La
sesión del miércoles 7 de febrero comenzó con un gesto de buena
voluntad. Un cablegrama llegado de Washington anunció que el antiguo
embajador de la URSS en Washington, destinado entonces en ciudad de
México, Konstantin Oumansky, había encontrado la muerte en un
accidente de avión. La delegación estadounidense, además de
presentar sus condolencias a Stalin, ofreció un avión
estadounidense para poder repatriar los restos del embajador lo antes
posible. Los soviéticos agradecieron cálidamente el gesto.
Pero
eso fue todo lo bueno que tuvo el día.
Los
ministros de Exteriores se reunieron para almorzar, pero apenas
hicieron brindis. El tiempo del buenrollismo estaba pasando
rápidamente. Al inicio de la reunión, Viacheslav Molotov, haciendo
hilo con la postura que ya conocemos de su camarada primer secretaria
general del Comité Central, declaró casi sin interés que no había
podido elaborar propuesta alguna sobre el tema del sistema de voto en
el seno de la ONU. Luego se pasó, no con mucho más éxito, al
asunto del desmembramiento de Alemania. Molotov sugirió que se
estableciese una Comisión en Londres formada por Eden, John Winant
(el embajador USA) y Fedor Gusev para discutir el tema antes de que
llegase a la denominada Comisión Consultiva Europea, a causa de que
Eden ya había advertido de que en dicha Comisión Francia podría
participar en plano de igualdad. Una vez más, las posiciones
estuvieron tan encontradas que apenas encontraron puntos medios: se
acordó proponer al plenario un informe que aceptaba la participación
de Francia en la ocupación, pero aplazaba a un acuerdo futuro entre
las tres potencias la definición del papel de Francia en la Comisión
de Control.
Luego,
las indemnizaciones. Molotov presentó un nuevo informe que, de
nuevo, defendía la idea de que dichas reparaciones deberían ser
percibidas primero por los países que habían llevado el mayor peso
de la guerra. Se establecía el volumen de pagos, tanto en dinero
como en otras formas, en 20.000 millones de dólares: 10.000 para la
URSS, 8.000 para las otras dos grandes potencias y 2.000 para todos
los demás. Puesto que tanto Eden como Stettinius respondieron que
tenían que estudiar el informe más a fondo, el tema quedó
pendiente para el plenario.
Así
las cosas, la reunión de los hermanos mayores comenzó a las cuatro
de la tarde, en Livadia. Y comenzó con una sorpresa: de forma
totalmente inesperada, los rusos comenzaron su primera intervención
anunciando que habían decidido aceptar completamente la propuesta de
Roosevelt sobre el funcionamiento del Consejo de Seguridad de la ONU.
Eso sí, Molotov pidió a cambio un sitial para la URSS y tres más
para Ucrania, Bielorrusia y Lituania, con la excusa de que habían
sido los principales sufridores en la guerra, y porque en aquel
momento todavía eran Estados formalmente autónomos con su propio
ministro de Asuntos Exteriores. Molotov sugirió, de hecho, que
darles este estatus a estas naciones venía a ser lo mismo que el que
la URSS concedía a países como Canadá o Australia.
A
pesar de lo bien armado de la estrategia de los soviéticos, no coló.
Roosevelt se dio cuenta desde el primer momento de que Stalin,
conscientemente, le planteaba un reto que no podía cumplir: regresar
a Washington habiéndole dado a la URSS cuatro votos en la ONU (más,
probablemente, derecho de veto) y llamarle a eso un pacto exitoso.
Sin embargo, como otras muchas veces en aquella conferencia, y en su
vida como presidente, se dejó llevar por el buenismo, se quiso
convencer de que era más lo que ganaba que lo que perdía
(repetimos: pensaba que en una cesión voluntaria de Stalin estaba
ganando él), y saludó la decisión con las mejores palabras. Los
Estados Unidos, dijo, que tenían una sola lengua (sic) y un solo
ministro de Asuntos Exteriores, debían entender que otros Estados,
como la URSS o la Gran Bretaña, estuviesen organizados de otra
manera.
Churchill,
comme d'habitude, no fue tan entusiasta como su camarada de la
avenida Pensilvania. Respondió con el típico argumento de que la
propuesta debía considerarse detenidamente para, a continuación,
desmontar el símil de Molotov con Canadá y Austrialia. Había
citado el ministro de Exteriores soviéticos dos países, dijo
Churchill, que llevaban décadas gobernándose por sí mismos y
teniendo un papel en el entorno internacional absolutamente propio,
por no mencionar que habían entrado en la guerra del lado de
Londres. Por lo tanto, su independencia estaba fuera de toda duda, y
ya no dijo más, para no tener que afirmar que la de los países
soviéticos sí que estaba en fuerte duda.
