lunes, octubre 06, 2014

Un caballo marcado con un cáliz

Hay un principio general del Derecho según el cual los muertos, puesto que están ya fallecidos y no son personas, no pueden poseer cosas; la posesión, como hecho generador de derechos y deberes, le queda reservada a las personas. Pero también es cierto que en el mundo hay una tierra en la que los principios generales no siempre se cumplen. Me refiero a Galicia, el lugar en el que yo crecí.

Lo que sigue son algunas notas de unas informaciones que he encontrato en la revista Narria, dedicada a la antropología y la etnografía, más concretamente en un número de 1993. Viene a demostrar cómo es posible que en Galicia los muertos sean dueños.

Este tema tiene que ver con Lugo, y con una costumbre que se produce en muchos lugares de Galicia y que es bien conocida por su interés turístico. Me refiero a a rapa das bestas, una celebración que ha sido conocida en muchos lugares de la región, simplemente, como o curro (el curro, aquí, no es un trabajo; es el cercado en el cual son acopiados los caballos). Como es, digo, bien sabido, a rapa das bestas es una festividad por la cual los caballos que viven todo el año libres en el monte, pero que aun así tienen dueño, sea éste personal o comunal, son sacados de su hábitat para ser reunidos en un cercado. Allí los mozos, formando pequeños equipos, los cogen e inmovilizan en el suelo, donde son marcados con la seña de su dueño. Se les cortan las crines (de ahí la rapa) y luego se los suelta.

La fiesta que nos interesa a efectos de lo que hemos de contar es el curro de Candaoso, esto es la rapa das bestas celebrada en el lugar de San Andrés de Boimente. San Andrés pertenece al municipio de Viveiro, una población costera del norte de Lugo bien conocida de muchos turistas. En el curro de Candaoso se rapan los caballos de los montes de Buyo y Lerín. La fiesta se celebra de forma oficial desde hace relativamente poco tiempo (1969), aunque es difícil saber cuánto tiempo se celebraba con anterioridad de forma más accidental o espontánea.

Los caballos que pasan el año en Buyo y Lerín son propiedad de vecinos de diversos municipios del área, tales como Xove, Cervo, Ourol, Valadouro, o el propio Viveiro. La razón última de que haya pervivido la costumbre de dejarlos tranquilamente en el monte no tiene que ver (aunque ahora se quiera ver así) con una presunta sensibilidad ecologista primigenia del gallego medio; a menudo muchas personas del día presente olvidan que la percepción de la bondad y belleza del paisaje es un fenómeno bastante reciente en la cultura de los hombres, no digamos ya la pulsión conservacionista de las especies animales; así pues, el deseo de conservar todo eso, por definición, no puede ser antiguo. La cosa, en realidad, tiene más que ver con el hecho de que los caballos de raza gallega nunca fueron muy propios para las labores del campo (les cuesta tirar de un carro, no digamos de un arado; aunque el rey Sabio dejó escrito en sus crónicas que eran muy útiles en las luchas contra la morisma); pero, sobre todo, tiene que ver con los beneficios derivados de la venta de las crines. Los caballos del monte eran, pues, fuente de dinero, sin que al dueño le costaran gran cosa, pues durante el año los alimenta el monte.

Como el hombre es hombre en todas partes, muy pronto, aunque no sepamos bien cuándo, apareció el fenómeno de quien robaba caballos de un monte para llevárselos a otro; por lo que surgió la necesidad de, además de cortarle las crines a los caballos para poder venderlas, marcar a los animales para hacer pura expresión de propiedad.

Caballos, como digo, pueden poseer las personas, y también las colectividades. Inevitablemente, por ejemplo, en la Historia los obispados gallegos han poseído caballos, y pleiteado para afirmar su propiedad; pero, en general, el más común propietario colectivo es la aldea, pedanía o pueblo de donde son los caballos. Sin embargo, como he dicho al principio de estas notas, hay un tercer tipo de propietario que es el que nos interesa hoy: el muerto.

Tal y como se tenía estatuido en la rapa de San Andrés de Boimente, si una familia que tuviere caballos falleciese por completo, no quedando pues heredero alguno, los beneficios de las crines de sus caballos deberían gastarse en pagar misas por sus almas; exponiéndose quienes, debiendo cumplir este compromiso, no lo hiciesen, a sufrir apariciones y otros actos anormales o paranormales provocados por los verdaderos dueños de los animales y, consecuentemente, de los beneficios de los mismos.

