo comenzaron a sufrir, en algún momento,
probablemente de la primera mitad del siglo pasado, la aparición
de almas procedentes del cementerio local de Santa Cruz; almas que se
dedicaban a darles por saco en los cruces de caminos; que son lugares
que los gallegos siempre han visto con desconfianza, razón por
la cual suelen encomendarlos a la protección de El Más Poderoso mediante la instalación en los mismos de cruceiros. En San Andrés de Boimente no
debía de haber cruceiros o canteros que los labrasen; o bien las almas eran unas
descaradas, porque el caso es que las apariciones se producían.
Acordándose
de la costumbre relativa a las familias intestadas,
algunas de las personas atormentadas por las almas comenzaron a
otorgarle a esas personas ya muertas la propiedad de caballos
obtenidos en los curros anuales; de forma que el beneficio de sus
crines lo invertían en misas por esas almas (como se ve, se
entiende, a mi modo con muy bien criterio, que un alma en pena ya no
quiere el dinero para nada que no sea que se le digan misas; un concepto
que se diferencia tan sólo cosméticamente de la
costumbre antigua de hacer sacrificios por los muertos, o dejarles
algunos días del año un plato de comida al lado de la
tumba para que se hartasen, o enterrarlos con sus enseres más queridos).
El mencionado
número de la revista antropológica explica el caso de
un habitante del lugar, apodado O Mulateiro (de donde se
deduce que debía de tener más de un cuadrúpedo),
al que atormentaban las ánimas, aun después de que les
hubiese regalado algunos de sus caballos. Hastiado de la visita de
los espíritus sobrenaturales, decidió subastar su mejor
caballo y, con el dinero que obtuvo, dar una fiesta en el atrio de la
iglesia, con gaiteiros y todo. Un detalle interesante de este relato
es el lugar de la celebración, en el que cabe adivinar la
probablemente entusiasta colaboración del párroco
local. Hoy en día, dudo mucho que la Iglesia oficial amparase
una superstición de este tipo.
Los caballos que,
el día de la rapa, eran adjudicados a un muerto, eran marcados
con la imagen de un cáliz. Imagen que, por lo que leo, hace ya
tiempo que ha desaparecido.
Las ánimas,
por lo que se ve, están ya para otras cosas.
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