El
primer ministro británico, además, mostró sus reticencias hacia la
propuesta que había hecho Roosevelt, embebido de optimismo, de hacer
la primera reunión de las Naciones Unidas en apenas unas semanas, en
marzo, fundamentalmente porque todavía se podría estar en plena
guerra.
Hopkins
le pasó en ese momento una nota a Roosevelt, en la que le decía que
le daba la impresión de que Churchill tenía motivaciones que los
estadounidenses desconocían y que, tal vez, era mejor dejar correr
el agua mientras no tuviesen mejor información.
Por
ello, el presidente de la conferencia dejó que las discusiones
derivasen por otros terrenos. Concretamente, se pasó a hablar de la
situación de algunos países, fuertemente golpeados por la guerra,
que necesitarían de gran ayuda. Roosevelt se refirió, más
concretamente, a Holanda. Todo formaba parte de una estrategia.
Hopkins le había pasado una segunda nota en la que le sugería al
presidente que tal vez era el momento de “hablar del TVA”. Por
TVA, el asesor del presidente entendía la Tennessee Valley
Authority, una sociedad estadounidense famosa por afrontar trabajos
gigantescos. Sin embargo, el diálogo en torno a lo que acabaría por
conocerse como Plan Marshall naufragó en ese punto. Los británicos
solicitaron un receso de diez minutos para prepararse, porque querían
volver a hablar de Polonia.
Polonia,
otra vez.
Al
regreso a las discusiones, Cadogan tuvo que pasarle una nota a
Churchill haciéndole saber que se había olvidado de subirse la
bragueta después de haberse aliviado.
Comenzó
Stalin, mostrándose contento y agradecido por la carta recibida del
presidente Roosevelt la noche anterior. Informó de que había
intentado hablar por teléfono con el gobierno de Varsovia, pero que
no lo había conseguido.
Acto
seguido, Molotov leyó una propuesta soviética con seis puntos que
contestaba a esa carta:
* La línea Curzon representaría la frontera oriental de Polonia, aunque en algunos puntos dicho país ganaría terreno hasta ocho kilómetros.
* La línea Curzon representaría la frontera oriental de Polonia, aunque en algunos puntos dicho país ganaría terreno hasta ocho kilómetros.
- La frontera occidental de Polonia quedaría marcada por Stettin al norte y seguiría la línea Oder-Niesse.
- El gobierno provisional polaco (el de Varsovia) se veía reforzado por “algunas personalidades de entre los polacos emigrados”.
- Así completado, dicho gobierno sería reconocido por las potencias.
- Este gobierno llamaría a los polacos en cuanto fuera posible para que expresasen en un voto general su parecer sobre la composición de las instituciones del Estado.
- Se formaría una comisión con Molotov, Harriman y Clark, que discutiría la ampliación del gobierno provisional y sometería a las tres potencias sus propuestas.
Tras
hablar Molotov, el juego soviético quedaba claro: Stalin ofrecía un
acuerdo sobre las Naciones Unidas, un acuerdo en el que su cesión
era menor pues al fin y al cabo conservaba el derecho a veto (además
de permitirse solicitar tres votos más que no le correspondían); y
a cambio ofrecía a los aliados occidentales tragarse sus tesis sobre
Polonia, con la única cesión comprobable de aceptar la línea
Curzon; algo que, a la larga, le daba más o menos igual, porque su
idea era dominar Polonia como país satélite. Su guinda era,
claramente, la aceptación aliada conjunta del gobierno
Bierut, bien que adornado con algunas bolas de colores.
Roosevelt,
impostando su suave voz con una sonrisa, recibió con parabienes la
propuesta soviética (hubiera hecho lo mismo si Molotov hubiera
propuesto cortarle las gónadas e introducírselas por una oreja); y
tan sólo se limitó a expresarse un tanto dubitativo ante la
expresión “polacos emigrados”. Pero dijo que era una propuesta
con la que se podía trabajar.
Churchill
no fue tan moñas. Inmediatamente que habló, dejó claro que para él
la expresión “emigrados” no era desde luego ni feliz ni exacta.