Con todo, el punto principal en el que la propiedad de los caballos lucenses se tocaba, en un pasado nada distante a juzgar por lo leído, con los muertos, es aquél en el que la costumbre se funde con otro mito muy gallego: la Santa Compaña.

La Santa Compaña, supongo que también lo sabréis, es un mito rural gallego, que hay estudiosos que retrotraen incluso al Neolítico, según el cual, en la noche, si uno camina por el campo gallego, puede llegar a encontrarse con una procesión de almas. Se suele decir que hay que evitar que el último alma de la fila te entregue algo, pues en ese caso esa ánima ocupará tu lugar en el mundo de los vivos, mientras que tú tendrás que salir de paseo todas las noches a la espera de que aparezca otro tan pringao o más que tú, y se acerque. Una de las cosas que más me sorprendió de la Galicia en la que yo crecí, de la de hoy honradamente no puedo hablar, es la enorme cantidad de gallegos leídos y escribidos, la mayoría amigos de mi padre, que, o bien creían a pies juntillas en la Santa Compaña, o bien, incluso, decían haberse encontrado con ella, normalmente en su niñez, alguna noche que pasaran en la casa de aldea de su familia (porque en aquella Galicia todo el mundo tenía una casa en la aldea, propiedad sobrevenida de unos abuelos que todavía destripaban los campos). Incluso tuve un jefe una vez, natural de un pueblo de La Coruña, que no sólo decía haber visto a la Santa Compaña, sino que aseguraba que la había visto acompañada por el Diablo en persona, con el que tuvo la ocasión de departir unos minutos. Todo esto, supongo, es coherente con la actitud habitual del gallego average hacia lo paranormal, quintaesenciado en el famoso adagio eu non credo nas meigas, pero habelas, hainas.

Al parecer, los lucenses de la zona del cerrato de Buyo comenzaron a sufrir, en algún momento, probablemente de la primera mitad del siglo pasado, la aparición de almas procedentes del cementerio local de Santa Cruz; almas que se dedicaban a darles por saco en los cruces de caminos; que son lugares que los gallegos siempre han visto con desconfianza, razón por la cual suelen encomendarlos a la protección de El Más Poderoso mediante la instalación en los mismos de cruceiros. En San Andrés de Boimente no debía de haber cruceiros o canteros que los labrasen; o bien las almas eran unas descaradas, porque el caso es que las apariciones se producían.

Acordándose de la costumbre relativa a las familias intestadas, algunas de las personas atormentadas por las almas comenzaron a otorgarle a esas personas ya muertas la propiedad de caballos obtenidos en los curros anuales; de forma que el beneficio de sus crines lo invertían en misas por esas almas (como se ve, se entiende, a mi modo con muy bien criterio, que un alma en pena ya no quiere el dinero para nada que no sea que se le digan misas; un concepto que se diferencia tan sólo cosméticamente de la costumbre antigua de hacer sacrificios por los muertos, o dejarles algunos días del año un plato de comida al lado de la tumba para que se hartasen, o enterrarlos con sus enseres más queridos).

El mencionado número de la revista antropológica explica el caso de un habitante del lugar, apodado O Mulateiro (de donde se deduce que debía de tener más de un cuadrúpedo), al que atormentaban las ánimas, aun después de que les hubiese regalado algunos de sus caballos. Hastiado de la visita de los espíritus sobrenaturales, decidió subastar su mejor caballo y, con el dinero que obtuvo, dar una fiesta en el atrio de la iglesia, con gaiteiros y todo. Un detalle interesante de este relato es el lugar de la celebración, en el que cabe adivinar la probablemente entusiasta colaboración del párroco local. Hoy en día, dudo mucho que la Iglesia oficial amparase una superstición de este tipo.

Los caballos que, el día de la rapa, eran adjudicados a un muerto, eran marcados con la imagen de un cáliz. Imagen que, por lo que leo, hace ya tiempo que ha desaparecido.


Las ánimas, por lo que se ve, están ya para otras cosas.

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