Entiendo yo que para no tener que decir lo que realmente pensaba (o
sea, que los polacos de Londres no habían emigrado, sino que se
habían quedado sin país, y eso era algo en lo que la URSS había
colaborado), tiró de Historia y dijo que esa expresión había
ganado uso con la Revolución Francesa, pero que para los ingleses
definía a aquella persona expulsada de su país por sus propios
compatriotas. Proponía cambiarla por la expresión “polacos
residentes provisionalmente en el extranjero”.
Luego
se refirió al tema de la línea Oder-Niesse. No debemos, dijo, darle
a Polonia más territorio del que va a poder administrar, “no sea”,
dijo, “que acabémosle dando a los polacos tanta comida alemana que
acaben teniendo una indigestión”. La propuesta, dijo Churchill,
supondrá un deportamiento masivo de alemanes, algo que la opinión
pública británica no aceptaría.
Stalin
se limitó a comentar, fríamente, que “la mayoría de los alemanes
de esas zonas han huido ya del Ejército Rojo”; pero Churchill no
se bajó del burro y siguió opinando que Polonia no podría tener
toda esa población bajo su administración.
La
discusión subía de tono, y Roosevelt callaba. Había recibido dos
notas, una de Hopkins y otra de Stettinius. La segunda de ellas
planteaba la duda de si los países sentados en la mesa podían
decidir por sí solos una frontera. La segunda, un clásico de Harry,
le aconsejaba al presidente pasarle la patata a la reunión de
ministros de Exteriores (esa misma que cada vez que se encontraba con
un problema lo larga al plenario).
En
fin, cuando Churchill dijo que era condición indispensable que los
líderes democráticos de Polonia formasen parte de su gobierno,
Roosevelt (que por cosas como ésta ha pasado a la Historia como
campeón de la democracia) interrumpió para decir que mejor todos lo
consultasen con la almohada y lo dejasen para el día siguiente.
Así
que la discusión sobre Polonia se abandonó. Pero, vaya, fue como
pasar del fuego a las brasas, porque eso no hizo sino colocar sobre
la mesa el temita de la participación, o no, de Francia en la
Comisión de Control de la Alemania ocupada. Molotov, encargado de
informar de los resultados (por llamarlos de alguna manera) del
almuerzo de ministros, repitió su teoría de que era perfectamente
posible adjuricarle a Francia una zona de control, pero sin sentarla
en la Comisión. Churchill respondió, bien que con otras palabras,
que si finalmente se tomaba esta decisión los franceses no pararían
de dar por culo.
Roosevelt
opinó que era inútil someter esta cuestión a la Comisión
Consultiva Europea, porque se produciría un empate: franceses y
británicos de un lado, y soviéticos y estadounidenses del
otro. Habría que estudiar el tema más a fondo; no contemplaba
Roosevelt que Francia fuese admitida en el “club cerrado” de las
potencias, pero también entendía que alguna salida había que
darle. Como tenía por costumbre, una cosa y la contraria seguidas en
la misma frase.
Tras
casi cinco horas de sesión, el presidente la dio por terminada.
Los
tres líderes cenaron cada uno en su palacio. Todos vieron a Stalin
(y con él a toda la delegacióln soviética) más relajado que el
día anterior. Pero quien realmente estaba excitado era Roosevelt. En
puridad, la sesión del día 7 no había logrado una mierda de
acuerdo; de hecho, si para algo había servido era para valorar lo
encontradas que estaban las posiciones. Pero FDR estaba contento
porque se sentía avalado para iniciar los trabajos para la primera
reunión de la ONU. De hecho, esa misma noche estuvo discutiendo con
Stettinius los nombres de los políticos en cuyas manos dejaría esa
labor.
Discutiendo
la propuesta de Stalin sobre los votos adicionales, Roosevelt y
Stettinius estuvieron de acuerdo en que, probablemente, estaba
provocada por la debilidad de la posición estalinista en Ucrania
(que era cierta; pero si conociesen un poco más a su adversario,
deberían haber imaginado que Stalin podría con ella), así como el
intento de atraer al proyecto a los miembros del Politburó más
escépticos (una vez más, FDR parecía desconocer el trato que
Stalin le reservaba a los escépticos).
Como
nota para la Historia, fue a las cinco de la tarde de aquel día
cuando, tomando el té, se produjo una famosa anécdota de Stalin.
Roosevelt le hablaba de un viaje que había hecho por Europa y, al
relatarle su estancia en el Vaticano, le comentó lo impresionado que
había quedado por la personalidad del Papa. “¿El Papa?”,
preguntó Stalin; “pero, ¿cuántas divisiones tiene?”
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